Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (44 page)

—No es un día para compras. Hay demasiada gentuza dando vuelta.

Rafaela miró de inmediato a Furia y no encontró rastro de enojo, como si el comentario de Aarón no hubiese estado dirigido a él. En silencio, levantó el ruedo de su vestido y se alejó con Mimita en brazos y los esclavos por detrás.

Artemio Furia la contempló marcharse. Caminaba con actitud vencida. El vestido, que caía pegado a su cuerpo, no delineaba las curvas del verano; estaba muy delgada. El efecto de las ojeras de Rafaela en contraste con la palidez de su semblante impresionaba. Temió por su salud.

—Artemio —Calvú le puso una mano sobre el hombro—. No la mires ansina,
peni.

Furia asintió. Al volverse, descubrió al padre Ciríaco que cruzaba la plaza. Al igual que gran parte del clero porteño, participaría del Cabildo Abierto. Al verlo levantar la mano y saludar con una sonrisa, deseó correr hacia él y cobijarse en su regazo como lo había hecho tantas veces de niño.

Después de asegurarse de que sus hombres recibieran una ración de carne y una buena medida de alcohol para combatir el frío, Furia montó a Cajetilla y cruzó la Plaza de la Victoria en dirección a la jabonería de Vieytes. La excitación de los revolucionarios se percibía desde la puerta, donde lo recibió un barullo alterado por una risotada o una exclamación. Hablaban sobre la jornada en el Cabildo.

Artemio, muerto de cansancio y de hambre, se sentó en una silla y separó las piernas para comer la empanada de carne que le sirvió Remedios de Escalada.

—Agarre otra, Furia —lo instó—. Con semejante corpacho, no hará nada con una empanada.

—Si agradece, señorita.

Se dedicó a comer, a sorber el excelente vino —obsequio del conde de Stoneville— y a seguir con la vista a Corina Bonmer, que acompañaba a su amante, el Gigante Arzac, en esa noche de vigilia. La joven lo evitaba.

Pensó en Rafaela, fría y distante esa mañana frente al Cabildo, y apretó la mano en torno al vaso de azófar hasta sentirlo ceder. Levantó los párpados con lentitud, y el bullicio de los revolucionarios, sus gestos exagerados y voces destempladas reemplazaron la imagen de Rafaela y de Mimita. Se acomodó en la silla y se dispuso a oír las anécdotas para engañar a su pensamiento e impedirle tomar caminos dolorosos. Él, que se había pasado el día fuera, en la plaza, desconocía los detalles de la reunión en el Cabildo e hizo un esfuerzo por interesarse en ellos. De ese modo, supo que el obispo Lué y Riega, primer orador, exacerbó los ánimos con un discurso que demostraba su falta de tacto al manifestar que "mientras existiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar a los americanos, y que mientras existiese un solo español en las Américas, ese español debía mandar a los americanos pudiendo sólo venir el mando a los hijos del país cuando ya no hubiese un solo español en él". Aunque Castelli inició su réplica con voz vacilante, casi de inmediato se impuso su talento para la oratoria y desacreditó las palabras del obispo al asegurar que las colonias no pertenecían al pueblo español sino a la Corona, a la dinastía borbónica, y dado que el infante don Antonio (se refería al tío de Fernando VII, a quien éste había nombrado presidente de la Junta Suprema de Gobierno en su ausencia) había abandonado Madrid por causa de los franceses, el gobierno se encontraba caduco, más aún cuando la Junta de Sevilla se había desbaratado después de la rendición de Gerona. Los gaditanos que conformaban el Consejo de Regencia desde enero de ese año, no tenían, sobre las Américas, poder alguno. Todos, criollos y peninsulares, eran subditos de la misma Corona.

A la brillante disertación de Castelli, Manuel Villota, fiscal de la Real Audiencia, opuso una razón fundamental: Buenos Aires no podía, en nombre del virreinato, formar Junta sin la participación de las provincias. Los revolucionarios se volvieron hacia Castelli, quien, desprovisto de argumentos, contempló a sus compañeros con una palidez que denunciaba su desconcierto. El doctor Juan José Paso salvó la situación al expresar que no era momento para perder tiempo; debía formarse con prontitud una Junta transitoria para resguardar los territorios del Río de la Plata en nombre de don Fernando y protegerlos de la ambición francesa y portuguesa. Luego, se convocaría a las provincias para conformar un gobierno permanente.

Pancho Planes, muy exaltado y con algunas copas de más, se sentó a su lado, lo palmeó en la espalda y le vociferó:

—¡Qué jornada, Artemio! ¡Histórica, amigo! ¡Histórica!

—Ansina dicen.

—Pensé que, pasado el día de hoy, quedarían aclaradas muchas cuestiones, pero todavía veo todo muy oscuro. Nuestra causa aún no está salvada. Verás, con el voto de Pascual Ruiz Huidobro, se han dividido las opiniones aquí.

—Para sorpresa de todos —se les unió el doctor Madero—, el general Ruiz Huidobro votó por la destitución de Cisneros y expresó que el Cabildo debe asumir la autoridad en nombre del pueblo hasta tanto se forme un gobierno provisorio. Algunos quieren poner al mismo Ruiz Huidobro al frente de dicho gobierno dado que es el militar de mayor rango y un hombre cabal.

—Pero él es un maturrango —opuso Artemio—, y a más un currutaco —añadió; la coquetería de Ruiz Huidobro era bien conocida. Pancho lanzó una risotada.

—¡Eso mismo digo yo! ¿Cómo diantre se les ocurre que nos desharemos de un pelucón para echarnos encima a otro? —soltó un suspiro y expresó, pasado un silencio—: La cuestión es que hoy todos votamos y mañana se realizará el recuento.

Artemio lo sabía. De hecho, tres de sus hombres vigilaban los accesos al Cabildo para evitar que, durante la noche, alguien se deslizara dentro y alterara los listados de la votación. En honor de la verdad, pocos dudaban del fracaso de Cisneros. La votación no había sido secreta sino cantada a viva voz, y a aquellos que se inclinaban por la continuación del virrey se los insultaba, escupía y amenazaba. Algunos se escabulleron del recinto para no votar y otros, conocidos por monárquicos, lo hicieron en contra de sus ideas. Un grupo de jóvenes revolucionarios había pregonado desde el balcón del Cabildo la marcha de la votación a chisperos y a manólos y a los de la Infernal, apostados en las escalinatas y en el pórtico. Su algazara, cargada de vítores cuando se votaba por la destitución de Cisneros y de insultos en caso contrario, terminó por amedrentar a los indecisos.

Mariano Moreno se echó en una silla junto a Pancho Planes y cerró los ojos al tiempo que exhalaba un resoplido que hablaba de su agotamiento. Artemio se dijo que presentaba un semblante enfermizo.

—Pensé que hoy en el Ayuntamiento —dijo Pancho al joven abogado—, les endilgarías una de tus buenas arengas. No has abierto boca —Furia entrevio una nota de reproche en la voz de Planes—. Y sabe Dios que eres tan bueno como Castelli y Paso. Después de tu
Representación de los Hacendados y Labradores,
¿quién lo pondría en duda?

—En cambio tú, Pancho —dijo Moreno—, te has excedido al solicitar el juicio de residencia a Cisneros por los abusos cometidos el año pasado en La Paz y Chuquisaca.

—El doctor Moreno tiene razón, Pancho —acordó Madero.

—¡Bah! —desdeñó Planes.

—Te aseguro —continuó Moreno—, que he votado por la destitución del virrey sólo porque, en caso contrarío, el majadero de Martín Rodríguez me habría zurrado. De otro modo, no me habría expuesto porque temo una traición por parte del Cabildo. No me fío de Julián de Leiva —se refería al síndico procurador—. Si el Cabildo asume la autoridad, tu cabeza, Pancho, será la primera en rodar. Sospechaba, y no me he equivocado, que, tanto el alcalde de primer voto como el síndico Leiva, apoyarían al Sordo. Para colmo de males, yo vi a Leiva el otro día parlamentando con Saavedra, tratando de volcarlo para su bando —Moreno se puso de pie con un quejido—. Estoy cansado y muy desilusionado. Me voy a mi casa de donde no pienso salir en varios días. Buenas noches, Furia —dijo, y lo honró al levantarse la galera e inclinar la cabeza al pasar delante de él.

—Güeñas noches, dotor.

Artemio bebió el último sorbo de vino y se puso de pie, tambaleándose a causa del agotamiento y del alcohol. No volvería a la pensión de doña Clara ni a las habitaciones de Albana sino que compartiría la suerte de sus hombres y dormiría en los cuarteles, sobre un jergón o sobre un almiar en las caballerizas. Se despidió de Planes y de Madero y regresó al centro.

Rafaela vomitó en el bacín que Creóla acercó al borde la cama. Se enjuagó la boca y volvió a tenderse con un quejido.

—¿Cuánto durará esta maldición? No lo soportaré por mucho tiempo.

—No lo sé, mi niña. ¿Y si le da por vomitar en la ceremonia de la boda en San Francisco? —se asustó Creóla.

Ñuque levantó los párpados y le lanzó un vistazo a la esclava, que se disculpó y salió de la habitación. Rafaela recogió las rodillas y las pegó al pecho. El menor de sus problemas lo constituía la posibilidad de un vómito sobre la chaqueta de su prometido. En realidad, le quitaba el sueño imaginar lo que sucedería después de la ceremonia y del almuerzo, cuando ella y Aarón se encontrasen a solas en la alcoba nupcial. No conseguía borrar la sensación de ahogo y repugnancia que experimentó con el primer beso de su prometido.

La noche anterior, Aarón había llegado tarde, al término de la votación en el Cabildo Abierto. Lo aguardaban despiertos, en ansias mortales, sobre todo Rómulo, quien, a último momento, había desistido de comparecer después de atender a los consejos de su sobrino y futuro yerno. "No será seguro para usted, tío. Hay mucha animosidad contra los peninsulares." Palafox, a pesar de seguir enojado con su sobrino por unirse a la causa de esos jóvenes desfachatados, comprendió la sensatez del consejo y decidió no presentarse en el Cabildo.

Con el cansancio impreso en el rostro, Aarón se sentó en la sala y, mientras Rafaela revoloteaba ofreciéndole comida, café y bebidas espiritosas, el joven se detuvo en los pormenores de una jornada larga, tediosa de a ratos y, por momentos, peligrosa.

—Padre —intervino Rafaela—, Aarón luce cansado. Su merced lo ha mantenido aquí por más de una hora. Permítale retirarse a descansar. Mañana le referirá los detalles.

—Sí, sí, muchacho, retírate a descansar.

Aarón se marchó arrastrando los pies y estirando los brazos. Poco después, Rafaela se excusó y marchó hacia los interiores. Al pasar frente a la habitación de su primo, la puerta se abrió de súbito y una mano la arrastró dentro. Antes de comprender que se hallaba en brazos de Aarón, escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse.

—¿Qué haces ?

—Paso un momento a solas con mi futura esposa. No hemos tenido ni uno de estos momentos desde que nos comprometimos. Y no es porque yo no lo desee sino porque tú te muestras esquiva.

Sin aguardar respuesta, Aarón le cubrió los labios con los suyos, y ella jadeó a causa de la sorpresa.

—Eres apasionada, ¿verdad? ¿No lo sabes? ¿Demasiado inocente para conocer tu naturaleza de fémina? Yo te enseñaré y tú no me defraudarás, lo sé.

—¡Aarón, déjame! —la acalló aplastando su boca contra la de ella otra vez.

—¿Por qué habría de dejarte? ¿Acaso en pocos días no será éste mi derecho?

El aroma a albaricoque de Aarón ya no le resultó agradable. Su dulzura y una nota punzante le provocaron un pinchazo en el entrecejo que terminó por anidar en su estómago. Apartó los labios con un movimiento brusco de cabeza, atrapó una gran porción de aire y sujetó el vómito cuando amenazaba con escapar.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, irritado, y enseguida relajó la expresión y la besó con delicadeza—: Te he asustado. Perdona mi fervor. Me volviste loco en la sala, afanándote para servirme, mostrándome tus encantos —le pasó la mano por la espalda hasta acariciar sus glúteos.

—¡No! Por favor, déjame ir.

La soltó a regañadientes y la contempló irse, mientras se preocupaba por la palidez de sus mejillas y por el tinte violáceo de sus labios. Sabía que Rafaela era asustadiza, aunque también le conocía un matiz osado que emergía en los momentos difíciles y que la transformaba en una mujer fuerte y admirable. La respetaba como a pocas personas. Y acababa de descubrir que la deseaba. Después de todo, meditó, su matrimonio no sólo le brindaría beneficios económicos. Tuvo una erección al imaginar a Rafaela desnuda bajo su cuerpo. La imagen de Bernarda de Lezica se coló en su pensamiento y le agrió el humor. Odiaba a esa usurera y ansiaba poseerla, todo al mismo tiempo.

Rafaela alcanzó su habitación y atrancó la puerta. Temía una visita nocturna por parte de su primo. No concilio el sueño hasta el amanecer. Alrededor de las nueve, la despertaron los golpes que Creóla propinaba a la puerta. Poco después, apareció Ñuque para atestiguar su vómito matutino, y en ese instante la estudiaba con la expresión que empleaba para leer la mente de las personas.

—¿Qué te ha sucedido? Tus ojeras hablan de la falta de buen dormir.

No le referiría el episodio con Aarón pues la anciana, con su lógica incontestable, le diría que cancelara la boda, algo que ella no podía permitirse.

—Ayer me topé con Furia en la Plaza Mayor.

—¿Hablaron?

—Él me preguntó por qué no acepté el aceite esencial de rosas, y yo, como de costumbre, permanecí como una zopenca, mirándolo, adorándolo, admirándolo. ¡Qué estúpida soy! ¡Ni siquiera me queda orgullo para enfrentarlo! ¡Lo odio! Lo odio —dijo, sin tanto ímpetu—. Lo odio por convertirme en esta idiota.

—Vamos —la animó Ñuque—, olvídate de ese hombre. Llamaré a Creóla para que te lave y te vista. Saldrás a dar un paseo. Un poco de aire te sentará bien.

—Sabes que mi padre me ha prohibido asomar la nariz. Está furioso conmigo. Me permitió salir ayer porque iba con Aarón y Cristiana.

—Hablaré con él.

Su padre la autorizó a visitar a su prima Federica, la hija de Justa, y a consultar libros en la biblioteca de fray Cayetano Rodríguez. Debía regresar para el almuerzo que se serviría a las dos de la tarde. Alentada por Ñuque, Rafaela realizó un cambio de planes: concurriría al negocio de la señorita Bernarda y visitaría a Corina en la Imprenta de los Niños Expósitos.

A poco de entrar en la tienda de la Lezica, ésta se marchó a los interiores para buscar la paga de Rafaela y la dejó sola, con Creóla a sus espaldas. El chirrido de los goznes de la puerta principal las llevó a voltear. León Pruna se quitó el sombrero y entró.

—Buenos días, señorita Palafox.

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