Me llaman Artemio Furia (47 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—¡No me toque! —se indignó ante el nuevo intento de Furia por cubrirla.

—¡Cállese! Usté 'tá congeláa por su propia necedá. Este enfriamiento podría matarla.

—¡Y a usted qué le importa!

—¡Me importa! —exclamó, al tiempo que la envolvía con el poncho y la pegaba a su cuerpo—. Mucho —susurró, y le humedeció los labios con su aliento—. Mucho —lo escuchó repetir.

Rafaela tomó conciencia del frío de la noche al verse envuelta por el calor que irradiaba Furia. Su cuerpo se estremeció y de nuevo se le erizóla piel. Con un gemido, echó la cabeza hacia atrás y se relajó en sus brazos. Casi de inmediato sintió los labios de él sobre los suyos, y la delicadeza con que la besaba —apenas unos roces— la aplacaron como por ensalmo. La boca de Furia, sin embargo, se tornó exigente, y su beso, atrevido. Como si la sacudieran de un sueño, los párpados de Rafaela se dispararon y se puso erecta en el abrazo del gaucho. Una respiración superficial, que más la ahogaba que oxigenarla, le impedía insultarlo. Le sujetó el rostro con las manos y lo apartó unos centímetros. Se miraron con intensidad. Él parecía molesto por la interrupción y jadeaba como si hubiese permanecido mucho rato bajo el agua.

—Usted es un hombre sin principios.

—Y usté, una tilinga por andar por ai con estas prendas.

—Una tilinga, señor, fui el día en que me entregué a un descastado como usted.

La contempló con inescrutable seriedad hasta que sus comisuras, las que encontraba tan varoniles, comenzaron a elevarse para formar una sonrisa que le provocó*un aflojamiento en las piernas.

—Le he enviao un regalo y usté no ha querío acetarlo.

—No acepto regalos de extraños.

—¿Soy un extraño pa'usté?

—La verdad es que no sé quién es usted.

—A ver si con esto le refresco un poco la memoria.

La aprisionó contra la pared y dio un jalón al corpino del escotado vestido. Los pechos de Rafaela saltaron fuera y se derramaron sobre el azul turquí del gorgorán; su blancura refulgió. El gaucho, que los observaba con expresión hambrienta, los ojos como platos y los labios entreabiertos, no reparó en el grito de Rafaela y le aferró ambas muñecas con una mano cuando ella trató de cubrirse. A pesar del enflaquecimiento general de su cuerpo, encontró sus senos excesivamente grandes, como hinchados, y los pezones, erectos y duros. Se inclinó sobre ellos.

—¡No! ¡No lo haga, maldito! ¡Suélteme!

Antes de que la lengua de Furia le tocara la piel, Rafaela percibió la calidez de su aliento en el pezón. Eso bastó para excitarla. El primer contacto de los labios del gaucho le arrancó un gemido largo y ahogado. No había sabido cuánto necesitaba a ese hombre en su cuerpo.

—¡Ah, mi Rafaela! Tan fría por juera, tan caliente por dentro. A pesar de mantener los ojos cerrados, Rafaela podía imaginar cómo la punta de la lengua de Artemio le dibujaba circunferencias en la areola y cómo, un instante después, le lamía el pezón. "Mañana me arre-pendré de esto. Ahora no puedo detenerlo." Había vuelto a la vida. Vibraba. Respiraba. Se abría a él como una flor al sol.

—Quiero hacerle el amor —lo oyó decir sobre la piel de su pecho.

—¿Por qué? ¿Por qué me hace esto? Déjeme ir. Debo volver a la fiesta.

—No lo hará. ¿Pa'qué quiere ir a la fiesta? ¿Pa'coquetiar y mostrar a esos lobos lo qu'é mío?

—¿Suyo? —dijo, y lo apartó de un empujón—. No sea necio —Se acomodó los senos dentro del vestido con modos impacientes.

—Usté é mía, Rafaela.

—Ya no me siento suya, señor Furia. Me sentí su mujer en
La Larga y
no podía pensar en otras manos para que recorrieran mi cuerpo. Ahora, no. Usted me abandonó como un cobarde y me perdió.

—¡Usté é mía! ¡Aura y pa'sempre! Yo no me olvido de sus palabras de usté, Rafaela. Usté me dijo que yo 'taba grabao a fuego en su corazón y que naides podría borrarme de allí. ¿Si acuerda de esas palabras de usté? ¿Si acuerda de que me las dijo en nuestra carreta? ¿Si acuerda de nuestra carreta, Rafaela?

Furia siempre decía la verdad y ella se preguntó cómo sería no tener necesidad de ocultar ni fingir. Él no conocía el miedo ni amos ni principios ni prejuicios.

—¡No, nunca me acuerdo! Déjeme regresar a la fiesta.

Artemio sujetó el escote del vestido y, como si se hubiese tratado de papel, lo rasgó hasta la cintura. Con una sonrisa ladeada, expresó:

—Aura no güelve al maldito sarao.

Sin darle tiempo a oponerse, tomó el poncho de vicuña del suelo y la envolvió en él. Conocía la casa de memoria, resultaba claro por el modo en que la conducía hacia el exterior evitando la zona principal. Ella correteaba a su lado, sostenida por su brazo, incapaz de rebelarse; se movía como en un sueño, embargada por un sentido de irrealidad y turbación.

—¡Babila! —llamó Furia, y el cochero bajó del pescante y corrió hacia ellos—. Vas a llevar a tu ama pa'las casas aura mesmo.

—¿Y el amo Aarón y la ama Cristiana?

—Más tarde güelves por ellos.

Furia abrió la portezuela y, de un empellón, obligó a Rafaela a subir. Apartó a Babila y le entregó dos doblones de oro mientras le daba instrucciones en voz baja.

—¡Hombre del demonio! ¿Qué le ha dicho a Babila?

—Mañana por la noche él la llevará ande le he indicao. Pa'habkr. Usté y yo.

—La última vez que hablamos, señor Furia, usted me hizo llorar. No permitiré que eso ocurra de nuevo —Ante la sonrisa sardónica del hombre, Rafaela montó en cólera—. ¡La verdad es que no tenemos nada de que hablar! ¡Jamás le perdonaré...!

—¡Babila! ¡En marcha!

El coche echó a andar y Rafaela se quedó con la palabra en la boca.

Capítulo XVIII

La venganza es un plato que se come frío

E1 coche se hundió en un bache y Rafaela se sacudió dentro. El movimiento acentuó el malestar estomacal, consecuencia de una noche en vela y un pésimo día, que había comenzado temprano, cuando Aarón se presentó en su dormitorio y, haciendo caso omiso de que ella se encontraba en camisón, la increpó por haber abandonado la fiesta sin avisarle. Se trataba de la primera vez en que Aarón lucía enfadado y apasionado. Le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara.

—En unos días serás mi mujer. Tu cuerpo y tu alma me pertenecerán —Sus ojos vagaron por el escote abierto de Rafaela—. Nunca vuelvas a actuar por tu cuenta.

El humor de Rómulo tampoco conocía su mejor momento. La noticia del triunfo de la causa criolla lo había sumido en la amargura, y ni siquiera lo animaba que su sobrino y futuro yerno contara entre los dilectos del coronel Saavedra. Su consabida índole fatalista lo llevaba a presagiar toda clase de calamidades, entre las cuales el exilio y la confiscación de sus bienes resultaban las menos perniciosas.

El ánimo de Rafaela fluctuaba entre picos de éxtasis y de depresión, sobre todo cuando pasaba de revivir los momentos con Furia en la fiesta a conminarse a no ceder al impulso de acudir a la cita de esa noche. No sabía qué hacer, aunque sabía lo que deseaba: volver a verlo. Al comentarlo con Ñuque, ésta le dijo: "No hagas lo que quieres ni lo que debes; haz lo que te convenga". Al preguntarle qué le convenía, la anciana le contestó: "Te conviene aquello que te hace feliz". Esa respuesta la llevó a una nueva disquisición: ¿Furia la hacía feliz? A pesar de que había decidido que no, allí estaba, en el coche de su padre, huyendo en medio de la noche para encontrarse con el hombre al que amaba, el padre de su hijo. Cada tanto, se llevaba el poncho de Furia a la nariz y lo olía.

Le había costado unos reales extras hacerse con el lujo de una cuba en su pieza. Sumergido en el agua caliente, sonrió al rememorar la mueca de doña Clara, la propietaria de la pensión, cuando le solicitó ese lujo. "¡Qué paisano más raro es usted, Furia!", proclamó, con su pesado acento inglés. "Pensé que todos los de su casta eran bien escabiosos." Lo cierto era que antes había prestado poca atención* al aseo. Sus hábitos habían cambiado cuando Rafaela Palafox irrumpió en su vida, desde que llevaba sus aromas impresos en las fosas nasales, desde que había tocado su piel tersa y fragante, desde que había saboreado sus zonas recónditas con gusto a fruta dulce, desde que percibía en el fondo de la garganta un dejo a menta.

Soltó el aire lentamente. Faltaba poco más de una hora para que Ba-bila la condujese hasta la pensión. Había enviado a tres de sus hombres, entre los que se hallaba Calvú Manque, para que, de incógnito, escoltaran el cabriolé de Palafox. El pueblo se encontraba exaltado y, no obstante haber pasado la noche anterior y ese día festejando el triunfo de la causa criolla, lanzando cohetes, fuegos de artificio y globos aerostáticos y libando como en una baáanal, aún persistían en las calles y en las pulperías demostrando una resistencia digna de un espartano.

Ese primer día de la Junta Provisional de Gobierno había sido intenso. Bamba lo despertó muy temprano para comunicarle que el doctor Moreno le ordenaba comparecer en el Fuerte. En el patio central de la fortaleza, se topó con su amigo Domingo French.

—El virrey y los oidores de la Real Audiencia han jurado lealtad a la Junta —le informó—. Pero creemos que es una farsa. Por lo pronto, hemos comenzado a aprestar a quinientos soldados que marcharán a Córdoba para comunicar la noticia al gobernador y para ordenar la elección de los diputados que formarán parte del congreso que elegirá las autoridades definitivas.

—¿Y Liniers? ¿No 'tá en Córdoba, acaso? —preguntó Furia.

—En especial por él enviamos las fuerzas a Córdoba. Se dice que ese franchute traidor y Cisneros mantienen comunicaciones secretas para perdernos.

Ante las puertas del despacho del antiguo virrey, un soldado de la Infernal le franqueó el paso con una respetuosa inclinación. El amplio recinto bullía. A más de los nueve miembros de la Junta, varios presbíteros, entre los que contaba el padre Ciríaco, militares y civiles conversaban dispersos en grupos. Amanuenses y secretarios trabajaban con diligencia en los bandos del nuevo gobierno.

—¡Hijo! —lo saludó Ciríaco—. ¡Es éste un momento sublime! —Pocas veces Artemio lo había visto tan emocionado—. Estoy orgulloso de ti , ijo mío. Todos hablan de tu valía y de tu lealtad. Sin tus hombres, esta gesta no habría llegado a buen puerto. Eso declaró Domingo a viva voz, un momento atrás.

—El dotor Moreno mi ha mandado llamar —dijo Furia, para frenar los halagos del mercedario, no porque lo incomodasen sino porque los juzgaba exagerados.

—Sí, sí, Mariano quiere hablar contigo —Ciríaco se inclinó en actitud intimista—. Conozco a Mariano desde que era pequeño. Es un hombre de un genio peculiar y un discernimiento fuera de lo común. Ya verás que se pondrá a esta Junta por montera en un santiamén —miró hacia el sector donde se hallaba Saavedra—. No sé cuánto pasará antes de que las cosas estallen entre Moreno y el coronel. Son el agua y el aceite.

Furia recordó la ceremonia del día anterior en la cual los cabildantes habían tomado juramento a los miembros de la Junta. El discurso que Saavedra pronunció a continuación con acento trémulo había molestado a varios patriotas. "Los pueblos fuertes son generosos. El de Buenos Aires ha demostrado ya que era lo uno y lo otro cuando tuvo que poner su pecho a los rifles y bayonetas del inglés. Esas virtudes que entonces mostró son de mayor valor y de mayor deber para los magistrados que representan ahora a un amado soberano que todos lloramos en el cautiverio, rogando al cielo que lo vuelva a su trono." Nadie quería recordar que don Fernando seguía siendo el dueño de todo cuando, en verdad, se trataba de una reverenda mentira. Artemio no comprendía por qué seguían con la farsa de la fidelidad a una dinastía europea que los había abandonado a su suerte años atrás. Lo juzgaba hipócrita y cobarde y se avergonzaba, aunque coligió que la tibieza de Saavedra tenía que ver con que su corazón era más monárquico que patriota.

Al verlo con el padre Ciríaco, Moreno se acercó a paso rápido.

—Furia, gracias por venir —el gaucho se limitó a saludar con un movimiento de cabeza—. Antes que nada, urge agradecerle en nombre de esta Junta los servicios que ha prestado para salvaguardar el buen nombre de nuestro soberano don Fernando...

—No lo hice en nombre de don Fernando, dotor, sino de mi pueblo —escuchó que Ciríaco carraspeaba—. Yo soy parte del pueblo y sólo a él me debo. A don Fernando no lo conozco y nunca he recibió náa de él.

Moreno lo contempló sin tapujos y en silencio hasta que inclinó la cabeza en un gesto de tácita aquiescencia. Retomaron la conversación para hablar de cuestiones menos filosóficas. Moreno sorprendió a Furia ofreciéndole la alcaldía de Morón, el mismo cargo que ostentaba Tomás de Grigera en las Lomas de Zamora y por el cual había acumulado autoridad y poder.

—Entiendo que usted es propietario de unas tierras en Morón.

—Ansina é —admitió Furia—. Pero lo de ser alcalde, dotor —agitó la cabeza—, en verdá, no va a poder ser. Lo mío son las vacas y los caballos, no los asuntos de gobierno. Igualmente, mis hombres y yo quedamos al servicio de la Patria, palo que vuesa mercé guste ordenar.

Moreno le concedió una de sus escasas sonrisas y le tendió la mano en la actitud de quien sella un pacto. Artemio, que no había tomado de los ingleses la costumbre de dar la mano, se demoró en aceptarla.

—Usted sabe donde vivo, Furia. Me gustaría que me visitara de tanto en tanto, cuando sus actividades se lo permitan. Es en el pueblo donde radica la fuerza de todo gobierno y usted, mi amigo —Ciriaco levantó las cejas ante la expresión "mi amigo"—, representa a la parte más digna y fuerte de este pueblo.

—Moreno —le susurró el padre Ciriaco una vez que el secretario de la Junta se hubo alejado—, te teme y te respeta.

Artemio sacudió los hombros y ensayó un gesto ambiguo. Se despidieron. Al llegar a la pensión de doña Clara, se encontró con la pequeña, salita atestada de elegantes hombres que hablaban en inglés. Se trataba de los comerciantes británicos que festejaban la formación de la nueva Junta con más entusiasmo que los criollos. Roger Blackraven contaba entre ellos y, al divisarlo bajo el umbral, se aproximó para saludarlo. A decir verdad, lo inquietaba el buen trato que le brindaba el noble inglés, que no sólo lo saludó con cortesía sino que lo presentó a los comerciantes y al capitán Charles Montagu Fabián, comandante al mando de la flota inglesa apostada en el Río de la Plata. Dado el padrinazgo de Blackraven, los comerciantes se mostraron interesados en las actividades de Furia y, antes de que terminara la tarde, había sellado varios tratos para transportar sus mercancías al interior. Dos de sus caravanas apostadas en el Alto de Miserere ya contaban con trabajo para el resto del año. Cerca de las ocho, se despidió de los ingleses y marchó a su pieza para bañarse y cambiarse. Rafaela llegaría alrededor de las diez.

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