Rafaela tomó asiento frente a Melody. La atrajo la visión de Rosie, que succionaba con fruición el pezón de su madre. Casi de inmediato le llamó la atención el anillo que colgaba de una cadena de oro en torno al cuello de Melody. Nunca antes había reparado en él, quizá porque la condesa lo llevaba bajo los vestidos.
—Mira, Melody —dijo, y extendió la mano derecha—. Tu anillo es muy parecido al mío, casi igual, diría.
—¡Es verdad! Éste perteneció a mi padre. Tiene su nombre grabado en la cara interna. Se llama
claddagh.
Es una vieja tradición irlandesa. ¿Quién te ha dado el tuyo?
—El señor Furia —Melody quedó pasmada—. Perteneció a su madre. Él lo conservó desde su muerte y, meses atrás, me lo entregó a mí. También tiene grabado el nombre de ella en la cara interna.
—¿Cómo se llamaba?
—Emerald Maguire.
—¡Dios bendito! —susurró Melody.
—¿Qué sucede? —se inquietó Rafaela.
—Nada —mintió—. Rosie me ha mordido.
Esa noche, Melody refirió los hechos a Blackraven, que la escuchó en silencio.
—¿Qué opinas ? —preguntó, ansiosa, y Roger, sin pronunciar palabra, sacó una carta del cajón de su escritorio y se la entregó—. Es de tu padre —apuntó Melody.
—La recibí ayer. Ve al quinto párrafo.
–"En dos días" —leyó Melody— "dejo Cornwall y parto hacia Londres para visitar a Horatio..."
—Horatio de Lacy —explicó Roger— es un viejo amigo de mi padre, un conde irlandés que tiene, por supuesto, una residencia en Londres.
–"... que ha regresado de su viaje a la España con las manos vacías y, me dicen, está muy abatido. Su cuñado no ha sabido dar fe de su hijo Horatio y de la campesina irlandesa con quien escapó años atrás, Emerald Maguire." ¡Emerald Maguire! —Melody miró a su esposo, conmocionada.
—Creo, amor mío, que tu tía Emerald era la esposa de Horatio de Lacy, hijo del conde de Grossvenor.
—Artemio Furia tiene que ser su hijo. Roger, ¡es igual a mi padre!
El refugio
Como el interior de la carreta se había convertido en un infierno, Rafaela y Mimita viajaban a caballo. Rafaela montaba a mujeriegas una yegua, mientras que Mimita iba sentada delante de Furia, sobre Regino. En los últimos meses, la niña había ganado en peso y en seguridad y ampliado su vocabulario. Nada la hacía más feliz que la visión de su "Atiemo", y con nadie se mostraba tan expansiva. De hecho, en ese momento, hablaba y movía las manitas con la gracia de una niña normal. Furia asentía y, cada tanto, pronunciaba un comentario. Rafaela sonrió, convencida de que el gaucho no entendía palabra de lo que Mimita le contaba. No obstante, formaban un dúo avenido, y ambos se sentían a gusto en la presencia del otro. Otra sonrisa despuntó en sus comisuras al evocar la excitación de Mimita ante la montaña de regalos que Furia le había traído de Córdoba: una
chusé
(una alfombra de tejido grueso y colores vivos, típicamente cordobesa o catamarqueña) para su dormitorio en la casa de Morón; una muñeca portuguesa que debía de haber costado un ojo de la cara; unos chapines de damasco con bordados de flores; y bolitas de vidrio para el juego de los cantillos, aunque Rafaela dudaba de que alguna vez Mimita adquiriera la destreza para lanzarlas. A ella también la agasajó con varios regalos, dos de los cuales la dejaron boquiabierta, un pote con algalia y semillas de abelmosco, no sólo por costosos sino porque no imaginó que él los recordara ya que tenía la impresión de que, cuando le mencionaba sus experimentos y nuevas fórmulas, él pensaba en el rodeo, en las enfermedades del ganado o en la yegua preñada. Artemio Furia siempre la sorprendía; se trataba de un hombre que, tras ese barniz de simpleza, escondía una compleja personalidad. No había que confundir su talante silencioso y reconcentrado con uno distraído. Bajo esos párpados pesados, sus ojos se movían para abarcar el entorno hasta individualizar cada objeto y persona. A veces, con esa cualidad casi mágica de los paisanos, parecía ver más allá de lo visible, presentir los hechos. Por ejemplo, en ese momento, mientras cabalgaba y conversaba con Mimíta, le indicaba a Juan, "el peludo", que uno de los bueyes cojeaba. Nadie había reparado en ello excepto él, ni siquiera el nuevo boyero, que reemplazaba a Bamba.
No podía apartar sus ojos de Artemio Furia, y una emoción que crecía y le expandía el pecho la ahogaba, le volvía irregular el aliento: ese hombre le pertenecía. No era su esposo, quizá nunca lo sería porque, como le había explicado Furia en
La Larga,
los gauchos no se "matrimoniaban"; sin embargo, se sentía unida a él por un lazo como el del sacramento pese a ser sólo su manceba, su concubina. Manceba. Concubina. La indiferencia que el sonido de esas palabras le provocaba en el presente antes de Furia había sido espanto. Él, al destruir la hipocresía de los Palafox, había liberado su espíritu y, sobre todo, acabado con sus miedos. Resultaba maravilloso respirar plenamente y no tener molestias en el estómago. Apuró la yegua hasta colocarla junto a Regino y allí, frente a los hombres de Furia, estiró el brazo y le acarició la mejilla. Su desfachatez lo pasmó, y ella rió al verlo abrir grandes los ojos y dejar caer la mandíbula en una pregunta que no formuló.
Esa noche, mientras los demás dormían, ellos se dedicaban a contemplar el cielo estrellado y la luna llena. Sentado en el suelo y con la espalda sobre la rueda de la carreta, Furia tenía a Rafaela entre sus piernas. La rodeaba con los brazos y le susurraba historias de la luz mala, del lobisón y de cómo, con ayuda del sapo, se curaba desde un dolor de cabeza hasta la disentería. Ella no sabía si Furia daba crédito a esas supersticiones; tampoco le importaba.
—Hoy hay luna llena. En un rato m'empieza a crecer pelo, me salen garras y me convierto en el lobisón —le mordió el cuello—. ¿Tiene miedo?
—Ni convertido en lobisón le temería, señor Furia. Usted jamás me haría daño.
Lo conmovió la respuesta. Ella había vuelto a confiar en él a pesar del abandono en
La Larga,
la humillación en la pensión de doña Clara y todo lo demás. La apretó y le olió la nuca y detrás de la oreja. Su Rafaela de las flores, que lo había exorcizado del demonio de la venganza y que se había convertido en el medio para dar con Edwina. Ella no sabía lo que había significado encontrarla en lo de Corina a su regreso de Córdoba. Su alma se hallaba en reposo, embargada de pura paz, aunque, al mismo tiempo, resultaba paradójico que tanta paz lo inquietase. Temía perderla.
—¿Va a andar triste porque la Creóla se nos jué con el Paolino? —Rafaela agitó la cabeza, para negar—. ¿Y por la muerte de Ñuque?
—Tampoco. Estaba preparada. Ya no quería verla sufrir.
Rafaela se preguntó cuándo le confesaría que, gracias a Ñuque, sabía cómo habían muerto sus padres y la participación de Rómulo. "No esta noche", decidió, aunque le contó cómo había descubierto que Ñuque, una india, era su abuela.
—En cuantito la vide de cerca —expresó él—, me dije: "Esta tiene sangre india", por el grosor de sus labios y por la forma de sus ojos.
Apareció Quinto, y Rafaela saltó de brazos de Furia para darle la bienvenida. No lo había visto durante los cuatro meses transcurridos en Buenos Aires.
—Te eché tanto de menos, querido amigo.
—¿Y a mí? —escuchó decir a Furia, y se sintió arrastrada de nuevo a su regazo. El le habló al oído—: ¿A mí me echó de meno? Nunca me lo dijo dende que llegué —la hizo girar para enfrentarlo y le amoldó las piernas a sus caderas—. ¿Pensaba en mí, Rafaela? —ella fingió meditarlo—. Yo vivía con usté en mi, cabeza. Tuito el día, y, en la noche, ni le cuento. Se me ponía dura la verga en cuantito me la imaginaba desnuda.
Estuvo de pie con un envión que acreditó la fuerza de sus piernas. Ella, atenazada a la cintura del gaucho, percibía en la piel desnuda la frialdad de los patacones de plata que le constelaban el tirador. Furia la bajó unos centímetros para acomodarla sobre su erección. Rafaela cerró los ojos e inspiró bruscamente, y se refregó en el bulto duro y caliente, mientras Artemio, con habilidad, metía las manos bajo sus calzones y la acariciaba entre las nalgas. Ocultó la cara y ahogó el jadeo en su camisa.
—¿Qué me dice, me echó de meno? —se empecinó él.
Se alejaban del grupo, se adentraban en el monte guiados por la luz de la luna. Quinto se movió para seguirlos, pero Furia masculló una orden en el idioma de los ranqueles, y el puma regresó al campamento. Le haría el amor al raso, sobre la hierba humedecida por el sereno. La excitación le cortó el aliento. Movida por la urgencia, admitió:
—Sí, lo eché de menos hasta las lágrimas. De noche, lo ansiaba con tanta pasión que me tocaba ahí, donde usted me toca, y me imaginaba que era su boca, su mano, su verga, y no podía detenerme hasta lograr el placer —calló de repente, asombrada de su desvergüenza, y Furia soltó una carcajada, no divertida; más bien comunicaba emoción.
—¡Mi picara Rafaela! —exclamó, y la recostó en el suelo.
Poco a poco, Rafaela retomó sus oraciones, aunque decidió que no se confesaría con el padre Ramón; carecía de sentido si ella no se arrepentía; además, volvería a pecar una y otra vez en la mayor de las dichas. No permitiría que la hipocresía de la religión —esa expresión solía emplear su tía Pola— la amargara como había hecho con su tía Clotilde. Era feliz lejos de los códigos y de la sociedad, en ese refugio que componían la casa grande del campito de Cañada de Morón y el gaucho Furia. Aun sus hombres formaban parte del equilibrio que encarnaba ese paraje. Los respetaba y los quería al ver la devoción y la fidelidad que profesaban por Furia. No seguía enojada con Calvú Manque porque Artemio le había explicado que su
peni
no habría soltado prenda acerca del beso de Aarón de no haberlo sonsacado y presionado.
—Yo sentía que ese hijoputa me la había estao aguaitando en mi ausencia. Y tiré verde pa'recoger maduro hasta que Calvú pisó el palito y habló. Lo conozco demasiao pa'saber cuándo me escuende algo bajo el poncho.
Furia conchabó a una jovencita del pueblo para que la ayudara con las tareas domésticas, en tanto Millao y Alihuen colaboraban en el cuidado del jardín, del huerto y en el laboratorio. Se mostraban entusiastas cada vez que fabricaban una pastilla de jabón, un ungüento o un perfume, y los vendían en el pueblo, lo que significaba un ingreso extra para sus familias y para ella.
La casa cobró ritmo y vivacidad, e incluso se volvió caótica cuando Furia decidió darle una remozada. A Rafaela le asombró el anuncio porque sabía que a él lo tenía sin cuidado habitar un sitio con goteras, mazaríes partidos, puertas y ventanas salidas de sus goznes y con maderas combadas, y paredes con la pintura descascarada y deslucida. Sospechaba que la decisión de alicatar la cocina, de enjalbegar las paredes, cambiar los pisos y reparar las aberturas y el techo había surgido después de que ella le refiriera a Anuillán acerca del esplendor de la casa de la condesa de Stoneville. Belisario se ocupó de las obras y, si bien había varios alarifes y aprendices, él llevaba a cabo la mitad de los trabajos; era hábil y prolijo. Su amistad con Rafaela se estrechó en esos días de anarquía, polvo y olor a trementina.
Furia viajaba a menudo a Buenos Aires, y Rafaela quedaba sumida en el desasosiego. Ella se quejaba y le preguntaba por qué tenía que ir a la ciudad cuando contaba con varios colaboradores. Furia le explicaba que, cuando transportaba hacienda a las cercanías de sitios poblados, sólo confiaba en él para la faena. Una estampida podría cobrarse muchas vidas. No se trataba de una excusa, aunque también iba a la ciudad en busca de información acerca de la situación política, cada vez más espinosa para los del partido de Moreno. Éste había sido alejado no sólo de la Junta sino también del Río de la Plata. El jueves 24 de enero de 1811 había partido del puerto de Buenos Aires, embarcado en la goleta británica
Mistletoe,
con destino a Londres, en misión diplomática. Se había despedido de sus incondicionales y, al llegar a Furia, lo miró a los ojos y le confió: "No sé qué cosa funesta se anuncia en mi viaje. Su mujer y la mía son grandes amigas. No la dejen sola". Las sospechas de Moreno cobraron veracidad a días de su partida cuando Lupe recibió en su casa de la calle de la Piedad una caja con los elementos para el luto —guantes, mantilla y abanico negros— y una esquela que rezaba:
"Estimada señora: como sé que va a ser viuda, me tomo la confianza de remitir estos artículos que pronto corresponderán a su estado".
Rafaela se enteró de la broma macabra porque Lupe se la refirió en una carta.
No le gustaba cuando Furia partía hacia Buenos Aires, no tanto porque la dejaba sola sino porque, cuando regresaba, lo notaba más grave y reservado que de costumbre, con cierto desabrimiento en el trato. Las conjeturas la abrumaban. Se devanaba los sesos cavilando sobre las causas. A veces pensaba que se trataba de Albana Bouquet, otras de Aarón; en ocasiones se decía que estaba preocupado por el doctor Moreno y el destino de la Revolución; bien podía tratarse de cuestiones del campo o de dinero; estaban gastando mucho en la remozada, y ella sabía que el gaucho Furia no era rico.
Furia prefería mantenerla ajena a sus preocupaciones. La veía entusiasmada con los arreglos de la casa y no deseaba opacar su alegría contándole que, una noche, dos hombres lo habían abordado en la Recova, frente a la Plaza de la Victoria, para asesinarlo; sin duda, eran esbirros de Aarón Romano. Tampoco le diría que lo había buscado en las pulperías del Bajo para retarlo a duelo. Aarón, medio entonado, terminó aceptando, y Artemio, al día siguiente, compró una argolla de plata. Furia y sus hombres comparecieron minutos antes de la cita en las barracas de los mataderos del Alto, lugar famoso por los duelos, y, tras una hora y media de espera, se fueron. La cobardía de Romano se comentó en todos los mentideros, desde los más bajos a los más encumbrados, y la fama del intendente de Policía quedó desdorada. Sus adulones lo defendían arguyendo que un hombre del abolengo de Aarón Romano no podía debatirse con un perro.
Después de las tensiones vividas en Buenos Aires, Furia buscaba refugiarse en el campito de Morón y en la calidez de Rafaela. A veces, cuando volvía, sin paciencia para aguardar hasta la noche, la obligaba a tener relaciones en medio del trajín de la jornada, como en una oportunidad en que se presentó cerca del mediodía y la encontró poniendo la mesa. Sin pronunciar palabra ni quitarse el polvo del viaje, con el pañuelo a la corsario todavía ciñéndole la cabeza, la sentó sobre el borde de la robusta mesa de quebracho y le separó las piernas para colocarse entre ellas. Le ordenó que se desnudara los pechos en tanto él le quitaba los calzones y liberaba su pene. La docilidad de Rafaela lo volvía loco, y bastó que le chupara un poco los pezones para que ella estuviera húmeda y lista para recibirlo. Esperaba que el tintineo cada vez más audible de la vajilla y, un momento después, su lamento ronco y prolongado bastaran para mantener alejada a la sirvienta.