Read Memorias de África Online

Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (29 page)

No le dije nada a Esa de lo que había ocurrido hasta noche siguiente en que lo recordé y le conté que había encontrado a su antigua ama y lo que me dijo. Para mi sorpresa Esa se puso inmediatamente fuera de sí de miedo y de desesperación:

—¡Oh, por qué no me lo dijiste antes,
Memsahib
! —dijo—, esa señora hará lo que te dijo, debo irme esta misma noche.

—Es absurdo —dije—. No creo que puedan llevarte así como así.

—Que Dios me ayude —dijo Esa—. De lo que tengo miedo es de que ya sea demasiado tarde.

—¿Pero qué voy a hacer sin cocinero, Esa? —le pregunté.

—Bueno —dijo Esa—, no me tendrá usted de cocinero ni cuando esté en el Cuerpo de Porteadores, ni cuando esté muerto, como seguramente lo estaré muy pronto.

Tal era el miedo al Cuerpo de Porteadores en la gente en aquellos tiempos, que Esa no quiso escucharme. Me pidió que le prestara un farol y se fue en plena noche hacia Nairobi, con todas las propiedades que tenía en el mundo metidas en un hatillo.

Esa estuvo fuera de la granja durante más de un año. Durante todo ese tiempo lo vi un par de veces en Nairobi y una vez lo encontré en la carretera. Había envejecido y adelgazado durante aquel tiempo, su rostro se había afilado y su redonda y oscura cabeza se volvía gris. En la ciudad no se hubiera parado para hablarme, pero cuando nos encontramos en la carretera y paré el automóvil, dejó en el la cesta de pollos que llevaba en la cabeza y se sentó para charlar.

Seguía teniendo como antes un carácter bondadoso, pero había cambiado y ahora era difícil comunicarse con él; durante toda nuestra conversación permaneció como ausente, como si estuviera lejos de allí. El destino lo había maltratado, había sufrido un miedo mortal y había tenido que encontrar recursos desconocidos para mí y, a través de esas experiencias, se purificó o clarificó. Era como hablar con un antiguo conocido que hubiera entrado en el noviciado de un monasterio.

Me preguntó cosas de la granja, convencido, como suelen estarlo los sirvientes nativos, de que sus compañeros, en su ausencia, se portan de la peor manera posible con sus amos blancos.

—¿Cuándo terminará la guerra? —me preguntó.

Le dije que me habían contado que no podría seguir durante mucho más tiempo.

—Si tarda diez años más —dijo— debe saber que habré olvidado los platos que usted me enseñó.

La mente del pequeño y viejo kikuyu, en la carretera que atravesaba la llanura, se parecía a la de Brillat Savarin, que dijo que si la Revolución hubiera durado cinco años más, se hubiera perdido el arte de preparar ragout de pollo.

Era evidente que los pesares de Esa eran por mí, así que para terminar con su conmiseración le pregunté cómo estaba él. Pensó sobre mi pregunta durante un minuto, hay pensamientos que se deben recoger desde muy lejos antes de poder contestar. —¿Recuerdas,
Memsahib
—me dijo finalmente—, que me decías lo duro que debía ser para los bueyes de los contratistas indios de leña ser uncidos todos los días y no tener ni un día de descanso, como tenían los bueyes de la granja? Ahora, con la señora, estoy como el buey de unos contratistas indios de leña.

Esa miraba para otro lado mientras hablaba, como disculpándose, los nativos no se muestran sensibles con los animales; lo que yo había dicho sobre los bueyes de los indios probablemente le había llamado la atención como algo muy exagerado. Que volviera a esa historia era algo que ni él mismo entendía muy bien por qué. Durante la guerra me molestaba mucho que todas las cartas que escribía o que recibía vinieran abiertas por un pequeño y soñoliento censor sueco de Nairobi. No pudo encontrar nunca nada sospechoso en ellas, pero llegó, supongo, en su monótona vida a tomar interés por la gente de que trataban y leía mis cartas como se lee un serial en una revista. Yo solía añadir en mis cartas unas cuantas amenazas contra el censor, diciendo lo que le pasaría al terminar la guerra, para que las leyera. No sé si sería porque recordó las amenazas; o por qué se arrepintió, el caso es que cuando terminó la guerra me envió a un mensajero a la granja con la noticia del armisticio. Estaba sola en casa cuando llegó el mensajero; salí a caminar por el bosque. Todo estaba allí silencioso y resultaba curioso pensar que también estarían silenciosos los frentes de Flandes y Francia. Todas las armas se habían callado. En aquel silencio Europa y África parecían más cercanas entre sí, como si pudieras llegar caminando por el sendero del bosque hasta la loma de Vimy. Cuando volví a casa vi a una persona que esperaba fuera. Era Esa con su hatillo. Me dijo que volvía y que traía un regalo.

El regalo de Esa consistía en un dibujo, enmarcado y con cristal, de un árbol realizado con mucho cuidado en tinta, cada una de sus cien hojas pintadas en verde claro. Sobre cada hoja, en diminutas letras arábigas, había una palabra escrita en tinta roja. Pensé que eran citas del Corán, pero Esa era incapaz de explicarme qué significaban, continuó limpiando el cristal con su manga y asegurándome que era un regalo muy bueno. Me dijo que se lo había encargado durante su año de tribulación al viejo sacerdote mahometano de Nairobi, que debía haber trabajado muchas horas en él.

Esa se quedó conmigo hasta que murió.

Las iguanas

En la reserva, a veces me encontraba con iguanas, los grandes lagartos, mientras tomaban el sol sobre una piedra plana en el lecho de un río. No tienen nada de bonito en su forma, pero su colorido es extraordinariamente hermoso. Brillan como piedras preciosas o como las vidrieras de una vieja iglesia. Cuando, al acercarte, huyen rápidamente, hay un relámpago de azul, verde y púrpura sobre la piedra, los colores parecen permanecer tras ella en el aire, como la cola luminosa de un cometa.

Una vez maté a una iguana pensando que podría hacer algo bonito con su piel. Ocurrió algo extraño, de lo que no me podré olvidar nunca. Cuando fui hacia ella, que yacía muerta sobre una piedra, realmente mientras andaba unos pocos pasos, se fue apagando y volviéndose pálida. Todos los colores desaparecieron como en un largo suspiro y, cuando la toqué, estaba gris y opaca como un grumo de cemento. Era la viva e impetuosa pulsación de la sangre dentro del animal la que irradiaba hacia afuera aquel brillo y esplendor. Ahora que la llama se había apagado, que su alma se había ido, la iguana estaba tan muerta como un puñado de arena. Con frecuencia he matado iguanas y siempre recordaba la de la reserva. Una vez, en Meru, vi a una joven nativa con un brazalete, una banda de cuero de dos pulgadas de ancho y adornada con cuentas de color turquesa muy pequeñas que cambiaban de color y se volvían verde, azul celeste y ultramar. Era algo extraordinariamente vivo; parecía que el brazo respiraba, así que me encapriché y mandé a Farah a comprarlo. Tan pronto como lo puse sobre mi brazo lo abandonó el espectro. Ahora no era nada, era una pieza de bisutería pequeña y barata. Había sido el juego de los colores, el duelo entre la turquesa y el
negre
—ese movedizo, dulce negro amarronado, como turba y cerámica negra de la piel nativa— lo que le había dado vida al brazalete.

En el museo Zoológico de Pietermariztzburg vi un pez de aguas profundas disecado en una vidriera, con la misma combinación de colores, que había sobrevivido a la muerte; me hizo preguntarme qué clase de vida habrá allí, en el fondo del mar, que encierra algo tan vivo y fresco. Allí, en Meru, miraba mi pálido brazo y el brazalete muerto, era como si se hubiera cometido una injusticia con algo noble, como si se hubiera eliminado la verdad. Me pareció tan triste que recordé la frase de un héroe en un libro que había leído de niña: «Los conquisté a todos, pero yazgo entre tumbas».

En un país extranjero y con especies de vida extrañas se debe de tener cuidado para ver qué cosas conservan su valor después de la muerte. A los colonos del África Oriental les doy un consejo: «Por el bien de vuestros ojos y de vuestro corazón, no matéis iguanas».

Farah y el Mercader de Venecia

Una vez un amigo me escribió desde mi país y me describía una nueva escenificación de El Mercader de Venecia. Por la tarde leí la carta una y otra vez, la obra fue adquiriendo vida para mí y me parecía que llenaba la casa, así que llamé a Farah para hablar con él y explicarle el argumento de la comedia.

A Farah, como a todas las personas de sangre africana, le gustaba escuchar un cuento, pero sólo cuando estaba seguro de que él y yo estábamos solos en la casa consentía en escucharlo. Yo narraba y él escuchaba, cuando los sirvientes habían vuelto a sus cabañas y cualquiera que anduviera por la granja, mirando por las ventanas, hubiera creído que estábamos discutiendo asuntos domésticos, Farah inmóvil de pie, al otro lado de la mesa, con sus graves ojos en mi rostro.

Farah siguió atentamente los asuntos de Antonio, Bassanio y Shylock. Era un asunto grande y complicado, de algún modo al margen de la ley, algo muy real para un somalí. Me hizo una o dos preguntas sobre la cláusula de la libra de carne; estaba claro que le parecía un trato excéntrico, pero no imposible; los hombres podían dedicarse a ese tipo de cosas. Y aquí la historia comenzaba a oler a sangre, su interés creció. Cuando Portia apareció en escena aguzó los oídos; me imagino que la veía como a una mujer de su propia tribu, Fátima, con todas las velas desplegadas, hábil e insinuante, más lista que cualquier hombre. Las gentes de color no toman partido en un cuento, el interés para ellos reside en lo ingenioso de la trama; y los somalíes, que en la vida real tienen un sólido sentido de los valores y un don de indignación moral, se olvidan de eso en las ficciones. Las simpatías de Farah estaban con Shylock, que prestaba el dinero; le repugnaba su derrota.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Por qué renunció el judío a su exigencia? No debía haberlo hecho. Le debían la carne, era muy poca para tanto dinero.

—¿Pero qué otra cosa podía hacer —le pregunté— cuando no podía derramar ni una sola gota de sangre?


Memsahib
—dijo Farah—, podía haber usado un cuchillo al rojo vivo. Así no sale sangre.

—Pero —le dije— no le permitían tomar más que una libra, ni más ni menos.

—Y qué —dijo Farah—, ¿se asustaría por eso precisamente un judío? Podía haber ido cogiendo pedacitos cada vez, con una balanza pequeña en la mano para ir pesando, hasta que tuviera justamente una libra. ¿Es que el judío no tenía amigos que le aconsejaran?

Todos los somalíes tienen en su talante algo extraordinariamente dramático. Farah, con un ligero cambio en el aire y en la actitud, había tornado un aspecto peligroso, como si de verdad estuviera en el Tribunal de Venecia, dando ánimos a su amigo o socio Shylock frente a la muchedumbre de amigos de Antonio y al mismísimo Dux de Venecia. Sus ojos inquietos miraban de arriba abajo al Mercader que estaba delante de él, con su pecho desnudo ofreciéndose al cuchillo.

—Mira,
Memsahib
—dijo—, podía haber cogido pedazos pequeños, muy pequeños. Podía haberle hecho sufrir mucho bastante antes de coger la libra de su carne.

Dije:

—Sí, pero en el cuento el judío renuncia.

—Sí, pero fue una gran lástima —dijo Farah.

La élite de Bournemouth

Tenía como vecino a un colono que había sido médico en su patria. Una vez cuando la esposa de uno de mis sirvientes estaba a punto de morir en un parto y yo no podía llevarla hasta Nairobi porque las grandes lluvias habían destrozado los caminos, le escribí a mi vecino y le pedí que por favor viniera y me ayudara. Muy amablemente vino en medio de una terrible tormenta y de torrentes de lluvia tropical y, en el último momento, gracias a su pericia, salvó la vida de la mujer y el niño.

Después me escribió una carta para decirme que, aunque había una vez, a petición mía, tratado a una nativa, debía de entender que ese tipo de cosas no podían ocurrir más. Estaba convencido de que yo me daría plenamente cuenta de ello cuando supiera que él antes había ejercido con la élite de Bournemouth.

Sobre el orgullo

La vecindad del Cazadero y la presencia, al otro lado de la frontera de la caza mayor, daba un carácter particular a la granja, como si fuéramos vecinos de un gran rey. Nos rodeaban cosas llenas de orgullo y hacían sentir su presencia.

El bárbaro ama su propio orgullo y odia o descree del ajeno. Yo quiero convertirme en un ser civilizado, amar el orgullo de mis adversarios, de mis criados y de mi amante; y mi casa será, con toda su humildad, un lugar civilizado en media de la selva.

El orgullo es la fe en la idea que Dios tuvo cuando nos creó. Un hombre orgulloso es consecuente de esa idea y aspira a realizada. No lucha por la felicidad o por la comodidad, que quizá sean irrelevantes con respecto a la idea que Dios tiene de él. Su realización es la idea de Dios, plenamente lograda, y está enamorado de su destino. Al igual que el buen ciudadano encuentra su felicidad en el cumplimiento de su deber hacia la comunidad, así el hombre orgulloso encuentra su felicidad en el cumplimiento de su destino.

La gente que no tiene orgullo no es consciente de que Dios haya tenido una idea al crearla, y a veces te hacen dudar de que haya existido una idea, o de que si ha existido se perdió, ¿y quién la encontrará de nuevo? Acepta como realización lo que otros ordenan que lo sea, y toman su felicidad, e incluso su propio ser, de la moda del día. Tiemblan, y con razón, ante su destino.

Ama el orgullo de Dios por encima de todas las cosas y el orgullo de tus vecinos como algo propio. El orgullo de los leones: no los encerréis en los zoológicos. El orgullo de vuestros perros: no les dejéis engordar. Ama el orgullo de tus compañeros y no les permitas la autocompasión.

Ama el orgullo de las naciones conquistadas y déjales honrar a sus padres y a sus madres.

Los bueyes

El sábado por la tarde era un tiempo sagrado. Lo primero de todo es que no había correo hasta el lunes por la tarde, así que no te podían hacer perder el tiempo las angustiosas cartas de negocios hasta entonces, yeso parecía encerrar al lugar como una ciudadela. Lo segundo era que todo el mundo pensaba en el día siguiente, el domingo, cuando podían descansar o jugar durante todo tiempo, y los aparceros trabajar su tierra. Más que cualquier otra cosa me gustaba pensar en el sábado de los bueyes. Solía ir a visitar su redil a las seis de la tarde, cuando volvían después del trabajo de la jornada y de unas cuantas horas de pasto. «Mañana», pensaba, «no tendrán nada que hacer, sino pastar durante todo el día».

Other books

About Last Night by Belle Aurora
Fire and Rain by Andrew Grey
Ellen in Pieces by Caroline Adderson
Andromeda’s Choice by William C. Dietz
Only for You by Beth Kery
Dream Unchained by Kate Douglas
No Romance Required by Cari Quinn
The Unnamable by Samuel beckett
To Love a Wicked Scoundrel by Anabelle Bryant