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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (12 page)

Comenzó a tocar de nuevo sin mirar al mástil, sino a Jos, y con una leve sonrisa en los labios.

Jos escuchó. Sí, desde luego era la misma pieza musical, pero con un tono y una intención totalmente diferentes. Definitivamente clásicos.

—¿Cómo lo consigues? Lo que en principio es bueno, un segundo después es música para turboascensores.

Zan se rió.

—Eres patético. Una babosa espacial es menos sorda que tú.

Algo en la forma que le miraba Zan le indicó que todavía quedaba algo más.

—Vale —dijo Jos—. Dispara la segunda ronda.

Zan se rió a mandíbula batiente esta vez.

—Si supieras algo más allá de tu escalpelo, sabrías que sólo hay quince Variaciones Vissëncant. Lo que he tocado es Medianoche fría de Dukin re Lemte, una fusión de saltobrinco e isótopo pesado que acaba de salir en la HoloRed. Me la bajé hace un par de días. La ralentizas, le añades un contrapunto y no está tan mal. Es obvio que re Lemte recibió algo de formación clásica ates de tener una carrera en el mercado de masas. Pero a ti qué te voy a contar.

—Vas a lamentar esto —dijo Jos—. Mi venganza será terrible. Quizá no sea rápida ni especialmente inspirada, pero definitivamente terrible.

Zan soltó una risilla y comenzó a tocar de nuevo.

—No será mucho peor que tus gustos musicales.

~

Sola en su cubículo, tras lavarse y refrescarse en la ducha sónica, Barriss Offee se sentó desnuda en el suelo. Tenía las piernas cruzadas, con los tobillos sobre los muslos, y la espalda recta en la postura que llamaban de Reposo. Sus manos descansaban sobre las rodillas con las palmas hacia arriba. Tenía los ojos abiertos, pero no miraba a ningún punto en concreto. Respiraba lentamente, inspirando por el agujero derecho de la nariz hasta el fondo del estómago, y exhalando por el izquierdo.

La meditación flotante era para ella uno de los ejercicios Jedi más difíciles. Había días en los que era como el mercurio en un plato de transpariacero: se sentaba, respiraba y simplemente estaba allí. La gravedad desaparecía, y ella se elevaba como un globo, flotando ingrávida a un cuerpo de distancia del suelo. Pero en otros momentos su mente se negaba a despejarse, y ya podía invertir todo su tiempo o esfuerzo en concentrarse, que su trasero seguía firmemente pegado al suelo.

Hoy era uno de esos días. Los pensamientos se perseguían por los pasillos de su mente como pájaros—mariposa tyrusianos, silbando como locos. Barriss sabía que si la Maestra Unduli pudiera verla en ese momento, estaría negando con la cabeza. Pensar en su Maestra abrió una compuerta de sentimientos encontrados. Cuando estaba en Coruscant, Barriss se consideraba a sí misma una padawan normal, algo mejor que algunos, algo peor que otros. No era brillante, pero tampoco era especialmente estúpida. Su Maestra le había dicho que eso era parte de las limitaciones que Barriss se había autoimpuesto. Era una lección que recordaba bien. La había aprendido tras un combate mano a mano en uno de los centros de entrenamiento, seguido de una práctica de sable láser que la dejó casi incapacitada para mover los brazos. Se asomaron a un balcón de altos muros, a doscientos pisos del nivel del suelo, bajo la corriente constante de tráfico saliendo y entrando de la cercana estación de enlace sideral. El balcón estaba blindado, pero la Maestra Unduli había desactivado los campos para que los sonidos, el olor a combustible quemado, los vientos canalizados por los enormes edificios y el brillo de los anuncios ambulantes supusieran un ataque multisensorial. Todo ello sumado al olor de su propio sudor y al cansancio extremo que se apoderó de ella hicieron que se sintiera abrumada.

—Siéntate —le dijo su Maestra—. Haz tu Meditación Elevatoria hasta una altura desde la que puedas ver por encima del muro una pequeña pastelería que hay al otro lado. Ten en cuenta que, para este ejercicio, lo más importante es que me digas cuántos bollos se ven en el escaparate.

Barriss lo intentó, pero, evidentemente, el suelo del balcón no dejó que se despegara de él.

—¿Algún problema, padawan? —dijo su Maestra al cabo de un rato.

—Sí, Maestra. Lo intento, pero...

—Al decir “lo intento” te limitas a ti misma. Y los Jedi no se limitan por gusto.

Barriss asintió dócilmente.

—Sí, Maestra.

—Necesito saber cuántos bollos hay en el escaparate de la pastelería. Es de vital importancia. Continúa. Volveré más tarde.

Y, tras decir eso, la Maestra Unduli se fue.

Pero, obviamente, la presión era demasiada. Barriss no consiguió levitar ni un dedo del suelo. Seguía intentándolo, con el trasero y los muslos anquilosados en el frío ferrocemento, cuando la Maestra Unduli regresó por fin, horas después.

—He fracasado, Maestra.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—No he conseguido levitar.

Su Maestra sonrió.

—¿Pero cuál ha sido la lección, padawan?

Barriss la miró confundida.

—¿Qué?

—Uno puede fracasar en una tarea, pero, aun así, aprender una lección, Barriss. La primera vez que me senté en este balcón e intenté la Meditación Elevatoria lo único que conseguí fue quedarme dolorida. Un Jedi no se limita por voluntad propia, pero los límites están ahí, y debes encontrarlos y aprender a tratar con ellos. ¿Has oído alguna vez la anécdota del viejo que cruzó el río?

—No lo recuerdo.

—En la orilla de un ancho río de este planeta, mucho antes de que fuera como es hoy, había un viejo sentado cerca del agua, meditando. Un hombre más joven se acercó y vio al anciano. “¿Qué haces?”, le preguntó. “Desarrollo mi habilidad para caminar sobre el agua, para poder cruzar el río”, dijo el viejo. “Ah, ¿y qué tal va?”, preguntó el hombre. “Bastante bien. Llevo en ello unos cuarenta años, y creo que lo habré conseguido en otros cinco o diez”, respondió el anciano. “Ah”, dijo el más joven. “Pues te deseo buena suerte”. Se inclinó y siguió andando hasta llegar a un bote amarrado no muy lejos de allí, se montó y se alejó remando a través del río.

La Maestra Unduli la miró.

—¿Comprendes el significado de esta historia?

Barriss lo pensó un momento.

—Si lo importante era cruzar el río, entonces el joven era más sabio que el anciano.

—Exactamente. ¿Por qué pasarse décadas aprendiendo a caminar sobre el agua cuando se tiene un bote amarrado cerca? —La Jedi hizo una pausa—. ¿Qué era lo más importante de este ejercicio que te he puesto?

—Ver cuántos bollos había en el escaparate.

—Exactamente.

Barriss se sintió increíblemente tonta al entender de repente lo que le quería decir su Maestra.

La Maestra Unduli sonrió.

—Veo que por fin lo has entendido.

—Sólo tenía que levantarme y mirar por encima de la pared —dijo Barriss—. Lo importante no era cómo obtuviera esa información. Sólo obtenerla.

La Maestra Unduli asintió.

—Todavía hay esperanza para ti, mi joven padawan...

Barriss sonrió al recordar aquello. Entonces respiró hondo, soltó el aire y dejó la mente en blanco. Un segundo después ascendió por encima del suelo y flotó, ingrávida y libre, en el aire...

13

J
os debía admitir que el formasiento era cómodo. Ergonómicamente hablando, cumplía exactamente con su función: relajarle en cierto modo, pero sin provocase sueño. Había oído que el asiento estaba equipado con biosensores que monitorizaban el ritmo del corazón, el pulso, las ondas beta y zeta y todo lo demás, y que enviaba la información a Merit para que éste pudiera ayudar mejor a quienes se sentaban allí. Jos lo dudaba. No es que no pudiera hacerse, sino que no creía que Merit necesitase algo así. El cuidador equani siempre parecía tener la palabra adecuada, la pregunta correcta y saber cuál era el momento oportuno para callar.

Como ahora.

Jos se quedó mirando fijamente al suelo. Alzó la mirada y volvió a encontrarse con los ojos de Merit. Eran grandes para el rostro cubierto de vello, de color gris. El color de los ojos de los equanis solía ir a juego con el de su pelo, según había leído Jos en una de las numerosas medicrónicas que había tenido que estudiar cuando era residente. Y ahora los tenía fijos sobre él.

—Explora por un momento tus sentimientos por Tolk —dijo con suavidad.

Jos se recostó y el formasiento fluyó obedientemente, como el mercurio templado, adoptando una nueva configuración para acomodarle. Claro, pensó Jos. Tiene que poder adaptarse a cualquier especie. Probablemente hasta a los hutt. Suprimió un escalofrío ante esa idea. Espero que alguien limpie esto después de cada consulta...

—Jos —dijo Merit. Su voz era tranquila y carente de insistencia, pero de alguna forma penetró en los pensamientos del cirujano como un rayo de partículas—. No lo intentas de verdad —continuó el cuidador.

—Tienes razón. Lo siento.

—Este tiempo es tuyo —dijo Merit—. Se te concede una hora a la semana para que te desahogues, o “rumiar lo que guardes en el estómago”, como reza una colorida expresión toydariana. La forma en que aproveches esa hora es cosa tuya. Puedes hablar conmigo, en cuyo caso, quizá pueda ayudarte a solucionar algo, o puedes sentarte aquí y disfrutar de los muebles.

Jos sonrió.

—Vale, Klo. Creo que tendré que hablar lo quiera o no.

El cuidador sonrió.

—Ayudarse a uno mismo es más difícil que ayudar a los demás —hizo una pausa y le apremió suavemente—. ¿Respecto a Tolk...?

Jos suspiró.

—Es como si de repente me hubiera dado cuenta de que existe. Hasta ayer no era más que otro par de manos en la mesa. Muy eficiente, no me malinterpretes, es una enfermera excelente, pero sólo eso. Fuera de la sala de operaciones era alguien con quien tomar algo, alguien con quien quejarse de este podrido planeta...

—¿Y ahora?

—Ahora es... más. Pero no puede ser.

Merit no dijo nada, pero su expresión le indicaba que siguiera hablando. Así que Jos le explicó brevemente las creencias de su familia y de su clan, y que no podía cometer el desacato de casarse con una esker.

—Se trata de las creencias de tu familia —dijo Merit—. Pero ¿son también tus creencias?

Jos abrió la boca y volvió a cerrarla. Hacía un sincero esfuerzo por encontrar la respuesta a esa pregunta, pero su mente no lo conseguía. Se encontró pensando de nuevo en el formasiento. Me pregunto cuánto costará uno de estos...

Tras otros infructuosos diez minutos, Merit miró el crono y dijo:

—Habrá que dejarlo aquí.

Jos se sintió aliviado, y luego irritado consigo mismo por sentirse aliviado.

—Creo que no soy muy introspectivo —dijo a Merit desde la puerta—. Mi familia y mi clan son muy tradicionales, pero poco comunicativos. Lo que mi padre entiende por un momento revelador es cuando olvida echar el pestillo en el baño.

—Lo único que necesitas saber de ti mismo está en tu interior —respondió el cuidador—. Quizá debas buscar más profundamente y con más interés, pero está ahí.

—Quizá la padawan pueda ayudarme —musitó Jos—. Los Jedi saben leer mentes o algo así, ¿no?

—No lo sé. La especie equani es, era, por naturaleza, bastante resistente a los poderes de los Jedi. Pero creo que tú necesitas encontrar tus propias respuestas en lugar de buscarlas en otros.

~

El zumbido de múltiples repulsores procedente de las aeroambulancias entrantes se filtró en el sueño de Barriss, y la sirena que resonó casi inmediatamente después implicaba que todo el mundo que la oyera debía acudir de inmediato a la SO.

Se vistió a toda prisa y se dirigió a la zona de diagnóstico. Sólo estaba a veinte metros de su cubículo, pero la humedad era tan alta que se sintió como si atravesara una piscina de aceite de fleek recalentado.

Cuando llegó al edificio, se detuvo, incapaz de creer lo que veían sus ojos. Había treinta y cinco o cuarenta soldados heridos en camillas, en parihuelas o en el mismo suelo, atendidos por médicos, enfermeras, androides, técnicos..., por cualquiera que pudiera ayudar. Casi todos los soldados estaban ensangrentados, y muchos sufrían quemaduras con dolorosas ampollas rojas y chamuscadas llagas negras. Algunos habían perdido un brazo o una pierna.

Algunos padecían todos esos males y más.

Y seguían llegando heridos. Apenas podía oír por encima de los gritos y los lamentos de los heridos el estruendo de los campos repulsores de las aeroambulancias. Barriss tragó saliva y sintió náuseas. Hasta los médicos podían llegar a verse superados por una carnicería semejante. Nada de lo que había visto hasta el momento en sus experiencias de guerra se asemejaba mínimamente a eso.

Tolk diagnosticaba de forma rápida y categórica. Barriss la observó un instante. Para cualquiera que no perteneciera al mundo médico o al campo de batalla, su diagnóstico podía resultar extremadamente cruel, pero sabía que era la forma más eficaz de salvar a la mayoría de los pacientes.

—Éste no sobrevivirá —dijo Tolk, levantándose del lado de un sargento que había perdido las piernas por encima de las rodillas. Tenía la piel de color blanco pálido y de los muñones rojos y desgarrados manaba lentamente la última sangre que le quedaba. Detrás de Tolk iba un androide que colocó una ritmo—pegatina en el hombro del clon moribundo. Una gran X roja que brillaba rítmicamente.

Tolk se acercó rápidamente al siguiente paciente y lo reconoció brevemente.

—Heridas de metralla en estómago e ingles. Cirugía, categoría tres.

El androide puso una pegatina en el hombro del soldado. El número tres empezó a latir.

Barriss se agachó para reconocer al soldado que tenía más cerca, un teniente. Estaba despierto y alerta. Su única lesión parecía ser la pérdida del brazo izquierdo, que ahora era un muñón desgarrado justo por encima del hombro. Un torniquete había conseguido evitar que se desangrara.

—Estoy bien —dijo con los dientes apretados—. Ocúpese de mis hombres.

—No puede esperar —dijo Barriss a Tolk—. Cinco.

Tolk le hizo un gesto al androide, que colocó en el hombro sano del teniente una ritmo-pegatina con el número 5.

Cuando había menos médicos que pacientes, había que priorizar a los heridos según sus posibilidades de supervivencia y el tiempo necesario para mantenerlos con vida. Los números de categoría del Uquemer iban del 1 al 6. La categoría X se reservaba para las heridas que parecían mortales o cuyo tratamiento requería demasiado tiempo. El sistema de clasificación era más complejo de lo que parecía. Debían tenerse en cuenta el tipo de herida, las posibilidades de supervivencia y la necesidad de un tratamiento inmediato. Una arteria cortada podía desangrarse en un minuto, y sólo se necesitaba aplicar una grapa o un punto de sutura para salvar al paciente, por lo que era preferible tratarlo antes, mientras que un hombre con la pierna cercenada pero cauterizada por un rayo láser podía posponerse hasta que se trataran las heridas más preocupantes. La padawan sabía que para tomar esas decisiones había que basarse tanto en la intuición como en la ciencia.

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