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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (25 page)

Pequeño, muy esbelto, pelirrojo, con manos y pies delgados, Berkeley caminaba muy recto, con una manera un tanto d’artagnanesca de girar la cabeza a derecha e izquierda, el paso gentil de un duelista imbatible. Caminaba sin hacer ruido, como un gato. Y, como un gato, convertía la habitación en donde se sentaba en un lugar cómodo, como si tuviera una fuente en sí de calor y de alegría. Si Berkeley venía y se sentaba a tu lado en medio de las humeantes ruinas de tu casa podía hacer, como un gato, que te sintieras cómoda y resguardaba. Cuando estaba a gusto pensabas que se iba a poner a ronronear como un gato grande y cuando estaba enfermo era de lo más triste y angustioso, inspiraba temor como un gato enfermo. No tenía principios, pero sí una sorprendente cantidad de prejuicios, como se puede esperar de un gato.

Si Berkeley era un caballero de los tiempos de los Estuardo, Denys hubiera estado muy bien en un antiguo paisaje inglés, de los tiempos de la reina Isabel. Se pasearía junto a Sir Philip o Sir Francis Drake. Y la gente de la época isabelina le querría, porque les recordaría a la Antigüedad, a la Atenas en la cual soñaban y de la que escribían. Denys podía ser situado armoniosamente en cualquier período de nuestra civilización
tout comme chez soi
, hasta principios del siglo XIX. Hubiera destacado en cualquier época porque era un atleta, un músico, un amante del arte y un excelente deportista. Destacaba en su época, pero no se adaptaba en ninguna parte. Sus amigos de Inglaterra siempre querían que volviera, le escribían contándole sus planes e ideas para su carrera allí, pero África le había atrapado.

El apego particular, instintivo que todos los nativos de África sentían hacia Berkeley y Denys y unas cuantas personas por el estilo, me hizo pensar en que quizá los hombres blancos del pasado, de cualquier pasado, se hubieran entendido y simpatizado mejor con las razas de color que nosotros, los de la era industrial. Cuando se construyó la primera máquina de vapor, se separaron los caminos de las razas del mundo y no se han vuelto a encontrar. Había una sombra en mi amistad con Berkeley debido a que Jama, su joven criado somalí, era de una tribu que estaba en guerra con la de Farah. Para personas que estaban familiarizadas con los sentimientos de clan de los somalíes, aquellas oscuras y profundas miradas que se intercambiaban sobre la mesa mientras nos servían a Berkeley y a mí, no presagiaban nada bueno. De madrugada nos encontrábamos hablando de qué haríamos si, al salir por la mañana nos encontráramos a Farah y Jama fríos, con dagas clavadas en sus corazones. En esto los enemigos no conocían ni el miedo ni la sensatez, y sólo los refrenaba de un baño de sangre y de la destrucción sus sentimientos de apego hacia Berkeley y hacia mí.

—No me atrevo —decía Berkeley— a decide a Jama esta noche que he cambiado de idea y que no iremos a Eldoret, donde vive la muchacha de la que está enamorado. Porque puede perderme el cariño, dejará de preocuparse de si mi ropa está cepillada y vendrá y matará a Farah.

Sin embargo, Jama nunca dejó de querer a Berkeley. Llevaban juntos mucho tiempo y con frecuencia Berkeley hablaba de él. Me contó una vez que discutiendo sobre un asunto en el que Jama pretendía tener la razón, Berkeley perdió la cabeza y golpeó al somalí.

—Pero entonces, querida —dijo—, en el mismísimo momento me respondió golpeándome en la cara.

—¿Y qué pasó después? —le pregunté.

—Oh, todo fue muy bien —dijo Berkeley modestamente. Después de un momento añadió—: No estuvo mal. Es veinte años más joven que yo.

Este incidente no dejó huellas en la actitud ni del amo ni del criado, Jama trataba de una manera tranquila, ligeramente protectora a Berkeley, como la mayor parte de los sirvientes somalíes a sus patronos. Cuando Berkeley se murió no quiso quedarse en el país, sino que se volvió a Somalia.

Berkeley sentía un amor grande y siempre insatisfecho por el mar. Uno de sus sueños favoritos era que él y yo, cuando tuviéramos dinero, compráramos una embarcación y fuéramos a comerciar a Lamu, Mombasa y Zanzíbar. Los planes ya los teníamos y hasta una tripulación dispuesta, pero nunca tuvimos el dinero.

Cuando Berkeley estaba cansado o enfermo pensaba en el mar. Se quejaba de su estupidez por haber vivido siempre lejos del agua salada y usaba palabras muy duras sobre ello. Una vez, cuando yo iba a hacer un viaje a Europa y él estaba de ese talante, para complacerle concebí el plan de traer dos fanales marinos, de proa y de popa, para colgarlos en la entrada de mi casa, y se lo dije.

—Sí, sería bonito —dijo—, la casa sería así como un barco. Pero tienen que haber navegado.

Así que en Copenhague, en una tienda de objetos marinos en uno de los viejos canales, compré un par de fanales viejos y pesados, que habían navegado durante años por el Báltico. Los colgamos a cada lado de la puerta, hacia oriente, y nos alegró pensar que los fanales estaban correctamente colocados; como la tierra, en su curso a través del éter, iba siempre hacia adelante, pero no había peligro de colisión. Los fanales fueron una alegría para Berkeley. Solía venir a la granja muy tarde y por lo general a gran velocidad, pero cuando los fanales estaban encendidos conducía despacio mientras subía el camino, para dejar que las estrellitas verdes y rojas de la noche se sumergieran en su alma y trajeran a la superficie viejos cuadros reminiscentes de viajes en barco, y sentir que se aproximaba a un navío silencioso en aguas oscuras.

Desarrollamos un sistema de señales con los fanales, cambiándolos de lugar o desmontando uno, de manera que podía saber, aún en el bosque, de qué humor iba a encontrar a su anfitriona y qué clase de cena le esperaba.

Berkeley, como su hermano Galbraith Cole y su cuñado Lord Delamere, era uno de los primeros colonos, un pionero de la colonia, e íntimo de los masai, que en aquellos tiempos constituían la nación dominante del país. Los conocía desde antes que llegara la civilización europea —que en el fondo de sus corazones ellos odiaban más que nada en el mundo— y les cortara sus raíces; antes de que les obligaran a abandonar su hermoso país del norte. Les hablaba de los viejos tiempos en su propia lengua. Cuando Berkeley estaba en la granja, los masai venían hasta el río para vedo. Los viejos jefes se sentaban y discutían sus problemas actuales con él, sus bromas les hacían reír y era como si se riera una piedra dura.

El conocimiento y la amistad que Berkeley tenía con los masai, hizo que se escogiera la granja como escenario de una imponente ceremonia.

Cuando estalló la gran guerra y los masai se enteraron, su sangre de antigua tribu guerrera hirvió. Soñaron con espléndidas batallas y matanzas y ya veían volver la gloria del pasado. Sucedió que yo estuve fuera durante los primeros meses de la guerra, sola con nativos y somalíes, haciendo un transporte para el Gobierno inglés; llevaba laboriosamente tres carromatos tirados por bueyes a través de la reserva masai. Doquiera que la gente de un nuevo distrito oía que yo llegaba venían y rodeaban mi campamento, para hacerme cien preguntas acerca de la guerra y de los alemanes —¿era verdad que iban a venir por el aire?—. En sus mentes corrían sin aliento en busca de peligro y muerte. Por la noche los jóvenes guerreros se congregaban en torno a mi tienda, pintados con los colores de la guerra, con sus lanzas y espadas; a veces, para demostrarme cómo eran de verdad daban cortos rugidos, imitando a los leones. No dudaban que les dejarían ir a luchar.

Pero el Gobierno inglés pensó que no era sensato organizar a los masai para hacer la guerra a hombres blancos, aunque fueran alemanes, y les prohibió pelear, poniendo fin a sus esperanzas. Los kikuyus tomaron parte en la guerra como porteadores, pero los masai tuvieron que mantenerse alejados de las armas. Pero en 1918, cuando se aprobó el reclutamiento de los demás nativos de la colonia, el Gobierno convocó también a los masai. Un oficial del KAR con su regimiento fue enviado a Narok para buscar a trescientos morani que sirvieran como soldados. Pero por esa época los masai habían perdido interés hacia la guerra y rehusaron ir. Los morani del distrito desaparecieron entre los bosques y la espesura. Persiguiéndoles las tropas del KAR dispararon por equivocación contra una
manyatta
y mataron a dos ancianas. Dos días después la reserva masai estaba en abierta rebelión, multitud de moranis recorrían el país, mataron a unos cuantos comerciantes indios y quemaron más de cincuenta
dukhas
. La situación era grave y el Gobierno no quería forzarla. Enviaron a Lord Delamere a negociar con los masai y, al final, se consiguió un compromiso. A los masai se les permitió no enrolar a los trescientos moranis y se les sancionó con una multa conjunta en castigo por su devastación de la reserva. No apareció ningún morani, pero el armisticio puso fin al asunto.

Durante el tiempo en que sucedieron esos acontecimientos, algunos de los ancianos grandes jefes masai fueron muy útiles a los ingleses militarmente, enviando a los jóvenes a vigilar los movimientos de los alemanes en la reserva y en la frontera. Ahora que la guerra había acabado el Gobierno quería mostrarles el reconocimiento de sus servicios. Desde la patria se enviaron una cierta cantidad de medallas para distribuir entre los masai y a Berkeley, que los conocía tan bien y podía hablar en su lengua, le pidieron que hiciera entrega de doce de ellas.

Mi granja lindaba con la reserva masai y Berkeley vino a preguntarme si podía quedarse conmigo y entregar las medallas en mi casa. Se sentía un poco nervioso por el acto y me dijo que no tenía una idea muy clara de qué esperaban que hiciera. Un domingo hicimos en automóvil un largo viaje por la reserva y hablamos con la gente de las
manyattas
para convocar a los jefes en cuestión en la granja tal día. Cuando era muy joven Berkeley había sido oficial en el IX de Lanceros y, según me dijeron, fue su oficial más apuesto. Cuando volvíamos al atardecer en el automóvil comenzó a hablar de la profesión y de la mentalidad militares, como un civil.

La distribución de medallas, aunque en sí no tenía especial importancia, fue un acontecimiento de grandes dimensiones y peso. Tanta sabiduría, sagacidad y tacto fueron desplegados por ambas partes que lo convirtieron en un acto para la historia del mundo o en símbolo:

Su Oscuridad y su Resplandor,

intercambiaron saludos de extremada cortesía.

Los ancianos masai llegaron seguidos por sus servidores o sus hijos. Se sentaron y esperaron en el prado, discutiendo de vez en cuando sobre mis vacas que allí pastaban, quizá con la lejana esperanza de que en recompensa de sus servicios les darían una como regalo. Berkeley les hizo esperar un largo rato para, yo creo, mantenerlos en su sitio, entre tanto se hizo llevar una butaca al prado en frente de la casa, para sentarse mientras distribuía las medallas. Cuando finalmente salió de la casa parecía, en aquella oscura compañía, de tez muy blanca, pelirrojo, y de ojos más claros que nunca. Tenía todo el porte y la expresión vivaz y simpática de un joven y eficiente oficial, de manera que me di cuenta que Berkeley, que podía decir con su rostro tantas cosas, era capaz, en un momento de necesidad, de mostrar una absoluta inexpresividad. Le seguía Jama, vestido con un justillo árabe muy hermoso, todo adornado de oro y plata, que Berkeley le había hecho comprar para aquella ocasión, y que llevaba un estuche con las medallas.

Berkeley se puso de pie delante de la butaca para hablar y tanta energía había en la erguida, delgada y pequeña figura, que los ancianos se pusieron en pie frente a él, mirándole gravemente. No puedo decir lo que dijo en su discurso porque fue en masai. Sonaba como si estuviera informando brevemente a los masai que un increíble beneficio les era otorgado y que la explicación de ello residía en su propio e increíble comportamiento, digno de todo elogio. Pero viendo a Berkeley hablar y los rostros de los masai no entendías nada, así que podía estar diciendo todo lo contrario de lo que yo imaginaba. Cuando hubo terminado, sin un momento de pausa, hizo que Jama trajera el estuche, tomó las medallas, leyó solemnemente uno tras otro los nombres de los jefes masai y se las entregó con un brazo generosamente extendido. Los masai las cogían muy silenciosos, con la mano abierta. Una ceremonia así sólo podía salir bien con dos partes que tenían noble sangre y grandes tradiciones familiares; la democracia no tiene por qué ofenderse.

Una medalla tiene un inconveniente para dársela a un hombre desnudo, porque no tiene dónde ponérsela y los ancianos jefes masai se quedaron con ellas en la mano. Al cabo de un rato un hombre muy viejo se acercó a mí con la medalla en la mano y me preguntó qué decía. Se lo expliqué lo mejor que pude. La medalla de plata tenía, por un lado, una cabeza de Britannia, en el otro las palabras:
La Gran Guerra por la Civilización.

Más tarde conté a algunos amigos ingleses el incidente aquel de las medallas, y dijeron:

—¿Por qué no estaba la cara del rey en las medallas? Fue un gran error.

Yo no pensaba lo mismo, me parece que las medallas no deben ser demasiado atractivas y que todo había quedado muy bien. Quizá son las cosas que nos darán cuando recibamos nuestra recompensa en el cielo.

Cuando Berkeley se puso enfermo yo estaba a punto de irme a Europa de vacaciones. Pertenecía entonces al Consejo Legislativo de la colonia y le telegrafié: «Ven a Ngong durante duración consejo, trae botellas». Su respuesta fue: «Tu telegrama llegó del cielo, voy con botellas». Pero cuando llegó a la granja con su automóvil lleno de vino, no tenía ganas de beberlo. Estaba muy pálido y a veces muy silencioso. Su corazón iba mal y no podía estar sin Jama, que había aprendido a ponerle las inyecciones, tenía muchas preocupaciones que le abrumaban; vivía con el miedo de perder su granja. A pesar de todo, por su presencia convirtió mi casa en un lugar privilegiado, un cómodo rincón del mundo.

—Ha llegado el momento de mi vida, Tania —me dijo gravemente—, en que sólo puedo andar en los mejores automóviles, fumar los mejores cigarros y beber los mejores vinos. Un día me dijo que el médico le había ordenado pasar un mes en la cama. Le dije que lo hiciera y se quedara un mes en Ngong, yo renunciaría al viaje, le cuidaría e iría a Europa al año siguiente. Pensó un momento mi oferta.

—Querida —dijo— no podría hacerlo. Si lo hiciera para agradarte, ¿qué sería de mí después?

Me despedí de él con el corazón entristecido. Mientras navegaba a casa, pasando Lamu y Takaunga, por donde iba nuestro barco, pensé en él. Pero en París me dijeron que se había muerto. Había caído fulminado ante su casa, al salir de su automóvil. Fue enterrado en su granja, donde él hubiera querido.

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