Me llaman Artemio Furia (75 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—Está bien para mí. Me encantará conocer por fin a tu padre Ciríaco. Aunque no lo conozco, lo quiero con todo mi corazón, por haberte rescatado cuando niño y por haberte amado siempre —Furia se incorporó en el colchón donde dormía, a un costado de la cama de Rafaela, y la besó—. ¿Por qué duermes ahí abajo? ¿Tan fea estoy que no quieres compartir la cama conmigo?

Furia ensayó una mueca elocuente y soltó el aire con impaciencia.

—Rafaela, nadie imagina la tortura que significa para mí abstenerme contigo. Me sorprendo de mí
mismo, del
control que estoy consiguiendo, y es sólo por ti, porque el doctor Allende Pinto aseguró que necesitas descanso y nada de emoción.

—El doctor Allende Pinto —replicó, al tiempo que se deslizaba de su cama y caía a horcajadas sobre Furia— no sabe lo que yo necesito. Necesito a mi hombre dentro de mí. Lo he necesitado a lo largo de nueve años, lo he añorado hasta las lágrimas, en ocasiones creí que enloquecería por desearlo tanto. Me resisto a prolongar la espera. ¿Por qué tiemblas ? —le preguntó, con fingida inocencia.

—Por favor, Rafaela, no te muevas así sobre mi verga. No me hagas esto. Estoy muy caliente para contenerme.

—No te contengas —le sugirió, mientras le desabotonaba la camisa y le acariciaba los pectorales y le abría surcos en la mata espesa de vello con los dedos estirados—. ¿Por qué duermes vestido? Recuerdo cuánto me costó acostumbrarme en el campito de Morón a que lo hicieras desnudo —Se bajó el escote del camisón y liberó sus pechos—. Tócame, Artemio.

Rafaela se inclinó para ofrecerle los pezones y gimió y se sacudió y gritó cuando la boca de él se cerró en torno a uno de ellos, y su lengua lo lamió y sus labios lo succionaron, y sus manos le apretaron las nalgas como si amasara pan. Los sonidos que brotaban sin moderación de Rafaela probablemente despertasen a Sebastián en la habitación contigua. Ninguno reparó en ello. Rafaela se ocupó de las bragas de Furia y de sus propios calzones.

Artemio parecía haber olvidado los escrúpulos en cuanto a la fragilidad de su mujer. La tomó por los brazos y, con un movimiento impaciente, la acomodó de espaldas sobre el colchón. La inmovilizó con las rodillas y le arrancó nuevos'gemidos cuando su boca volvió a cebarse en los pezones de ella.

—Me habría gustado beber de la leche que le dabas a mi hijo.

—Me habría gustado que lo hicieras.

—Dime que has sido sólo mía, que ningún otro te ha poseído en estos años.

—¿Cómo puedes pensar que he sido de otro? Nunca nadie me ha poseído excepto tú, Artemio. Nadie, excepto tú. ¡Dios mío, Artemio, volver a estar bajo tu peso! ¡Volver a sentir tu carne dentro de mí! ¡Es como un sueño! —Le costaba hablar, le costaba respirar.

Furia había quebrado su coraza de voluntad y la abrazaba con frenesí. Sus caricias llenas de fuego le marcaban la piel e imprimían rastros calientes. Su boca la mordía, la lamía y la besaba. Como ciega, estiró el brazo hasta dar con su pene. Estaba duro, caliente y suave. Latía en su mano.

—¡Oh, Dios! —Furia se arqueó y quedó suspendido en un aullido silencioso, la boca abierta y una mueca de dolor en el rostro; la yugular le sobresalía en el cuello encarnado.

Se enterró en ella con un impulso poco gentil, al tiempo que con su lengua le invadía la boca. Las fosas nasales de Furia se dilataban para inspirar. Lo hacía de un modo superficial y agitado, y el aire caliente golpeaba las mejillas de Rafaela. Comenzó a susurrarle con voz ronca al oído, con acento desesperado, con ansiedad.

—Carajo, Rafaela, no puedo contenerme! Lo siento, mi amor.

La vagina de Rafaela, que se contraía y aflojaba en torno al miembro de Furia, estaba volviéndolo loco. Ella inició un movimiento similar a la cadencia de las olas que lamen la playa, hacia delante, hacia atrás, mientras sus uñas se enterraban en las nalgas de Artemio incitándolo a penetrar dentro de su carne hasta rozarle las entrañas.

Al día siguiente, todos, excepto Sebastián, les echaban vistazos entre irónicos, picaros y timoratos. Los rugidos de Furia en el alivio habían atravesado la casa e inundado el tercer patio.

Rafaela se mostró inflexible con el nuevo regalo de Furia para Sebastián.

—Artemio, él jamás ha montado. No quiero que lo haga, no en ese caballo que le has dado. Es enorme y luce indomable.

—¿Crees que le daría un caballo mañoso a mi hijo? Diomed es un hannoveriano tranquilo, mi amor.

—Rafaela, mi
mallé
—Calvú Manque quería decir "sobrino"— tiene a los dos mejores maestros p'aprender a montar. Artemio y yo —aclaró, con una amplia sonrisa.

—Calvú, no niego que ustedes son dos de los mejores jinetes que pueblan las pampas porque prácticamente han nacido sobre el lomo de un caballo. Sebastián, en cambio, no tiene habilidad ni destreza. Es un niño de ciudad.

—Queremos poner remedio a eso, Rafaela —se empecinó Furia—. En
Grossvenor Manor
y en las otras propiedades, vivirá sobre el lomo de un caballo, acompañándome a visitar a los arrendatarios.

—¡No en ese caballo, Artemio! ¿No puedes comprarle uno más pequeño? ¡Y ni se te ocurra hacerlo montar en ese gigante blanco tuyo! Me hace sentir del tamaño de una pulga.

El entusiasmo de Sebastián por Diomed y la presión de Furia y de Manque lograron resquebrajar la firme decisión de Rafaela. Furia prometió que Sebastián montaría en sitios despoblados donde el trajín de la ciudad no espantase a los animales. Solían pasear a la hora de la siesta y se alejaban en dirección al río. Cabalgaban sobre la marisma y, por lo general, los acompañaban Elisabetta y William. A Rafaela la ponía de mal humor que Sebastián llegase, todo alborotado, hablando de la hermosa italiana amiga de papá.

El doctor Allende Pinto encontró muy restablecida a Rafaela, y admitió que la breve convalecencia lo sorprendía. En opinión del médico, si víajaban en varias etapas, podrían marchar a Buenos Aires cuando lo juzgasen oportuno. Furia inició los preparativos del viaje de inmediato. Alquilaría otra galera pues no bastaba con su carruaje; además, no podía imaginar a Elisabetta y a Rafaela confinadas en el mismo coche durante días. No resultarían fáciles los meses en el
Smarag.

Se demorarían poco en Buenos Aires, lo suficiente para que el padre Ciriaco bendijera su matrimonio, para cargar el matalotaje y el agua, y para que Rafaela visitase a sus amigas, Lupe Moreno, viuda desde el año once, y Pilar Montes.

—Moreno murió en alta mar —le contó Furia—. Estuve en Londres con su hermano Manuel y con Tomás Guido. Ambos lo acompañaban en el barco. Ellos sostienen que Moreno murió envenenado. Los mismos que intrigaron en mi contra para sacarme del juego, se ocuparon de alejarlo de Buenos Aires y matarlo.

—¡Pobre Lupe! —se compadeció Rafaela—. Recuerdo cuánto amaba a su Moreno.

—La ayudo desde hace tiempo. Económicamente —aclaró—. Lo hago porque Moreno me pidió que la cuidase si algo malo le ocurría, pero también porque había sido tu amiga y muy buena contigo cuando todos te daban la espalda a causa de mí.

—Gracias. Durante todos estos años no me atreví a escribirles, ni a ella ni a Pilar, porque Juvenal me previno que se violaban las cartas en el Correo. Y yo temía que Aarón de algún modo se enterase dónde me escondía y viniese por mí.

—Tu primo no puede ir tras nadie. Ya te conté que es una piltrafa, un despojo. Quizá ya esté muerto.

—No siento pena por él, Artemio. Cuando pienso que pudo haberte asesinado...

Furia la envolvió en su abrazo y le siseó al oído para acallar los malos recuerdos.

—No te detengas en esas tristes memorias —le pidió—. Soy tan feliz desde que te he recuperado que las penas del pasado se han desvanecido. Todo parece insignificante ahora que te tengo conmigo.

Un mediodía a principios de septiembre, después del almuerzo, mientras sorbían café y bebidas digestivas, Calvú Manque y Edwina anunciaron su intención de contraer matrimonio. Para nadie resultó una sorpresa. Rafaela, incluso, los había pillado besándose en el patio, ocultos bajo las glicinas; le había resultado un cuadro perfecto, él, alto y oscuro, ella, menuda y diáfana. Manque le había soltado el pelo que cayó sobre la espalda de Edwina como un manto con destellos rojos y dora-dos. A Rafaela la había excitado la intensidad del beso. Nadie sabía cómo reaccionarían Martín y Eduardo; después de todo, Avendaño había muerto tan sólo un año atrás. Edwina, sin embargo, mostró la actitud firme y decidida que la había caracterizado desde su viudez y expresó que nada ni nadie le impedirían comenzar a vivir.

Con los ánimos elevados y sonrisas en los labios, salieron a montar. Las lecciones de Sebastián estaban dando sus frutos, y Rafaela se henchía de orgullo cuando a Furia se le iluminaban los ojos mientras le aseguraba que nunca había conocido un niño tan inteligente y valiente como Sebastián. "Es un jinete nato", aseguraba. De noche, cuando iban juntos a arropar al niño y darle el beso de las buenas noches, Rafaela se quedaba mirándolos conversar acerca de Diomed, de Zeus y de las estupendas caballerizas que el abuelo Horatio tenía en
Grossvenor Manor,
y experimentaba la fuerte necesidad de que esos dos hombres habitasen en su vientre para que fueran sólo de ella y para que nada los dañase.

Esa tarde, los acompañaba Elisabetta. Enfilaron hacia la zona del río y, al alcanzarlo, galoparon por la marisma. Furia y Manque se mantenían a los costados de Sebastián, que reía y hablaba a gritos. Un rato después, disminuyeron la marcha hasta alcanzar un paso ligero. La quietud del lugar, sumada a la benignidad del clima —corría un viento suave y fresco que arrastraba el aroma de las hierbas y las flores— y al trinar de los pájaros, apaciguaron a jinetes y monturas por igual. Furia, que sabía a su hijo próximo y a Calvú atento, se distrajo evocando la noche de tórrida pasión compartida con su mujer. A veces, cuando la tenía saciada entre sus brazos, la observaba y temía que se tratara de un sueño, que se desvaneciera bajo su cuerpo. Se despertaba por la mañana y giraba la cabeza en la almohada sólo para comprobar que estaba a su lado. Si no la veía, se echaba encima una bata y, así, en paños menores, salía al patío y la llamaba.

Furia percibió las dos cosas al mismo tiempo: la quemazón en el brazo derecho y el trueno que rasgó el velo de paz del entorno. Le bastó un instante para comprender que se trataba de un disparo. Al tiempo que intentaba sojuzgar a un Zeus encabritado, veía a Calvú Manque galopar tras un jinete, probablemente el que había disparado, a Elisabetta luchar con su yegua para tranquilizarla y a Diomed elevarse en sus cuartos traseros. Su corazón cesó de palpitar, la sangre se le volvió hielo y los pulmones se convirtieron en piedras incapaces de ventilar su organismo. Con aterradora certeza supo que Sebastián no conseguiría someter a su caballo y que él no llegaría a tiempo para sujetarlo. Gritó su nombre, abrumado por la impotencia, mientras su hijo caía de cabeza. Se quedósin voz cuando Sebastián tocó el suelo y un sonido como de una rama que se quiebra se propagó en el vacío que lo envolvía.

Se arrojó de Zeus y corrió a su lado. Se arrodilló junto a su cuerpo y lo tomó entre sus brazos. La cabeza del niño cayó hacia atrás, como un peso inerte. Lo estudió con una mueca de horror impresa en el gesto. Empezó a sacudirlo y a llamarlo, con voz débil y trémula al principio, con más fervor después, a los gritos cuando se convenció de que jamás despertaría. Lo apretó contra su pecho y lo acunó con violencia, mientras elevaba la cara deformada por la angustia y el terror, y clamaba:

—¡Oh, no, Dios mío, no! ¡Por piedad, no! ¡Te lo imploro! ¡No!

No se dio cuenta de que Elisabetta lo abrazaba y le susurraba palabras de consuelo.

Calvú Manque desató las boleadoras del recado, las agitó sobre su cabeza y las lanzó a las patas del caballo del que había efectuado el disparo. El animal perdió el equilibrio y cayó como un saco pesado. El jinete salió despedido y acabó de espaldas, sobre unas piedras. Manque empuñó su facón y se aproximó con cautela. Bajo el fular que le cubría el rostro, el hombre acezaba como un animal entrampado. Manque lo despojó del pañuelo y se echó hacia atrás a causa de la impresión: era William de Lacy.

—¡William! ¡Qué mierda!

—No puedo moverme —farfulló de Lacy—. No puedo mover los brazos ni las piernas.

Manque dedujo que se había quebrado el espinazo al rebotar contra el filo de la piedra.

—¿Por qué has disparado? ¡Por qué!

—Ayúdame —le suplicó.

Manque se giró de súbito cuando un grito estremecedor, que dominó el páramo y acalló a las aves, le erizó la piel. Se encaramó en la piedra y se hizo sombra con la mano. ¿Por qué su
peni
sacudía el cuerpo de Sebastián y clamaba hacia el cielo? "Oh, no, otra vez no. Dios mío, otra vez no."

—¡Señora Rafaela! ¡Señora Rafaela!

La voz de Pandora la arrancó de su concentración. Depositó el libro sobre la mesa y corrió al patio. Por alguna razón inexplicable, pensó en su hijo.

Todos se congregaban en el patio esa tarde, hasta la cocinera y las domésticas, y no terminaba de acertar si el bullicio comunicaba alegría otragedia. Se quedó quieta bajo el dintel de su dormitorio, indecisa. No quería que le dijeran qué pasaba; no quería saber por qué Pandora la llamaba con alaridos histéricos; deseaba dar media vuelta y refugiarse en su habitación y en la lectura. Caminó despacio.

Al verla, Furia avanzó hacia el centro del patio con Sebastián en brazos. Rafaela vio la manga de su camisa empapada en sangre; alguien le había practicado un torniquete sobre el género. ¿Sebastián se había dormido? ¡Qué mal lo sujetaba Artemio! Su cabecita rubia caía como sin vida.

—¿Sebastián?

—Rafaela… —sollozó Furia, y se lo extendió—. Diomed... lo arrojó...

Rafaela caminó dos pasos hacia atrás y se detuvo, sin apartar la vista de su hijo. Alguien le pasó un brazo por los hombros y la sostuvo: Ed-wina. No quiso mirarla por temor a que le dijera lo que ya sabía.

—Despiértalo, Artemio —le pidió.

—No… —musitó él, y cayó de rodillas sobre el solado, donde rompió a llorar amargamente, cubriendo con el torso el cuerpo de su hijo. Un momento después, alguien intentaba arrebatárselo. Elevó la vista y distinguió el semblante pálido de Rafaela, que se había arrodillado frente a él.

—Hijito —la escuchó pronunciar, mientras se lo acomodaba en el regazo—, hijito mío. Aquí está mamá. Despierta. Despierta, tesoro mío.

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