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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (13 page)

Roma ya no está en Roma: tendrá que perecer o igualarse en adelante a la mitad del mundo: Estos muros que el sol poniente dora con un rosa tan bello, ya no son sus murallas; yo mismo levanté buena parte de las verdaderas, a lo largo de las florestas germánicas y las landas bretonas. Cada vez que desde lejos, en un recodo de alguna ruta asoleada, he mirado una acrópolis griega y su ciudad perfecta como una flor, unida a su colina como el cáliz al tallo, he sentido que esa planta incomparable estaba limitada por su misma perfección, cumplida en un punto del espacio y un segmento del tiempo. Su única probabilidad de expansión, como en las plantas, hubiera sido su semilla: la siembra de ideas con que Grecia ha fecundado el mundo. Pero Roma, más pesada e informe, vagamente tendida en su llanura al borde de su río, se organizaba para desarrollos más vastos: la ciudad se convertía en el Estado. Yo hubiera querido que el Estado siguiera ampliándose, hasta llegar a ser el orden del mundo y de las cosas. Las virtudes que bastaban para la pequeña ciudad de las siete colinas, tendrían que diversificarse, ganar en flexibilidad, para convenir a la tierra entera. Roma, que fui el primer en atreverme a calificar de eterna, se asimilaría más y más a las diosas-madres de los cultos asiáticos: progenitora de los jóvenes y las cosechas, estrechando contra su seno leones y colmenas. Pero toda creación humana que aspire a la eternidad debe adaptarse al ritmo cambiante de los grandes objetos naturales, concordar con el tiempo de los astros. Nuestra Roma no es más la aldea pastoril del tiempo de Evandro, grávida de un porvenir que parte ya es pasado; la Roma agresiva de la República ha cumplido su misión; la alocada capital de los primeros Césares tiende por si misma a sentar cabeza; vendrán otras Romas cuya fisonomía me cuesta concebir, pero que habré contribuido a formar. Cuando visitaba las ciudades antiguas, sagradas pero ya muertas, sin valor presente para la raza humana, me prometía evitar a mi Roma el destino petrificado de una Tebas, una Babilonia o una Tiro. Roma debería escapar a su cuerpo de piedra; con la palabra Estado, la palabra ciudadanía, la palabra república, llegaría a componer una inmortalidad más segura. En los países todavía incultos, a orillas del Rin, del Danubio o del mar de los bátavos, cada aldea defendida por una empalizada de estacas me recordaba la choza de juncos, el montón de estiércol donde nuestros mellizos romanos dormían ahítos de leche de loba: esas metrópolis futuras reproducirían a Roma. A los cuerpos físicos de las naciones y las razas, a los accidentes de la geografía y la historia, a las exigencias dispares de los dioses o los antepasados, superpondríamos para siempre, y sin destruir nada, la unidad de una conducta humana, el empirismo de una sabia experiencia. Roma se perpetuaría en la más insignificante ciudad donde los magistrados se esforzaran por verificar las pesas y medidas de los comerciantes, barrer e iluminar las calles, oponerse al desorden, a la incuria, al miedo, a la injusticia, y volver a interpretar razonablemente las leyes. Y sólo perecería con la última ciudad de los hombres.

Humanitas, Felicitas, Libertas: no he inventado estas bellas palabras que aparecen en las monedas de mi reinado. Cualquier filósofo griego, casi todos los romanos cultivados, se proponen la misma imagen del mundo. Frente a una ley injusta por demasiado rigurosa, he oído gritar a Trajano que su ejecución ya no respondía al espíritu de la época. Pero tal vez sería yo el primero que subordinara conscientemente mis actos a ese espíritu de la época, haciendo de él otra cosa que el sueño nebuloso de un filósofo o la vaga aspiración de un buen príncipe. Y daba gracias a los dioses por haberme dejado vivir en una época en la que mi tarea consistía en reorganizar prudentemente un mundo, y no en extraer del caos una materia aún informe, o en tenderme sobre un cadáver para tratar de resucitarlo. Me congratulaba de que nuestro pasado fuese lo bastante amplio para proporcionarnos ejemplos, sin aplastarnos con un exceso de peso; de que el desarrollo de nuestras técnicas hubiera llegado al punto de facilitar la higiene de las ciudades y la prosperidad de los pueblos, sin exceder de la medida y abrumar a los hombres con adquisiciones inútiles; y de que nuestras artes, árboles fatigados ya por la abundancia de sus dones, fueran todavía capaces de dar algunos frutos deliciosos. Me alegraba de que nuestras vagas y venerables religiones, decantadas de toda intransigencia o de todo rito salvaje, nos asociaran misteriosamente a los más antiguos sueños del hombre y de la tierra, pero sin vedamos una explicación laica de los hechos, una visión racional de la conducta humana. Me placía, por fin, que aquellas palabras de Humanidad, Libertad y Felicidad no hubieran sido todavía devaluadas por un exceso de aplicaciones ridículas.

Advierto una objeción a todo esfuerzo por mejorar la condición humana: la de que quizá los hombres son indignos de él. Pero la desecho sin esfuerzo: mientras el sueño de Calígula siga siendo irrealizable y el género humano no se reduzca a una sola cabeza ofrecida al cuchillo, tendremos que tolerarlo, contenerlo, utilizarlo para nuestros fines; nuestro interés bien entendido será el de servirlo. Mi manera de obrar se basaba en una serie de observaciones sobre mí mismo, hechas desde mucho tiempo atrás; toda explicación lúcida me ha convencido siempre, toda cortesía me conquista, toda felicidad me da casi siempre la cordura. Y sólo escuchaba a medias a los bien intencionados que afirman que la felicidad relaja, que la libertad reblandece, que la humanidad corrompe a aquellos en quienes se ejerce. Puede ser; pero en el estado actual del mundo, eso equivale a no querer dar de comer a un hombre exánime por miedo de que dentro de unos años sufra de plétora. Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños — todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas. Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil. El respeto a las leyes antiguas corresponde a lo que la piedad humana tiene de más hondo; también sirve de almohada a la inercia de los jueces. Las más remotas participan del salvajismo que se esforzaban por corregir; las más venerables siguen siendo un producto de la fuerza. La mayoría de nuestras leyes penales sólo alcanzan, por suerte quizá, a una mínima parte de los culpables; nuestras leyes civiles no serán nunca lo suficientemente flexibles para adaptarse a la inmensa y fluida variedad de los hechos. Cambian menos rápidamente que las costumbres; peligrosas cuando quedan a la zaga de éstas, lo son aún más cuando pretenden precederlas. Sin embargo, en esta aglomeración de innovaciones arriesgadas o de rutinas añejas, sobresalen aquí y allá, como sucede en la medicina, algunas fórmulas útiles. Los filósofos griegos nos han enseñado a conocer algo mejor la naturaleza humana; desde hace varias generaciones, nuestros mejores juristas trabajan en pro del sentido común. Yo mismo llevé a cabo algunas de esas reformas parciales, las únicas duraderas. Toda ley demasiado transgredida es mala; corresponde al legislador abrogaría o cambiarla, a fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza insensata no se extienda a leyes más justas. Me proponía la prudente eliminación de las leyes superfluas y la firme promulgación de un pequeño cuerpo de decisiones prudentes. Parecía llegado el momento de revaluar todas las antiguas prescripciones, en interés de la humanidad.

En España, cerca de Tarragona, un día que visitaba solo una mina semiabandonada, un esclavo cuya larga vida había transcurrido casi por completo en los corredores subterráneos, se lanzó sobre mí armado de un cuchillo. Muy lógicamente, se vengaba en el emperador de sus cuarenta y tres años de servidumbre. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi médico; su furor se calmó, y acabó convirtiéndose en lo que verdaderamente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemente aplicada hubiera mandado ejecutar de inmediato, se convirtió para mí en un servidor útil. Casi todos los hombres se parecen a ese esclavo, viven demasiado sometidos, y sus largos períodos de embotamiento se ven interrumpidos por sublevaciones tan brutales como inútiles. Quería yo ver si una libertad bien entendida no sacaría mejor partido de ellos, y me asombra que una experiencia semejante no haya tentado a más príncipes. Aquel bárbaro condenado a trabajar en las minas se convirtió para mí en el emblema de todos nuestros esclavos, de todos nuestros bárbaros. No me parecía imposible tratarlos como había tratado a ese hombre, devolverlos inofensivos a fuerza de bondad, siempre y cuando comprendieran previamente que la mano que los desarmaba era firme. Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad: Esparta hubiera sobrevivido más tiempo de haber interesado a los ilotas en su supervivencia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara.

Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas, creídas de su libertad en pleno sometimiento, sea que, suprimiendo los ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta servidumbre del espíritu o la imaginación, prefiero nuestra esclavitud de hecho. Sea como fuere, el horrible estado que pone a un hombre a merced de otro exige ser cuidadosamente reglado por la ley. Velé para que el esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos de la familia que pueda tener, ese objeto despreciable cuyo testimonio no registra el juez hasta no haberlo sometido a la tortura, en vez de aceptarlo bajo juramento. Prohibí que se lo obligara a oficios deshonrosos o arriesgados, que se lo vendiera a los dueños de lenocinios o a las escuelas de gladiadores. Aquellos a quienes esas profesiones agraden, que las ejerzan por su cuenta: las profesiones saldrán ganando. En las granjas, donde los capataces abusan de su fuerza, he reemplazado lo más posible a los esclavos por colonos libres. Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas. Hubo muchas protestas cuando desterré de Roma a una patricia rica y estimada que maltrataba a sus viejos esclavos; un ingrato que abandona a sus padres enfermos provoca mayor escándalo en la conciencia pública, pero yo no veo gran diferencia entre las dos formas de inhumanidad.

La situación de las mujeres se ve determinada por extrañas condiciones: sometidas y protegidas a la vez, débiles y todopoderosas, son demasiado despreciadas y demasiado respetadas. En este caos de hábitos contradictorios, lo social se superpone a lo natural y no es fácil distinguirlos. Tan confuso estado de cosas es más estable de lo que parece; en general, las mujeres son lo que quieren ser; o resisten a los cambios, o los aplican a los mismos y únicos fines. La libertad de las mujeres de hoy, mayor o por lo menos más visible que en otros tiempos, no pasa de ser uno de los aspectos de la vida más fácil de las épocas de prosperidad; los principios, y aun los prejuicios de antaño, no se han visto mayormente afectados. Sinceros o no, los elogios oficiales y las Inscripciones funerarias continúan atribuyendo a nuestras matronas las mismas virtudes de industriosidad, recato y austeridad que se les exigía bajo la República. Por lo demás los cambios, reales o supuestos, no han modificado en nada la eterna licencia de las costumbres de las clases inferiores o la eterna mojigatería burguesa, y sólo el tiempo mostrará si son perdurables. La debilidad de las mujeres, como la de los esclavos, depende de su condición legal; su fuerza se desquita en las cosas menudas donde el poder que ejercen es casi ilimitado. Raras veces he visto casas donde no reinaran las mujeres; con frecuencia he visto reinar también al intendente, al cocinero o al liberto. En el orden financiero, siguen legalmente sometidas a una forma cualquiera de tutela, pero en la práctica, en cada tienda de la Suburra la vendedora de aves o la frutera es la que casi siempre manda en el mostrador. La esposa de Atiano administraba los bienes familiares con admirable capacidad de hombre de negocios. Las leyes deberían diferir lo menos posible de los usos; he acordado a la mujer una creciente libertad para administrar su fortuna, testar y heredar. Insistí para que ninguna doncella sea casada sin consentimiento: la violación legal es tan repugnante como cualquier otra. El matrimonio es la cuestión más importante de su vida: justo es que la resuelvan según su voluntad.

Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres. Hoy en día, por suerte, tiende a establecerse el equilibrio entre los dos extremos; las colosales fortunas de emperadores y libertos son cosa pasada; Trimalción y Nerón han muerto. Pero un inteligente reajuste económico del mundo está todavía por hacerse. Cuando subí al poder renuncié a las contribuciones voluntarias ofrecidas al emperador por las ciudades, y que no son más que un robo disfrazado. Te aconsejo que también renuncies a ellas cuando te llegue el día. La anulación completa de las deudas de los particulares al Estado era una medida más osada, pero igualmente necesaria para hacer tabla rasa después de diez años de economía de guerra. Nuestra moneda se ha devaluado peligrosamente a lo largo de un siglo, y sin embargo la eternidad de Roma está tasada por nuestras monedas de oro; preciso es, entonces, devolverles su valor y su peso, sólidamente respaldados en las cosas. Nuestras tierras se cultivan al azar; tan sólo dos distritos privilegiados —Egipto, el África, la Toscana y algunos otros— han sabido crear comunidades campesinas que conocen a fondo el cultivo del trigo o de la vid. Una de mis preocupaciones consistía en sostener esa clase, que me proporcionaría instructores destinados a las poblaciones rurales más primitivas o más rutinarias. Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en barbecho por los grandes propietarios indiferentes al bien público; a partir de ahora, todo campo no cultivado durante cinco años pertenece al agricultor que se encarga de aprovecharlo. Lo mismo puedo decir de las explotaciones mineras. La mayoría de nuestros ricos hacen enormes donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo hacen por interés, algunos por virtud, y casi todos salen ganando con ello. Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la limosna ostentosa, y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la gestión del dominio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como trata el avaro su hucha llena de oro.

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