Me llaman Artemio Furia (48 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Lo hizo un poco más tarde. Llamó a la puerta, y Furia se apresuró a abrir. Doña Clara la escoltaba, aunque la mujer no habría podido decir de quién se trataba por el modo en que Rafaela se había ocultado bajo el rebozo confeccionado con un género propio de las negras, jamás de las señoritas bien. Furia echó llave a la puerta y aguardó a que los pasos de la propietaria se alejasen para hablarle.

—Le agradezco que haiga venío.

Rafaela giró sobre sí para enfrentarlo, y el rebozo cayó sobre su espalda con la inercia del movimiento.

—Sólo me demoraré un instante, señor Furia —a Rafaela la envanecieron la seguridad que evidenció su voz y el gesto entre dolido y sorprendido del gaucho—. Me encuentro aquí por dos razones: para devolverle su poncho de vicuña, que es una prenda costosísima y lujosa, y para pedirle que no vuelva a importunarme. Lo que sucedió entre nosotros en
La Larga
fue un error y ha quedado en el pasado —colocó el poncho en el respaldo de una silla con estudiada delicadeza—. Adiós, señor Furia —él se mantuvo delante de la puerta—. Por favor, permítame pasar. Todo ha terminado.

Furia se acercó tanto que Rafaela debió levantar la cara para mirarlo. Sus ojos se habían vuelto oscuros y, como de costumbre, la mantenían encadenada. Las manos de él se metieron bajo la mantilla y reptaron por su cintura en un movimiento lento y deliberado para darle tiempo a oponerse. Se odió por no apartarlo ni resistirlo, por ser débil, por perder la voluntad con una mirada y un roce. Bajó el rostro y se mordió el labio para frenar la emoción y las lágrimas. A causa del esfuerzo, le temblaron los hombros y, segundos después, su cuerpo se sacudía en un llanto sin sonidos.

Furia sintió un vuelco en el pecho. La tristeza de Rafaela se le enredó en el cuello y, como una mano, le oprimió la garganta, provocándole escozor y humedad en los ojos. "¿Qué estoy haciendo?", se preguntó, horrorizado, mientras la abrazaba y la apretaba. Quería detener esa locura, volver el tiempo atrás, olvidar lo que sabía, borrar su promesa de venganza. La quería a ella, a su adorada Rafaela de las flores.

Aferrada a la cintura de Artemio, Rafaela no se contenía, lloraba abiertamente y empapaba de saliva y lágrimas la camisa del hombre.

—¿Por qué rompió mi corazón? —le preguntó entre espasmos—. ¿Por qué rompió el corazón de Mimita? —ese nombre lo golpeó como una cuchillada—. Mimita lo ama más que a nadie. Usted no debería haberse ensañado con ella. No con ella. Mi pobre ángel.

Una voz le susurró con tenacidad:
Quis tu ipse sis memento, y,
a pesar de la intensa emoción que lo dominaba, la opresión en la garganta fue cediendo y el control, retornando a su cuerpo y a su mente. Conjuró las escenas de la noche del 5 de junio de 1790, siempre funcionaba para que las garras del odio se clavaran en sus entrañas. Escuchó de nuevo los gritos de su madre, observó la mirada orgullosa y cargada de desprecio de su padre y siguió con la vista el camisón de Edwina antes de que lo devorase la oscuridad de la noche. Vio sangre y llamas, y el frío se apoderó de él como un momento atrás lo había hecho la tristeza de la hija de Rómulo Palafox y Binda, La locura debía continuar para terminar.

No habló, no respondió a las preguntas ni dio explicaciones. Buscó los labios de Rafaela y la besó de un modo salvaje, consciente de que la lastimaba. La escuchó quejarse y la sintió rebullirse en su abrazo, pero no se detuvo. La sangre le rugía en los oídos con la violencia del odio. Sin apartarse de Rafaela, obligándola a caminar hacia atrás, la condujo a la cama.

La nota de Albana Bouquet indicaba que se encontrarían alrededor de las once de la noche en la puerta trasera del teatro, al finalizar la función. Rómulo consultó su reloj. Las once menos veinte. Se levantó del sillón que ocupaba en la sala de su amigo Martín de Álzaga y anunció que se marchaba. La expectación por el encuentro con la hermosa actriz lo tenía inquieto; quería irse. Además, estaba cansado de oír las lamentaciones de sus amigos peninsulares que avizoraban un negro horizonte para los sarracenos, si se consideraba que su gran enemigo, Cornelio Saavedra, que había desbaratado sus sueños el 1 ° de enero de 1809, desde el día anterior se erigía en gran señor del Río de la Plata. Mañana se detendría a pensar en el futuro. En ese momento sólo podía pensar en una placentera noche entre las ancas de esa maravillosa hembra. Montó su caballo y se encaminó hacia la zona de la Merced, donde se situaba el teatro.

Se emocionó al encontrarla esperándolo, bien embozada, en la puerta por donde ingresaban actores y empleados. Se apeó de un salto y le besó la mano.

—He alquilado una estancia muy acogedora en una buena pensión —le informó Albana—, donde podremos conversar tranquilos y beber un exquisito burdeos.

—¿No iremos a vuestra casa, señorita Bouquet?

—Oh, no. Allí mismo habita la señorita Bernarda de Lezica, y su lengua es tan filosa y larga como la de una sierpe. Si nos viera llegar juntos (lo cual es probable puesto que siempre está espiándome), mañana la ciudad entera lo sabría. ¿Su merced no querría eso, verdad?

—No, claro que no. Su reputación es de capital importancia para mí.

—Y la de su merced, para mí. Especialmente ahora que su merced tramita la Carta Ejecutoria de Nobleza —Albana notó que los carrillos del hombre se encendían—. ¿Vamos, señor Palafox?

—Vamos, señorita Bouquet.

El señor Furia estaba haciéndole el amor. Le parecía un sueño. Tanto había anhelado encontrarse bajo el dominio de su cuerpo y sentir su carne hundirse en la de ella que casi no disfrutaba el momento debido a la pasmosa incredulidad en la que se hallaba. Por otra parte, lo notaba extraño. Buscaba sus labios, y estaba casi segura de que él evitaba besarla. Con la cabeza, caída hacia delante, el mentón sobre el pecho y los brazos extendidos, la penetraba con una violencia que no había empleado en sus encuentros más febriles en
La Larga.
Temió que dañara al niño. A punto de detenerlo y confesarle que estaba encinta, escuchó unas voces en el corredor, una risa femenina después. Furia parecía no percatarse de nada y se concentraba en impulsarse dentro de ella. Pensó que no debía preocuparse, ese sitio era una pensión y muchas personas habitaban en él. Entró en pánico al escuchar que introducían una llave en la puerta y la hacían girar.

—¡Señor Furia, no permita que entren!

Artemio se detuvo y, en aquella posición, el cuerpo tenso, las manos hundidas en la almohada y los brazos extendidos, giró la cabeza, sobre el hombro y sonrió a la pareja que se hallaba bajo el umbral. Rafaela profirió una exclamación y escondió la cara en el pecho de su amante, a la espera de que los intrusos se marchasen.

—Artemio —dijo Albana—. Disculpa la interrupción.

Furia saltó de la cama con la gracia de un felino y dejó a Rafaela desnuda a la vista de su padre. La muchacha soltó un alarido y agitó los brazos para cubrirse con la sábana.

—Señor Palafox y Binda, pase, por favor —lo invitó Artemio—. Estaba esperándolo.

—¡Señor Furia! ¡Por amor de Dios!

Hizo caso omiso a la súplica de Rafaela, incapaz de encontrar su mirada en esa situación. Mientras se cubría con los calzones, escuchó que Rafaela salía de la cama a trompicones y se atrincheraba en un rincón. La respiración agitada y llorosa de la muchacha acentuaba la tensión, la violencia y el silencio.

Palafox avanzó y se detuvo un instante después. El color abandonaba su rostro hasta tornarlo de un color ceniciento. Furia pensó que se desvanecería. El hombre, sin embargo, se mantuvo de pie, con la vista fija en Rafaela, que sujetaba la sábana contra su cuerpo y lloraba con poca fuerza, apenas parecían suspiros cortos.

—Hija mía, ¿qué haces aquí? —la voz de su padre le resultó desconocida, y la congoja que se filtró en su pregunta la apuñaló.

—Su hija y yo somos amantes, señor Palafox.

—¡Cállese! —le ordenó Rafaela, sin levantar la vista.

No la perturbó que hubiera dicho que eran amantes sino el tono de burla y desprecio que había empleado, como si tomase a menos el amor que ella le profesaba. Quería cerrar los ojos y simular que aquello no estaba sucediendo. La confusión y el dolor la habían despojado de sentido común, discernimiento y cordura, y no sabía qué hacer. No se atrevía a despegar el mentón del pecho, la aterraba la idea de contemplar otra vez la imagen lastimosa de su padre o la macabra de Furia, en especial la de Furia, a quien los mechones oscurecidos por el sudor y adheridos a la frente, la dentadura que destacaba en una mueca diabólica y los ojos que resplandecían con la frialdad del hielo, lo investían de un aspecto inhumano. Allí de pie, con las manos sobre la cintura, mostrando su cuerpo semidesnudo y su erección como si de un trofeo se tratase, Artemio Furia se convirtió en un extraño para ella.

Rómulo se encaminó hacia su hija, que se llevó el brazo a la cabeza para protegerse del golpe. Su padre no tenía intenciones de golpearla. Se quitó el redingote y se lo extendió.

—Póntelo sobre los hombros y salgamos de aquí.

Artemio Furia frenó a Palafox sujetándolo por el hombro, le jaló el abrigo y lo arrojó al suelo. Lo empujó hasta interponerse entre Rafaela y él.

—No se atreva a dar órdenes. Usted y su hija harán lo que yo diga. Albana, sácala de aquí.

—¡Que su ramera no ose tocarme! ¡Y usted menos, señor! —le advirtió, cuando Artemio, con un siseo de impaciencia, intentó sacarla del rincón donde se escudaba.

Con la dignidad que logró reunir, sin mirar a su padre, aun tratando de olvidar que él atestiguaba su peor humillación, se ajustó la sábana y caminó hacia la puerta, lentamente pues le temblaban las pantorrillas. Adonde iría y qué haría luego de cruzar el umbral, no tenía idea. Sólo sabía que debía huir de ese sitio.

—Albana, recoge su ropa y acompáñala a la primera pieza de la derecha.

Las mujeres salieron al corredor, y Artemio Furia cerró la puerta con llave. Recogió la camisa del suelo y se la puso.

—Lo retaría a duelo por esta afrenta si usted fuese un caballero —declaró Rómulo, y, en el tremor de su voz, se evidenció la indignación que le había borrado el gesto pasmoso y vuelto las mejillas como granadas.

Furia rió mientras escanciaba una bebida ambarina en dos jarros de latón.

—Palafox, usted no me retaría a duelo así yo fuese el duque de Alba. Y no lo haría porque es usted muy poco diestro con cualquier tipo de arma, a más de un cobarde —le pasó el jarro, que Palafox no tomó. Acababa de darse cuenta de que Furia se dirigía a él en perfecto castellano, con un leve rastro del acento campestre.

—¿Quién diantre es usted? —atinó a preguntar. De pronto, ya no parecía el gaucho zafio de
La Larga,
más bien alguien poderoso y temible.

—Será mejor que tome asiento y beba. Es un excelente coñac, de los que contrabandea su laudable amigo de usted, Martín de Álzaga —Ante la inobservancia de la sugerencia, Artemio gritó—: ¡Siéntese! —y acompañó la orden con un empujón.

Palafox cayó en una silla y aferró el jarro, vertiendo algo del contenido dado el temblequeo de su mano.

—Beba —Palafox así lo hizo.

—¿Quién es usted? ¿Por qué nos ha tendido esta trampa a mi hija y a mí? Porque imagino que esto es una trampa, ¿verdad? ¿Qué es lo que desea? ¿Que me disculpe por mi comportamiento ruin en
La Larga
? ¿Por despedir a su gente sin pagarle?

Furia lo observó por sobre el filo del jarro, estudiando las facciones de ese hombre, que, veinte años atrás, había profanado su casa a orillas del río Ctalamochita y colaborado en la destrucción de su familia. Lo observó con fijeza, sin agitar los párpados, mientras la bebida se deslizaba por su garganta y le calentaba el pecho. ¿Cuántas veces había anhelado tenerlo enfrente y en actitud vencida? La situación se tornaba irreal, inverosímil. Olfateaba el miedo de Palafox y la inquietud que segundo a segundo ganaba su ánimo. Había visto cómo sus ojos se dirigían hacia el facón que descansaba en una mesa, esos ojos verdes, grandes y ligeramente aguzados, tan similares a los de Rafaela.

—Me pregunta qué deseo. Varías cosas. Venganza, la primera. En parte, ésta ha sido saciada porque ha debido de ser un duro y desagradable golpe ver a su hija encamada con un gaucho. Sepa que ha sido mía de todas las formas posibles en que un hombre puede tomar a una mujer —ensayó una sonrisa, más bien una mueca fría, como una máscara siniestra, antes de volver a hablar—: Su sufrimiento, su decepción y su repugnancia, Palafox, saben a gloria para mí. La dulce Rafaela, la luz de sus ojos, envileciéndose con un gaucho sucio y grosero.

—Usted no es un gaucho.

—¡Ah, pero lo soy, Palafox! Lo soy, de pies a cabeza.

—¿Quién es usted? ¡Exijo saber!

Furia rió por lo bajo y se sacudió de hombros.


¿Exige
saber? En fin, lo complaceré. Me llaman Artemio Furia cuando en realidad yo soy Sebastian de Lacy, hijo de Horatio de Lacy, a quien usted ayudó a asesinar una noche de invierno de 1790.

—¡Dios misericordioso! —Palafox saltó de la silla. La palidez que volvió a ganar sus facciones reveló que no había olvidado aquellas circunstancias. El terror que trasuntaban sus ojos verdes afectó a Artemio, que giró sobre sí para ocultar las emociones. Estaba tan sobrecogido como su víctima. Era la primera vez en veinte años que pronunciaba su nombre en voz alta. Compartir la memoria macabra de aquella noche con alguien que la había vivido resultaba una experiencia turbadora, fascinante, aterradora.

¿Cómo continuar? ¿Qué decir? Furia llenó su jarro e hizo fondo blanco. Que la bebida lo aturdiese para no sentir, sobre todo para no sentir compasión por Rómulo Palafox, que se había dejado caer en la silla y, encorvado, se sujetaba el rostro. Parecía un ave herida y asustada. Sí, que la bebida lo aturdiese para que esa voz cesase de repetir: "Es el padre de Rafaela. Es el padre de Rafaela".

—¿Qué quiere de mí? —suplicó Palafox.

—Arruinarlo.

—Es lo justo. Pero imploro piedad por mi hija. Ella es inocente. Ella no es culpable de nada.

Furia apretó los ojos y cerró los puños en torno al jarro para ahogar el temblor que le subía por las extremidades. Al levantar los párpados, se topó con la cara brillante de lágrimas de Palafox y una mirada que suplicaba a gritos. Carraspeó y volvió a servirse una medida de coñac.

—La reputación de su hija está en mis manos. De usted dependerá su ruina o su salvación.

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