Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (40 page)

—No podré casarme con Aarón porque espero el hijo de otro hombre.

Tiempo después, Rafaela se preguntaría de dónde había surgido el coraje para decirle la verdad a su padre, cuando disgustarlo y desagradarle constituían su peor pesadilla.

Rómulo no comprendió de inmediato. Tardó unos segundos en reaccionar.

—¿Qué has dicho? —Rafaela no contestó—. ¿Acaso has perdido el juicio? ¡Tú no puedes estar...! Dime que no es cierto.

Rafaela dejó caer los párpados y exhaló un suspiro. Palafox, de condición fatalista, presagió los peores desenlaces, entre ellos, perder la Carta Ejecutoria de Nobleza. La confusión, la angustia y el miedo asediaban la determinación de Rafaela. Ella habría deseado que su padre los acogiera, a ella y al niño, y les permitiera vivir en la casa de la calle Larga bajo su protección. A medida que el discurso de Rómulo avanzaba, sus anhelos se desmoronaban.

—¿Quién es el mal nacido que te ha hecho esto? ¡Tendrá que responder!

—Está muerto.

—¿Qué estás diciendo?

—Padre, olvídese de él.

—¡Exijo saber quién te hizo esto, Rafaela! ¡Ese desgraciado pagará!

—Ni bajo tortura le diré quién es el padre de mi hijo —escondió bajo un simulado ímpetu la vergüenza de confesarle que se había acostado con el hombre al que él había echado de su sala como a un perro, al que había llamado palurdo.

Rómulo Palafox se echó en su butuca y se cubrió el rostro con las manos. Rafaela temió que se echara a llorar. Lo había decepcionado y le dolía. Su padre no lloró, la rabia lo salvaba de humillarse.

—Te casarás con tu primo Aarón.

—Padre, por amor de Dios. Espero el hijo de otro hombre.

—¡Basta! —explotó, y se puso de pie—. Cállate, Rafaela, o no sé de lo soy capaz. Has puesto en peligro el buen nombre de esta familia. Harás lo que digo o tendrás que abandonar esta casa.

Artemio se echó sobre la cama de Albana y cerró los ojos. Su estado de ánimo era deplorable. El cansancio también jugaba en su contra —ese día, sábado 19 de mayo, había resultado especialmente duro—, y tenía un humor de los mil demonios, como le había reprochado Albana un momento atrás. En realidad, su amante estaba enojada con él porque el día anterior, en el cuartel de los Patricios, había adivinado el nerviosismo que lo dominó cuando Isabel de Pueyrredón comentó que minutos antes había conversado con Rafaela Palafox en ese mismo patio del cuartel.

—Estaba aquí hace un instante. Debió de dirigirse hacia los interiores. Su amiga, Corina Bonmer, buscaba a Arzac.

—Artemio, por amor de Dios —le había susurrado Albana—, guarda compostura y cambia esa cara de desquiciado. Te leerán como un libro.

Furia siguió girando sobre sí en el centro del patio para registrar el entorno. La vio por fin; en realidad, dedujo que se trataba de ella pues iba embozada por completo hacia la calle, del brazo de Creóla, acompañada por Corina y escoltada por Buenaventura Arzac. Caminaba deprisa, como si alguien la persiguiera, apretando el rebozo a la altura del mentón. "Me ha visto", dedujo Furia. "Escapa de mí." Recordó las noches en que a ella le había costado separarse de él. Deseó ver su rostro, pero sobre todo, deseó oler su perfume y probar el sabor a menta de su boca.

Con un peso en el corazón, abandonó el cuartel para aprestar a Cajetilla y a su parejero. En breve, iniciarían la marcha hacia San Isidro en busca del coronel Cornelio Saavedra.

Viajaron en silencio. No sabían si se encontrarían con la resistencia del coronel o con su predisposición. El segundo en el mando de los Patricios, Esteban Romero, había asegurado que Saavedra, con la noticia de la caída de la Junta Suprema Central, apoyaría la revolución.

Los acontecimientos se precipitaban y los patriotas debían actuar con diligencia. En los mentideros se decía que Cisneros había mandado llamar a Liniers de Córdoba y que un grupo de milicianos de Montevideo desembarcaría pronto en Las Conchas para sofocar los aires sediciosos. Además, corría el rumor de que en el Hueco de las Cabecitas y en el de los Sauces se reunían los españoles para armarse y resistir a los criollos que pretendían hacerse del Fuerte, de la Real Audiencia ydel Cabildo. Furia había enviado a Billy, "el rengo", y a Modesto, "el entrerriano", para comprobar la veracidad del cotilleo. Ambos verificaron que esos parajes seguían desolados y tenebrosos, como de costumbre.

Llegaron a la quinta de Saavedra bien avanzada la noche del viernes y, al informarle que, a consecuencia de la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, se había armado un alboroto con ribetes de sublevación, Saavedra se enojó.

—Es imperioso contener al populacho, para lo cual hay que pedirle a los desaforados de siempre, en especial a Pancho Planes y a esa caterva de exaltados, que detengan sus arengas en lo de Marcos.

—No se engañe, coronel —habló un oficial de los Húsares—, la cosa no se puede atajar y estoy seguro de que si su merced se empeña en contenerlos, a su merced misma lo han de hacer a un lado. Reflexione bien lo que va a hacer.

Saavedra desvió la mirada y tropezó con la de Furia, que se había mantenido silencioso y ecuánime, lo que no ayudaba a redimirlo de la traza de sayón letal. Lo conocía de la época en que expulsaron a los herejes británicos y sabía que Juan Martín de Pueyrredón le debía la vida. Pocos hombres lo intimidaban; Furia era uno de ellos. Le temía más a ese paisano analfabeto, el cual, con un chasquido de dedos, sublevaría a toda la campaña, que a los oficiales armados con fusiles que lo invitaban —buen eufemismo, meditó— a acompañarlos a Buenos Aires para ponerse al frente de la asonada.

—Joaquín —Saavedra se dirigió a su secretario privado, Joaquín Campana—, manda alistar caballos y remuda. Saldremos para Buenos Aires en este instante.

Emprendieron el regreso. Entraron en la ciudad muy temprano por la mañana del sábado 19. A pesar de la hora, se palpaba la ebullición. El paisanaje y la soldadesca, con semblantes trasnochados, inundaban las calles; jóvenes civiles, que exhibían sus armas calzadas en la cintura, se apiñaban a las puertas de los cafés más concurridos, el de Catalanes, el de Marcos y el de la Fonda de las Naciones, del cual emergían las voces de conspicuos oradores. Cada tanto, de la lejanía, llegaba el sonido de un disparo seguido del grito: "¡Viva la Patria! ¡Abajo el virrey!". Varias pandillas, de las bajas esferas sociales a juzgar por la vestimenta, a los que se apodaba "chisperos" o "manólos", circundaban el Fuerte, arrojaban piedras y vociferaban insolencias.

Una multitud recibió a Cornelio Saavedra en la puerta de su casa y, sin permitirle apearse, lo condujeron al cuartel de los Patricios, donde se vio rodeado por la mayoría de los oficiales patriotas, entre ellos Esteban Romero y el comandante de la Caballería, más conocida como Húsares, el teniente coronel Martín Rodríguez, de modos vehementes —algunos habrían juzgado que carentes de fineza— y con un vozarrón que se imponía. Arengó por largos minutos. Saavedra, con aire imperturbable, escuchaba, consciente de su poder y valía. El tendría la última palabra.

—Señores —pronunció Saavedra—, esto es cosa seria y no puede decidirse en medio de la exaltación. Necesito consultar con los hombres de peso de la ciudad.

El concurrido grupo, con Saavedra a la cabeza, partió hacia la quinta donde, desde hacía años, confabulaba la llamada Sociedad de los Siete. Ya en lo de Rodríguez Peña, Artemio descubrió al primo de Rafaela, Aarón Romano, cuya sonrisa de aire obsecuente le causó un sentimiento de desprecio. Cansado después de una noche sin dormir y famélico, se alejó en dirección a la cocina. Sabía de memoria lo que Belgrano, Castelli, Paso, Moreno, Vieytes y Rodríguez Peña le exigirían al jefe de los Patricios. Comenzaba a fastidiarlo la misma cantilena.

Una mole oscura le impidió el paso. Medía algunas pulgadas más que él, tenía el cabello suelto y largo, y llevaba un gabán de cuero negro hasta el piso y un estoque en la mano. Lo contemplaba fijamente, aunque sin animosidad.

A Roger Blackraven lo sorprendió que Artemio Furia mantuviera el terreno y que le devolviera la mirada sin turbarse. Lo respetó por eso. Pocos conservaban la compostura cuando él se decidía a echar mano de su figura ciclópea y de sus duros rasgos para intimidar.

—Me dicen que es usted Artemio Furia —expresó Blackraven.

—Ansina me llaman.

—Mi nombre es Roger Blackraven —el anuncio no pareció hacer mella en el gaucho—. El señor Diogo Coutinho, administrador de mi curtiduría,
La Cruz del Sur,
quedó muy conforme con la punta de ganado que usted le entregó días atrás.

—Güeno.

—Coutinho asegura que los animales están entrados en carnes y saludables y que su cuero es reluciente —el gaucho se quedó mirándolo con sobriedad, y Blackraven le devolvió la mirada. Se dio cuenta de que, con un hombre como ése, no servirían los rodeos—. Mi cuñado lo conoce a usted. Trabajó hace años en una de sus caravanas de carretas. Fue uno de sus troperos.

—He tenío hartos troperos. ¿Cuál é la gracia de su cuñao de usté?

—Tomás Maguire —Blackraven advirtió que los párpados pesados del gaucho se elevaban apenas—. Tenía un amigo, Pablo se llamaba.

—No mi acuerdo d'ellos.

—Usted también conoció a mi esposa hace unos meses, en la estancia de los Palafox. Isaura Blackraven, condesa de Stoneville.

—La ricuerdo —admitió Furia.

—Mi esposa y Tomás Maguire son hermanos.

"Isaura Maguire", se dijo Artemio. "¡Dios bendito! La que luce tan parecida a mi madre, lleva su apellido." ¿Por qué el conde de Stoneville se mostraba elocuente y le brindaba esa información cuando, en opinión de Eddie O'Maley, era un tipo duro, desconfiado y artero, no de los que andan compartiendo datos acerca de su familia?

—Quizá lo considere una impertinencia de mi parte, pero me gustaría hacerle una pregunta.

—'Ta bien.

—¿Cuál es su origen? —Ante el silencio de su interlocutor, Roger explicó—: No es común ver a un hombre de la campaña rubio y de ojos celestes. Usted parece sajón, si me permite que lo señale.

—Y usté que lo é, don, no lo parece.

Blackraven echó la cabeza hacia atrás en una carcajada. Volvió a admirar a ese paisano mal hablado que lo había puesto en su sitio sin alterarse.

Alexander Mackinnon los interrumpió y habló en inglés con Blackraven. Artemio conocía a Mackinnon, lo había visto en la pensión de doña Clara, donde solía reunirse con sus colegas y los comandantes navales apostados frente al puerto de San Felipe de Montevideo y de Buenos Aires. Se dedicaban a confabular para obtener un nuevo aplazamiento de la licencia para vender sus productos en el virreinato. Furia simuló distanciarse y prestó atención a lo que decían.

—Excelencia —dijo el comerciante—, le suplico que me acompañe. Quisiera presentarle al capitán Charles Montagu Fabián. Él íntercedió ante el virrey la última vez que conseguimos una prórroga para comerciar.

—¿La que venció ayer?

—Así es, excelencia.

—No creo que esta vez necesite prorrogarla, Mackinnon.

—Asi lo esperamos nosotros, excelencia. ¿Me acompaña?

Blackraven asintió y se dirigió a Artemio para decirle:

—Si me disculpa, Furia, debo retirarme. Me gustaría volver a hacer negocios con usted. Si es de su conveniencia, lo espero mañana en mi casa, a las diez de la mañana. Se encuentra en el número 59 de la calle de San José.

—Güeno.

Después de robar algo en la cocina y beber unos tragos de vino, Artemio volvió a la alborotada sala de Rodríguez Peña. A pesar de la insistencia de los oficiales de zanjar la cuestión con los sables, Saavedra sugirió evitar el derramamiento de sangre, por lo que un Cabildo Abierto se presentaba como la mejor opción. Se trataría de una reunión en la cual las autoridades civiles, militares y eclesiásticas y los vecinos más destacados decidirían el destino del virreinato.

—¡Ni Lezica ni Leiva son de los nuestros! —se quejó French, en referencia a los hombres más importantes del Ayuntamiento—. Juzgo muy riesgoso convocar a un Cabildo Abierto.

—Teniente —habló Saavedra—, actuemos con responsabilidad. Debemos agotar las vías pacíficas antes de recurrir a las armas.

—Lo que debemos hacer, mi coronel, es actuar con presteza antes de que se vuelvan las tornas —retrucó Beruti—, y dialogar con Leiva o con Lezica resulta una pérdida de tiempo. Nada conseguiremos. En el Cabildo tenemos a casi todos en contra.

Tras un largo debate, Saavedra y Manuel Belgrano se pusieron en marcha para concurrir al Ayuntamiento y hablar con el alcalde de primer voto, Juan José de Lezica, y presionarlo a que convocase el Cabildo Abierto. Blackraven ofreció acompañar a Castelli, que, por su parte, mantendría una conversación con Julián de Leiva, el síndico procurador.

Artemio abandonó la quinta de Rodríguez Peña hastiado de tanta palabrería. Se dirigió hacia los Altos de Escalada. Llegó de noche. Encontró a Albana todavía ofendida y celosa.

—¡Si hubieses visto tu cara ayer en el cuartel! Parecías un pelele buscándola por doquier. ¡Así no eres tú, Artemio! ¿Qué tiene esa mujer para ponerte en ese estado de ánimo? Supongo que algunos revolcones con ella mientras hacías de capataz en su estancia ni siquiera serán dignos de recordar.

La mirada de Furia la obligó a cerrar la boca.

—'Toy cansao, Albana. Hace dos días que no duermo.

—¡Pues duerme!

Artemio se echó en la cama de su amante y cerró los ojos. Desde esa posición, le preguntó:

—¿Le mandaste la invitación a Palafox como te dije?

—Sí, amo —se burló la mujer—. ¿Qué asuntos te traes con ese hombre?

Al no obtener respuesta, Albana se volvió. Furia se había quedado dormido.

Cristiana percibía un ambiente enrarecido en la casa de la calle Larga. No sólo se trataba de Rómulo, con su rechazo y malhumor; Rafaela se comportaba de modo extraño, lo mismo que su hermano Aarón. Todos lucían apesadumbrados. La sombra, que se cernía sobre la familia Palafox desde hacía más de un año, seguía sobre ellos, oscureciendo el horizonte. Porque, a más de los problemas que tenían, el malestar de los criollos con el virrey, desatado días atrás, resultaba preocupante. Rómulo había manifestado que si "esa horda de sediciosos y descastados" se hacía con el poder, los españoles sufrirían humillaciones. Cristiana se estremeció ante la posibilidad de que lo exiliaran de nuevo.

Sus amigas, Isabel y Juanita de Pueyrredón, acababan de irse. El entusiasmo que desplegaban mientras le relataban los acontecimientos políticos la fastidiaba. ¿Acaso no comprendían que su tío Rómulo, su tía Justa y su madre eran españoles? Además, mencionaron un encuentro con Rafaela en el cuartel de los Patricios y la coronaron de elogios. Un comentario llamó su atención.

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