Me llaman Artemio Furia (43 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Aarón buscó con la mirada al gaucho Furia y le extrañó descubrirlo impertérrito, aunque atento a la alocución de Paso. Experimentó un sentimiento inusual: envidió a ese paisano sin origen y mal hablado, le envidió la seguridad con que se movía entre personas encumbradas sin necesidad de obsecuencias para demostrar su adhesión a la causa.

Con la excusa de oír misa en San Francisco, Rafaela había intentado evadirse de su casa donde el ambiente la oprimía y angustiaba. Su padre, sin embargo, le había prohibido salir. Tanto Paolino, el aguatero, como Babila, que acababa de llegar del centro, aseguraban que, desde hora temprana de ese lunes 21 de mayo, la Plaza de la Victoria se había convertido en un caos. Ñuque, por su parte, le señaló la imprudencia de aventurarse con un tiempo frío y lluvioso cuando aún convalecía de su enfermedad.

Pasó la mañana con Mimita, narrándole historias y cantándole tonadas para enseñarle a hablar, y también para olvidar el altercado de esa mañana entre su padre y Aarón. Habían discutido durante el desayuno a causa de sus irreconciliables posturas políticas. Mientras Rómulo, que profesaba ideas monárquicas, defendía la continuidad del virrey, Aarón hablaba de una Junta formada por los verdaderos dueños de la tierra. La disputa llegó a su fin cuando Clotilde, elevando el tono, les recordó que durante las comidas no se hablaba. En el silencio que continuó, Rafaela estudió el perfil de su primo, admirada de la pasión con que había defendido su causa, él, que nunca desvelaba las emociones. De pronto, tuvo la sensación de hallarse sentada junto a un hombre nuevo, bien parecido, que, cuando giró y le sonrió, la dejó boquiabierta. "¿Cómo es que nunca reparé en la belleza de su sonrisa?", se preguntó.

Esperaba que la pelea entre su padre y Aarón no diera al traste con la boda. La avergonzaba haber rechazado la idea dos días atrás cuando en ese momento comenzaba a habituarse. Detestaba la veleidad y la inconstancia. La boda, en verdad, se planteaba como la única salida digna para evitar que su hijo fuera tachado de bastardo. Le dolía engañar a Aarón, él no lo merecía, pero su padre le había prohibido abrir la boca. De igual modo, ella no se habría atrevido a confesárselo. A veces deseaba haber muerto de neumonía.

Para alejar los malos pensamientos y mientras complacía a su tía Clotilde y se ocupaba del ruedo de un mantel para el ajuar, se dedicó a rememorar la tarde del día anterior transcurrida en casa de la condesa de Stoneville. Adrede, había esperado a que la familia se hallase reunida a la hora del almuerzo para pedirle permiso a su padre. Su tía Justa la felicitó por "una amistad tan conveniente" y "por relacionarse con una dama de la aristocracia inglesa", en tanto Clotilde y Cristiana boqueaban como peces fuera del agua. Su padre, por supuesto, la autorizó a concurrir a lo de Blackraven, a pesar de seguir furioso con ella; Justa la acompañaría.

Melody Blackraven la recibió con dulzura y le demostró que valoraba su amistad. Mimita, retraída en un principio, enseguida hizo migas con Rosie, la menor de los Blackraven. Lupe, la más informada acerca de los acontecimientos políticos, contó detalles que ni Corina imaginaba.

Rafaela estaba pasándolo muy bien hasta que la condesa mencionó que el gaucho Furia se había reunido esa mañana con su esposo. "Artemio", pensó Rafaela, "ha estado en este mismo sitio horas atrás, respirando este mismo aire". No quería seguir encontrándoselo, no deseaba saber de él ni de sus andanzas. El destino, sin embargo, se empecinaba en cruzarlos. ¿Por qué le había enviado el frasco con aceite esencial de rosas?

—¡Rafaela! —exclamó su tía, y la trajo a la realidad—. ¿En qué estás pensando, criatura? —la amonestó—. Mira qué torcido has cosido el ruedo.

—Hija —acotó Justa—, pon más atención. No podemos perder tiempo. Esta decisión absurda de tu padre de que cases a fin de mes no nos da tiempo para remediar errores.

—Yo lo corregiré —terció Ñuque—. Deja el mantel sobre la mesa, Rafaela, y ve a descansar.

Se disponía a retirarse cuando Peregrina, que había marchado a atender un llamado a la puerta, entró en la sala y dijo que acababa de llegar una esquela del Cabildo para el amo Rómulo. Las mujeres se miraron con preocupación, pensando que la notificación tenía que ver con la participación de Palafox en la asonada de 1809.

—¡Rómulo! ¡Rómulo! —lo llamó Clotilde.

El hombre, que trabajaba en su salita, se personó ante sus hermanas y su hija.

—Abre esta esquela —le rogó Justa—. Acaba de llegar.

Palafox rompió el sello de lacre.

—Es una invitación del Cabildo —leyó en voz alta para satisfacer la curiosidad de las mujeres—: "El excelentísimo Cabildo convoca a usted para que se sirva asistir precisamente mañana, 22 del corriente a las 9, sin etiqueta alguna y en clase de vecino, al Cabildo abierto, que con avenencia del excelentísimo Señor Virrey, se ha acordado celebrar, debiendo manifestar esta esquela a las tropas que guarnezcan las avenidas de esta plaza, para que se le permita pasar libremente".

—¿Irás?

—Por supuesto, Clotilde.

Más tarde, casi a la hora de la cena, Rafaela recibió una nota de Corina.

Querida amiga, me ha resultado imposible ir a visitarte hoy como te prometí. Hemos trabajado arduamente todo el día imprimiendo las esquelas de invitación para el Cabildo Abierto que se celebrará mañana por la mañana. Si bien el Sordo exigió que sólo se invitase "a la parte sana y principal del pueblo", nos hemos hecho de varias invitaciones para repartirlas entre la juventud patriota. Además, se ha dispuesto que Eustaquio Díaz Vélez, un gran patriota, sea quien comande las tropas que controlarán las calles circundantes a la plaza, por lo que el ingreso de los nuestros está garantizado. Mañana será un gran día, Rafi Tu amiga de siempre. Corina.

Faltaba poco para las nueve de la mañana. Artemio Furia, de guardia en la esquina de la calle del Cabildo y de la Santísima Trinidad, con el edificio del Ayuntamiento detrás de él, observaba a sus hombres y a los de la Infernal, cubiertos por largos ponchos y capas, los fulares casi a medio rostro para protegerlos del frío y los chambergos caídos sobre las frentes; no resultaba difícil deducir que portaban armas entre sus prendas. Por cierto que esos hombres, apodados "chisperos" o "manólos", intimidaban, por no decir que aterraban. Conformaban una tropa de alrededor de seiscientos hombres que, desde el día anterior, ocupaban la Plaza de la Victoria para convencer al virrey y a los regidores de que el Cabildo Abierto se llevaría a cabo o la sangre correría por las calles de Buenos Aires. Después de muchas idas y venidas y dares y tomares, el paisaje que conformaban resultó disuasivo y el virrey emitió el bando que convocó a la reunión del vecindario, desde las primeras horas de ese día martes 22, cuando aún reinaba la noche, varios esclavos desfilaban desde casas vecinas acarreando sillas y banquetas para ubicarlos en la sala y en la galería superior del Ayuntamiento que no contaba con mobiliario para albergar a tanta gente. Asimismo, en las cocinas se preparaba chocolate caliente y vino tibio con especias, y dado que la jornada se presagiaba sombría, se ordenó traer del sótano gran acopio de bujías de sebo que se irían reemplazando a lo largo de la reunión.

Alrededor de las ocho y treinta de la mañana, comenzó a llegar la gente, los que participarían de la reunión en el Cabildo y los curiosos. Furia observó que algunos se detenían, estudiaban el despliegue de hombres encapotados, daban la media vuelta y regresaban a sus hogares. Otros, que no se arredraban, extendían la invitación ante los soldados. La noche anterior, durante el conciliábulo en la jabonería de Vieytes, se habían repartido las cintas características de los Húsares para que los revolucionarios las lucieran en el poncho o en el barragán y se les franqueara el paso con diligencia. Las mujeres, por su parte, habían comprado varios metros de cintas azules y blancas en una tienda de la Recova con el dinero entregado por French y confeccionado distintivos para repartirlas en la plaza a los simpatizantes de la causa. En cuanto al grupo que apoyaba a Cisneros, se les permitía el acceso si se trataba de personajes muy importantes y conocidos; en los otros casos, se inventaban excusas para mandarlos a sus casas.

—Artemio.

Calvú Manque se presentó a sus espaldas. Había llegado de la campaña el día anterior, escoltado por un numeroso grupo de paisanos y gauchos, quienes, ante la convocatoria de Furia, se unían a los patriotas para componer la fuerza de choque que French y Beruti consideraban clave para disuadir a las autoridades.

—¿Les dieron de comer en el cuartel? —se interesó el gaucho.

—Sí. Mate, guiso de carne y pan de centeno.

Artemio asintió, mientras escudriñaba a sus hombres, apostados en sitios estratégicos de la plaza.

—Esta noche no acamparemos en el Alto —Artemio se refería al barrio de la periferia, en el sur de la ciudad, donde se hallaba la iglesia de San Pedro Telmo y donde se concentraba la pobrería que los jefes de la Infernal habían convocado a la plaza—. Nos quedaremos aquí, en el centro. Nos acomodaremos en los cuarteles y donde mejor se pueda.

—Güeno —respondió Manque—. ¿Cómo va tuito por aquí?

—Bien —contestó Artemio.

—En llegando, vide al dotor Moreno. Anda muy inquieto.

—Es que dis que 'tá jugándose el mate.

—Será —tras un silencio, el indio preguntó—: ¿Qué ganamos nosotros con esto?

—Poder.

—¿Poder? ¿Cómo ansina?

—Triunfaremos, Calvú, y los que se conviertan en autoridá nos deberán un favor que yo les sabré cobrar.

—¿Y qué les vas a cobrar?

—Primero, la liberta de mi padrino. No quiero que ande juyendo como si juese un matrero.

—Soldados, buenos días —saludó una voz masculina al retén apostado a unos palmos.

Furia y Manque voltearon. Frente a ellos se encontraban Rafaela Palafox y Binda y su primo, Aarón Romano. Los acompañaba la señorita Cristiana Romano, y detrás de ellos se apostaban los esclavos Babila, Creóla, con Mimita en brazos, y Peregrina. Por un momento, los sobrecogió la incomodidad.

Lo primero que Furia se preguntó fue qué hacía Rafaela fuera de su casa con ese clima frío e inestable. Deseó envolverla en la mantilla que le colgaba con descuido de la cabeza y llevarla en brazos hasta el coche.

Con un rápido vistazo, comprobó la ausencia de Rómulo Palafox. ¿Dónde se encontraría? Él había visto su invitación el día anterior en la imprenta. Dedujo que había decidido no presentarse por temor a los chisperos y manólos que lo sabían un sarraceno.

De espaldas y tan cubierto, Rafaela no lo había reconocido. Se limitó a sostenerle la mirada; no se trató de un acto deliberado sino del efecto que le ocasionaban sus ojos. Bajó la cara y apretó las manos dentro del manguito hasta provocarse dolor, no por nervios, más bien por rabia. Él lucía tan compuesto, tenía tanta confianza en sí, tanta seguridad y calma, que sintió envidia. Durante ese tiempo, el señor Furia había proseguido con el ritmo de su vida como si ella jamás hubiera existido. Lo odió con una fuerza renovada. Levantó el rostro y sonrió al indio Manque.

—Misia —dijo éste, y se quitó el sombrero—, ¿cómo está su mercé?

—¿Cómo se atreve a... ?

—Aarón, querido —intervino Rafaela, y extrajo una mano del manguito para apoyarla en el antebrazo del joven—. Conozco a Calvú Manque. Él trabajó en
Laguna Larga
este verano. Buenos días, Calvú. Me encuentro bien. Gracias.

Furia observaba la mano de Rafaela en contacto con Romano, mientras ese "Aarón, querido" repicaba en su mente. Nada de incredulidad dominaba su ánimo sino celos; fieros, violentos y negros celos. Bajo el poncho, percibió la rugosidad del mango de hueso de su guampudo. Lo habría clavado en el vientre de Romano con placer. Elevó el rostro hasta encontrar la mirada de Rafaela. Sus ojos verdes fulguraban y daban una nota de color a la mañana gris.

—¡Atiemo! ¡Atiemo!

Mimita se rebullía en brazos de Creóla.

—¡Mimita, quédate quieta! —la amonestó Rafaela.

Furia se abrió paso y tomó a la niña en brazos ante los gestos atónitos de Aarón y de Cristiana. Rafaela habló al oído de su primo, con bastante ecuanimidad:

—Se encariñó con el señor Furia durante su estadía en
La Larga.

—No has debido traerla. Sabes que mi tío Rómulo te lo ha prohibido. ¡Está avergonzándonos!

—Déjala en paz, Aarón. Una vez que alguien le demuestra sincero cariño, ¡déjala en paz!

El color trepó por las mejillas de Aarón; incluso las orejas se le pusieron como la grana.

Mimita le enseñaba el collar con dijes de hueso a Artemio y sonreía ante las palabras murmuradas del hombre que nadie alcanzaba a oír.

Después de un momento de debilidad, en el cual Rafaela luchó contra las ganas de llorar, se hizo de nuevo con la ira al recordar que Furia no había destinado un pensamiento a Mimita cuando decidió abandonarlas en
La Larga.

—Ven, tesoro —apoyó las manos en la cintura de la niña, que se aferró al cuello de Furia y comenzó a chillar su nombre.

En el forcejeo, Artemio aprovechó para acercar la nariz a Rafaela, y si bien captó un aroma exquisito, no reconoció la fragancia que anhelaba inspirar.

—¿Por qué no acetó el aceite de rosas?

Los párpados de Rafaela bailotearon antes de abrirse por completo y desvelar la conmoción que le causaba la voz enronquecida del gaucho, que, al bajar varios decibeles, se había convertido en un susurro áspero y ominoso. Era la primera vez desde la separación que le dirigía la palabra y que se le acercaba. No prestó atención a la pregunta y, como de costumbre, el efecto de la sorpresa le jugó en contra. Se quedó mirándolo, muda, ni siquiera respiraba. La intervención de Aarón le devolvió el aliento.

—¡Soldado! Acabemos con esto y reciba mi invitación. Me urge ingresar en el Ayuntamiento. La reunión está por comenzar.

Artemio puso a Mimita en brazos de Rafaela y se volvió con aire flemático para lanzar un vistazo irónico a Romano, como si la sonrisa despectiva que sus labios no esbozaban se plasmara en sus ojos. Rafaela se avergonzó de Aarón. Sufría en su comparación con Furia, no tanto por su juventud o su físico de citadino como por la falta de rasgos de dignidad.

—Adelante, señor —indicó el soldado.

—Babila —dijo Aarón, y señaló a Cristiana y a Rafaela—, llévalas de regreso a casa.

—¡Aarón! —se quejó su hermana—. Pensaba ir de compras.

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