El secreto del Nilo

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

 

El Antiguo Egipto despliega sus encantos en esta novela de Antonio Cabanas para envolver al lector en un misterio milenario y conducirlo hasta su edad dorada, la de la abundancia, que dará paso al periodo más controvertido de toda su historia: el de Akhenatón, el faraón hereje, y la bella Nefertiti. El autor nos desvelará gran parte de los enigmas que han rodeado a estas figuras casi legendarias. Una época en la que los poderes de Egipto lucharán entre sí por mantener su supremacía entre intrigas sin fin.

De la mano del protagonista, el enigmático Neferhor, viviremos la epopeya de un personaje y un país. Desde sus humildes orígenes como hijo de un pobre campesino, hasta su ascenso a los círculos más altos del poder, su vida es una emocionante trayectoria regida por pasiones profundas, maquiavélicos juegos de poder y terribles engaños.

El secreto del Nilo es una novela total, llena de sensualidad y paisajes inolvidables, que atrapa desde la primera página. Un canto de amor a una época histórica deslumbrante y llena de magia. Una historia cargada de realismo y rigor.

Antonio Cabanas

El secreto del Nilo

ePUB v1.2

AlexAinhoa
01.10.12

Título original:
El secreto del Nilo

© Antonio Cabanas, 2012

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

1.ª edición: octubre 2012

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-269-6

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.2)

Corrección de erratas: El viejo oso

ePub base v2.0

A mi esposa Inma,

el mayor de mis hallazgos.

Quieran los dioses ser magnánimos con mi alma y que la balanza tenga en cuenta los humildes ladrillos sobre los que me parió mi madre.

Shai, el destino, sea misericordioso al comprobar el fiel, pues no en vano él me empujó a recorrer los caminos que han hecho de mí cuanto soy; carne de la Devoradora, frente a la que estaré algún día si Maat no tiene a bien apiadarse de mi ba.

Neferhor, siglo xiv a. C.

LIBRO PRIMERO

El libro de la abundancia

El señor de las cosechas
1

Egipto, siglo xiv a. C.

La luz se desparramaba por entre los palmerales para crear una suerte de ensoñación a la que resultaba difícil sustraerse. Envuelto por la magia, el paisaje quedaba así enmarcado dentro de un lienzo en el que los colores parecían estallar de vida. Los rojos, los azules, los amarillos, los pródigos verdes…, todos se encontraban allí, como pinceladas salidas de las manos de los dioses creadores.

Los velos tejidos por el sol de la mañana hacían que el lugar pareciera ilusorio, pues Ra, el padre de los dioses, había regresado una vez más de su viaje nocturno para alumbrar de nuevo la tierra de Egipto.

El verano ya se anunciaba, y el aire se llenaba con los trinos de las aves que inmigraban desde el lejano sur y los sonidos propios del valle: los mugidos de las reses que pastaban plácidamente en los campos, los rebuznos de los pollinos que transportaban resignados sus alforjas repletas por los caminos vecinos, el murmullo de las aguas del río, el chapoteo de los hipopótamos…

El Nilo bajaba perezoso, como adormecido, creando meandros sin fin camino del lejano delta. Venía casi exhausto, con su nivel más bajo, estrangulado quizá por unas orillas que parecían más sedientas que nunca. Sin embargo, la vida bullía a su alrededor, y las gentes se mostraban henchidas de optimismo ante la buena cosecha que se presentaba, y la proximidad de la nueva crecida. Min, el dios de la fertilidad por excelencia y señor de aquellas tierras, les daba su bendición, una vez más, al tiempo que mostraba su generosidad al regalar la abundancia a su pueblo. Así, el ambiente se cargaba con el olor de la mies, con la fragancia de las flores que atiborraban la campiña hasta cubrirla con su manto multicolor, con la luz incomparable que irradiaba el poderoso astro rey.

Desde su posición, el chiquillo disfrutaba de todo aquello sin perder detalle. Para él representaba un privilegio; un regalo al que no estaba dispuesto a renunciar, pues pocos eran los que recibía. Observaba con atención cuanto le rodeaba, para tratar de comprender el porqué de las cosas, las leyes inmutables que imperaban en el país de Kemet. Su mente analizaba todo de forma natural, sin proponérselo, lo cual a menudo resultaba motivo de chanzas entre los demás niños, e incluso entre los mayores.

Esa era la causa por la que todos le llamaban Neferhor; un nombre poderoso, sin duda, y que en nada se parecía al que le habían puesto al nacer, Iki, vulgar donde los hubiera. Claro que poco tenían que ver los padres de Neferhor con los de Iki, puesto que el primero era hijo de Thot, dios de la sabiduría, las ciencias y las letras, y de su consorte Nehemetauey, y el segundo había nacido de la unión de un pobre campesino llamado Kai y su mujer Yah, de la que Iki nada recordaba pues había muerto al poco de venir él al mundo, durante el parto.

Que la diosa Nehemetauey pudiera ser su madre, al rapaz no le parecía mal, pues no en vano era tenida por la patrona de los oprimidos: la Defensora de los Despojados, la llamaban. Pero otra cosa bien distinta era que le emparentaran con Thot, dios por el que sentía auténtica veneración, sobre todo porque el muchacho no sabía leer ni escribir. Indudablemente esto no era nada extraordinario, ya que corio, yala mayoría de la gente era analfabeta sin que ello fuera causa de vergüenza. Si necesitaban que alguien los sacara del apuro acudían a un escriba, que para eso estaban, y así resolvían el asunto. Mas el jovenzuelo no se resignaba, y soñaba con poder leer algún día las inscripciones sagradas grabadas en las piedras que cubrían Kemet, o los papiros milenarios guardados en los templos.

En ocasiones se imaginaba descifrando los problemas matemáticos a los que eran tan aficionados los agrimensores, aunque en su fuero interno se ufanara de no necesitar cálamo ni papiro alguno para resolver cualquier operación. Él se sentía capaz de calcular el área de una tierra cultivable, y también el volumen de la cosecha que esta podría producir; pero ardía en deseos de saber cómo eran los números que los inspectores de los campos utilizaban para registrarlo todo apropiadamente, tal y como el dios Thot les había enseñado en el principio de los tiempos.

Iki, o mejor Neferhor, era un niño como la mayoría: pobre y sin muchas posibilidades de dejar de serlo. Para su edad no era ni alto ni bajo, ni feo ni guapo. En esto último no hacía honor a su sobrenombre, ya que Neferhor significa «el bello Horus», y él de bello tenía poco, y mucho menos de Horus. Aun así, con diez años recién cumplidos, el pequeño podía presumir de tener una agilidad mental fuera de lo común, y una capacidad de análisis que a todos sorprendía; un don sin duda recibido del mismísimo Thot, puesto que su padre mortal, el viejo Kai, no tenía muchas luces. Este era uno de tantos campesinos que trabajaba de sol a sol una tierra que ni siquiera le pertenecía, para así lograr el sustento. Él y su difunta esposa habían tenido siete hijos, que les habían ayudado en las labores diarias hasta que Osiris los fue llamando ante su Tribunal. Solo dos se habían librado de acudir a la presencia del señor del Más Allá. Su hija Repyt, una joven bonita y bien dispuesta que era la luz de sus ojos, y el pequeño Neferhor, que había venido al mundo cuando ya nadie le esperaba.

Este era todo el patrimonio con el que contaba el viejo Kai, y su única ayuda para sacar adelante los doce
seshat
de tierra que tenía que cultivar.

Aquella mañana, como tantas otras, Neferhor se había sentado junto a la orilla del río para disfrutar de cuanto le rodeaba. Era el mes de
paone
, abril-mayo, el segundo de la estación de
Shemu
, la cosecha, y el día era tan radiante que invitaba al optimismo. Con la proximidad del verano el calor ya se hacía notar, y multitud de especies se reunían en el río como si se hubieran citado con antelación. El nivel del Nilo era tan bajo que los bancos de arena habían formado multitud de islas en las que los cocodrilos tomaban el sol plácidamente. Los ibis y los pelícanos recorrían los márgenes en busca de alimento, y las oropéndolas volaban sobre las cabezas de los hipopótamos que ya se refrescaban en las sagradas aguas. Neferhor reparó en una jineta que cazaba entre los cañaverales, y luego dirigió la vista hacia las pequeñas islas pobladas por los cocodrilos. Al chiquillo estos le fascinaban, pues para él representaban las leyes que regían aquella tierra: eran pacientes, astutos e implacables, pero también sabios, y al observarlos ellos le habían transmitido sus secretos.

Neferhor pensó en esto un instante y se regocijó íntimamente por su perspicacia; de alguna forma Sobek, el dios cocodrilo, se había convertido en su coequido en nfidente, o al menos eso creía él.

Los desagradables graznidos de una garza real vinieron a sacarle de tales pensamientos. Al niño le gustaba verlas volar y observar cómo se aventuraban en el agua en busca de sustento. Era un animal sagrado, pues el
ba
de Ra, al que su pueblo llamaba Benu, se manifestaba por medio de una garza real; una suerte de ave fénix con la que volver a la vida. Al chiquillo le pareció un buen augurio y suspiró satisfecho por encontrarse allí, respirando aquel aire límpido que invitaba al abandono. Si había algún lugar bendecido por los dioses era aquel, se dijo convencido, pues estaba seguro de que no había en toda la Tierra Negra un paraje que se le pudiera comparar, aunque él nunca hubiera salido de su pueblo. Neferhor se ufanaba de pertenecer a Ipu. Ser originario de este lugar suponía todo un orgullo, pues no en vano el dios Min lo tutelaba, y él era la fecundidad por excelencia. Por tal motivo no le extrañaba escuchar de los mayores que aquella tierra era fértil como pocas, y que las cosechas allí superaban a las del resto de Egipto.

Ipu era la capital del noveno nomo del Alto Egipto, llamado Min en honor a su santo patrón, aunque geográficamente se encontrara en el Egipto Medio. Situado a poco más de 150 kilómetros al norte de Tebas, Ipu estaba rodeado de grandes extensiones de campos en los que se cultivaban el lino y los cereales, y donde abundaban la caza, la pesca y los árboles frutales. Allí el Nilo se retorcía en sinuosos meandros que daban a la vega un aspecto de quietud de singular belleza, tal y como si el tiempo se detuviera unos instantes al compás de sus aguas. Al este, agrestes farallones delimitaban aquel vergel con el terrible desierto. Yermas tierras donde nada crecía, surcadas por montañas escarpadas y valles pedregosos en los que moraban la cobra y el escorpión; el reino de Set, el dios del caos, que se extendía hasta el lejano mar. Hacia el oeste la buena tierra se aventuraba, atrevida, en el desierto occidental más allá de lo que era usual para crear hermosas campiñas que llegaban hasta los pies de la necrópolis, en donde solo habitaba el silencio. Así era Ipu, tierra de abundancia, y también de hombres poderosos creadores de una estirpe que había terminado por emparentar con el mismísimo faraón.

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