Read Medstar I: Médicos de guerra Online

Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (13 page)

Un 6 significaba que un paciente se salvaría si recibía tratamiento, pero indicaba que el tratamiento requeriría de mucho tiempo y esfuerzo, y no había garantías de supervivencia. Pero el 6 también podía significar que la herida no tenía por qué ser letal si no se trataba inmediatamente. En cualquier caso, un 6 significaba que debería esperar. Un 5 significaba que las posibilidades de supervivencia eran más altas y que el tratamiento requeriría menos tiempo, y así progresivamente. El responsable de diagnóstico tenía que emplear la experiencia para tomar decisiones, y, por tanto, estar familiarizado con el tratamiento del tipo de lesiones con los que se encontraban.

Un androide se acercó a Barriss.

—Estoy aquí para ayudarte, padawan —dijo. En una mano tenía un montón de ritmo—pegatinas.

Barriss asintió, se acercó a la siguiente camilla e intentó disimular su sobresalto: ante sus ojos había un soldado con los cuatro miembros amputados, y nada más que tejido rojo y supurante en el lugar donde antes estaba su cara. En Coruscant, o en Corellia, o en cualquiera de los otros cientos de planetas civilizados, la tecnología podría ponerle miembros cibernéticos y reconstruir su cara. Acabaría siendo un extraño híbrido entre máquina y hombre, pero al menos estaría vivo y relativamente funcional. Pero aquí, en Drongar, no tenían medios ni remotamente capaces para ese tipo de cosas. Se mordió el labio y se volvió hacia el androide que le habían asignado.

—Categoría X —le dijo.

El androide le puso la pegatina y la miró.

—Una purga mediante el fuego —dijo.

A Barriss le pareció un comentario extraño para un androide, pero no tenía tiempo para pararse a pensar en eso. Los heridos llegaban a tal velocidad que debía seguir moviéndose o la arrollarían.

Intenté bloquear, dentro de lo posible, su conexión con la Fuerza. Una experiencia extrasensorial de tanto sufrimiento y tan cerca entrañaba un grave riesgo de sobrecarga sináptica. Pero pese a distanciarse, seguía sintiendo el dolor, el miedo, el terror latiendo y rasgándole la mente. Tragó saliva y siguió adelante. Había algunos soldados a los que sabía que podría curar con sus artes Jedi, pero tardaría demasiado. Ni siquiera la Fuerza podía mitigar las frías y brutales ecuaciones del diagnóstico.

Delante de ella, Tolk seguía avanzando por entre el laberinto de muertos y moribundos, seguida por su androide, designando quién viviría y quién, casi con toda seguridad, moriría. El hecho de que fueran clones, todos idénticos en apariencia, no disminuía en absoluto el horror de la tragedia. De hecho, de alguna forma, lo aumentaba. Al menos eso le sucedía a Barriss. Ver el mismo cuerpo herido y dañado de mil modos distintos daba a toda la escena una apariencia surrealista, como si no tuviera ni principio ni final, en un bucle perpetuo de dolor y muerte.

Sabía que debía centrarse, utilizar sabiamente los recursos con los que contaba.

Tolk se acercó al siguiente paciente, resbaló con un charco de sangre, pero recuperó el equilibrio. Se inclinó hacia Barriss, que examinaba a otro soldado herido. La Jedi negó con la cabeza.

El androide colocó otra X, con su resplandor carmesí encendiéndose y apagándose como el flujo de vidas que les rodeaba.

~

Estaban muriendo como picotones contra un campo de fuerza, y nada de lo que hacia Jos parecía significar algo. Una arteria reparada se mantenía sin derrames, pero el paciente estaba demasiado sumido en el trauma como para salvarse, por mucho que se le aumentara la presión sanguínea. Otro paciente, sin marcas, sonreía para morirse un segundo después. Un escáner mostró que un trozo de metal más fino que una aguja le había perforado el rabillo del ojo, llegándole hasta el cerebro.

A pesar de los campos de presión del suelo, los que trabajaban en la SO se encontraban a menudo hundidos hasta los tobillos en sangre, orina, heces, y fluidos medulares y linfáticos. Los acondicionadores y deshumidificadores seguían sin funcionar, y la peste, combinada con el saturado calor, si superponía al olor de los antisépticos y los astringentes. Los cirujanos cortaban, diseccionaban y transplantaban con la práctica de la experiencia, ayudados por las enfermeras y los pocos androides que quedaban, y, aun así, los pacientes no sobrevivían. Las órdenes, tanto a gritos como en susurros, volaban por el aire maloliente:

—...necesito veinte cúbicos de coagulina, ya...

—...rotad los tanques de bacta, nadie puede estar más de diez minutos...

—...mantén ese campo en funcionamiento, aunque debas hacerlo a mano...

Al cabo de dos horas, Jos había perdido a cinco de cinco. Ninguno había sobrevivido. Empezaba a alucinar por el cansancio, y tenía que emplear todas sus fuerzas sólo para evitar que le temblaran las manos.

— ¡Pon presión ahí ahora mismo!

Trabajaba como un poseso, poniendo en práctica todo su talento, cada cosa que había aprendido en su guerra cotidiana contra la Muerte desde el día en el que había llegado a aquella ciénaga, y la Muerte se reía de él a cada paso, arrebatándole las vidas que se escapaban de entre las manos del personal médico con una facilidad insultante e irritante. La ley de la media aritmética decía que ese tipo de cosas podían ocurrir, que podía haber días malos contra los que no se podía hacer nada. Pero, aun así, Jos luchaba a brazo partido contra el oscuro enemigo de la vida, luchando por todo lo que valía la pena.

El sexto murió en la mesa y no pudo ser resucitado.

El tiempo se difuminó. Sólo veía un largo y oscuro túnel en el que sólo había pacientes y más pacientes. Pasó del cansancio a la extenuación más absoluta, pero los heridos seguían llegando, clavando en él miradas suplicantes bajo las luces cortantes e implacables.

Su vida era de color rojo y blanco. Había nacido allí, haciendo eso; llevaba toda su vida allí, haciendo eso; y se moriría allí, haciendo eso...

Y en ese momento, cuando Jos cerraba al último paciente, un implante doble de pulmón y de hígado que probablemente también acabaría muerto, Tolk le tocó en el brazo.

—Ya está, Jos. Era el último.

Al principio no entendió lo que le decía. No tenía sentido. ¿Cómo podía terminar algo interminable? Parpadeó, como si acabara de regresar a la luz desde una profunda oscuridad. Lentamente, empezaron a tomar forma los ojos de ella sobre la mascarilla.

—¿Eh?

—Que ya está. Podemos descansar.

¿Descansar? ¿Qué era eso?

Se alejó tambaleándose de la mesa. Tolk se acercó para ayudarle.

—Cuidado —murmuró él—. Alguien acaba de subir la gravedad.

Se quitó los guantes con manos torpes y los tiró a la basura. Falló. Pensó en ir a recogerlos, pero la idea de agacharse le resultaba insoportable. Igual no podía volver a levantarse.

Miró a su alrededor. Los demás estaban terminando o acababan de terminar, y también parecían al borde de la extenuación; todos mostraban la misma expresión que el rostro en serie que tenían todos los que habían pasado por su bisturí.

—¿Ha ido muy mal?

—Sí.

Él vio restos de humedad en la mascarilla de Tolk, a donde habían ido a parar las lágrimas.

—¿Hemos salvado a alguno?

—A unos pocos.

Intentó caminar y tropezó. Ella le cogió del brazo para estabilizarlo.

—No quiero saber los porcentajes, ¿verdad?

—No. No quieres.

Jos se sintió todavía más pesado.

—Me siento como si acabara de pelear diez rounds seguidos en el estadio de Geonosis.

Quería, necesitaba, tomarse una copa, pero eso también requería un esfuerzo demasiado grande. En lo único que podía pensar era en encontrar un lugar plano sobre el que poder derrumbarse. No, ni siquiera tenía que ser plano. Un montón de rocas valdría...

Miró al otro lado de las mesas hacia Zan. Su amigo se las arregló para levantar una mano a modo de medio saludo. Jos se lo devolvió y se dirigió hacia la puerta.

Una vez fuera, escuchó el ruido de más aeroambulancias que se acercaban.

Jos se echó a reír. Y durante un largo y escalofriante rato, no pudo dejar de hacerlo.

14

—¿
Q
ueréis ver algo interesante? —preguntó Dhur.

Jos, Zan Tolk y Barriss estaban en la cantina, todos salvo la Jedi tomaban alguna bebida alcohólica. Habían pasado cuatro días desde aquella riada infernal de heridos. En aquellos días, el término “interesante” tenía truco para Jos, pero mientras no tuviera que ver con abrir soldados heridos, decidió que le prestaría atención.

—Toma asiento —dijo Jos.

Hizo una señal al barman, que asintió y comenzó a mezclar. Por aquel entonces ya sabía quién era Dhur y qué le gustaba tomar.

Dhur se sentó y sacó un pequeño dispositivo de su bolsillo, una esfera de plastoide y metal con los filos redondeados, más o menos del tamaño del puño de un niño. Lo alzó.

Jos frunció el ceño.

—No puedo decir que esté maravillado —dijo—. Espera... —dio otro trago, puso la copa en la mesa y volvió a mirar el dispositivo con los ojos entrecerrados—. No —dijo—. Sigue sin maravillarme.

—Parece una bola de especia —dijo Zan—. Eso sí que sería interesante.

Jos alzó la jarra para mostrar su acuerdo con eso.

—Es una cámara androide —dijo Barriss—. De tipo militar, parece.

—Primer premio para la Jedi —dijo Dhur—. Lo conseguí de un recolector, que se lo encontró por el campo tras una reciente retirada de los separatistas. Al parecer quedó destrozado por la batalla, a excepción de las funciones pasivas. No se podía mover, no tenía armamento online... y tenía estropeado hasta el intercomunicador.

—Bueno, sigue sin parecerme una noticia de primera plana —dijo Jos—. Hay piezas de androides destrozados por todas partes.

—Creo que esta mañana me partí un diente con uno de mis bollos de trigada —añadió Zan.

El camarero llegó con la bebida de Dhur.

—Ponlo en la cuenta de Vondar —dijo Dhur. Miró a Jos—. Te devolveré el dinero si crees que no merece la pena.

Jos le hizo un gesto al androide, que registró la transacción y se alejó. Tampoco tenía otra cosa en la que gastarse la paga en aquel lugar.

—Voy a intentar adivinar —dijo Zan—. Creo que lo interesante no es la esfera en sí.

—No se te escapa nada, ¿verdad? Mirad —Dhur la puso sobre la mesa y la activó.

La holoimagen brotó de la esfera, con una imagen a escala 1:6. Se veían árboles de hojas enormes, muchos androides quemados o hechos pedazos, y unos pocos soldados clon aquí y allá. Todo estaba inclinado en un ángulo bajo y extraño, como si se hubiera grabado a pocos centímetros del suelo.

—No es la primera vez que veo soldados muertos —dijo Jos—. He visto muchos. Ni siquiera tengo que adentrarme en la selva para verlos, tenemos servicio a domicilio que nos los trae hasta la puerta.

—Cállate, Jos —dijo Tolk con frialdad en la voz.

Al cabo de un momento se vio a tres humanos avanzando entre las máquinas y los cuerpos derribados. Llevaban monos de color negro y morado y botas de asalto, y unos lanzacartuchos colgados del hombro.

—Son mercenarios salissianos —dijo Barriss—. Ya había oído que Dooku tenía aquí unos cuantos trabajando para él.

—Sí —dijo Dhur—. Algunos son mecánicos, otros llevan las cosechadoras... No hay muchos androides programados para recoger el producto local, que al fin y al cabo es la razón por la que estamos todos aquí, en este fétido estercolero de planeta. Unos pocos son miembros de tropas especiales, de reconocimiento y así, capaces de ir a sitios y de hacer aquello que los androides no hacen bien. Hay cosas para las que sólo puede emplearse un humanoide. Y los salissianos harían cualquier cosa que pueda rentarles unos créditos. Son mala gente, les da igual mirarte que dispararte —y, mirando a Jos, añadió—: Probablemente prefieren dispararte a mirarte.

Jos sonrió indulgente y miró a Zan.

—Qué monos son así, tan pequeñitos, ¿verdad?

Los tres mercenarios estaban rapiñando, recogiendo armas y herramientas del lugar de la batalla y comprobando cuerpo por cuerpo. No había sonido, y la imagen se diluía de vez en cuando, rompiéndose en bloques digitales para volver a sintonizarse de nuevo.

—El androide estaba en las últimas reservas de energía —dijo Dhur—. La cámara se apagó pocos minutos después de capturar esto. Fue una suerte que estuviera apuntando al sitio correcto.

De repente, los tres salissianos se quedaron de piedra. Tiraron las armas y levantaron las manos, retrocediendo para apartarse de los láseres que habían tirado.

—Parece que alguien ha pillado a los mercenarios con la guardia baja —dijo Tolk.

Un segundo después, un hombre entró en cuadro, apuntando al trío con un rifle láser.

Jos miró al humano. El extraño ángulo dificultaba el reconocimiento, pero le resultaba familiar. Ladeó la cabeza, estudiando el holo desde una perspectiva distinta. Claro... se trataba de...

—Phow Ji —dijo Barriss. Su voz sonó suave.

Ante sus miradas, Ji sonrió y tiró el arma al suelo, que fue a parar a un silencioso charco de barro.

Tolk, Jos y Zan reaccionaron con sorpresa. Barriss no.

—¿Pero qué está haciendo? —dijo Zan.

Tolk miraba atentamente el holo.

—Sabe lo que está haciendo —dijo.

Jos no dijo nada. Que él supiera, ni Zan ni Tolk habían visto al profesor de combate en acción, aunque el talento de Tolk para leer el lenguaje corporal ya debía de haberle indicado que no era alguien a quien tomarse a la ligera. Jos miró a Barriss. Ella negó con la cabeza, pero Jos estaba seguro de que tanto ella como Tolk sabían lo que iba a ocurrir, porque él mismo estaba seguro de saberlo.

Y Zan estaba a punto de averiguarlo...

El holo parpadeó de nuevo mientras Ji avanzaba y los tres salissianos se abalanzaban sobre él.

Un momento después, los tres mercenarios yacían en el suelo, y Jos no habría sido capaz de decir lo que había ocurrido.

Igual ya había bebido bastante por aquella noche.

—Vamos a ver la repetición de eso —dijo Dhur, tocando un botón de la esfera.

Todos se acercaron y observaron cuidadosamente mientras la escena volvía a desarrollarse a un cuarto de la velocidad.

Pero incluso ralentizado, era imposible ver exactamente lo que Phow Ji hacía, aunque Jos sabía lo suficiente de anatomía como para reconocer el daño que había infligido a los tres mercenarios caídos. Uno tenía la laringe rota, otro el cuello partido y el tercero había recibido tal codazo en la sien que probablemente sufría rotura craneal. Los tres corrían el riesgo de morir si no recibían tratamiento, pero no vio personal médico separatista en el claro de la selva.

Other books

The House at Bell Orchard by Sylvia Thorpe
A Kind of Vanishing by Lesley Thomson
Mesmerized by Candace Camp
Asunder by David Gaider
Past Midnight by Jasmine Haynes
Blood Maidens by Barbara Hambly
The Long Night by Hartley Howard