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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (52 page)

—¡Feliz año!

—¡Ese Augusto bueno! No podías fallarnos esta noche. ¡¡Feliz año!! —gritó Luis alargando el brazo para estrecharle la mano.

—Todavía se puede fumar en este garito, ¿verdad? —le preguntó con el purito ya encendido.

—En teoría no se puede, pero no creo que vengan a tocarnos las pelotas esta noche.

—Tal y como están las cosas, que vengan con prohibiciones para rematar a la hostelería. ¡Qué sinvergüenzas!

—Ya te digo, pero bueno… Ni te pregunto lo que vas a tomar.

—Procede.

—Por cierto, ¿qué te parece lo del poli ese?

Augusto se había mentalizado para poder charlar del tema sin inmutarse. En la ciudad no se hablaba de otra cosa y sabía que era cuestión de tiempo que el asunto, como tantos y tantos otros, acabara enterrado por las arenas del olvido.

—Una pasada. Perdona, voy a saludar a Paco.

Y se evadió en el estribillo.

I’m a father to my son, yeah
,

I’m a son to my father
.

You cannot dismiss

I’m living proof of metamorphosis
.

Antes de que terminara de prepararle el gin tonic, apareció Violeta de improviso y sin compañía para agarrarle la cara con ambas manos, ponerse de puntillas y plantarle un beso en la boca que le recorrió la columna como una mecha encendida para detonar en la nuca. Su cerebro interpretó aquella reacción como algo físico placentero y quiso repetirlo. De forma inconsciente, acudió a ese lugar en el que se refuerzan los vínculos afectivos en busca de algo que llevara la marca de Violeta.

Nada.

Augusto se alegró por ello.

Residencia de la familia de Sancho
Castrillo de la Guareña (Zamora)

El inspector cerró la puerta de la habitación de su madre con mucho cuidado de no hacer ningún ruido que la despertara a pesar de que, en esa casa, cada paso era un crujido. El fallecimiento de su padre había generado tanto espacio vacío que su madre solo recorría la ruta entre la cocina, el baño y su cama arrastrando las zapatillas como si remolcara el peso del firmamento. No hubo llantos ni lamentos durante la cena. Lo cierto es que no hubo más que un menú tradicional castellano, bastantes sobras y mucho silencio. Sancho asistió al crecimiento de nuevas arrugas en el rostro de su madre que, como algas en un acuario, ganaban milímetro a milímetro un territorio que hasta hacía pocas semanas se les había negado.

Cuando bajó al salón, tiró con desdén cuatro troncos en la chimenea para avivar un fuego que estaba recitando ya sus últimos crepitares y abrió la alacena en busca de algún licor que le hiciera compañía antes de irse a dormir. Detrás de muchas botellas de distinta alcurnia, pero todas de linajes distintos al whisky, se asomaba el estandarte inconfundible de Dyc. Esbozó algo parecido a una sonrisa cuando se acordó de los años en los que, entre él y sus amigos del colegio, consumían un porcentaje nada desdeñable de la producción segoviana. La última vez que estuvo con uno de ellos, Pipín seguía pidiendo su «dicola» en vaso de tubo y no hacía tanto tiempo de aquello, o quizá sí. Su amigo rechazaba cualquier otro recipiente que no fuera ese alegando que solo en el vaso de tubo se daban las condiciones de espacio requeridas para mezclar en su justa medida los líquidos, quedando la mayor parte de la cola en reserva; solo para recurrir a ella si era estrictamente necesario. Lo cierto es que él nunca le vio rellenarlo. También echaba mucho de menos oír protestar a Fonfo,
el Abuelo
, arremetiendo contra todo lo socialmente establecido, o las conversaciones con Esteban sobre temas trascendentales. Incluso, añoraba poder ver el clásico de fútbol con Dionisio, fanático de la religión culé que sostenía que Dios había nacido en la Masía y que a veces se encarnaba en Guardiola y otras en Puyol, Xavi o Iniesta, pero que siempre se manifestaba a través de Messi.

Allí estaba la botella, como la supuesta creatividad de un escritor, a la espera de ser destapada. Se sentó cerca del fuego, en el mismo sofá en el que su padre pasaba las horas muertas dando de comer a las llamas. Ensimismado en los latigazos amarillos, rojos y anaranjados, le dio el primer sorbo al
dicola
pensando en que sería buena idea llamar un día de estos a sus colegas.

Un día de estos.

Zero Café
Zona centro

El Zero estaba bastante animado a las seis de la mañana, pero todavía podían verse espacios libres. Augusto ni siquiera había tenido que recurrir a la bolsita de coca que dormía en el interior de su cazadora. No le hacía falta, se había pasado la última hora bailando en un espacio que había hecho suyo cerca de la entrada, parando solo para avituallarse de Violeta y de alcohol, no necesariamente en ese orden ni en la misma proporción. Paco había entrado en un bloque de canciones melosas, de esas que incitan a arrimarse a alguien. Tras
Undisclosed Desires
, de Muse, empezaron a sonar los primeros acordes eléctricos de la guitarra de
Toro
, de El Columpio Asesino. Buscó a Violeta con la mirada. Le fascinaba ese
riff
de guitarra que moría en fa sostenido menor y que era la base de aquella canción; parecía sacado de la banda sonora de cualquier película de Tarantino.

Vamos, niña, ven conmigo
,

vamos hoy a divertirnos
.

Yo te pintaré un bigote
,

necesito un buen azote
.

Violeta aceptó la invitación y se acercó sincronizando cada paso que daba con el ritmo de la música. Forzando una mirada naturalmente lujuriosa, se situó frente a Augusto cantando su parte:

Maraca loca, piano ardiente
,

nunca fuimos delincuentes
,

gafas negras en la noche
,

vamos, niño, sube al coche
.

Bailaban juntos, pero cada uno se movía de forma independiente. Augusto tenía los ojos cerrados y se movía despacio, con los hombros ligeramente caídos. Giraba sobre sí mismo de forma sorprendentemente coordinada, habida cuenta de los gramos de alcohol que ya navegaban por su torrente sanguíneo. Violeta era todo sensualidad, lo cual no pasó desapercibido para el público masculino del Zero, que observaba la escena embelesado.

Con amigos y extraños

coincidimos en los baños
,

siempre te gustaron largas
,

amarga baja, amarga baja
.

Ni valiente ni inconsciente

es la marca en nuestra frente
,

amantes en un precipicio
,

no me vengas con que es vicio
,

no me vengas con que es vicio
,

no me vengas con que es vicio
.

Subimos hasta el cielo
,

caímos hasta el fondo
,

lo apostamos siempre todo

bailando, danzando entre los muertos

al son de los cascabeles
.

Mataderos de uralita rodean la ciudad
,

no caímos en la trampa
,

hemos visto la cocina y vuestros hornos
,

no nos gusta cómo huelen
.

Alternando las estrofas según correspondieran a la voz masculina o femenina, Augusto y Violeta coincidieron en señalarse con el dedo cuando llegó la última parte de la canción.

Te voy a hacer bailar toda la noche
,

nos vamos a Berlín, no quiero reproches
,

carretera y speed toda la noche
.

Te voy a hacer bailar toda la noche
,

nos vamos a Berlín, no quiero reproches
,

carretera y speed toda la noche, toda la noche
.

Ya en el epílogo instrumental, juntaron sus cuerpos y se dejaron llevar.

Los primeros rayos de luz del nuevo año entraron con inusitada fuerza a través de la ventana de la casa de Violeta. Todavía no se habían dormido, aunque llevaban disfrutando de la cama más de una hora. Ella cerró los ojos sin sueño y Augusto aprovechó para mirarla durante unos minutos mientras volvía a rebuscar en su interior, escudriñando de forma pormenorizada cada rincón, cada recoveco y cada escondrijo. Solo consiguió encontrarse a sí mismo, ni rastro de Violeta ni de nadie más que no fuese él.

Nada.

Nadie.

Augusto se alegró por ello justo antes de caer traspuesto.

Violeta abrió los ojos.

DÍAS DE BORRASCA,
VÍSPERA DE RESPLANDORES

Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
5 de enero de 2011, a las 13:27

S
ancho se balanceaba en la silla apoyado sobre sus talones y con las manos detrás de la nuca. Estaba revisando los informes de la científica y las autopsias practicadas a Bragado y al joven identificado «por defecto» como Gabriel García Mateo. El inspector se centró en esta última. Lo primero que le llamó poderosamente la atención fue el hecho de que se hubieran detectado restos de varias sustancias estupefacientes, lo cual sirvió a Travieso para alimentar su teoría del títere en manos de Bragado que encubriría sus crímenes a cambio de drogas. Sin embargo, el inspector tenía claro que una persona con ese estado físico tan deteriorado no podría haber mantenido el ritmo de carrera del sujeto al que él había perseguido por las calles de Valladolid. Cuando consultó a Villamil, este le expuso que era poco probable, aunque tampoco había forma de demostrarlo científicamente.

El parte de daños era estremecedor: se contabilizaron hasta quince fracturas en distintos huesos del cráneo y la cara, ocho de ellas mortales, estallido de ambos globos oculares, rotura de mandíbula y, a excepción de los molares, el resto de piezas dentales habían terminado en su faringe. Villamil dejaba claro en el capítulo de conclusiones que la reconstrucción del cráneo era tarea imposible dado el amasijo de huesos y tejidos al que había quedado reducida la cara.

Se comprobaron sus huellas sin encontrarse coincidencia alguna con la base de datos de fichados —contrariamente a lo que piensa la gente, la policía no almacena las huellas dactilares de las personas que no han sido detenidas—. Tampoco existían denuncias recientes de desapariciones que coincidieran con la morfología del cadáver. Al no hallarse muestras biológicas en los escenarios de los crímenes, y la colilla que recogió en el aparcamiento de Pepe Rojo no sería aceptada por ningún juez como prueba, no podía solicitar un análisis de ADN para cotejar los resultados con los de la supuesta madre y demostrar así que no existía vinculación genética entre las víctimas. El peso de las pruebas en contra le hizo tomar la decisión a Sancho de no desgastarse tratando de conseguir algo que, en el mejor de los casos, podría darle la razón dentro de demasiadas semanas, meses incluso sin el apoyo de Travieso. Conclusión: no existía forma de poder demostrar que la identificación era errónea y el tiempo jugaba en su contra habida cuenta de las ganas de Travieso y Pemán por enterrar el caso.

Tirándose de los pelos de la barba, se quedó con la mirada fija en el teléfono fijo, como si esperara que fuera a sonar en cualquier instante. Sin embargo, vibró su móvil y aceptó la llamada de forma instintiva.

—Inspector, ¿cuál es tu Rey Mago?

Sancho reconoció el acento gallego de Peteira.

—Gaspar, que era antepasado mío. Por lo de pelirrojo, ya sabes —contestó siguiéndole la broma.

—Pues pedazo de regalo que te acaba de dejar Gaspar en el estanco de la calle de la Mota.

Ramiro Sancho divisó un rayo de esperanza. El corazón empezó a latirle con fuerza y ya no paró hasta que dejó el coche mal aparcado frente al estanco. Mentalmente, repasó una y otra vez lo que, según le había contado Peteira, había dicho la dueña del establecimiento: «Claro que le reconozco, es el de las cuatro cajetillas de Moods».

Eso fue lo último que escuchó antes de subirse al coche y volar en dirección al barrio de La Rubia. La sirena le ayudó a cruzar el Polígono de Argales y llegar a su destino en menos de diez minutos desde que dejó con la palabra en la boca al subinspector. La agente Carmen Montes y el subinspector Peteira ya estaban esperándole en la puerta del estanco.

—Contadme.

—Como me pediste, nos repartimos los estancos de toda la ciudad y empezamos a mostrar el retrato robot el mismo lunes. Todo
off the record
, claro, pero sin resultado hasta hoy. Carmen te explicará mejor.

La agente Montes tomó la palabra:

—Lo reconoció al instante y dijo que era el de las cuatro cajetillas de Moods. Según me ha asegurado, viene cada dos viernes a última hora de la mañana y siempre compra cuatro cajetillas de esa marca de tabaco. Lleva haciéndolo varios años.

—¿Y tú qué opinas, Carmen?

—A mí me ha dado la sensación de que la señora está completamente segura. No dudó en absoluto.

—¿Cómo se llama?

—Charo Torres.

—Vamos a esperar a que cierre a las 14:00 para hablar tranquilamente con ella. Buen trabajo, Carmen.

Cuando el último cliente se marchó del estanco, Sancho se dirigió a Charo Torres con el retrato robot en la mano. El inspector le extendió la mano flanqueado por sus compañeros.

—Buenos días, señora Torres. Soy el inspector Sancho.

—Encantada —fingió.

—Mi compañera me ha dicho que ha reconocido a este sujeto como un cliente suyo.

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