—¿Cuándo ha llegado?
—Hace unos meses.
—¿Ha habido otras?
—No muchas —admitió su padre.
—Ya veo —murmuró, sin fuerzas para iniciar una discusión.
—¿Vendrás a verme? —Rafaela asintió—. Te quiero, hija mía.
Guardó silencio porque no sabía qué sentimiento le inspiraba su padre excepto lástima. Le sonrió y trepó al coche, y se quedó mirándolo hasta que Rómulo se transformó en un punto en la extensa calle Larga. Metió la cabeza, se ovilló en el asiento y lloró amargamente. Con la muerte de Ñuque, todo vínculo con su familia se había extinguido. No volvería. Echaría de menos su jardín.
A mediados de diciembre, en un día caluroso, faltando pocas leguas para llegar a Buenos Aires, Artemio Furia puso a Billy, "el rengo", al mando del convoy que escoltaba al deán Gregorio Funes y, con un grito que resumía su ansiedad, taloneó a Regino, que salió disparado con Cajetilla de reata. Traía a sus monturas escupiendo cachaza y, mientras galopaba, reía como loco, el cuerpo tenso de anticipación. Faltaba poco para estrechar a su Rafaela, para olería, para amarla.
Debido al calor, mantenían la puerta abierta de las habitaciones en los Altos de Escalada. Rafaela y Creóla moldeaban jabones; Mimita, sentada en el piso, jugaba con su muñeca Melody; y Corina les leía en voz alta el decreto de "Supresión de honores al presidente de la Junta". Una sombra que se proyectó dentro de la habitación llevó a la niña a levantar la vista. Sin hablar, se puso de pie y corrió a los brazos de Artemio, que la levantó en el aire y la hizo girar. La risa de Mimita detuvo la lectura de Corina y atrajo la atención de Creóla y Rafaela.
—¡Atiemo! —anunció la niña al fin.
—Güeñas —saludó el gaucho, y entró con Mimita en brazos.
Evitó a Rafaela de manera deliberada y, con un gesto, saludó a Créola y a Corina. Después la miró a ella. La encontró adorable, con un pañuelo blanco en la cabeza y enfundada en un mandil lleno de manchas. Sus ojos verdes lo seguían con unas ansias que lo envanecieron. Le dedicó una amplia sonrisa, tenue reflejo de su dicha por volver a verla, por encontrarla donde la había dejado, agradecido con una humildad que él no se permitía entre los paisanos y que sólo destinaba a su dueña.
Creóla desembarazó a Furia de Mimita y siguió a Corina hasta el dormitorio. Al cerrar la puerta, se amortiguó en parte el llanto de la niña. Rafaela no reparó en nada, sólo advertía que Furia se aproximaba y que ella estaba fea y mal vestida. A un paso, él pronunció su nombre,"mi Rafaela", dijo, y Rafaela notó que él también estaba emocionado; le temblaba la mano que había apoyado en el borde de la mesa.
Se echó a sus brazos, y él la ciñó hasta comprimirle las costillas y dificultarle la respiración. No pronunció queja alguna. No importaba. Quería permanecer así largo rato. Los miedos y las dudas se esfumaban en tanto él apretaba.
Furia comenzó a besarle la cabeza con cierta contención y siguió por la frente, las orejas, los párpados, los pómulos, la nariz, medio desmadrado para entonces, hasta que sus labios rozaron los de ella, y, con un gruñido ronco, los tomó dentro de su boca. A Rafaela le zumbaban los oídos y veía chispas de colores; tenía la cabeza echada por completo hacia atrás y las piernas flojas; era una muñeca de estopa sostenida por Furia. La lengua de él parecía gigante dentro de su boca, la penetraba con violencia, y sólo después de varios segundos, él comenzó a calmarse y a disminuir el fervor de su beso. La mantuvo contra su pecho y le susurró sobre la mejilla.
—L'última legua la hice a mata caballo, enloquecido por verla. ¡Cuánto quería olerle el perfume! Yo huelo a diablos, ¿no?
—Para mí huele a gloria.
La risa de él la conmovió. Pocas veces lo había escuchado reír y ninguna de modo tan inocente.
—He debido pasar por lo de Calvú primero y lavarme un poco. Usté es tan refináa y sempre huele tan bien. En cambio yo...
—En cambio usté —lo interrumpió—, con su aroma a campo —dijo, y Furia volvió a reír por el eufemismo—, me ha hecho feliz al volver a mí —Furia la apartó y, ahora serio, la miró a los ojos—. Gracias por no olvidarme, señor Furia.
—¿De verdá, Rafaela? —quiso saber, sin incredulidad, más bien con el candor de un niño al que le complace recibir halagos—. ¿'Ta felí por mi güelta, de verme otra vé?
Ella, en puntas de pie, le habló al oído.
—Señor Furia, lo amo más allá del entendimiento. ¿Qué cree usted?
Artemio la abrazó y le aplastó el rostro en su pecho para que ella no viese las lágrimas que brotaban de sus párpados cerrados. Se las secó con el fular que llevaba enroscado en la muñeca y carraspeó.
—Voy un rato a lo de Calvú. En cuantito sepa que he güelto, se va a ir en derecera pa'Morón. Ditesta la ciudá.
Salió deprisa y no advirtió la sombra que opacaba el semblante de Rafaela. Al cabo de media hora, Artemio regresó. Se detuvo bajo el dintel y le clavó una mirada de párpados entornados.
—Corina —su voz rasposa llenó la habitación—, si me permite, querría hablar con su amiga de usté.
Corina asintió, levantó a Mimita del piso y volvió a encerrarse en el dormitorio con Creóla. Furia avanzó. El pánico de Rafaela se había transformado en algo material y palpable. Una vena le latía en el cuello, sus labios se teñían de una tonalidad azulada al tiempo que los carrillos se vaciaban de color.
—Aarón Romano anduvo por aquí —declaró, y esperó en vano una respuesta—. ¡Contésteme! —ella asintió, aterrorizada—. Y usté lo dejó pasar.
—Sólo una vez. Después no le permití entrar. Ni siquiera le abrí la puerta.
—¡Calvú dis que los pilló besándose! —Rafaela no conseguía arrancar un sonido a su garganta—. ¡Hable!
—¡No estábamos besándonos! ¡Me tomó por sorpresa!
—¡Mierda, Rafaela! —insultó, y giró para salir.
—¡Artemio! —lo retuvo jalándolo de la camisa, y él se dio vuelta y se abalanzó sobre ella con un giro tan brusco e inesperado que Rafaela profirió un alarido. La aferró por los hombros, ebrio de furia, y le clavó los dedos en la carne hasta llegar al hueso.
—La destrozaría con mis dientes —respiraba por la boca y su aliento golpeaba el rostro de Rafaela. El turquesa de sus ojos parecía hielo, su mirada reflejaba un alma de acero—. ¿Qué mierda ha pensao? ¿Que me podía mete guampa a mí? ¿Justito a mí?
La soltó con una invectiva y abandonó la habitación. Ella corrió tras él y, desde el pretil que daba al patio, lo vio saltar escaleras abajo. Albana lo detuvo en la puerta de salida y le puso las manos sobre el pecho. Rafaela podía leer los labios de la mujer: "Cálmate, Artemio. ¿Qué ha sucedido?". Dio media vuelta y volvió a la habitación. Los celos habían tomado el lugar del miedo y de la culpa.
Furia regresó en torno a las doce de la noche, algo borracho, y con 1a rabia y los celos esfumados. Se dirigía a la habitación que Calvú y Torquil ya habrían desocupado cuando vio una línea de luz bajo la puerta de la casa de Corina Bonmer. Llamó agitando apenas los nudillos. Le abrió Creóla después de cerciorarse de que se trataba de él. Furia abarcó el recinto de un vistazo y encontró a Rafaela dormida en el sillón. Se aproximó sin arrancar un sonido a los tablones del piso. La observó largamente. Tenía las pestañas aglutinadas y húmedas, surcos de lágrimas sobre las mejillas y la nariz y los labios enrojecidos. Le remordió la conciencia.
Hacer las paces con el padre Ciriaco y conversar con el lo habían ayudado a recomponerse. El mercedario, al marcarle los renunciamientos que Rafaela enfrentaba por convertirse en la manceba de un gaucho, le había devuelto la seguridad, porque, en verdad, esa mujer lo despojaba de una cualidad innata en él, la confianza en sí mismo, y lo abismaba a un mundo de incertidumbre que detestaba y atizaba el peor matiz de su temperamento.
Se inclinó sobre Rafaela y la levantó. La muchacha se quejó, masculló palabras incomprensibles y siguió durmiendo en sus brazos. La cargó hasta la habitación que, como había previsto, se encontraba vacía y la depositó sobre la cama. Se desvistió sin apartar la vista de ella, y la vio encogerse y colocarse de lado. Se lavó y se tendió desnudo, adaptando su pecho a la espalda de ella.
Se prometió no molestarla, le bastaba con que durmiera a su lado. Apoyaría una mano en la curva de su cintura, y nada más. La deslizaría sobre la pierna cubierta por la saya, y eso sería todo. Le rodearía el tobillo y le acariciaría el empeine, y allí terminaría su incursión. No lo hizo. Comenzó a ascender por el muslo al tiempo que lo desnudaba, y, al tropezar con la puntilla de los calzones, se internó entre sus piernas. Lo atacaron unas ganas irrefrenables de olerla, de chuparla, de saborearla. La colocó de espaldas y, cuando Rafaela murmuró en sueños y se rebulló, le dijo al oído:
—Duerma, mi Rafaela —y ella se aquietó.
Le abrió la blusa y le desató las cintas del justillo para liberarle los pechos. Los contempló con actitud reverencial y, al rozarlos con los dedos, sintió cómo se endurecían. Rafaela gimió, entredormida. Le quitó la saya y las dos combinaciones, y la despojó de los calzones. Verla así, medio desnuda, con la blusa y el justillo abiertos, vulnerable como un recién nacido, agitó en él una emoción que se mezcló con sus deseos bajos y carnales, y destruyó las buenas intenciones de minutos antes. Ya no le importaba despertarla. Le separó las piernas y, mientras a ciegas le manoseaba los pechos, internó la cabeza hasta que el vello pubiano le hizo cosquillas en el mentón y, con su lengua, le abrió los labios. Percibió que Rafaela se arqueaba, la escuchó clamar. Sintió que le enredaba las manos en el pelo para apremiarlo a que terminara lo que había desatado. Ella latía en su boca. La humedad de su vagina le pringaba los labios, y él bebía de sus jugos al tiempo que le succionaba el clítoris hasta inflamárselo a un punto en que la explosión le haría perder el sentido, Elevó el rostro al sospechar que ella estaba al borde del estallido. ¡Cómo amaba esos gemidos lamentosos! Sus senos se mecían con los espasmos de placer y su vientre subía y bajaba.
Después del orgasmo, Furia se incorporó y la aplastó con su peso.
—Naides toca a mi mujer y vive pa'contarlo —le advirtió.
—Y
naides
toca a mi hombre —replicó ella— y vive para contarlo.
Artemio rió, una risa masculina, cargada de sensualidad, y la besó en los labios.
—Que Albana no pose las manos otra vez en usted, señor Furia, o le arrancaré los ojos.
Furia la penetró con un embiste brusco y la tomó por sorpresa, arrancándole un quejido.
—Prométame que no le hará daño a Aarón. No me preocupo por él —se apresuró a aclarar— sino por usted.
—¿Qué cree, que voy a salir con las patas pa'delante di'una peleacon ese maula?
—Aarón saldrá con las patas para delante, y no quiero que usted se convierta en prófugo. ¡Prométamelo! —Furia le sonrió con cinismo y comenzó a mecerse dentro de ella—. Artemio, prométamelo.
—'Ta bien, se lo prometo. Pero aura cierre el pico y deje que la haga mía. Dispués de cuatro meses, 'toy má caliente que una brasa.
La Junta Grande
Los diputados de las provincias no querían a Mariano Moreno. La idea del secretario de romper el vínculo con los Borbones y su exigencia continua de una definición en favor o en contra de la revolución resultaban inquietantes. La intensidad del jacobino, como apodaban a Moreno, los asustaba. Lo mismo que al presidente Saavedra. El deán Funes, recién llegado de Córdoba, ideó un plan para neutralizar a Moreno: los diputados no se reunirían en congreso para establecer el tipo de gobierno definitivo sino que se incorporarían a la Junta Provisional para convertirse en mayoría y aplastar el influjo de Moreno y de sus seguidores.
Artemio Furia pensó que, de haber sabido que Gregorio Funes terminaría siendo un picaro, lo habría degollado a la vera del camino. La inquina y la mezquindad se instauraron en el seno de la Revolución. French, que temía por la vida de Moreno, le propuso que se movilizara escoltado por un retén de soldados, a lo que el secretario se opuso.
—Quiero más bien correr el riesgo de ser asesinado por servir a mi patria que presentarme en las calles con el aparato de los tiranos —de igual modo, llevaba un par de pistolas pequeñas en los bolsillos de la chaqueta y, al salir del Fuerte por la noche, lo acompañaban uno o dos amigos, entre los que contaba Furia.
El 18 de diciembre, los nueve diputados de las provincias comparecieron en la sala del Fuerte. El deán Funes, en representación de los ocho restantes, expresó el deseo de formar parte activa en el gobierno de acuerdo con lo dispuesto el 25 de mayo al constituirse la Junta Provisional Gubernativa. Moreno y Paso se opusieron y alegaron que los diputados debían reunirse en Congreso Nacional y limitar a él su accionar. Una Junta de esa magnitud haría imposible la toma de decisiones y lentificaría los trámites y resoluciones. La votación le resultó adversa, y Moreno renunció.
Al caer el crepúsculo, Furia se reunió con Moreno, French, Beruti, Paso, Rodríguez Peña y otros revolucionarios en la jabonería de Vieytes.
Algunos estaban furiosos y exaltados con lo que juzgaban una defección por parte de Saavedra; otros lucían cabizbajos y deprimidos. En opinión de Furia, los más ofuscados eran Bernardo de Monteagudo y Julián Álvarez, ambos muy jóvenes, que proponían fundar una sociedad para formar un frente que destruyera a los traidores.
Al despedirse, Furia anunció que regresaba a su campito en Cañada de Morón, y Moreno le pidió:
—No se aleje por mucho tiempo de la ciudad, mi amigo. Usted es muy importante para la patria. Y si esos perjuros no nos pasan a todos por las armas es porque saben que usted está listo para saltarles encima con sus paisanos tan valerosos.
Como regresarían a Morón al día siguiente, Rafaela fue a despedirse de su amiga, la condesa de Stoneville. Encontró la casa de la calle de San José sumida en un caos de baúles a medio armar y domésticas que iban y venían con ropa y utensilios. Melody, con semblante tranquilo, le informó que ella y su familia se embarcaban para Londres en dos días.
—Acabo de escribirte una nota —dijo, y la agitó en el aire— para avisarte de nuestra inminente partida. Te he llamado con el pensamiento, Rafaela.
Tomaron horchata fresca y conversaron con la facilidad de siempre. Rosie, que jugaba con Mimita, se acercó y tironeó del escote de su madre en procura de leche.
—Rafaela, ¿me acompañas en mi gabinete mientras amamanto a Rosie?