—La señora Isabella —habló Flaherty para referirse a la madre de Blackraven—, y el capitán Malagrida viajaron a la Francia donde visitaron al primo de usted, capitán Black, en el castillo de Valençay.
La amistad de Blackraven con el emperador de la Francia, Napoleón Bonaparte, afianzada tras años de un fluido intercambio epistolar, implicaba ciertas prorrogativas, como por ejemplo que Isabella di Bravante visitara a su sobrino Fernando VII en el castillo de Valençay, donde vivía exiliado desde 1808.
—Era bueno el estado de salud de Fernando, supongo —comentó Roger, con sarcasmo.
—Sí, bueno, aunque de ánimo quejumbroso, según me refirió vuestra madre, capitán. Fernando alega que Bonaparte no ha cumplido con lo prometido en Bayona.
Blackraven profesaba un afecto genuino por su tío, el destronado rey de la España, Carlos IV, a pesar de que no contaba con las luces ni con el temperamento indispensable para un soberano. Su primo, en cambio, lo fastidiaba. Influenciado por el canónigo Juan de Escoiquiz, se había dedicado a intrigar contra su padre, su madre y el ministro Godoy, asestando el golpe de gracia a los Borbones de la España.
—Recibió de buen grado la letra de cambio que la señora Isabella le entregó en vuestro nombre, capitán. "El buen Roger" lo llamó.
Blackraven ladeó la boca en una sonrisa despreciativa al evocar los párrafos zalameros de la carta de su primo, como también los comentarios de Napoleón acerca del exiliado de Valençay.
Su primo de usted, mi querido Roger, es tan obsecuente como su excelencia astuto. Me pide que le encuentre esposa de mi elección y me ofrece a su hermano, don Carlos María Isidro, para conducir los ejércitos españoles que enviaré a la Rusia, Me profesa admiración y me asegura que anhelaría ser mi hijo. ¡ Y el pueblo español lo llama
El Deseado
y dejan su sangre en el campo de batalla para llevarlo de regreso a su patria! ¿Quién comprende a los pueblos? Quizá me decida y publique la correspondencia de ese adulador y felón en
Le Moniteur
para
exponerlo al juicio de sus subditos.
—¿Le enviaste dinero a tu primo Fernando? —se extrañó Melody.
—Lo envié porque deseo que mi tío, Antonio Pascual, a quien mi madre adora, y mi primo Carlos María no pasen necesidades en el castillo de Valençay.
—Entiendo.
—Por supuesto, el pusilánime de Fernando gozará de ese beneficio también.
En realidad, a Blackraven no le inquietaban tanto las noticias acerca de su primo como las publicadas por varios periódicos ingleses de principios de año, que Flaherty le entregó apenas arribado: Sevilla se encontraba en manos del ejército napoleónico, y con la desaparición de la Junta Central, que gobernaba en nombre de Fernando, el reino se hundía en el caos.
"Ya nada ata a las colonias con la Metrópoli", reflexionó Blackraven. "Hasta el Sordo ha perdido legitimidad, pues la Junta Central, que lo nombró virrey del Río de la Plata, ha dejado de existir." En su opinión, desde 1806, después de la expulsión de los ingleses, existían las condiciones para reclamar la independencia. Los acontecimientos de los últimos años —la invasión napoleónica en la España, la defección de los Borbones en Bayona y el virtual abandono en que se hallaban las colonias— promovían la agitación entre los criollos, quienes, abiertamente, declaraban el derecho del Virreinato del Río de la Plata de formar Junta. La noticia de la caída de Sevilla y la conformación de un Consejo de Regencia en Cádiz, último baluarte de los españoles, precipitaría los acontecimientos por los que Blackraven peleaba desde hacía largo tiempo.
Después de la cena, mientras los hombres, reunidos en la sala, fumaban vegueros y pipas y tomaban oporto, Edward O'Maley se preguntó:
—¿Sabrá el Sordo acerca de la caída de Sevilla?
—Es lo más probable —admitió Blackraven—, aunque mantendrá la noticia oculta bajó siete llaves. Él sabe que si llegase a manos de los criollos, sus días como virrey estarían contados.
—¿Por qué? —se interesó Flaherty.
—Porque los criollos no aceptarán a las Cortes de Cádiz como un órgano soberano para gobernar las colonias —explicó Roger—. Dirán que los hombres de Cádiz son tan subditos de los Borbones como ellos y que no tienen autoridad sobre las Indias Occidentales. Es lo que vienen diciendo de la Junta Suprema. Este advenimiento, la caída de la Junta Suprema de Sevilla, les dará la excusa para actuar.
—¿Qué es lo que pretenden los nativos? ¿La libertad? —se interesó el capitán del
White Hawk.
—Sí, la libertad —concedió Blackraven—, aunque no lo admitirán abiertamente. Dirán que tienen derecho a formar Junta y gobernar en nombre de Fernando VII al igual que las Juntas de la España. Sin embargo, lo que realmente pretenden es quitarse el yugo español. En el fondo de la cuestión, lo económico guía todo. Están cansados de pagar altos impuestos para llenar las arcas de un reino decadente que los ha olvidado hace años —y no comentó, por deferencia a su cuñado Tommy, quien odiaba a los ingleses, que la presión que éstos estaban ejerciendo sobre el virrey Cisneros para comerciar libremente en el Río de la Plata sellaría el destino del virreinato.
La conversación derivó en otros temas y desembocó en el saladero
La Cruz del Sur,
propiedad de Blackraven.
—Roger, días atrás estuve con Furia en Buenos Aires —comentó Eddie O'Maley—. Asegura que la punta de ganado está gorda y pronta. Dijo que él mismo la arrearía hasta
La Cruz del Sur.
—¿Furia? —se interesó Tommy Maguire—. ¿Artemio Furia?
—Sí, Artemio Furia —contestó Eddie.
—¿Lo conoces? —quiso saber Blackraven.
—¿Que si lo conozco? Pablo y yo éramos sus troperos. La caravana para la que trabajábamos era de su propiedad.
—¿Qué puedes decirme de él?
Tommy bajó la vista y se presionó el mentón en tanto buscaba las palabras para describir a su antiguo patrón.
—Es un gaucho fuera de lo común —afirmó.
Eddie, riendo, preguntó:
—¿Porque es rubio y de ojos celestes?
—Bueno, sí, aunque no me refería a eso sino a su comportamiento, a su modo de pensar y de conducirse. Como buen paisano, era callado, más bien taciturno, a quien la compañía de los hombres terminaba por fastidiar. Sólo con su amigo, el indio Calvú Maque, a quien Furia llamaba
peni,
que significa hermano en la lengua de esos infieles, parecía a gusto. Se dice que se criaron juntos.
—¿Entonces a Furia lo criaron los indios?
Tommy sacudió los hombros en señal de desconocimiento.
—Poco se sabe de él —admitió—. Como dije antes, era callado, hablaba poco, menos aún para referirse a sí mismo. Se volvía huraño si intentaban averiguar sobre su pasado. Y si bien era tranquilo y no acostumbraba a levantar el tono de voz, cuando su mal genio se desataba, amedrentaba al más bragado. Mejor no hallarse cerca si decidía desenvainar su guampudo. Era hábil como el mismo Lucifer. Lo vi batirse con tres hombres, tres troperos que quisieron robarle —añadió—, y dejarlos con las tripas al sol en menos de lo que canta un gallo.
—Doy fe de eso —acotó Eddie.
—Lo hizo frente a todos, a modo de escarmiento. "Aquí el que da las órdenes soy yo. Al que no le guste, se me manda mudar", eso dijo ese día. Decían que lo de Furia le iba porque sus arranques de furia eran proverbiales, aunque no frecuentes. Siempre me pasmaba de él la seguridad y la autoridad con que manejaba a un tropel de gauchos con caras de demonio. Nunca parecía intimidado, nada lo conmovía, ni la peor de las vicisitudes. Siempre conservaba la calma. Aunque exigente como patrón, su paga era de las mejores.
—¿Tenía enemigos? —se interesó Roger.
—Un hombre como ése — meditó Somar—, debe de contarlos por montones.
—Es cierto —coincidió Tommy—, aunque también tiene aliados muy fuertes. Por ejemplo, es amigo de los Pueyrredón y de otros criollos encumbrados.
—¿Tiene mujer? —se interesó Blackraven.
—Varias, según recuerdo. No le conozco hijos.
—¿Qué edad tiene?
—Una indefinida entre los treinta y los cuarenta.
—Su aspecto —dijo Blackraven—, ¿nunca llamó tu atención?
Tommy levantó las cejas, sorprendido por la pregunta.
—¿En qué sentido llamaría mi atención?
—¿No te recordaba a nadie?
—La última vez que lo vi —expresó Tommy— usaba una barba tan larga que le llegaba al pecho y las crenchas le cubrían la mitad de la espalda. No me recordó a nadie que yo conociera.
A la mañana siguiente, Blackraven convocó a Somar y a O'Maley en el despacho. Desplegó los periódicos ingleses que Flaherty le había entregado y dijo:
—Eddie, es imperioso que estos periódicos lleguen a las manos adecuadas. Aquí se informa acerca de la caída de la Junta en Sevilla y del desbando de sus miembros, que han formado un Consejo de Regencia en Cádiz.
—¿A quién debo hacérselos llegar?
—Éstos a Mackinnon, el líder de los comerciantes ingleses en el Río de la Plata. Vive en lo de doña Clara —añadió—. En caso de que no des con él, se los llevarás al doctor Moreno, a su bufete de la calle de la Piedad. Él es el notario de los comerciantes ingleses —explicó—. Y éstos se los entregarán a don Nicolás —Blackraven se refería a Nicolás Rodríguez Peña.
—Así se hará.
—Sé discreto. Si sales esta misma tarde —quiso saber Roger—, ¿cuándo arribarás a Buenos Aires?
—A revienta caballos —apuntó Eddie—, lo más probable es que alcance la ciudad mañana para el mediodía.
—Perfecto. Entonces, mañana 10 de mayo le consignarás estos periódicos a alguien de tu confianza para que los entregue a quien te he indicado. Yo llegaré en dos o tres días para atestiguar las reacciones.
—Entendido.
—Somar —dijo Blackraven—, dile a tu señora que comience a empacar. Mañana por la mañana regresamos a Buenos Aires.
Una cáscara vacía
Entre las dispensas que obtuvo Rafaela por sobrevivir a la muerte se encontraba el permiso de su padre para que Corina Bonmer la visitara en la quinta de la calle Larga. Por supuesto que "la imprentera", como la apodaba Rómulo, no tenía acceso al estrado de Clotilde, una tarima elevada en el suelo de la sala principal, con una balaustrada perimetral de madera, cubierta por una alfombra cordobesa llamada chusé, que contenía almohadones y mesas y asientos bajos, donde las señoras se echaban a coser, bordar o tejer, mientras conversaban y bebían chocolate o cascarilla; en invierno, quemaban en los braseros pebetes aromatizados que Rafaela fabricaba con benjuí, estoraque, ámbar, azahar o lavanda. No importaba que las sillas se hubieran impuesto desde hacía algunos años y que las mujeres se integrasen a los hombres en las tertulias; la casa de los Palafox conservaba el estrado como rasgo de nobleza española, herencia de los árabes.
Dado que Rafaela nunca participaba del estrado de su tía Clotilde, poco le importaba la prohibición que pesaba sobre Corina. La recibía en su recámara o en el laboratorio, y, si bien a Rafaela le habría gustado mostrarle su jardín, aún le prohibían salir.
Corina encontraba a su amiga desmoralizada. Costaba arrancarle una sonrisa; imposible escucharla reír. Lucía como en los tiempos después de la muerte de Juan de Dios.
Rafaela ansiaba contarle su traumática experiencia amorosa y lo hizo una tarde en que se sentía especialmente apesadumbrada. Corina la escuchó con un gesto apacible y la confortó. Nada la escandalizaba, ni que Furia perteneciera a una condición tan baja, ni que hablara mal, ni que hubieran hecho el amor. Corina juzgaba fascinante la experiencia.
—¿Qué harás ahora?
—Nada —contestó Rafaela—. Seguiré con mis antiguos planes. Nunca me casaré, criaré a Mimita y cuidaré de mi padre en la ancianidad.
—¿Ya no piensas en él?
Habituada a fingir y a ocultarse y esclava de su orgullo, Rafaela estuvo a punto de contestar que no. Al levantar la vista y encontrar la expresión sincera de Corina, comprendió que su amiga no la condenaría, con Corina, sería la verdadera Rafaela.
—Todo el tiempo —admitió.
A veces, Rafaela caía en la cuenta de que acababan de pasar unos minutos sin que su mente recreara las imágenes de Artemio Furia. El resto del tiempo se acordaba de los momentos compartidos, de los besos, de las caricias, de las palabras que, aunque falsas, la habían conmovido. La huella de Furia en su corazón parecía indeleble. ¿Para qué empeñarse en borrarla si él la había marcado a fuego, lo mismo que al ganado? Le pertenecía, era de su propiedad. Ni siquiera su cuerpo respondía a ella, porque desde que había comenzado a sanar, desde que no desfallecía a causa de la debilidad, la necesidad de sentir la carne de él fusionarse con la de ella se tornaba insoportable y se llenaba de palpitaciones, de inquietud, se le hinchaban los pezones y sus manos vagaban para acariciarlos como los labios de Artemio Furia cuando los chupaban.
Las conversaciones con Corina y con Ñuque la ayudaban a sacar fuera la angustia, y les formulaba las preguntas de las que no obtenía respuesta en soledad. ¿Cuánto tiempo duraría la tristeza? ¿Olvidaría a Ártemió Furia? ¿Sonreiría de nuevo? Caía fácilmente en la desesperación. Pesimista por naturaleza, avizoraba un futuro negro y triste. Le costaba empezar una jornada porque la idea de terminarla la agotaba. Mimita era la alegría de su corazón. Si se aferraba a su cuerpito poco simétrico y pequeño, le parecía que su vida estaba en orden.
Los miembros de la familia Palafox jamás habrían adivinado las penosas horas que vivía Rafaela. A ellos les mostraba su mejor cara. La veían ocuparse del laboratorio, de la educación de la niña, interesarse por las cuestiones domésticas y reír con Aarón. En cuanto a su prima Cristiana, la enfermedad de Rafaela no había servido para unirlas; por el contrarío, se mostraban más antagónicas que de costumbre.
—Tu familia está ciega si no ve tu dolor —aseguró Corina una tarde en que acompañaba a Rafaela en su primera salida. Babila conducía el coche que se dirigía al Convento de las Clarisas.
—Ellos ven lo que desean ver. En mi familia, Corina, no se admiten los problemas ni las faltas. Todo está bien y en orden, siempre.
—Deberías casarte y largarte de esa casa. El ambiente me asfixia, con tu tía Clotilde tan encopetada y tu padre que me mira desde arriba, a veces le molestaba la franqueza de Corina. Juan de Dios habría empleado palabras sutiles para expresar la verdad. De igual manera, su amiga tenía razón.