Memoria del fuego II (9 page)

Read Memoria del fuego II Online

Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

(13)

1781 - Cuzco
El centro de la tierra, la casa de los dioses

El Cuzco, la ciudad sagrada, está queriendo volver a ser. Las negras piedras de los tiempos antiguos, muy apretadas entre sí, muy amándose, vencedoras de las furias de la tierra y de los hombres, andan queriendo sacudirse de encima a las iglesias y palacios que las aplastan.

Micaela Bastidas contempla el Cuzco y se muerde los labios. La mujer de Túpac Amaru contempla el centro de la tierra, el lugar elegido por los dioses, desde la cumbre de un monte. Ahicito espera la que fuera capital de los incas, color de barro y humo, tan a mano que se podría tocarla.

Mil veces ha insistido, en vano, Micaela. El nuevo Inca no se decide a atacar. Túpac Amaru, el hijo del Sol, no quiere matar indios. Túpac Amaru, encarnación del fundador de toda vida, viva promesa de la resurrección, no puede matar indios. Y son indios, al mando del cacique Pumacahua, quienes defienden este bastión español.

Mil veces ha insistido y mil veces insiste Micaela y Túpac calla. Y ella sabe que habrá tragedia en la Plaza de los Llantos y sabe que ella llegará, de todas maneras, hasta el final.

(183 y 344)

De polvo y pena son los caminos del Perú

Atravesados de balazos, los unos sentados y los otros tendidos, aún se defendían y nos ofendían tirándonos muchas piedras…
Laderas de las sierras, campos de cadáveres: entre los muertos y las lanzas y las banderas rotas, los vencedores recogen una que otra carabina.

Túpac Amaru no entra en la ciudad sagrada a paso vencedor, delante de sus tropas tumultuosas. Entra en el Cuzco a lomo de mula, cargado de cadenas que se arrastran sobre el empedrado. Entre dos filas de soldados, marcha a la prisión. Repican, frenéticas, las campanas de las iglesias.

Túpac Amaru había escapado nadando a través del río Combapata y lo sorprendió la emboscada en el pueblo de Langui. Lo vendió uno de sus capitanes, Francisco Santa Cruz, que era también su compadre.

El traidor no busca una soga para ahorcarse. Cobra dos mil pesos y recibe un título de nobleza.

(183 y 344)

Auto sacramental en la cámara de torturas

Atado al potro del suplicio, yace desnudo, ensangrentado, Túpac Amaru. La cámara de torturas de la cárcel del Cuzco es penumbrosa y de techo bajo. Un chorro de luz cae sobre el jefe rebelde, luz violenta, golpeadora. José Antonio de Areche luce ruluda peluca y uniforme militar de gala. Areche, representante del rey de España, comandante general del ejército y juez supremo, está sentado junto a la manivela. Cuando la hace girar, una nueva vuelta de cuerda atormenta los brazos y las piernas de Túpac Amaru y se escuchan entonces gemidos ahogados.

Areche.
—¡Ah rey de reyes, reyecillo vendido a precio vil! ¡Don José I, agente a sueldo de la corona inglesa! El dinero desposa a la ambición de poder. ¿A quién sorprende la boda? Es costumbre… Armas británicas, dinero británico. ¿Por qué no lo niegas, eh? Pobre diablo.
(Se levanta y acaricia la cabeza de Túpac Amaru.)
Los herejes luteranos han echado polvo a sus ojos y oscuro velo a su entendimiento. Pobre diablo. José Gabriel Túpac Amaru, dueño absoluto y natural de estos dominios… ¡Don José I, monarca del Nuevo Mundo!
(Despliega un pergamino y lee en voz alta.)
«Don José I, por la gracia de Dios, Inca, Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continentes de los mares del sud, duque de la Superlativa, Señor de los Césares y Amazonas, con dominio en el gran Paitití, Comisario distribuidor de la piedad divina…»
(Se vuelve, súbito, hacia Túpac Amaru.)
¡Niégalo! Hemos encontrado esta proclama en tus bolsillos… Prometías la libertad… Los herejes te han enseñado las malas artes del contrabando. ¡Envuelta en la bandera de la libertad, traías la más cruel de las tiranías!
(Camina alrededor del cuerpo atado al potro.)
«Nos tratan como a perros», decías. «Nos sacan el pellejo», decías. Pero, ¿acaso alguna vez han pagado tributo, tú y los tuyos? Disfrutabas del privilegio de usar armas y andar de a caballo. ¡Siempre fuiste tratado como cristiano de linaje limpio de sangre! Te dimos vida de blanco y predicaste el odio de razas. Nosotros, tus odiados españoles, te hemos enseñado a hablar. ¿Y qué dijiste? «¡Revolución!». Te hemos enseñado a escribir, ¿y qué escribiste? «¡Guerra!».
(Se sienta. Da la espalda a Túpac Amaru y cruza las piernas.)
Has asolado el Perú. Crímenes, incendios, robos, sacrilegios… Tú y tus secuaces terroristas habéis traído el infierno a estas provincias. ¿Que los españoles dejan a los indios lamiendo tierra? Ya he ordenado que acaben las ventas obligatorias y se abran los obrajes y se pague lo justo. He suprimido los diezmos y las aduanas… ¿Por qué seguiste la guerra, si se ha restablecido el buen trato? ¿Cuántos miles de muertos has causado, farsante emperador? ¿En cuánto dolor has puesto las tierras invadidas?
(Se levanta y se inclina sobre Túpac Amaru, que no abre los ojos.)
¿Que la mita es un crimen y de cada cien indios que van a las minas vuelven veinte? Ya he dispuesto que se extinga el trabajo forzado. ¿Y acaso la aborrecida mita no fue inventada por tus antepasados los incas? Los incas… Nadie ha tenido a los indios en trato peor. Reniegas de la sangre europea que corre por tus venas, José Gabriel Condorcanqui Noguera…
(Hace una pausa y habla mientras rodea el cuerpo del vencido.)
Tu sentencia está lista. Yo la imaginé, la escribí, la firmé.
(La mano corta el aire sobre la boca de Túpac.)
Te arrastrarán al cadalso y el verdugo te cortará la lengua. Te atarán a cuatro caballos por las manos y por los pies. Serás descuartizado.
(Pasa la mano sobre el torso desnudo)
. Arrojarán tu tronco a la hoguera en el cerro de Picchu y echarán al aire las cenizas.
(Toca la cara.)
Tu cabeza colgará tres días de una horca, en el pueblo de Tinta, y después quedará clavada a un palo, a la entrada del pueblo, con una corona de once puntas de fierro, por tus once títulos de emperador.
(Acaricia los brazos.)
Enviaremos un brazo a Tungasuca y el otro se exhibirá en la capital de Carabaya.
(Y las piernas.)
Una pierna al pueblo de Livitaca y la otra a Santa Rosa de Lampa. Serán arrasadas las casas que habitaste. Echaremos sal sobre tus tierras. Caerá la infamia sobre tu descendencia por los siglos de los siglos.
(Enciende una vela y la empuña sobre el rostro de Túpac Amaru.)
Todavía estás a tiempo. Dime: ¿Quién continúa la rebelión que has iniciado? ¿Quiénes son tus cómplices?
(Zalamero.)
Estás a tiempo. Te ofrezco la horca. Estás a tiempo de evitarte tanta humillación y sufrimiento. Dame nombres. Dime.
(Acerca la oreja.)
¡Tú eres tu verdugo, indio carnicero!
(Nuevamente endulza el tono.)
Cortaremos la lengua de tu hijo Hipólito. Cortaremos la lengua a Micaela, tu mujer, y le daremos garrote vil… No te arrepientas, pero sálvala. A ella. Salva a tu mujer de una muerte infame.
(Se aproxima. Espera.)
¡Sabe Dios los crímenes que arrastras!
(Hace girar violentamente la rueda del tormento y se escucha un quejido atroz.)
¡No vas a disculparte con silencios ante el tribunal del Altísimo, indio soberbio!
(Con lástima.)
¡Ah! Me entristece que haya un alma que quiera irse así a la eterna condenación…
(Furioso.)
¡Por última vez! ¿Quiénes son tus cómplices?

Túpac Amaru
(Alzando a duras penas la cabeza, abre los ojos y habla por fin)
.— Aquí no hay más cómplices que tú y yo. Tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte.

(183 y 344)

Orden de Areche contra los trajes incaicos y para que hablen los indios la lengua castellana

Se prohíbe que usen los indios los trajes de la gentilidad, y especialmente los de la nobleza de ella, que sólo sirven de representarles los que usaban sus antiguos Incas, recordándoles memorias que nada otra cosa influyen que en conciliarles más y más odio a la nación dominante; fuera de ser su aspecto ridículo y poco conforme a la pureza de nuestra religión, pues colocan en varias partes de él al sol, que fue su primera deidad; extendiéndose esta resolución a todas las provincias de esta América Meridional, dejando del todo extinguidos tales trajes… como igualmente todas las pinturas o retratos de los Incas…

Y para que estos indios se despeguen del odio que han concebido contra los españoles, y sigan los trajes que les señalan las leyes se vistan de nuestras costumbres españolas y hablen la lengua castellana se introducirá con más vigor que hasta aquí su uso en las escuelas bajo las penas más rigurosas y justas contra los que no la usen, después de pasado algún tiempo en que la pueden haber aprendido…

(345)

Micaela

En esta guerra, que ha hecho crujir la tierra con dolores de parto, Micaela Bastidas no ha tenido descanso ni consuelo. Esta mujer de cuello de pájaro recorría las comarcas
haciendo más gente
y enviaba al frente nuevas huestes y escasos fusiles, el largavistas que alguien había pedido, hojas de coca y choclos maduros. Galopaban los caballos, incesantes, llevando y trayendo a través de la serranía sus órdenes, salvoconductos, informes y cartas. Numerosos mensajes envió a Túpac Amaru urgiéndolo a lanzar sus tropas sobre el Cuzco de una buena vez, antes de que los españoles fortalecieran las defensas y se dispersaran, desalentados, los rebeldes.
Chepe, escribía, Chepe, mi muy querido: Bastantes advertencias te di…

Tirada de la cola de un caballo, entra Micaela en la Plaza Mayor del Cuzco, que los indios llaman Plaza de los Llantos. Ella viene dentro de una bolsa de cuero, de esas que cargan yerba del Paraguay. Los caballos arrastran también, rumbo al cadalso, a Túpac Amaru y a Hipólito, el hijo de ambos. Otro hijo, Fernando, mira.

(159 y 183)

Sagrada lluvia

El niño quiere volver la cabeza, pero los soldados le obligan a mirar. Fernando ve cómo el verdugo arranca la lengua de su hermano Hipólito y lo empuja desde la escalera de la horca. El verdugo cuelga también a dos de los tíos de Fernando y después al esclavo Antonio Oblitas, que había pintado el retrato de Túpac Amaru, y a golpes de hacha lo corta en pedazos; y Fernando ve. Con cadenas en las manos y grillos en los pies, entre dos soldados que le obligan a mirar, Fernando ve al verdugo aplicando garrote vil a Tomasa Condemaita, cacica de Acos, cuyo batallón de mujeres ha propinado tremenda paliza al ejército español. Entonces sube al tablado Micaela Bastidas y Fernando ve menos. Se le nublan los ojos mientras el verdugo busca la lengua de Micaela, y una cortina de lágrimas tapa los ojos del niño cuando sientan a su madre para culminar el suplicio: el torno no consigue ahogar el fino cuello y es preciso que
echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte y dándole patadas en el estómago y pechos, la acaben de matar.

Ya no ve nada, ya no oye nada Fernando, el que hace nueve años nació de Micaela. No ve que ahora traen a su padre, a Túpac Amaru, y lo atan a las cinchas de cuatro caballos, de pies y de manos, cara al cielo. Los jinetes clavan las espuelas hacia los cuatro puntos cardinales, pero Túpac Amaru no se parte.
Lo tienen en el aire, parece una araña
; las espuelas desgarran los vientres de los caballos, que se alzan en dos patas y embisten con todas sus fuerzas, pero Túpac Amaru no se parte.

Es tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco. Al mediodía en punto, mientras pujan los caballos y Túpac Amaru no se parte, una violenta catarata se descarga de golpe desde el cielo: cae la lluvia a garrotazos, como si Dios o el Sol o alguien hubiera decidido que este momento bien vale una lluvia de ésas que dejan ciego al mundo.

(183 y 344)

Creen los indios:

Jesús se ha vestido de blanco para venir al Cuzco. Un niño pastor lo ve, juega con él, lo persigue. Jesús está niño también, y corre entre el suelo y el aire: atraviesa el río sin mojarse y se desliza muy suavemente por el valle sagrado de los incas, cuidadoso de no raspar estas tierras recién heridas. Desde las faldas del pico Ausangate, cuyo helado aliento irradia la energía de la vida, camina hacia la montaña de Coylloriti. Al pie de esta montaña, albergue de antiguas divinidades, Jesús deja caer su túnica blanca. Camina roca arriba y se detiene. Entonces, entra en la roca.

Jesús ha querido darse a los vencidos, y por ellos se hace piedra, como los antiguos dioses de aquí, piedra que dice y dirá:
Yo soy Dios, yo soy ustedes, yo soy los que cayeron.

Por siempre los indios del valle del Cuzco subirán en procesión a saludarlo. Se purificarán en las aguas del torrente y con antorchas en las manos danzarán para él, danzarán para darle alegría: tan triste que está Jesús, tan roto, allí adentro.

(301)

Bailan los indios a la gloria del Paraíso

Muy lejos del Cuzco, la tristeza de Jesús también preocupaba a los indios tepehuas. Desde que el dios nuevo había llegado a México, los tepehuas acudían a la iglesia, con banda de música, y le ofrecían bailes y juegos de disfraces y sabrosos tamales y buen trago; pero no había manera de darle alegría. Jesús seguía penando, aplastada la barba sobre el pecho, y así fue hasta que los tepehuas inventaron la Danza de los Viejos.

La bailan dos hombres enmascarados. Uno es la Vieja, el otro el Viejo. Los Viejos vienen de la mar con ofrendas de camarones y recorren el pueblo de San Pedro apoyando en bastones de palo y plumas sus cuerpos torcidos por los achaques. Ante los altares improvisados en las calles, se detienen y danzan, mientras canta el cantor y el músico bate un caparazón de tortuga. La Vieja, pícara, se menea y se ofrece y hace como que huye; el Viejo la persigue y la atrapa por detrás, la abraza y la alza en vilo. Ella patalea en el aire, muerta de risa, simulando defenderse a los bastonazos pero apretándose, gozosa, al cuerpo del Viejo que embiste y trastabilla y ríe mientras todo el mundo celebra.

Cuando Jesús vio a los Viejos haciendo el amor, levantó la frente y rió por primera vez. Desde entonces ríe cada vez que los tepehuas danzan para él esta danza irreverente.

Los tepehuas, que han salvado a Jesús de la tristeza, habían nacido de los copos de algodón, en tiempos remotos, allá en las estribaciones de la Sierra de Veracruz. Para decir «amanece», ellos dicen:
Se hace Dios.

Other books

Sisters of Mercy by Andrew Puckett
One Daring Night by Mari Carr
The Cartel by A K Alexander
The New World by Stackpole, Michael A.
A Perfect Hero by Caroline Anderson
Double Play at Short by Matt Christopher
The Fat Burn Revolution by Julia Buckley
Color Weaver by Connie Hall
Junkie Love by Phil Shoenfelt
Empire of the Sun by J. G. Ballard