Cerca de la esquina con la calle de las Torres, Artemio obligó al caballo a aminorar la velocidad y doblar hacia la derecha, en dirección oeste. Enseguida reanudaron la marcha a toda prisa. Atrás iban quedando el bullicio de la Recova, el pregón de los buhoneros y de los bandoleros, los campanazos de las iglesias y los rebuznos de las muías. Rafaela sabía que Furia la sacaría de la ciudad. No estaba asustada, sólo tenía curiosidad. ¿Adonde la llevaría? ¿Qué destino le esperaba? A pesar de que él se había convertido en un extraño para ella, no le temía, y, a pesar de que él la había arruinado públicamente, se avergonzaba de una emoción que mantenía aceleradas sus pulsaciones y que en nada se parecía a la indignación que debería estar sintiendo.
Ya lejos de la ciudad, en medio de un descampado solitario, Artemio Furia tiró de las riendas, y Cajetilla cambió a un paso ligero.
—¡Quíteme este lazo! Tengo los brazos ateridos.
—¡Quédese quieta o la arrojo del caballo!
—¿Y matar al hijo suyo que llevo en el vientre?
—Si sigue culebrando ansina se caerá igualmente y usté sólita echará a perder a nuestro hijo —transcurrida una pausa, conjeturó—: Por ai, é lo que anda queriendo. Deshacerse de m'hijo.
Aquellas palabras enfriaron el enojo de Rafaela. Se aferró al arzón, bajó la cabeza y permaneció quieta. Artemio le quitó el lazo, lo adujó y anudó al recado. Se quitó el poncho y lo pasó por la cabeza de Rafaela. A ella se le erizó la piel del cuello cuando Furia le ordenó al oído:
—Aflójese. 'Tá má tiesa que un palenque.
—Quiero volver a mi casa —dijo, sin desearlo de veras.
—Cállese. Sabe que no la degüelvo a ese badulaque de su primo ansina me lordene el mesmo Dios. Y no fastidie, que 'toy de un humor endemoniao. Ando jurioso con usté, mi Rafaela.
—¡Soy yo la que está enfurecida con usted, señor Furia!
—Má vale que se le vaya pasando porque tengo poca pacencia pa'los caprichos.
—¡Desgraciado, me ha arruinado socialmente!
—Di aura en má, en l’único que tiene que priocuparse é en no arruinarse ante mis ojos, porque yo y sólo yo soy su dueño —como Rafaela hizo ademán de contestar, la aferró por la nuca y le habló cerca de los labios—: Y aura me cierra esa boca porque, en verdá, Rafaela, la pacencia me pende de un hilo finito, finito.
No obstante la dureza de sus palabras, Furia pasó la mano bajo el poncho y se la colocó sobre el vientre. Comenzó a masajeárselo con movimientos circulares, abarcándolo por completo. La calidez de su palma atravesó el género del vestido y la embargó de una placentera sensación. Soltó un suspiro. Al cabo, el gaucho detuvo el masaje y realizó una ligera presión, sin causarle molestia. Con un chasquido, soliviantó al overo que de nuevo reanudó la marcha a gran velocidad. La mano de Artemio siguió apoyada sobre el hijo de ambos en celosa actitud.
La había robado al pie del altar no por ella sino porque estaba encinta.
La noche en que su padre los descubrió haciendo el amor, Albana le confesó con dañada intención que Furia sabía de su compromiso con Aarón y que nada le importaba. Resultaba obvio que la mujer no había mencionado el embarazo porque no estaba informada. ¿Cómo se había enterado Furia de que esperaba un hijo? ¿Quién la había traicionado? Rómulo, Creóla, Corina y Ñuque conocían su secreto, y no podía imaginar a ninguno contándoselo a Furia.
Le dolían las nalgas y los ríñones. Llevaba horas arriba de la montura y, si bien Furia había aminorado la marcha, seguro de que nadie los perseguía, el zarandeo la tenía a maltraer. Además, estaba deprimida, con el orgullo mancillado. No la quería a ella sino al bebé. Habría permitido que casara con Aarón de no haberse enterado de que estaba embarazada. De pronto, le tuvo miedo. Furia le haría pagar caro que hubiese estado dispuesta a entregar su hijo a otro.
Levantó los párpados con disimulo y lo observó, severo y reconcentrado en el camino que iba quedando en penumbra; apuesto y hermoso apesar de la rigurosidad de su gesto; sano y fuerte, exudaba virilidad. Le dio por pensar en Pan, el dios griego de la sexualidad desenfrenada, temido por sus arranques de ira. De allí la palabra "pánico", le había explicado su tía Pola. Apartó los ojos, no soportaba imaginar la inclemencia que caería sobre ella. Lo odiaba porque le temía. Lo odiaba porque lo amaba, y él no.
Estaba incómoda, le molestaba el borrén, y el arzón se le clavaba entre las piernas, pues ya no montaba a mujeriegas. Había reparado en que ésa no era la montura habitual de Furia. Para beneficio del espectáculo montado en la iglesia, la había cambiado por una más sencilla y liviana, sin arzón en la parte posterior, con el delantero muy bajo y el asiento mullido, que demostraba servir de poco para la comodidad de sus nalgas. Le habría suplicado que se detuvieran si el orgullo no la hubiese ayudado a tolerar la aflicción.
Furia apretó los labios para disimular una sonrisa. ¿Cuánto más soportaría Rafaela esa postura? Para no tocarlo, se mantenía erecta y alejada, volcada sobre el arzón. Era presuntuosa y obstinada. La admiró por eso, y algo de la cólera que había despertado todos sus demonios se disipó. Echó el cuerpo hacia atrás y la obligó a posicionarse contra su torso. Ella se resistió, pero un sacudón terminó por ubicarla donde él la quería. Supo cuándo claudicó, la sintió rendirse, aflojar el cuerpo y amoldarlo contra su pecho. Seguro de que dormía, la besó en la sien y en el punto que ella perfumaba, detrás de la oreja, donde nacía el cuello, y ahí se demoró, recordando el primer beso bajo el albaricoquero. Su Rafaela. Su Rafaela de las flores. Su adorada Rafaela que había sobrevivido a la muerte y que llevaba vida en sus entrañas. Los ojos se le anegaron de lágrimas. ¡Qué locura estaban viviendo! Él, atrapado en una pesadilla de odio y venganza, ella, convertida en su víctima. Jamás lo perdonaría. La había insultado de todas las maneras posibles, la había tratado con la vileza que, tal vez, Martín Avendaño habría empleado con Edwina. El miedo se manifestó en un temblor que lo obligó a aflojar las riendas. Cajetilla lo notó de inmediato y cambió la marcha. Ya no razonaba bien ni dominaba su montura. Se detendría y haría noche lejos del camino.
Rafaela despertó, confundida, preguntándose dónde se hallaría, mientras Furia la bajaba del caballo. Se apartó de él como si su contacto la quemase. Él se quedó quieto, viéndola, no con abatimiento sino con enojo, la rabia impresa en su mirada.
—¡Quiero volver a mi casa!
—'Tamo yendo a
nuestra
casa.
—No existe
nuestra
casa. Usted y yo no somos nosotros. No somos nada.
—Usté lleva a m'hijo en su vientre.
—¡Llevo a
mi
hijo en
mi
vientre! Y su padre será Aarón Romano.
—¿Qué dice? —la aferró por los hombros y la zarandeó.
—¡No quiero que usted sea el padre de mi hijo!
—¡Pero lo soy! ¡Lo soy! No güelva a mentar a ese mal nació o...
—¿O qué? ¿Me golpeará? —Artemio resollaba, ebrio de furia—. ¡Qué fácil habría sido, señor Furia, que me hubiese pedido en
La Larga
que lo siguiera! Lo habría seguido hasta el fin del mundo con tanta alegría. Ahora ya no. No lo amo, señor Furia. Usted se ocupó de matar un amor que yo creí infinito. Yo... Yo ya no sé quién es usted.
El tono de amargura de Rafaela lo alcanzó como un puñetazo en el estómago. Habría preferido una riña e insultos, no esa calma llena de tristeza. La había perdido. No lo toleraba, no lo consentía. No sabía de qué manera luchar con esa mezcla de dolor y desesperación. Él podía sentir, como si de bilis se tratase, que la ira subía desde las profundidades hasta la superficie La veía venir, sabía que lo lamentaría y, sin embargo, no podía detenerla.
—¿No sabe quién soy? Yo soy el que la desvirgó, allá, en
La Larga.
Yo soy el que la montó de tuitas las formas posibles y la hizo aullar de placer. Yo soy el que le hizo un hijo. Yo soy su hombre, Rafaela, y usté é mía.
—Ya no, ya no —susurró—. Pertenezco a Aarón. Estoy prometida a él.
—¡Cállese! ¡Usté é mía! —había enloquecido. El nudo que mantenía sujeta su parte diabólica se había desatado y quizá la vida de Rafaela dependiese de la respuesta a la pregunta que temía formular. Le temblaron la voz y el cuerpo cuando habló.
—¿Acaso ese hijoputa la hizo su mujer?
Rafaela bajó la vista y negó con la cabeza. Lo escuchó insultar y alejarse. La hierba reseca crujió bajo el peso de sus botas de potro hasta que el sonido se desvaneció. Cayó de rodillas sobre el terreno y, con la cabeza vencida, se puso a llorar. La asqueaba la hipocresía, un mal de familia que llevaba consigo. Por orgullo, pero sobre todo para lastimar a Furia, había dicho una sarta de mentiras. En realidad, no deseaba volver a su casa, no quería a Aarón y no había dejado de amar al señor Furia, aunque, en verdad, ya no sabía quién era él.
Un cosquilleo le atravesó la nuca. Se giró de modo brusco y soltó un alarido al distinguir la silueta de un animal cuyos ojos relumbraban en el crepúsculo.
—¡Quinto! —el animal se aproximó, y Rafaela le pasó la mano por la cabeza con resquemor—. Quinto. Te he echado de menos, querido amigo.
El puma le lamió la mano, y Rafaela sonrió y se echó a su cuello como si de Ñuque o de Rómulo se tratase. Furia llegó corriendo, con un hato de ramas.
—¿Qué pasa? ¿Por qué ha gritao? —preguntó, sin resuello—. Ah, eres tú —se tranquilizó al ver a Quinto.
Rafaela siguió abrazada al animal, con la cabeza, apoyada sobre su lomo, inspirando el aroma salvaje del pelaje amarillo, y, desde esa postura, observó a Furia encender una fogata y aprestar los avíos para preparar mate y algo de comer. Luchó contra el peso de sus párpados. No quería perder de vista al señor Furia. Le gustaba verlo actuar en su ambiente. Al rato, se quedó dormida sobre el cuello del puma.
Se despertó con suavidad, y descubrió la hierba cerca, del rostro. Quinto, echado a unos palmos, la cabeza sobre las patas delanteras, la observaba con mirada serena. Le sonrió, y el animal emitió un maullido sin abrir la boca. Amanecía con tonalidades rosáceas y naranjas. Había silencio y, al mismo tiempo, mucha bulla, la de los pájaros e insectos. Rafaela se halló acostada sobre el recado, con el cojinillo como jergón y el arzón como almohada, envuelta en el poncho y, sobre éste, varias caronas. No deseaba abandonar ese nido confortable y caliente. Tenía vagas imágenes de cómo había, acabado allí. "Mi Rafaela", había, susurrado Furia, mientras le besaba la frente varias veces antes de arroparla sobre la montura. No, lo había soñado.
El señor Furia apareció con leña. Había encontrado una laguna o una acequia puesto que llevaba el pelo y la barba mojados. Lo vio acuclillarse frente al hoyo del fogón, con las rodillas cerca de la cara. Iba a prender el fuego. Sabía lo que hacía, se notaba que lo había realizado infinidad de veces
.
Saltaron chispas a la fricción del pedernal y el eslabón, y Furia sopló para avivar las llamas. Dispuso la trébedes con un calderito lleno de agua para el mate. Sacó de su tirador la bolsita de cuero con los utensilios para liar un cigarrillo, lo que hizo con admirable destreza. Le robó una ramita encendida al fogón y la acercó al cigarrito que pendía entre sus labios. Rafaela sintió un escozor en el estómago cuando él apretó el ceño y entornó los ojos para encenderlo. La primera pitada fue larga, y le relajó las facciones. Rafaela lo estudiaba desde su lecho y apenas separaba los párpados para que Artemio no supiese que estaba espiándolo.
Aunque no comiera carne, el olor del asado le despertó el apetito. Apartó el pellón y la carona y se incorporó, de espaldas a Furia. Sabía que estaba observándola. Se pasó las manos por el cabello, convertido en un nido de víboras. ¿Cómo luciría? De seguro, tendría los ojos hinchados y con derrames, y marcas de recado surcarían sus mejillas. ¿Y las ojeras? Profundas y azules, por supuesto. Se puso de pie con cuidado para evitar el mareo y las náuseas, y se aproximó al fogón, con Quinto a la zaga, que atrapó en el aire un pedazo de carne que Furia le arrojó. Sin mirarla ni dirigirle la palabra, el gaucho cambió la yerba del mate y vertió agua caliente con gesto grave. Dio las primeras chupadas para eliminar el sabor amargo. Se lo ofreció. Los dedos de Rafaela rozaron los de Artemio, y sus miradas se cruzaron por un momento. Rafaela apartó la vista y sorbió el tónico con fruición, mientras él cortaba otro pedazo de carne asada y, con el mismo cuchillo, se lo llevaba a la boca.
Rafaela se sentó frente al fuego, sobre una manta, a cierta distancia de Furia y con Quinto a sus pies. Al devolverle el mate, descubrió galletas y un trozo de queso sobre un retazo de género blanco.
—Pa'usté —lo oyó decir—. Como no come carne...
—Lo cual es un gran estorbo para usted.
—Y, sí.
—Entonces, devuélvame a mi familia. A ellos no les importa si...
—Basta, Rafaela —no se trató de un grito, ni siquiera de una orden subida de tono sino expresada en un susurro entre dientes que la dejó muda.
Pichín-Ülleún
Cerca del mediodía, Rafaela avistó un caserío. Un cuarto de hora más tarde, Cajetilla se detuvo a las puertas de una casona vieja y derruida, aunque de sólida edificación, con un amplio pórtico de columnas blancas y piso de ladrillo, y el entorno prolijo y desmalezado.
—Esta é su casa —escuchó decir a Furia a sus espaldas.
No se dio vuelta, no lo enfrentaría atrapada en esa tormenta de emociones e ideas contradictorias. Siguió contemplando los detalles de las ventanas enrejadas y de la pintura deteriorada. Furia pasó a su lado y abrió la puerta, que estaba sin llave. Entraron en un vestíbulo amplio que comunicaba a tres estancias, dos se desplegaban hacia los costados y la tercera, hacia el fondo. Éstas, a su vez, comunicaban con más habitaciones, y así la casa parecía no tener fin, como si la misma imagen se reflejara en infinitos espejos. Permanecía en mitad del vestíbulo, mirando las alas que se abrían hacia su derecha e izquierda. Por lo que atisbaba, no había mucho mobiliario ni adornos; de hecho, el vestíbulo estaba pelado, salvo por un quinqué de sebo de potro que colgaba de los tirantes del techo.
Un bullicio la obligó a volverse. Los hombres de Furia, dos muchachas y varios niños se arracimaban en el pórtico.
—
¡Pichín-Ülleún!
—pronunció una de las jóvenes, y se lanzó al cuello de Furia.
Rafaela se movió deprisa para evitar ser arrollada. La otra muchacha también lo llamó Pichín-Ülleún y recibió un abrazo.