Se secó las lágrimas con el fular, se puso de pie e inspiró profundamente. El aire de la pampa al atardecer siempre operaba maravillas en su ánimo. Él era un hombre bien bragado, se recordó, un taita con los huevos bien puestos. Si alguien tenía que dar la noticia a Artemio, ése era él. Y si alguien podía ayudarlo a sobrellevar el dolor, ése también era él, su
peni,
su hermano del alma. No tenía sentido demorarse en buscar a los culpables. Regresaría a Buenos Aires, delegaría los asuntos del campito de Morón en Billy, "el rengo", e Isidoro, "el rastreador", y se embarcaría para la Irlanda.
El lunes 8 de abril de 1811, Bernarda de Lezica se presentó en la Imprenta de los Niños Expósitos, donde la recibieron en un tenso silencio y con semblantes preocupados. Pidió hablar con Corína Bonmer.
—Han tomado prisionero a nuestro jefe, Agustín Donado —explicó a la Lezica—, y lo han llevado a la Guardia de Lujan. No sabemos qué será de él.
Donado y otros miembros de la Sociedad Patriótica, declarados morenistas, partirían rumbo al exilio. El golpe orquestado por Joaquín Campana, Tomás de Grigera y Aarón Romano había resultado victorioso.
Con visos de pueblada, la asonada comenzó alrededor de las once de la noche del viernes 5 de abril, cuando, convocados por los alcaldes, a la cabeza el de las Lomas de Zamora, grupos de quinteros, peones y paisanos, todos a caballo y armados, se congregaron en los suburbios, en especial en los corrales de Miserere. En un silencio imponente, marcharon hacia la ciudad y ocuparon la Plaza de la Victoria. Contaban con el apoyo del regimiento de los Húsares al mando del coronel Martín Rodríguez.
Los miembros de la Junta Grande, al tanto de la pueblada, fingieron sorpresa y desconocimiento. Se atendió al petitorio (un documento con diecisiete puntos redactado por Campana) y, sin discusión, se concedió cuanto solicitaban. Entre dichas exigencias se encontraba el pedido de dimisión de los aliados de Moreno en el gobierno, Nicolás Rodríguez Peña, Hipólito Vieytes, Miguel de Azcuénaga y Juan Larrea, y la expulsión de Buenos Aires de Domingo French, Antonio Beruti, Agustín Donado, Gervasio Posadas y el presbítero Vieytes, hermano de Hipólito. El partido de Moreno había sido destruido.
—Con el gaucho Furia desaparecido y contando sólo con la Infernal —Corina hablaba del regimiento a cargo de French y de Beruti—, resultó imposible adelantarse al golpe que nos asestaron estos traidores. Ahora, el
emperador
—dijo, en referencia a Saavedra— y su camarilla son más poderosos que nunca.
Bernarda de Lezica, a quien tenían sin cuidado las rencillas políticas, la escuchó con paciencia. Al notar que la joven se había desahogado, se dispuso a hablar acerca de lo que motivaba su visita a la Imprenta.
—Corina, te tengo muy malas noticias.
—Oh, no —musitó—, no más malas noticias, por piedad.
—Se trata de Rafaela Palafox —a Bernarda la conmovió la angustia que se pintó en el semblante de Corina—. Lo siento, pero ella y la niña murieron. Unos indios lancearon la galera en la que se dirigían a Córdoba y las asesinaron.
Corina soltó un grito que atrajo a sus compañeros. Aunque restaba decirle lo más importante, Bernarda prefirió esperar. La visitó ese mismo día, por la tarde, en los Altos de Escalada. La halló en cama, con trapos embebidos en vinagre aromático sobre las sienes. Todavía no se le borraban las huellas del llanto.
—El culpable de la muerte de Rafaela y de Mimita es Aarón Romano. Él obligó a Rafaela a escapar, tú lo sabes, no necesitas que te explique cómo sucedieron las cosas desde que Furia mató a Rómulo Palafox y se dio a la fuga.
—Eso es mentira —la interrumpió la Bonmer, cobrando bríos—. No sé quién mató a Palafox ni dónde está Furia. Sólo sé que su desaparición resultó muy conveniente y oportuna para los traidores saavedristas. Estoy convencida de que ese sapo de Aarón Romano le tendió una trampa para sacarlo del medio. Se sabía que, con el regimiento de French y la gente de Furia, los saavedristas no tenían posibilidad de permanecer en el poder.
—Está bien, está bien, te creo y estoy de acuerdo contigo. Por eso he venido hoy hasta aquí, porque quiero pedirte que me ayudes a destruir a Aarón Romano. Un ser malévolo como él no puede seguir al frente de la Policía.
—Estoy de acuerdo —manifestó Corina, al tiempo que recordaba el pánico vivido en esa misma estancia mientras Romano la mandaba golpear por uno de sus jayanes para que confesara dónde se escondía Rafaela—. Con todo, no veo cómo lo destruiremos si Romano se ha convertido en uno de los hombres más poderosos del momento.
—Destruiremos su reputación. Sé cosas acerca de Romano que lo hundirán en la más profunda de las ignominias, de la cual nunca emergerá. Necesito que imprimas panfletos y bandos en la Imprenta y que los mandes pegar, que cubras la ciudad con ellos. Toma —dijo, y sacó de su bolsa un papel doblado.
A medida que leía, los ojos de Corina se agrandaban.
—¡Por Dios, señorita de Lezica! ¿Es todo esto cierto? ¿Que Aarón Romano es el hijo bastardo de un delincuente, un tal Martín Avendaño? —Bernarda asintió—. ¿Que su madre casó con un marrano a quien abandonó en Lima para hacerse pasar por viuda todos estos años? ¿Que Romano es propietario de un burdel y un garito en la zona del Hueco de las Cabecitas?
—Y también es cierto que roba mujeres de los barrios bajos, en especial del Alto, del Tambor y del Mondongo, y también indias que le venden por dos reales los militares en los fuertes, y las obliga a prostituirse.
—¡Es un monstruo!
—Y por fin, es cierto que padece del morbo francés, o sífilis, como prefieras.
Días más tarde, las calles céntricas amanecieron cubiertas de panfletos titulados
El policía delincuente,
y las esquinas más concurridas, empapeladas de carteles similares a bandos, con el mismo contenido de los libelos.
Una mujer embozada detuvo a Peregrina en la Recova, le extendió un puñado de panfletos y le ordenó:
—Llévale este obsequio a tus dueños.
La esclava se ligó una bofetada de Clotilde después de que ésta leyó a trompicones.
—¿De dónde sacaste esto, negra maldita?
—Me lo dieron en la calle. Están por todas partes. Hay unos más grandes pegados en las esquinas del centro.
Peregrina se echó hacia atrás cuando Clotilde cayó desvanecida a sus pies.
LA ESPERANZA
En las inmediaciones del puerto de la Ensenada de Barragán, a diez leguas al sudoeste de Buenos Aires. Mayo de 1820.
Océanos de tiempo
Mina le extendió un pañuelo a Elisabetta d'Adda para que se enjugara las lágrimas.
—¡Calvú! —lloriqueó la mujer—. ¡Qué historia de amor tan triste!
El indio, con la mirada fija en la costa que empezaba a avizorarse, se limitó a asentir. No habría podido pronunciar sonido con la garganta tiesa. Evocar la muerte de Rafaela y de Mimita no resultaba fácil, ni siquiera después de nueve años y de un océano de distancia. Por el rabillo del ojo, vio la mano enguantada de Elisabetta apoyarse en la borda del
Smarag,
el buque que, por casi tres meses, los había conducido a través del Atlántico en dirección a Buenos Aires. El confinamiento al que los sometía el barco —más allá de tratarse de un buque de gran calado, con una eslora de ciento cincuenta yardas— y el tedio con que transcurrían las horas en alta mar propiciaban largas conversaciones entre la noble italiana y el indio ranquel. Elisabetta se obsesionó con la historia de Rafaela Palafox, y Manque, por compasión, se propuso saciar su curiosidad.
—¿Nos sentamos? —le preguntó a la mujer, con voz insegura y en su inglés de mala pronunciación.
Calvú Manque le ofreció el brazo y se dirigieron, con Mina por detrás, hacia unos sillones de caña y almohadones floreados que la tripulación acomodaba en el combés por la tarde para que el propietario del barco, Sebastian de Lacy, y sus invitados disfrutaran de la puesta del sol. Como de costumbre, un asistente de Antoine, el cocinero, había dispuesto un carrito con el servicio del té. Elisabetta le pasó una taza a Manque y otra a Mina.
—Casi no me animo a preguntarle cuál fue la reacción de Sebastiano cuando usted le confesó que Rafaela y la niña habían muerto —advirtió que los párpados de Manque descendían con lentitud y que inspiraba una buena porción de aire—. Yo no me encontraba en
Grossvenor Manor
cuando mi tío Horatio llegó con él en el año once.
No quería recordar ese momento. Se estremecía al revivir la escena. Nunca olvidaría la mañana en que, junto a Eddie O'Maley y a sus hijos, Pichín-Calvú y Hueyqué —los había llevado convencido de que su presencia haría bien a Artemio—, se presentó en
Grossvenor Manor.
Apabullado por la grandeza y el boato de la mansión, se dejó guiar por la imponente escalera de mármol hasta la habitación de Artemio. El conde, que caminaba a su lado, lo ponía al tanto de la salud de su nieto.
—Fue un viaje que jamás olvidaré, un infierno. Creímos que Sebastian moriría en más de una ocasión. Recuperó del todo la conciencia recién al llegar a la Irlanda. Y, como usted imaginará, lo primero que hizo fue pedir por la muchacha, por Rafaela. Al informarle el estado de las cosas, se puso tan furioso que temí por mi vida. Me reprochó haberlo sacado de Buenos Aires sin ella, y para nada importó que tuviera a toda la Policía tras él. Se ha mantenido hosco y taciturno desde entonces. Aún guarda cama porque está débil y se marea al caminar, aunque ya resulta palmario, a Dios gracias, que la bala no le dañó el cerebro. A menudo se sienta en una
chaise-longue
cerca de la ventana y se lo pasa observando el exterior, esperándola a ella —lo detuvo por el brazo para confiarle—: No soy un cobarde, señor Manque, pero no me atrevo a decirle que Rafaela ha muerto.
—Eso me corresponde a mí —contestó el indio.
Calvú Manque sabía que Artemio había escuchado la puerta al abrirse y que no volteaba en una muestra de actitud beligerante. Se encontraba de pie junto al hogar, una mano sobre la repisa de malaquita de la chimenea, la cabeza inclinada y la vista fija en el hueco donde no ardía ningún leño pues era verano. Vestía una bata de seda azul marino y llevaba el pelo suelto; notó cuánto le había crecido; le superaba los omóplatos.
—Artemio,
peni
—dijo, y Furia giró de manera súbita y se mareó.
Calvú Manque reprimió la sorpresa al descubrir el parche negro que le cubría el ojo izquierdo.
—¡Calvú! —pronunció, y, al recuperar el equilibrio, buscó con la mirada detrás del indio y de su abuelo—. ¿Dónde 'tá Rafaela?
—
Peni,
tengo que hablarte.
—¡No me jodas, Calvú! ¿Dónde 'tá Rafaela? ¿Dónde 'tá mi mujer?
—Sebastian, por favor —intervino el abuelo.
Furia avanzó, tomándose de los muebles, y se detuvo frente a Manque.
—¡Habla! ¿Dónde'tá ella?
—Artemio, no te traigo güeñas noticias,
peni.
Bajó el rostro y, maldiciéndose por su debilidad, comenzó a sollozar. Furia le apretó los hombros y lo instó con una sacudida.
—¡Habla! ¿Dónde 'tan mi mujer y m'hijo?
—Artemio, ¿cómo voy a decírtelo?
—¡Qué, maldita sea! ¡Habla! ¡Qué tienes pa'decirme!
—¡'Tan muerta! ¡Rafaela y Mimita, las dos 'tan muerta!
Elisabetta escuchó que Manque inspiraba bruscamente. Aún permanecía en silencio y con los ojos cerrados. No se atrevió a irrumpir en sus memorias.
—Elisabetta —lo escuchó musitar—, por favor, no me pida que le cuente cómo sucedieron las cosas aquel día y los que siguieron.
—Está bien, está bien —susurró la mujer, y le palmeó el antebrazo.
"No me pida que le cuente que Artemio cayó de rodillas frente a mí y que se colgó de mi poncho y levantó la cabeza, con el único ojo que le quedaba colmao de lágrimas, y, llorando como un guachito, ahogándose mientras hablaba, me rogó que le dijera que no era verdá, que su Rafaela 'taba bien, que pronto se reuniría con él. No me pida que le cuente cómo se me erizaba la piel cada vé, que Artemio, tendió boca abajo en el piso, clamaba el nombre de ella, ni cómo yo caí a su láo y lo tomé en mis brazos y lloramos juntos, igual que la vé en que, siendo entuavía niños, me confesó cómo habían muerto sus padres. No sea cruel y me pida que le refiera que Artemio se puso violento dispués y comenzó a romper tuito a su paso con un vigor inesperao. Parecía un azote; arrojaba adornos, lanzaba los muebles, arrancaba cortinas, mientras insultaba y maldecía a su abuelo por haberlo sacao del Río de la Plata. No quiero acordarme del instante, que me pareció infinito, en que Artemio levantó del suelo un pedazo de cristal y se quedó mirándolo, acezando como un caballo que ha corrió leguas, apretándolo hasta sacarse sangre.
'Peni',
susurré, 'te lo suplico, suelta eso', y me miró con odio y lo soltó. Pasaron días hasta que pudimos curarle la mano. No permitía que naides se acercara, a él. Sólo soportaba mi presencia en su dormitorio que estaba hecho un lío. Ni siquiera me alejaba de su láo pa'ir al retrete porque tenía miedo de que se me arrojara por la ventana mientras yo meaba; hacía mis necesidades ahí mesmo, medio escondió detrá de un biombo, asomándome cada tanto, sin que Artemio se diese cuenta porque se ponía jurioso. Me dieron un colchón y lo eché junto a su cama y ahí dormía. Dormir é un decir. Nenguno pegaba ojo. Artemio lloraba mucho de noche y yo tenía que morderme pa'no ir a consolarlo. No quería humillarlo. No comía y se mamaba dende temprano. Estaba sucio y tenía mal olor, pero náa le importaba. Estaba muerto en vida."-Sólo le diré, Elisabetta —Manque abrió los ojos y se incorporó en el sillón de caña—, que se trató de la cosa más difícil que me ha tocado haceren mi vida. Fue duro, muy duro. Hasta que una mañana ocurrió un milagro. Artemio se encontraba de pie junto a una ventana de su dormitorio que daba a la parte trasera de la casa. Yo no le quitaba los ojos de encima porque, como hacía calor, estaba abierta y temía que se arrojara de cabeza
—
Elisabetta ahogó una exclamación—. Sí, Elisabetta, así estaban las cosas. Por eso, porque lo miraba fijamente, noté que algo llamaba su atención, Voces provenientes del exterior inundaron el dormitorio. Yo no entendía nada porque en aquella época el inglés era una lengua extraña para mí. Artemio intervino en la conversación que se desarrollaba abajo. Yo no salía de mi asombro al oír las primeras palabras que pronunciaba en días. Su voz sonaba más ronca de lo usual, y me resultó desconocida. Después supe que allí abajo había dos arrendatarios de
Grossvenor Manor
a quienes el administrador, el señor Burke, había sorprendido cazando furtivamente en el coto de la propiedad. Les agitaba los faisanes en la cara y les informaba que los llevaría a Trim para encarcelarlos. Desde la ventana, Artemio les preguntó por qué habían cazado esas aves, y uno de los muchachos respondió que para alimentar a sus hijos, ya que se había perdido la cosecha y no tenían un centavo. Artemio ordenó al administrador que le devolviera las aves y les permitiera marcharse. "¿Y se puede saber quién es usted para darme órdenes, señor?", preguntó Burke, con acento peyorativo. "El futuro conde de Grossvenor", fue la contestación de Artemio. Este episodio marcó el inicio de su recuperación. De Lacy, con tal de complacerlo y conservarlo a su lado, se avino a cuanta condición le puso Artemio. Así se convirtió en dueño y señor de las propiedades de su abuelo y, con el tiempo, despidió a Burke. Administrar las propiedades y mejorar las condiciones de vida de los arrendatarios le devolvieron el sentido a su vida.