Memoria del fuego II

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

 

Este libro es el segundo volumen de la trilogía Memoria del fuego. No se trata de una antología, sino de una obra de creación literaria. El autor se propone narrar la historia de América, y sobre todo la historia de América Latina, revelar sus múltiples dimensiones y penetrar sus secretos. El vasto mosaico llegará, en el tercer volumen, hasta nuestros días. Las caras y las máscaras abarca los siglos XVIII y XIX.

"Los relatos componen así un mosaico de figuras móviles, vivas, ajenas al mármol silencioso de los monumentos. América Latina no solamente ha sufrido el despojo del oro y de la plata, del caucho y del cobre y del petróleo. También le han expropiado la memoria para que no sepa de dónde viene y no pueda averiguar adónde va. Memoria del fuego es una tentativa de rescate de la historia viva de América en todas sus dimensiones, olores, colores, dolores. El primer volumen de la serie comienza en la etapa precolombina y se extiende hasta el siglo XVII, el segundo abarca los siglos XVIII y XIX, y el último llega hasta nuestros días. Que el lector sienta que la historia está ocurriendo mientras las palabras la cuentan. Que la historia huya de los museos y respire a pleno pulmón. Que el pasado se haga presente". - EDUARDO GALEANO

Eduardo Galeano

Memoria del fuego II

Las caras y las mascaras

ePUB v1.0

Ansanto
20.09.12

Título original:
Memoria del fuego II Las caras y las mascaras

Eduardo Galeano, enero de 1984

Editor original: Ansanto (v1.0)

ePub base v2.0

Este libro está dedicado a Tomás Borge, a Nicaragua.

Gratitudes

Además de los amigos que figuran en Los nacimientos y que continuaron colaborando a lo largo de este segundo volumen, muchos otros han facilitado el acceso del autor a la bibliografía necesaria. Entre ellos, Mariano Baptista Gumucio, Olga Behar, Claudia Canales, Hugo Chumbita, Galeno de Freitas, Horacio de Marsilio, Bud Flakoll, Piruncha y Jorge Galeano, Javier Lentini, Alejandro Losada, Paco Moncloa, Lucho Nieto, Rigoberto Paredes, Rius, Lincoln Silva, Cintio Vitier y René Zavaleta Mercado.

Esta vez padecieron la lectura del borrador Jorge Enrique Adoum, Mario Benedetti, Edgardo Carvalho, Antonio Doñate, Juan Gelman, María Elena Martínez, Ramírez Contreras, Lina Rodríguez, Miguel Rojas-Mix, Nicole Rouan, Pilar Royo, César Salsamendi, José María Valverde y Federico Vogelius. Sugirieron varios cambios y evitaron bobadas y disparates.

Nuevamente Helena Villagra acompañó este trabajo paso a paso, compartiendo vuelos y tropezones, con misteriosa paciencia, hasta la última línea.

Yo no sé dónde nací,

ni sé tampoco quién soy

No sé de dónde he venío

Soy gajo de árbol caído

que no sé dónde cayó.

¿Dónde estarán mis

raíces? ¿De qué árbol soy

rama yo?

(Coplas populares

de Boyacá, Colombia)

Promesa de América

El tigre azul romperá el mundo.

Otra tierra, la sin mal, la sin muerte, será nacida de la aniquilación de esta tierra. Así lo pide ella. Pide morir, pide nacer, esta tierra vieja y ofendida. Ella está cansadísima y ya ciega de tanto llorar ojos adentro. Moribunda atraviesa los días, basura del tiempo, y por las noches inspira piedad a las estrellas. Pronto el Padre Primero escuchará las súplicas del mundo, tierra queriendo ser otra, y entonces soltará al tigre azul que duerme bajo su hamaca.

Esperando ese momento, los indios guaraníes peregrinan por la tierra condenada.

—¿Tienes algo que decirnos, colibrí?

Bailan sin parar, cada vez más leves, más volando, y entonan los cantos sagrados que celebran el próximo nacimiento de la otra tierra.

—¡Lanza rayos, lanza rayos, colibrí!

Buscando el paraíso han llegado hasta las costas de la mar y hasta el centro de América. Han rondado selvas y sierras y ríos persiguiendo la tierra nueva, la que será fundada sin vejez ni enfermedad ni nada que interrumpa la incesante fiesta de vivir. Los cantos anuncian que el maíz crecerá por su cuenta y las flechas se dispararán solas en la espesura; y no serán necesarios el castigo ni el perdón, porque no habrá prohibición ni culpa.

(72 y 232)

Estos números indican las fuentes documentales que el autor a consultado y remiten a la lista que se publica en el apartado fuentes.

1701 - Valle de Salinas
La piel de Dios

Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo, hace años o siglos, y llegaron hasta la frontera del imperio de los incas. Aquí se quedaron, ante las primeras alturas de los Andes, en espera de la tierra sin mal y sin muerte. Aquí cantan y bailan los perseguidores del paraíso.

Los chiriguanos no conocían el papel. Descubren el papel, la palabra escrita, la palabra impresa, cuando los frailes franciscanos de Chuquisaca aparecen en esta comarca, después de mucho andar, trayendo libros sagrados en las alforjas.

Como no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían ninguna palabra para llamarlo. Hoy le ponen por nombre piel de Dios, porque el papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos.

(233 y 252)

1701 - San Salvador de Bahía
Palabra de América

El padre Antonio Vieira murió al filo del siglo, pero no su voz, que continúa abrigando el desamparo. En tierras del Brasil suenan recientes, siemprevivas, las palabras del misionero de los infelices y los perseguidos.

Una noche, el padre Vieira habló sobre los más antiguos profetas. Ellos no se equivocaban, dijo, cuando leían el destino en las entrañas de los animales que sacrificaban. En las entrañas, dijo. En las entrañas, no en la cabeza, porque mejor profeta es el capaz de amor que el capaz de razón.

(351)

1701 - París
Tentación de América

En su gabinete de París, está dudando un sabio en geografías. Guillaume Deslile dibuja exactos mapas de la tierra y del cielo. ¿Incluirá a El Dorado en el mapa de América? ¿Pintará el misterioso lago, como ya es costumbre, en alguna parte del alto Orinoco? Deslile se pregunta si existen en verdad las aguas de oro que Walter Raleigh describió grandes como el mar Caspio. ¿Son o han sido de carne y hueso los príncipes que se sumergen y nadan, ondulantes peces de oro, a la luz de las antorchas?

El lago figura en todos los mapas hasta ahora dibujados. A veces se llama El Dorado; a veces, Parima. Pero Deslile conoce, de oídas o leídas, testimonios que lo hacen dudar. Buscando El Dorado muchos soldados de fortuna han penetrado el lejano nuevo mundo, allá donde se cruzan los cuatro vientos y se mezclan todos los colores y dolores, y no han encontrado nada. Españoles, portugueses, ingleses, franceses y alemanes han atravesado abismos que los dioses americanos habían cavado con uñas o dientes, han violado selvas recalentadas por el humo de tabaco soplado por los dioses, han navegado ríos nacidos de los árboles gigantes que los dioses habían arrancado de raíz, y han atormentado o matado indios que los dioses habían creado con saliva, aliento o sueño. Pero al aire se ha ido y al aire se va, siempre, el oro fugitivo, y se desvanece el lago antes de que nadie llegue. El Dorado parece el nombre de una fosa sin ataúd ni sudario.

Hace dos siglos que creció el mundo, y se hizo redondo, y desde entonces los perseguidores de alucinaciones se marchan, desde todos los muelles, hacia tierras de América. Al amparo de un dios navegante y conquistador, atraviesan, apretujándose en los navíos, la mar inmensa. Junto a pastores y labriegos que Europa no ha matado de guerra, peste o hambre, viajan capitanes y mercaderes y pícaros y místicos y aventureros. Todos buscan el milagro. Al otro lado de la mar, mágica mar que lava sangres y transfigura destinos, se ofrece, abierta, la gran promesa de todos los tiempos. Allá se vengarán los mendigos. Allá se harán marqueses los pelagatos, santos los malandrines y fundadores los condenados a la horca. Se harán doncellas, de alta dote, las vendedoras de amor.

(326)

Centinela de América

En la pura noche vivían los indios, los muy antiguos, en la cordillera de los Andes. El cóndor les trajo el sol. El cóndor, el más viejo de los que vuelan, dejó caer una bolita de oro entre las montañas. Los indios la recogieron y soplaron a todo pulmón y soplando el oro hacia el cielo, en el cielo lo dejaron por siempre prendido. El sol sudaba oro, y con el oro de sus rayos los indios modelaron a los animales y plantas que pueblan la tierra.

Una noche, la luna brilló envuelta en tres halos sobre las cumbres: uno de sangre, anunciador de guerra; otro de fuego, anunciador de incendio; y un negro halo de ruina. Entonces los indios huyeron hacia los altos páramos, cargando el oro sagrado, y junto al oro se dejaron caer al fondo de lagunas y volcanes.

El cóndor, el que trajo el sol a los andinos, es el cuidandero de esos tesoros. Con grandes alas inmóviles sobrevuela los picos nevados y las aguas y los cráteres humeantes. El oro le avisa cuando ve venir a la codicia: chilla el oro, y silba, y grita. El cóndor se lanza, vertical, y su pico arranca los ojos de los ladrones y sus garras les deshilachan la carne.

Sólo el sol puede ver la espalda del cóndor, su calva cabeza, su cuello arrugado. Sólo el sol conoce su soledad. Visto desde la tierra, el cóndor es un vuelo invulnerable.

(246)

1701 - Ouro Preto
Artes malabares

El cerro de plata de Potosí no es un espejismo, ni contienen sólo delirio y tinieblas los hondos socavones de México; y los ríos del centro del Brasil duermen en lechos de oro de verdad. El oro del Brasil se adjudica por sorteos o puñaladas, a suerte o a muerte. Ganan inmensas fortunas quienes no pierden la vida, aunque el rey portugués se queda con la quinta parte de todo. La quinta parte, al fin y al cabo, es un decir. Mucho, mucho oro se fuga de contrabando y eso no se evita ni poniendo tantos guardias como árboles hay en los tupidos bosques de la región.

Los frailes de las minas brasileñas dedican más tiempo a traficar oro que a salvar almas. Los santos de madera hueca sirven de envases para tales menesteres. Lejos, en la costa, el monje Roberto falsifica cuños como quien reza rosarios, y así lucen el sello de la corona las barras de oro mal habidas. Roberto, monje benedictino del convento de Sorocaba, ha fabricado también una llave todopoderosa, que derrota a cualquier cerradura.

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