Me llaman Artemio Furia (61 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

A finales de noviembre, Juan Martín de Pueyrredón recibió la orden de asumir en enero la gobernación de Chuquisaca y, aunque le pidió a Artemio que lo acompañase, éste se negó. La mención de Chuquisaca lo enfrentaba con su destino: Martín Avendaño se hallaba en esa ciudad. Le temía a su temperamento y no se fiaba de su constancia.

—Entiendo —Pueyrredón se mostró comprensivo—. Has dejado sola a tu mujer en Buenos Aires y quieres volver por ella.

—Adema, don Juan Martín, porque ese lobo de Aarón Romano debe de estar aguaitándola, como en celo.

—¡Acaba con él, Artemio! ¿Acaso no te ha retado en el campo de honor por haberle robado la novia? —Furia negó con la cabeza—. ¡Cobarde! ¡Poco hombre! Merecería que lo ensartaras con tu guampudo en una esquina oscura y por la espalda.

—Acetaría con gusto un duelo, don Juan Martín, pero mi anda pareciendo que Rafaela no me perdonaría si despachase a su primo al infierno.

—Sí, sí, claro, entiendo. Así son las mujeres, seres blandos. Pues bien, apresta todo para tu partida. Algunos de tus hombres (tú elige cuáles) me acompañarán a Chuquisaca. Los demás, volverán contigo a Buenos Aires escoltando al deán Gregorio Funes quien, como sabes, es el diputado por Córdoba y debe integrarse a la Junta.

Furia se consagró a organizar el regreso. De pronto lo embargaron unas ansias incontenibles de volver a Rafaela. El fular empapado con su perfume
Amor
conservaba un leve aroma que, lejos de satisfacerlo, aumentaba su sed por ella. En cuanto a Edwina, le informó que Bamba permanecería en Córdoba a su servicio. Como ella no podía contratarlo sin levantar sospechas, se decidió que viviría en lo de una vieja amiga de Artemio, Dolores García, viuda de Ismael Santos, a quien Furia había acuchillado en un duelo para apoderarse de su mujer y de su caravana de carretas. No le había costado mucho deshacerse de Santos, al contrarío, le había enterrado el facón con gusto en las tripas mientras se acordaba de cómo el muy mal parido se deleitaba golpeando a Dolores hasta deformarle la cara.

Como siempre, la viuda de Santos lo recibió con aspaviento. Se colgó de su cuello y lo besó en la boca. Furia la apartó con tacto. Le entregó una bolsa de cuero llena de doblones —la mitad de las ganancias anuales de las carretas— y le presentó a Bamba.

—Dolores, aquí te traigo al Bamba. Este morocho é muy avispao y dicente. Quiero que lo recibas en tu casa mientras mi hace una changa aquí, en Córdoba. Te pagaré.

La mujer examinó al muchacho en silencio.

—¿Pa'qué eres gúeno? —le preguntó.

—Pa'lo que la doña guste manda —contestó Bamba.

—'Ta bien, Juria. Que se quede nomá.

Durante la despedida, Bamba lucía cabizbajo.

—No quiero quedarme, Artemio. Quiero volvé contigo.

—Bamba, me fío de ti tanto como de Calvú —La declaración animó al marucho—. 'Toy encargándote algo muy importante pa'mí. Quiero que cuides y 'tés al servicio de misia Eduarda. Lo que ella te pida, tú lo haces. ¿'Ta claro?

—Sí, Artemio.

Capítulo XXIV

El emperador del río de plata

Como de costumbre, Babila llegó a los Altos de Escalada para conducirla a la casa de la calle Larga. Ñuque, según le informó el cochero, había pedido repetidas veces por ella y se hallaba inquieta. Al verla, Rafaela comprobó que la anciana había desmejorado en pocos días. Se quitó los guantes y le tomó las manos.

—Aquí estoy, Ñuque. Dice Babila que has preguntado por mí.

La anciana le pidió que la incorporase en la almohada.

—Hoy, al despertar, supe que ya no me queda mucho tiempo —levantó la mano y dibujó una mueca severa cuando Rafaela trató de rebatir su afirmación—. No me queda mucho tiempo —insistió—, y creo que ha llegado la hora de contarte una historia.

—Me gustan las historias —sonrió Rafaela.

—Esta es muy triste. Se trata de un niño pequeño que una noche vio cómo un hombre, junto con dos cómplices, acuchillaba a sus padres, se robaba a su hermana e incendiaba su casa.

—¿Es una historia verdadera? —Ñuque asintió—. ¡Pobre criatura!

—Quedó solo en el mundo, lleno de miedo, de odio y de sed de venganza.

—¿Por qué me cuentas esto?

—Porque hoy ese niño lleva el nombre de Artemio Furia.

—¡Oh, no! —Rafaela saltó del borde de la cama y permaneció quieta, de pie, con las manos sobre la garganta y la mirada fija en Ñuque—. No —musitó—, no es cierto.

—Ven aquí, Rafaela. Quiero que conozcas la historia hasta el final. No tiembles —le pidió Ñuque, y le aferró las manos con una energía inesperada—. No tiembles.

—Ñuque. Dios mío —trató de concentrarse, de acomodar las ideas—. ¿Cómo conoces tú esta historia? ¿Acaso el señor Furia te la ha contado?

—El no. Me la ha contado tu padre.

Ñuque se asustó ante la palidez que, en un instante, se apoderó de las mejillas de Rafaela. Tomó un frasco con sales, lo descorchó y lo pasó bajo las fosas nasales de la joven. El amoníaco le ocasionó un respingo, como si le hubiesen propinado un cachetazo para volverla en sí.

—¿Mi padre? —dijo, con voz quebrada—. no quiero escuchar, Ñuque.

—Tu padre fue uno de los cómplices —Rafaela cayó de cara sobre la cama—. Artemio lo reconoció cuando lo vio en
La Larga
aquella tarde. ¿Recuerdas cómo escapó aquel día, como alma que lleva el diablo?

Rafaela no contestó, y su cabeza siguió meciéndose a causa del llanto; no obstante, oía y entendía lo que Ñuque le contaba. Las imágenes del pasado acudían a su mente para encajar en un rompecabezas que a ella había desconcertado hasta ese momento. Los diálogos, las reacciones, los comentarios, todo adquiría un nuevo sentido a la luz de la revelación de Ñuque.

—Ahora comprendo por'qué me odia tanto.

—¡Eres una necia! —la ferocidad de la anciana la llevó a incorporarse y a contemplarla con pasmo—. ¡Te ama más que a su propia vida! ¿No te das cuenta de que no ha asesinado a Rómulo, como se merecía, porque es tu padre? —los ojos de Rafaela volvieron a anegarse—. Lo ha hecho por ti, Rafaela, por el inmenso amor que le inspiras. ¡No seas egoísta y piensa! ¿Puedes imaginar el infierno en que ha vivido desde que supo quién era tu padre?

No, no podía imaginarlo. Era incapaz de recrear un sentimiento que se aproximara a lo que Artemio Furia había experimentado. Le permitió al dolor y a la tristeza que la llevaran por delante, dejó de pensar, aun de llorar, y permaneció echada sobre las piernas de Ñuque sin ánimo para nada. En ese estado letárgico, fue aquietándose. Ñuque le acariciaba el cabello y seguía hablándole en voz baja. Una imagen, de las más bellas que Rafaela atesoraba, cobró vida en su mente.
"¿Por qué no usa su oreja izquierda para colgar argollas? Veo que tiene tres orificios." "Los tenía reservaos pa'otra cosa." "¿Qué cosa?" "Ya no importa. Aura la voy a usar pa'colgarme tantas argollas como hijos le haga a usté."
Los labios le temblaron cuando sonrió.

El 5 de diciembre llegó a Buenos Aires la noticia de la victoria del ejército de la Junta sobre las fuerzas realistas en Suipacha. Moreno concurrió al Fuerte para unirse a los festejos organizados por los militares del entorno de Saavedra. El soldado de guardia, con aire prepotente, le dijo que no lo conocía y que no podía pasar. Furioso, Moreno regresó a su casa. Cerca de las doce de la noche, lo visitó Beruti para referirle que el capitán Atanasio Duarte, incondicional del presidente de la Junta y del coronel Martín Rodríguez, muy ebrio, había pronunciado un brindis "a la salud del
emperador
Cornelio Saavedra". Además, el cocinero del Fuerte había preparado un merengue en forma de corona que ubicó delante de Saavedra.

Moreno, fuera de sí, incapaz de pegar ojo, se dedicó a escribir el decreto que se conoció días más tarde en la
Gazeta de Buenos Ayres
como "Supresión de los honores al presidente de la Junta y otros funcionarios públicos". La grieta entre morenistas y saavedristas se amplió hasta desvelar el abismo que los separaba.

Lupe, a quien Rafaela visitaba con frecuencia en su casa de la calle de la Piedad para entregar los artículos sobre plantas que publicaba la
Gazeta,
le refería estos hechos con temperamento enfervorizado. Le hablaba de los adictos a la causa, de los enemigos declarados y de los tibios, y de las intenciones de Saavedra en erigirse como emperador del Río de la Plata; desconfiaba de los diputados que, poco a poco, iban llegando a Buenos Aires, y definía como un desatino la idea de incorporarlos a la Junta porque la tarea de gobierno se volvería impracticable.

—¿Qué se hará con los diputados? —fingió interesarse Rafaela.

—Moreno quiere que formen un congreso para decidir el tipo de gobierno que nos regirá. Además, exige que pronuncien la ruptura con la monarquía española y declaren la independencia. Veo —añadió Lupe—, que te asustan mis palabras al igual que asustan a los diputados. Debes saber, querida Rafaela, que al gaucho Furia no lo asustarían ya que él está muy de acuerdo con esto.

Rafaela se ruborizó; sus amigas nunca mencionaban a Artemio. Lupe siguió enzarzada en su soliloquio acerca de la situación política del Río de la Plata. La escuchaba por consideración y asentía, aunque se dedicaba a meditar acerca de Furia, a quien echaba de menos con fuerzas renovadas desde la confesión de Ñuque.

—Castelli y Belgrano apoyan a mi Moreno en la Junta, pero ahora están lejos, en misiones militares, como bien sabes. Moreno se lamenta de no haber prestado atención al conde de Stoneville cuando le sugirió que no se precipitara a enviarlos lejos cuando la situación en Buenos Aires no estaba consolidada. Ahora Moreno y Paso deben enfrentar solos a Saavedra y su banda de monarquistas.

La mañana del domingo 9 de diciembre, Babila se presentó en los Altos de Escalada y le informó a Rafaela que Ñuque había fallecido en la madrugada. Se cambió deprisa y partió con el cochero hacia la casa de la calle Larga. Templó su carácter pues resultaría inevitable toparse con su padre, sus tías y sus primos.

Ñuque yacía en su cama, vestida con un costoso traje negro que Rafaela no le conocía. Su semblante transmitía paz. Al entrar Clotilde, Rafaela, sin saludarla, se marchó hacia los interiores. Se detuvo ante la puerta de la habitación de su tía Justa y oyó la voz de su padre que tronaba. Llamó y, sin esperar el permiso, entró. Rómulo se detuvo al verla. Su tía Justa, sentada en el borde de la cama, con varios de sus vestidos sobre la falda, lloraba.

—¿Qué sucede? —preguntó Rafaela—. ¿Por qué peleáis?

—Tu tía Justa quiere mandar teñir todos sus vestidos para llevar luto por Ñuque.

A Rafaela le pareció desmedido. Nadie de la sociedad habría aceptado que se vistiese de negro por un miembro del servicio doméstico.

—Tía Justa, no es necesario —terció Rafaela.

—Tú no comprendes —vaciló la mujer.

—¿Qué debe comprender? —se fastidió Rómulo—. ¿Que te has vuelto loca y que quieres avergonzarnos y humillarnos aún más frente a nuestros pares? ¿No ha sido suficiente todo el escarnio que hemos debido soportar?

Rafaela no recogió la indirecta acusación y observó a Rómulo y a Justa con la desaprensión con que se mira una obra de teatro.

—¡Se trataba de una doméstica! —insistió Palafox—. ¿Cómo justificarás el luto por una sirvienta?

—¡No era una sirvienta! —explotó Justa, y se puso de pie—. ¡Era nuestra madre!

En un principio, Rafaela pensó que su tía lo decía en sentido figurado. Sin embargo, ante la palidez y el gesto desencajado de Rómulo, una duda la perturbó.

—¡Cállate, Justa! ¡Cierra la boca!

—¡Nuestra madre! ¡La que nos parió! ¡La que nos dio el ser!

Como Rómulo se acercó para acallar a Justa de un golpe, Rafaela se interpuso. Lo miró a los ojos y lo odió.

—Vayase —susurró, casi sin separar los labios—. Largo de aquí.

Abrazó a su tía Justa y la consoló. La mujer, más calmada, le contó la verdad acerca de Quelupén, quien, desde pequeña, había servido a Engracia Binda y que incluso la había acompañado a la España cuando partió de Buenos Aires para casar con un aristócrata madrileño, Ambrosio Palafox, que cayó cautivo de la belleza exótica de la joven india apenas posó sus ojos en ella. Engracia nunca concibió, por lo que Ambrosio la obligó a aceptar como propios los hijos que tenía con Quelupen. Por esa razón abandonaron Madrid y buscaron el anonimato en Potosí, donde Rómulo, Justa y Clotilde se criaron como legítimos de Palafox.

Peregrina trajo un té de pasionaria y melisa para Justa, y Rafaela se lo dio a beber a cucharadas. La ayudó a recostarse y salió de la habitación al saberla dormida. Su padre la esperaba fuera. Era otro. La energía lo había abandonado; un peso le abatía los hombros, una sombra le sustraía la vivacidad de los ojos verdes, un temblor le deformaba los labios. Estiró el brazo y tendió la mano a su hija. Ella dudó. Pensaba en Artemio, en sus padres, en el dolor que Rómulo les había causado; también recordó a Cristiana y a Mimita, y al Rómulo de su niñez, al que la había consentido, al que la había hecho sentir amada. La súplica en la mirada de su padre la conmovió. No recordaba haberlo visto tan vencido ni entregado, tan despojado de su engreimiento. Le tomó la mano, y su padre se la apretó con la misma intensidad con que apretaba la boca y los párpados para contener el llanto.

—Padre —susurró Rafaela, y Rómulo se echó a llorar.

Terminaron abrazados en medio de la galería que circundaba las habitaciones.

—¡Quédate! —le imploró Rómulo—. ¡Quédate para siempre!

—No, padre. Han sucedido demasiadas cosas entre nosotros. Ya no pertenezco a esta familia. Sólo me siento parte de Artemio Furia, de nadie más.

Rómulo asintió. La acompañó hasta la zona de las caballerizas. Babila la llevaría de regreso al centro. En el trecho que caminaron, Rafaela echó mano de una conversación banal.

—¿Cómo va su Carta Ejecutoría de Nobleza?

—Olvidada. El nuevo gobierno, aunque se dice monarquista, es muy jacobino, y está en contra de los privilegios de clase. Ya habrás leído en la
Gazeta
que ni siquiera el presidente de la Junta puede recibir un trato preferencial.

—Lo siento.

Rómulo sacudió los hombros. Sorprendía la poca importancia que le otorgaba al asunto. Lo vio hurgar en su faltriquera y extenderle una hoja doblada y lacrada.

—Es carta de tu tía Pola —sonrió ante la expresión de su hija—. Sabría que te pondrías contenta.

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