El secreto del Nilo (6 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

—No pierdas detalle de cuanto digo, hijo mío —señaló Hekaib, y acto seguido enumeró la cantidad de cereal que esperaba repartir—. Así pues —dijo para finalizar—, el rey de los dioses será complacido con cuarenta
khar
de trigo, ni un
hekat
menos, y a la familia del hombre conocido como Kai, que tiene el privilegio de habitar este lugar bajo la protección del divino Amón, le corresponderán ochenta
khar
. Esas son las cantidades que deberá dar este campo, y cualquier irregularidad producida durante la recolección será castigada con arreglo a la ley. Esta es la palabra de Pepynakht, inspector de los Dominios de Amón en el noveno nomo del Alto Egipto.

Dicho esto, el escriba que le acompañaba enrolló el papiro en el que había toma [e hpynakhtdo nota de cuanto le habían dicho, y Hekaib hizo una seña a Kai para que se aproximara.

—Este año hay demasiada producción de cereales en esta finca para solo tres bocas que alimentar. Te aplicaré un porcentaje del diez por ciento de tu beneficio, lo cual convendrás en que resulta generoso. —El inspector se detuvo un instante para ver el efecto de sus palabras, y lanzó una pequeña carcajada—. Un diez por ciento no es nada —continuó divertido—. Solo tendrás que darme ocho
khar
de trigo, ya que me siento particularmente generoso.

Kai no pudo evitar hacer un gesto de disgusto ante tamaño abuso.

—Pero, escriba sapientísimo —apenas se atrevió a decir—. Habrá que pagar a los segadores que vengan a ayudarnos y…

—Ese es un problema que deberás resolver tú —le interrumpió el inspector.

—Tendré que pagarles siete
khar
, y…

—Por lo menos —volvió a interrumpirle Hekaib en tanto endurecía su mirada—. No se te ocurra economizar en brazos. El río comenzará a subir en pocas semanas y para entonces todo tiene que estar recogido. No hace falta que te recuerde cuáles serán las consecuencias si no cumples a mi satisfacción.

Kai se inclinó servilmente, sobreponiéndose a su rabia, como en tantas otras ocasiones.

—Hori, hijo mío, así es como deberás gobernar los campos cuando te corresponda —continuó el inspector muy serio—. Estos labriegos viven aquí para servirnos y no entienden de miramientos. Recuérdalo.

Hori asintió con la cabeza como si fuera lo más natural del mundo, pues estaba acostumbrado a ver cómo se las gastaba su padre. A sus nueve años, el chiquillo era un niño muy desarrollado, con aspecto de bravucón, aficionado a levantar la mano a todo aquel con el que podía; era mohíno y rencoroso, y aunque hacía años que acudía a la Casa de la Vida de Ipu a estudiar, era lento en su aprendizaje, por no decir un poco zote; en suma, un zoquete de consideración.

Entonces Hekaib reparó en la presencia de Neferhor, que no había perdido detalle de cuanto él había dicho. Le divertía aquel niño que poco tenía que ver con su desdentado padre.

—¡Thot sapientísimo! —exclamó el inspector haciendo aspavientos—. He aquí a aquel que llaman Neferhor, cuya perspicacia es asombro de estas tierras, ¡ja, ja, ja! Seguro que ya habías calculado lo que os correspondería hace semanas.

El niño se encogió de hombros mientras miraba a Hori, que le observaba aviesamente.

—He oído que eres capaz de adivinar la altura que alcanzarán las aguas durante la crecida, pero me resisto a creerlo —señaló el inspector—. ¿Acaso hay algo que no sepamos?

El pequeño se sintió cohibido y bajó su vista hacia el suelo. Había oído m [abstiuchas historias acerca de aquel hombre a quien todos temían, y en varias ocasiones había presenciado cómo ordenaba golpear a su padre.

—No sé —dijo al fin con timidez—. Hablo con el río.

Hekaib lanzó una carcajada.

—¿Tienes tratos con Hapy? —preguntó divertido.

—El río me cuenta sus secretos.

—¿Y cuáles son esos secretos?

—Los secretos no se pueden contar.

—Ya —señaló el inspector en tanto se golpeaba el muslo con la palma de su mano—. Habla con Hapy, ¿qué os parece?

El escriba que le acompañaba sonrió levemente.

—Quizá sea un
heka
—indicó con socarronería.

—¿Es eso cierto? —quiso saber Hekaib—. ¿Andas entre hechiceros y magos?

—Mis secretos no tienen nada que ver con la magia —se apresuró a contestar el niño—. Solo hay que saber escuchar al Nilo.

Hekaib hizo un gesto de asombro.

—Y bien, Neferhor, pues según creo así te haces llamar —prosiguió el inspector sin disimular una sonrisa burlona—. ¿Cómo será la próxima crecida? ¿Será tan beneficiosa como la última?

El chiquillo lo miró atemorizado, y Hekaib lo animó a contestar con un ademán de sus manos.

—Será beneficiosa, pero no tanto como la anterior. El año que viene las cosechas no serán tan abundantes.

Kai miraba a su hijo como si fuera una aparición, un genio del Amenti llegado para traer algún tipo de desgracia, pues nada bueno podía salir de aquello.

Hekaib se quedó pensativo un instante.

—¿Has oído, Hori? Neferhor es capaz de hablar de cifras e incluso de prevenir la próxima avenida sin haber acudido ni un solo día a la Casa de la Vida.

Hori apretó los dientes, molesto, y se prometió dar su merecido a aquel bocazas que le ponía en evidencia.

—Me temo que tus previsiones me hagan reconsiderar determinados asuntos —dijo Hekaib, entrelazando las manos bajo su voluminosa barriga—. Creo que haría bien en subir mi porcentaje este año, en vista de que el próximo no será tan productivo. Tú mejor que nadie sabes que conviene ser previsor.

Y dicho esto, lanzó una estrepitosa carcajada.

—Por cierto, Kai —continuó el inspector—, no veo por aquí a tu hija. No estará indispuesta, ¿verdad?

Kai mostró aquellas encías castigadas por el sufrimiento de toda una vida e hizo ímprobos esfuerzos para poder contestar.

—Está ordeñando las vacas —dijo al fin entre dientes.

—Ah, muy adecuado —observó el funcionario con malicia—. Me agradaría mucho que viniera a ofrecerme un poco de queso tierno. Supongo que tendréis queso fresco…

Kai tuvo que morderse el labio para poder asentir.

—Espléndido. Hoy los dioses me bendicen con el mejor de los humores. Prometo interceder por vosotros ante el Oculto a fin de que os proteja y aparte de todo mal.

Kai se inclinó una vez más y a continuación se dirigió hacia su casa en busca de Repyt. Hekaib lo observó un momento mientras se alejaba.

—Ahora, Hori, acompañarás a Neferhor a dar un paseo por la orilla del río, a ver si aprendes algo de él. Me sería muy útil que te instruyeras en el arte de conocer secretos —apuntó en tanto volvía a reír.

Ambos niños desaparecieron por una vereda junto a los trigales sin decirse una palabra, y Hekaib reflexionó durante unos instantes. Desgraciadamente su hijo no poseía muchas luces para los números, aunque dejaba entrever algunas «virtudes» que le serían provechosas para desenvolverse en Kemet. En cuanto a Neferhor, saltaba a la vista que era despierto y muy observador, aunque tales aptitudes fueran poco provechosas para quien estaba destinado a labrar los campos durante toda su vida.

El inspector suspiró y dirigió su atención hacia el camino que llevaba hasta la casa. Por él venía Repyt, con una pequeña cesta en la mano, y al verla aproximarse, así, contoneando suavemente sus caderas, Hekaib se relamió.

Repyt era una joven grácil y bonita que inundaba de alegría el corazón de su padre. Con dieciséis años recién cumplidos ella era todo lo que le unía a sus recuerdos, y su rostro una suerte de ilusión que le hacía aferrarse a la vida cada día, pues era el vivo retrato de su difunta esposa.

Al verla se diría que Yah se encontraba de nuevo entre ellos, como cuando era joven y él la cortejaba. Con aquella mirada pícara y los ojos almendrados que tanto le gustaban, Yah lograba hacerse corpórea cada mañana aunque fuera en la figura de su hija, la única que habían tenido. El resto habían sido varones, y todos menos Iki fueron llamados ante Osiris por diferentes motivos. A pesar de los sinsabores que Shai les había reservado en su día, la pareja se había querido mucho, y habían pasado momentos de felicidad que el viejo nunca olvidaría. Todo terminó la noche en que el benjamín se presentó a la vida. Yah tuvo un mal parto, y de resultas de ello falleció para dejarle aquel niño a quien ya nadie esperaba y que a la postre resultaría como un extraño para él. Iki no se parecía a ninguno de sus otros vástagos, como si las divinidades que rigen el sino de los hombres hubieran cometido un terrible error al alumbrarlo en su casa.

Mas Kai nunca reprochó nada al chiquillo, y lo cuidó lo mejor que pudo aunque tuviera el corazón destrozado. Qué duda cabe de que Repyt resultó de gran ayuda a la hora de criar al niño, ya que era muy espabilada y bien dispuesta, y entre ambos hermanos se crearon unos lazos de profundo cariño.

Repyt se encargaba de llevar la casa y arrojar un poco de luz sobre el maltrecho corazón de Kai. A una edad en la que la mayoría de las egipcias estaban ya casadas y tenían algún hijo, la joven continuaba soltera para cuidar de su padre y su hermano, a los que dedicaba la mayor parte de su tiempo. Ello no significaba que no tuviera pretendientes, que los tenía, pero un invisible lazo la unía a aquella finca cual si fuera un nudo de Isis con el que protegía a los suyos.

Como cualquier muchacha de su edad, ella también tenía sus ilusiones, sus anhelos. Sin embargo, era consciente de la realidad que la rodeaba desde mucho antes de llegar a la pubertad. Como era esbelta y muy graciosa, pronto los hombres empezaron a mirarla, y conforme sus formas se desarrollaban aprendió a leer el deseo que despertaba en ellos, y cómo navegar entre él sin zozobrar. No obstante, también sabía que su suerte estaba echada, y que tarde o temprano debería claudicar sin remisión.

Hekaib se fijó en ella desde el mismo momento en que Repyt alcanzó la pubertad. En Egipto las niñas solían andar desnudas hasta que llegaba su primer período; entonces se vestían y ya podían ser tomadas por esposas. La joven conocía de sobra a aquel hombre feroz que tiranizaba a cuantos campesinos le salían al paso. Desde muy pequeña lo había visto ordenar apalear a su padre en su propia casa, y también hacerles frecuentes visitas. La difunta Yah callaba, pero Repyt sabía muy bien lo que ocurría y cómo su madre se prestaba a yacer con aquel déspota para proteger a su familia.

Hasta poco antes de la muerte de Yah, Hekaib la estuvo visitando; luego, durante años, solo se presentó para pedir cuentas de las cosechas hasta que un día regresó para quedarse de nuevo.

Repyt siempre recordaría aquella tarde. Ella venía del río, con un cántaro en la cabeza, caminando muy derechita mientras tarareaba una antigua canción que hablaba de amores y esperanzas. Ra-Atum, el sol del atardecer, comenzaba a desperezarse para dirigirse hacia el ocaso, y sus rayos recortaban la frondosa copa del viejo sicómoro, el único que tenían en la hacienda. Entonces reparó en las dos figuras situadas junto al tronco. Una llevaba un aparatoso abanico de plumas de avestruz que movía acompasadamente, y la otra parecía que la observaba con atención mientras se acercaba. Enseguida supo de quién se trataba, y también lo que la esperaba.

—La más hermosa flor se abre paso por la vereda —exclamó Hekaib galante, a modo de salutación.

La joven no dijo nada, pero al punto vio cómo el inspector le hacía señas para que se aproximara.

—No tengas miedo, pequeña —la animó el escriba—. Ven y descansa un poco; ese cántaro que llevas debe de resultarte pesado. —Repyt se le acercó, como no podía ser de otra forma—. Así está mejor —dijo Hekaib a la vez que la ayudaba a quitar el cántaro de su cabeza—. Pero déjame que te vea. Te has hecho toda una mujer, y tan hermosa como lo era tu madre.

Aquel comentario le hizo soltar una risa. Mas al punto la miró de arriba abajo sin ningún recato.

—Ha llegado la hora de que te explique determinadas cosas —señaló Hekaib a la vez que deslizaba suavemente las yemas de sus dedos por los hombros de la joven—. Ahora tienes una gran responsabilidad —continuó—, ya que posees, nada menos, la llave que proporcionará la felicidad a los tuyos.

El inspector la examinó un instante para ver el efecto de sus palabras, y percibió la agitación que sentía la muchacha; aquello lo enardeció aún más.

—Imagínate una finca como esta, de doce
seshat
de superficie, para una familia de tan solo tres miembros. Mucha tierra para tan pocos, y también mucho trabajo y sufrimiento. Los años pasan, y el pobre Kai se las ve y se las desea para poder hacer frente a una empresa así.

—Cuenta con mi ayuda, y también con la de mi hermano —se atrevió a decir la joven.

—¡Ah! —exclamó Hekaib, encantado de escuchar aquella voz—. Sin duda el pequeño podrá ser valioso en unos pocos años, pero no me cabe duda de que tú lo puedes ser ahora.

Repyt bajó su mirada, y el inspector sintió cómo se inflamaba de pasión. Sin disimulo alguno paseó su vista por aquellos pechos, pequeños pero bien formados, y luego por sus labios, que lucían frescos y jugosos como granadas maduras.

—Incluso un corazón tan duro y negro como el mío puede tornarse compasivo y generoso como el de la más delicada de las madres. Puede ser dulce y tierno, y muy comprensivo en determinadas ocasiones, ¿comprendes? Solo necesita que alguien se haga cargo de él; que se preocupe de sus necesidades y le alivie de la carga que a veces tiene que llevar.

Repyt levantó su vista para clavarla en los ojos de aquel tirano, y al leer en ellos sintió que su desprecio estaba por encima de la maldad del escriba. Allí no había más alternativa que la de la supervivencia, y al punto se le aproximó sin dejar de mirarle.

—Veo que has comprendido perfectamente mis razones, y que estás dispuesta a hacerte cargo de ellas —dijo Hekaib con suavidad, en tanto la cogía de la mano y la invitaba a seguirle hasta unos arbustos cercanos—. Eres digna de ser regada a menudo para que no te marchites —le susurró mientras se disponía a besarla—. Como el más preciado jazmín.

Para Repyt era su primera vez, y aunque en el país de la Tierra Negra no se daba importancia a la virginidad, nunca olvidaría el modo en que la perdió. Su amante era un hombre depravado que la hizo ver desde el principio lo que la esperaba. Ella se dejó llevar como si su
ka
, su esencia vital, se encontrara en un lugar muy lejano, junto a su corazón y sus emociones, que también la habían abandonado. Solo se estremeció cuando vio el grosor del miembro del escriba; era enorme, y él la invitó a que lo tomara entre sus manos para aproximarlo a aquella hendidura que le prometía infinitos goces. Cuando lo notó dentro de sí, Repyt ahogó un grito de dolor, y creyó que le [reyarlo a quemaban las entrañas. Luego todo fueron furiosas embestidas, como si Set, el dios del caos y la tempestad, la cabalgara desbocado en una carrera sin fin.

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