El secreto del Nilo (5 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El cargo de escriba inspector de los Dominios de Amón en el noveno nomo del Alto Egipto había quedado vacante y, con la potestad que le concedía el ser segundo profeta, Anen se apresuró a nombrar a Pepynakht para dicho puesto. De este modo un miembro de la familia pasaba a controlar las posesiones de Amón en Ipu, algo con lo que la reina Tiyi se sintió encantada.

En realidad, Tiyi llevaba siguiendo esa política desde hacía años. Ella fue la que medió ante su divino marido para que su hermano ascendiera al alto clero de Amón, aunque no fuera sacerdote. Era una forma de fiscalizar su poder, y también de tender sus hilos a fin de salvaguardar los intereses de la corona. Así, con el nombramiento de Pepynakht, la reina conseguía fiscalizar las posesiones del dios tebano en una provincia que prácticamente le pertenecía por completo.

El nuevo escriba inspector fue consciente de ello desde el primer momento, y aunque nunca hablara con la reina, comprendió cuál era el papel que los dioses habían decidido que representara. Él se plegaría a los deseos de Tiyi, y a cambio haría lo que le viniera en gana. Pronto su talante empezó a ser bien conocido entre los campesinos que se encontraban bajo su supervisión, y también lo que les esperaba.

Pepynakht les mostró su gusto por la extorsión y, sobre todo, por los castigos. Los abusos de todo tipo se convirtieron en algo corriente, así como su desmedida concupiscencia. En muy poco tiempo su fama se extendió por los campos de labranza de la región como una amenaza cierta, y su nombre fue sinónimo de los peores presagios.

El temor se apoderó de los corazones de aquellas humildes gentes que no comprendían cómo el divino Amón podía haberles enviado a aquel hombre sin alma. Desde tiempos inmemoriales habían servido al Oculto, labrando sus fincas para recibir un trato justo. Sin duda los castigos habían existido siempre, pero no con la severidad de hogaño, y en cualquier caso en nada se parecían los antiguos inspectores a aquel enviado del Mundo Inferior.

Indudablemente, Pepynakht era consciente de sus abusos, y de la forma en que debía manejarlos para salir impune. Su misión principal era velar por los intereses del dios de Karnak en el nomo, y a ella se dedicaba con especial celo. Era muy puntilloso a la hora de la recolección, y se jactaba de no perder ni un solo grano de cereal. Para ello contaba con la ayuda de varios escribas de su confianza. Estos llevaban cuenta de la producción de hasta el último codo cuadrado de sus fincas, y medían los campos con regularidad a fin de mantener sus lindes como correspondía. Oficialmente, pues, los sacerdotes de Karnak no tenían ninguna queja; Ipu era una bendición para sus arcas, un vergel sin igual, y sin embargo…

Pepynakht había tenido buen cuidado de extender sus intereses al margen del Templo al que servía. Enseguida fue consciente del rendimiento que producía una tierra como aquella. Allí había beneficio para el clero de Karnak y también para él, aunque para ello se viera obligado a explotar a sus trabajadores. Pero ¿qué significaban unos míseros campesinos? En su opinión no valían el precio de una gavilla de trigo, y como les ocurriera a otros muchos escribas, los despreciaba.

Quizá fuera este el motivo por el cual no tenía reparo en sus abusos, o simplemente se debiera a su falta de escrúpulos. Mas enseguida les hizo ver lo que esperaba de ellos.

Como todos los años, llegado
Shemu
, la estación de la cosecha, las familias que trabajaban los campos debían dar al Templo de Amón una tercera parte de lo cosechado. El resto pertenecía a los campesinos que habían labrado la tierra. Ese era su beneficio, y con él debían tener para vivir todo un año. En Ipu, la mayoría de las fincas pertenecientes al dios Amón variaban entre diez y veinte
seshat
. Sin duda se trataba de una tierra muy fértil que podía producir diez
khar
de cereal, setecientos treinta litros, por cada
seshat
. Así, una parcela de diez
seshat
produciría cien
khar
de trigo si la cosecha era buena, de los cuales treinta y tres irían a parar a los silos del Oculto y los sesenta y seis restantes serían para los labradores que vivían allí. Una familia obrera media necesitaba unos sesenta y dos
khar
de cereales al año para poder subsistir. Con ellos harían frente a todas sus necesidades básicas, intercambiando su grano por otros productos fundamentales para la vida diaria. Además, tendrían que cuidar del ganado a su cargo así como de los aperos. Esto les daba un excedente aproximado de unos cuatro
khar
, de los cuales poco quedaba después de haber pagado su sueldo a los segadores que solían ayudarles a recoger la cosecha.

Pepynakht decidió que también debía obtener un beneficio de cada finca, y este habría de proporcionárselo la familia que la trabajaba. De esta forma, y en función de su superficie, instauró unos baremos que oscilaban entre un diez y un quince por ciento de la producción anual, que él recibiría so pena de que los labradores sufrieran las consecuencias. Además, determinó unos estipendios mínimos que no se podían eludir. Daba igual que la crecida de aquel año hubiera sido beneficiosa o no. Aquella tierra debía producir su máximo rendimiento y él llevarse su porcentaje. Si los campesinos pasaban hambre debían elevar sus preces a Hapy, el señor que habitaba en las aguas, a fin de que les proporcionara una crecida perfecta cuando llegara la estación de
Akhet
.

Para demostrar a aquellas gentes hasta dónde estaba dispuesto a llegar, Pepynakht estableció terribles castigos que se apresuró a ofrecer con prodigalidad. Si el resultado de la cosecha no era el apetecido, sometía a los desdichados labriegos a terribles palizas hasta molerlos a bastonazos. Semejante proceder creó un clima de temor entre los agricultores que resultó muy útil a los intereses del escriba inspector, pues nadie se atrevía a negarle su porcentaje, aunque con ello tuvieran que pasar penurias durante todo el año S ton d.

En poco tiempo Pepynakht amasó una fortuna. Todo aquel grano lo transformó en valiosas joyas, y se aficionó al lujo en todas sus formas. Se hizo construir un palacete junto al río que era la envidia de su cuñada, que no entendía cómo su marido, siendo segundo profeta de Amón, no tenía una villa como aquella.

Sin duda el escriba sacaba el máximo rendimiento a sus turbios manejos, y llegó a comerciar con el excedente de grano que poseía cuando hubo algún año de mala cosecha, hasta aumentar el precio de forma abusiva a quien no tenía más remedio que comprarlo. Una vez instalado en la indignidad, Pepynakht dejó ver su lado más oscuro. Lo peor de su infame naturaleza afloró como el loto en la mañana de entre las aguas del Nilo. El escriba comenzó a hacer visitas a todas aquellas familias que sabía tendrían problemas para pagarle o bien para subsistir. Una vez en sus casas, y sin ningún reparo, les hacía ver lo magnánimo que podría llegar a ser con ellos si accedían a satisfacerle en determinadas cuestiones. Estas no eran otras que las que le planteaba su concupiscencia, que podía llegar a atormentarle como el fuego más devorador.

Así fue como el escriba comenzó sus prácticas sexuales con todas las jovencitas en edad de merecer. Enseguida se percató de lo acertado de su estrategia, y hasta se arrepintió de no haber empezado antes. A cambio de tales favores, Pepynakht se mostraba benévolo con sus arrendados, y les hacía ver lo transigente que podía llegar a ser. Mas si alguna joven se resistía, redoblaba sus castigos con más saña que nunca sobre la familia de la desventurada.

—¿Ves como no es tan malo como pensabas? —les decía mientras copulaba.

Del hombre atractivo que en su día fuera poco quedaba, ya que el escriba había engordado mucho, como solía ocurrir entre los hombres de las clases altas para demostrar su opulencia; mas continuaba conservando un gran vigor sexual que le costaba saciar.

Lo que comenzó como un simple provecho sobre aquellos que no podían hacer frente a sus abusos se convirtió en hábito. Si Pepynakht ponía los ojos en alguna mujer, solo tenía que personarse en su casa a presentar sus respetos para que supieran las desgracias que les esperaban si no se daban por enterados.

Lo que ocurrió a continuación fue que el escriba decidió satisfacer sus más bajos apetitos; y lo mismo le daba copular con las hijas que fornicar con las madres, pues encontraba en ello un gusto morboso al que se aficionó en extremo. Así que, andando el tiempo, no hubo familia que no tuviera que padecer su lascivia.

Su esposa Nebt no tenía ni idea de tales prácticas, y era dichosa mientras vivía en su palacete, rodeada de sus hijos. Ella le había dado seis, aunque solo tres hubieran sobrevivido a la cólera de Sekhmet, la diosa que enviaba las enfermedades. Su marido satisfacía todas sus necesidades, y ella nunca se detuvo a pensar en la forma en que se había enriquecido. Ni que decir tiene que en Karnak nadie estaba enterado de lo que ocurría en Ipu, donde el hermetismo sobre el asunto era absoluto, aunque la reina estuviera al cabo de aquellos abusos. Su desprecio por el escriba inspector era total, y nunca se dignó a cruzar la más mínima frase con él en aquellos actos en los que coincidieron.

Sin embargo, en su fuero interno Tiyi estaba encantada con los abusos que aquel déspota infligía a sus arrendados, pues sabía que con ello sembraba la semilla del odio en los campos que pertenecían al dios tebano. Ella gobernaba sus tierras con equidad, al tiempo que respetaba las reglas de Maat, la diosa de la justicia y el orden universal, y aspiraba a recuperar algún día para sí todas aquellas fincas que el clero de Amón aún conservaba en Ipu, su región natal.

En realidad, todo era mucho más profundo. La reina estaba decidida a despojar de sus posesiones a los sacerdotes de Karnak, y Pepynakht suponía un paso más a la hora de ayudarla en sus propósitos.

Quizá fuese ella quien sugiriera el nombre, o bien alguna lengua ingeniosa siempre presta a los buenos apodos. Pero el caso fue que Pepynakht quedó rebautizado, cual si fuera un faraón en el momento de elegir su
prenomen
, con el nombre con el que subiría al trono: Hekaib. De este modo comenzó a ser conocido el escriba inspector, y en poco tiempo todo el mundo se refería a él de esta manera, aunque evitaran decírselo a la cara.

No obstante, Pepynakht no se ofendió lo más mínimo por ello. El apodo le gustaba, e incluso le hacía gracia pues reconocía que era ingenioso. Todo partía de su propio nombre de nacimiento, y de lo que representaba. Era necesario remontarse casi mil años atrás para comprender la historia; hasta el reinado del último de los dioses que gobernaron en la VI dinastía: Pepi II. En aquel tiempo hubo un hombre llamado Pepynakht que ocupó puestos de relevancia en la zona de Elefantina, en la frontera con Nubia. Al parecer dirigió una expedición punitiva más allá de la primera catarata para castigar a los kushitas, con los que se encontraban en permanente conflicto. Según sus propias palabras: «Dirigió a numerosos soldados con corazón firme para extender el temor del faraón en el país de Kush.»

De aquellas campañas surgió su apelativo de Hekaib, cuyo significado literal era «aquel que controla su corazón» y que seguramente se debió al valor que demostró, y también a su labor de pacificación y a los valiosos tributos que consiguió para el rey.

Sin duda su figura se perdía entre las brumas de casi un milenio y, no obstante, llegó a ser venerada desde el mismo momento de su muerte. Su tumba, situada frente a Asuán, al otro lado del río, hablaba de la importancia de aquel individuo que había llegado a recibir culto y tener su propio santuario, aunque nunca alcanzara a ser divinizado. Mas quedó su recuerdo grabado en la piedra como sinónimo de «perfección en sus actos y fiel cumplidor del
maat
».

Es fácil comprender las sonrisas sibilinas que cruzaban los rostros de los funcionarios cuando se referían al escriba con este apodo, que había pertenecido a alguien que se llamaba igual pero que era la antítesis del inmoral inspector.

Cuando este se enteró se regocijó ante la importancia de su figura, y también por el temor que infundía. Hekaib era un nombre poderoso que correría entre los labriegos como una advertencia, pues estos ignoraban que hubiera existido un hombre justo que se llamara así. Pepynakht rio entre dientes, y se preguntó si sus padres conocerían aquella historia cuando lo bautizaron.

5

Tal y como les habían advertido los escribas, el inspector se presentó muy de mañana acompañado por un funcionario, su portador del abanico y uno de sus hijos. Vestía un faldellín plisado y portaba un cetro
was
, símbolo de su jerarquía como representante del Oculto en aquella comarca. También llevaba un ancho collar de cuentas de oro y amatistas que colgaba sobre sus flácidos pechos, así como varios anillos del mismo metal, al que era muy aficionado. Su cabeza, de generoso tamaño, estaba totalmente tonsurada, y las facciones de su rostro hacía tiempo que se habían dado a la molicie y mostraban unos laxos mofletes y una papada monumental. Su nariz era proporcionada y sus labios finos y crueles, y en sus ojos, sombreados por el mejor
khol
, se advertía la mirada del depredador, fría e implacable.

Cuando Hekaib llegó a la finca del viejo Kai este le tenía preparado un taburete y agua fresca junto al sicómoro, bajo cuya sombra solía sentarse. Su copa densa proporcionaba refugio para cualquiera que quisiera resguardarse de la fuerza de Ra-Horakhty, el sol del mediodía. Por ese motivo llamaban a aquel árbol sagrado
nehet
; ya que esta palabra significa abrigo o refugio, lo cual no podía resultar más acertado.

El inspector quedó complacido al comprobar la abundante cosecha que se iba a recoger, pero se cuidó mucho de demostrarlo. Por contra se sentó con apariencia cansina sobre el viejo taburete, la única silla que poseía el pobre Kai, e hizo ademanes para que le sirvieran un poco de agua.

—Parece que este año Renenutet ha sido clemente contigo y podrás entregar tu cupo —dijo el inspector tras llevarse el cántaro a los labios.

Kai hizo un gesto ambiguo, pues las reacciones de aquel déspota podían llegar a ser impredecibles. El viejo ya había sido apaleado por él en varias ocasiones, y no tenía el cuerpo como para recibir más bastonazos; y menos en un año como aquel en el que la cosecha había sido tan buena.

Hekaib hizo caso omiso de la apatía del labriego y empezó a dictar al escriba que le acompañaba, en tanto el portador del abanico lo movía lentamente a su espalda. Su hijo permanecía de pie, a su lado, sin decir nada.

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