Me llaman Artemio Furia (66 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—Me detesta. Lo he perdido. Dudo de que vuelva a verlo después de hoy.

—Artemio es tranquilo —manifestó Ciríaco—, no obstante, como usted ha podido comprobar, tiene su carácter cuando se lo presiona. No por nada lo han apodado Furia. Sólo existe una persona que puede hacerlo entrar en razón. Rafaela Palafox, su mujer.

—¿Quién es ella? ¿Una campesina?

—¡Oh, no! Es hija de la buena sociedad porteña, a quien su nieto robó del altar el día en que casaba con un hombre de su clase —la mueca de contrariedad de de Lacy lo llevó a aclarar—: No se preocupe, ella está tan enamorada de Artemio como él de ella. Sólo Rafaela tiene ascendiente sobre él, por el profundo amor que su nieto le profesa. Mañana lo acompañaré a verla a la fonda Los Tres Reyes. Le confieso que no la conozco, Artemio aún no nos ha presentado, pero presiento que será más fácil para mí hacer las presentaciones que para usted aparecer y presentarse solo.

Después de cargar las pistolas, Aarón las limpió y las guardó en los bolsillos internos de su redingote. Eran formidables, incautadas a unos extranjeros, aunque nunca asentadas en los registros de la Policía, por lo que nadie las asociaría con él. Livianas y más bien pequeñas —apenas once pulgadas—, con un retroceso menos violento que el usual; lo sabía porque había practicado toda la mañana tiro al blanco en un descampado cercano al Hueco de las Cabecitas, donde se hallaba su burdel. Se enorgullecía de su puntería. Si la noche en que Furia lo buscó en la pulpería para retarlo no hubiese concedido que el duelo se realizara con armas blancas sino de fuego, no habría faltado a la cita en las barracas de los mataderos del Alto. Lo cierto era que aquella noche, a causa de una borrachera proverbial, no recordaba siquiera haber hablado con Furia, menos aún los términos del duelo, que terminó conociendo por boca de sus compinches. No importaba, en menos de dos horas se vengaría del gaucho.

Sabía que Furia se entrevistaría esa noche con su tío. El cabo Martínez le había informado acerca de una nota enviada por Furia a la casa de la calle Larga, y que él encontró hurgando en los cajones del escritorio de Palafox. La cita, fijada a las nueve de la noche, sin duda se llevaría a cabo en la salita de Rómulo, un lugar conveniente para su plan. Para esa hora, su madre, su tía Justa y Cristiana asistirían a una tertulia en casa de Marica Thompson, en tanto que los esclavos dormirían en la barraca del último patio; no escucharían nada.

Eufórico, salió del Cabildo y cruzó la plaza en dirección a lo de Bernarda de Lezica. A las siete y media de la tarde ya era de noche y las calles estaban vacías. Entró en la tienda; no había nadie.

—¡Enseguida lo atiendo! —escuchó la voz de la Lezica.

Aarón levantó la tapa del mostrador, apartó la cortina y se introdujo en la parte trasera, donde la mujer tenía sus habitaciones. La encontró inclinada sobre una mesa; anotaba entradas en un mamotreto. Bernarda levantó la vista y, al verlo, apoyó la pluma en el tintero.


¿
Qué hace aquí? —se puso de pie—. Por favor, salga.

Aarón se quitó el abrigo y lo depositó en el respaldo de una silla. Se dirigió hacia la mujer con una expresión resuelta que la indujo a caminar hacia atrás. La habitación era pequeña; ahí mismo estaba la cama. Tomó a Bernarda por los hombros y la hizo rebotar contra el colchón. Como la mujer rodó hacia un costado para escapar, Aarón se echó encima de ella. Bernarda movió la cabeza y gritó. Romano frunció el entrecejo y contrajo la nariz ante la fetidez del aliento. "Ha comido ajo o cebolla", pensó, y se acordó del aroma a menta que siempre despedía la boca de Rafaela. Observó a la Lezica como si se tratara de la primera vez; de hecho, nunca antes la había contemplado tan de cerca. Tenía el cutis grueso y los poros dilatados en la nariz; sus dientes estaban chuecos y eran medio amarillentos; profundas arrugas le cruzaban la frente y otras nacían en torno a sus ojos; le descubrió muchas canas en las sienes. Era vieja y fea. Se incorporó como si el contacto lo hubiese quemado, y se alejó hacia atrás, acomodándose el cabello revuelto, mirándola con repugnancia. La princesa se había convertido en sapo. Arrebató el abrigo y abandonó la tienda a toda prisa.

Necesitaba calmarse. No podía enfrentar a Furia y a su tío en ese estado. Añoró un trago de ginebra; no obstante, beber no le convenía; su pulso debía ser estable. Decidió que una caminata en el aire fresco del crepúsculo aquietaría sus pulsaciones. En lugar de pensar en la Lezica y en el incidente, su mente volvía una y otra vez al recuerdo de Rafaela, al sabor de su boca, al perfume de su cuello, a la perfección de su piel, a la blancura de sus dientes, a la esbeltez de su cintura, a sus modos femeninos. La deseó, y sonrió al pensar que esa noche la tendría para él.

Consultó el reloj de bolsillo. Ya era hora. Montó su caballo y se dirigió a la casa de la calle Larga.

Le abrió Peregrina y, después de preguntarle por el ama Rafaela, lo condujo a una salita a la que accedieron desde el patio principal. Ya solo, Artemio estudió el entorno. Se trataba de una cálida estancia, con paredes forradas en damasco verde claro, muebles finos y adornos costosos. Pensó que a ese tipo de cosas estaba acostumbrada Rafaela y no a las que él le ofrecía en su campito de Morón. Entró Palafox.

—Le agradezco —dijo, a modo de saludo— que esta vez me haya enviado aviso de su visita en lugar de aparecerse en mis habitaciones y darme un susto de muerte.

Artemio se limitó a bajar el rostro y sonreír. Aceptó la bebida que Palafox le ofreció y se sentó donde le indicó.

—¿Y bien, Furia? ¿A qué ha venido? —el hombre ocupó el otro sillón, a su lado—. Entiendo que mi hija lo ha acompañado en este viaje. ¿Podré verla?

—Si ella quiere...

—¿Qué necesita? —insistió.

Los goznes chirriaron. Artemio y Rómulo miraron hacia la puerta. No tuvieron tiempo de nada. Aarón descerrajó un tiro a la cabeza de Artemio, que quedó tendido sobre el respaldo del sillón, y, con gran destreza y rapidez, empuñó una segunda arma para descargarla contra su tío; le dio en el pecho. Agitado, contempló su obra. A Furia le había dado en el ojo izquierdo, un tiro certero y limpio. Cayó en la cuenta de que la bala había salido por la sien porque el cabello rubio comenzaba a teñirse de rojo. A su tío, le había acertado en el corazón.

Se trataba de un golpe maestro. Haría desaparecer el cadáver de Furia para decir que había asesinado a Palafox y huido. Rafaela, sola y desvalida, aceptaría su propuesta de matrimonio, y, junto con ella, se haría de la fortuna de Rómulo. Acabaría de una vez con sus apremios económicos y tendría a Rafaela en su cama. Sintió el impulso de reír a carcajadas, nunca había experimentado esa felicidad. No podía perder tiempo, había que deshacerse del cadáver de Furia antes de que las mujeres regresasen de la tertulia. Dio media vuelta y se topó con Cristiana.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no fuiste a lo de Thompson? ¡Vete, sal de aquí!

La muchacha entró, con Poupée en brazos, y se dirigió a Rómulo. Le pasó la mano por la cara y le bajó los párpados. Se inclinó y lo besó en la frente. Observó con ojos vacíos al gaucho Furia, sin demostrar impresión por la sangre que manaba de su herida en el ojo y que le empapaba el poncho. Al volverse hacia su hermano, Cristiana lo miró con la misma actitud que habría empleado en la mesa del desayuno.

—No casaré con el hijo de Tomás de Grigera. Me repugna. Romperás el compromiso.

Aarón precisó de unos instantes para acomodar sus planes a la nueva situación. Tal vez podría sacar provecho de la irrupción de Cristiana.

—Lo haré, romperé tu compromiso con el hijo de Grigera a cambio de que tú ratifiques mi versión de los hechos. El gaucho Furia disparó contra nuestro tío y se dio a la fuga.

—De acuerdo.

—Ahora vete. Enciérrate en tu dormitorio y no salgas. Yo iré a buscarte cuando sea propicio.

Como había supuesto, acarrear al gaucho Furia no resultaba una empresa sencilla. Era un hombre de gran contextura y pesaba como un buey. Extendió una manta sobre el piso junto al sillón y maniobró el cadáver para acomodarlo sobre ella. Lo arrastró fuera, tirando de la tela, cruzó el patio y, antes de proseguir hacia la parte trasera de la casa, se pasó un pañuelo por la frente y sorbió ron de su petaca. Cruzó la cerca de tunas que marcaba el perímetro de la casa de Palafox por una abertura que conducía a un terreno baldío. Dejaría el cadáver ahí para ocuparse de la denuncia y poner en marcha su plan. Volvería para enterrarlo al día siguiente. Lo envolvió con la manta y a ésta la disimuló con hierba.

Se lavó, se cambió la camisa, anudó un nuevo lazo y se puso una chaqueta limpia. Inspiró varias veces llenando el estómago, carraspeó y ejercitó la mandíbula. La farsa debía comenzar. Corrió a la zona de la barraca y despertó a los esclavos a voz en cuello.

Capítulo XXVIII

Los sueños no bastan

Rafaela saltó de la silla ante la violencia de los golpes en la puerta. Miró a Minuta. Seguía durmiendo.

—¡Rafaela, soy yo, Aarón! ¡Ábreme!

—¡No! ¡Vete! No te abriré.

—¡Ábreme! Ha ocurrido una tragedia. Tu padre ha muerto. Furia lo asesinó y se dio a la fuga. ¿Acaso sabías si iría a encontrarse con mi tío Rómulo? ¿Está Furia ahí contigo?

Rafaela permaneció en silencio, absorbiendo el golpe de la información. Lo que su primo vociferaba tras la puerta tenía sentido, las circunstancias coincidían. Las piernas le temblaron al levantarse de la silla. Descorrió la traba y abrió. Aarón se precipitó dentro. Rafaela lo contempló con el más profundo estupor pintado en el rostro.

Actuó rápido y con diligencia. Tomó la escarcela de su prima, la mantilla y los guantes y se los puso como si se tratara de una niña. Por primera vez, alzó a Mimita, la envolvió con el cobertor y se la pasó a Rafaela. Las condujo escaleras abajo y a través del salón de la fonda, vacío y oscuro, hasta el cabriolé que aguardaba fuera. Al cabo de unos minutos de recorrido, Rafaela mostró signos de captar la realidad.

—¿Adonde me llevas?

—A casa de tu padre.

—¿Qué hora es?

—La una de la madrugada.

"¡Qué tarde!", pensó. "¿Por qué no habrá regresado el señor Furia?"

—¿Por qué nos llevas a casa de mi padre? Quiero volver a la fonda.

—Rafaela, sé que estás aturdida. Debes comprender que no podía dejarte en ese sitio. No estabas a salvo allí. Tu lugar es con tu familia ahora. Te necesitamos. Además, pensé que querrías despedirte de tu padre. Su cadáver ya fue revisado por el doctor O'Gorman y las esclavas están lavándolo y cambiándolo para el velatorio.

—¿Por qué dices que Artemio ha asesinado a mi padre?

La parsimonia de Rafaela preocupó a Romano.

—Cristiana y yo lo vimos. Fuimos testigos, ¿entiendes?

Al entrar en la habitación de su padre, Rafaela divisó el cuerpo tendido sobre la cama y a sus tías llorando, una a cada lado. Cristiana, arrinconada en una esquina, le clavó la mirada. Poupée, en brazos de su dueña, le gruñó, y Rafaela se arrepintió de no haberla envenenado con las vainas de glicina en
La Larga.
Se aproximó al lecho. El semblante de Rómulo la afectó; había adoptado el color de las velas de sebo, las de confección barata. No tenía deseos de llorar.

—¡Mira lo que ha ocurrido por tu culpa! —explotó Clotilde—. ¡A causa de ese palurdo que trajiste a nuestras vidas, tu padre está muerto! ¡Ese maldito gaucho lo ha asesinado! ¡Eres una prostituta! ¡Una mal parida!

—¡Madre, cállese!

Aarón sacó a Rafaela de la habitación y la acompañó a su antiguo dormitorio.

—Ya vi a mi padre. Ahora llévame a la fonda. Tengo que estar allí para cuando Artemio regrese.

—¿Acaso no has comprendido lo que te dicho? —se impacientó Romano—. Furia es un prófugo de la Justicia. Todos mis agentes y los alcaldes de barrio están tras su pista. Cuando lo encuentren, lo llevarán a prisión y será ajusticiado.

—¡Déjame ir, Aarón! Me importa un comino si todo el ejército está tras él. Tengo que regresar a la fonda. Me buscará allí, y nos iremos juntos.

—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Piensas vivir como prófuga el resto de tu vida? ¿No comprendes que él asesinó a tu padre?

Rafaela cargó en brazos a Mimita, que lloraba, e hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Romano la cerró de un puntapié.

—De aquí no sales.

—¡Abre la puerta, Aarón! —depositó a la niña en el piso y lo empujó—. ¡Hazte a un lado! No puedes obligarme a permanecer aquí. Tengo que ir a la fonda. Artemio morirá de angustia si no me encuentra allí.

La aferró por los brazos y le habló cerca de la cara.

—Tu Artemio jamás volverá a la fonda.

—¡Sí, lo hará! No se moverá de la ciudad sin mí.

—Te digo que jamás volverá a la fonda porque yo le he dado muerte, Aarón nunca había atestiguado una palidez tan repentina e intensa. El azulado de los labios exacerbaba el blanco de las mejillas. Los ojos verdes adquirieron una calidad vidriosa y sin vida.

—¿Qué has dicho?

—Le dispare. Le metí un balazo en el ojo izquierdo. Lo maté. Cristiana vio todo. Ella dará fe de mis palabras.

—¡Mientes! ¡Estás mintiéndome!

—No miento.

—¡Llévame con él!

—¡Jamás te diré dónde lo he enterrado! ¡Jamás!

—Aarón —dijo, con la voz cargada de llanto—, sé que mientes. ¿Por qué habrías de matar a Artemio y decir, en cambio, que ha huido?

—¿Crees que admitiría públicamente que he acabado con el gaucho Furia? Mi vida tendría los días contados. Su gente, en especial ese indio, me perseguirían hasta los confines de la Tierra para vengarlo.

Rafaela no pensó en que estaba embarazada ni tampoco en su propia segundad. Se abalanzó sobre Aarón para arrancarle la sonrisa, y se debatió con un vigor que lo tomó por sorpresa. Le costó sojuzgarla. La arrojó boca abajo sobre la cama y le echó su peso encima. El cuerpo de Aarón la privó del aliento. Rafaela respiraba por la boca, incapaz de llenar los pulmones. Temía desvanecerse, así que se aferró al llanto de Mimita.

Aarón se inclinó para olerle el aliento, y después el cuello, y la oreja, y las mejillas, y las sienes. La recorrió con la punta de la nariz, inspirando las fragancias que siempre daba por hechas. Le pasó la lengua por la mejilla, y la suavidad y la untuosidad de la piel de Rafaela le recordaron a la crema.

—Cálmate —le susurró, de buen modo—. Sé que has recibido un impacto demasiado doloroso, pero busca calmarte. Todo pasará, y tú y yo seremos felices. Luego de un tiempo prudencial, te convertirás en mi esposa y restablecerás tu reputación. En un principio —prosiguió Aarón, y Rafaela advirtió más intensidad en su voz—, sólo me interesabas por la fortuna de tu padre. Ahora te has vuelto una obsesión, una fiebre, una enfermedad. Te deseo, te deseo con un ardor que está volviéndome loco.

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