Memorías de puercoespín (11 page)

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Authors: Alain Mabanckou

Tags: #Humor

mi dueño era cuanto menos un hombre tranquilo, en realidad, no había que buscarle las cosquillas, creo que lo vi tener una discusión con alguien una o dos veces solamente, y me refiero al viejo Moudiongui, el recolector de vino de palma, tal vez el mejor recolector de vino de palma de Sekepembe, se conocían muy bien, él y mi dueño, no me habría imaginado que un día me vería obligado a tomarla con ese palurdo, digamos que su vida se limitaba al vino de palma, sabía cómo extraer el mwengue, el mejor vino que una palmera pueda dar, a las mujeres del pueblo les pirraba porque era el vino memos amargo, ahora bien, lo peor con el mwengue es que ni siquiera te das cuenta de su embriaguez, te pones a beberlo cubilete tras cubilete, no te das cuenta de que estás carcajeándote como una hiena, y hasta el momento de levantarte no te percatas de que ya no dominas las piernas, entonces caminas ladeado como un cangrejo, la gente se parte el pecho y dice «ahí va otro que ha consumido el mwengue del viejo Moudiongui» y ahora mi dueño había adquirido la mala costumbre de echar un poco de mwengue en su líquido iniciático a fin de edulcorarlo, ya sólo quería beber su brebaje mezclado con ese vino de palma del viejo Moudiongui, por lo tanto, cada mañana, el palurdo pasaba por la cabaña de Kibandi para dejar un litro de vino de palma, recordaba la memoria de la mamá Kibandi y se quejaba de lo deprisa que pasaba el tiempo, era de hecho para ablandar a Kibandi, incitarlo a darle más dinero, mi dueño apenas lo escuchaba y le entregaba un billete de banco arrugado, Kibandi estaba convencido de que el vino de palma añadía virtud al
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, ahora bien, el viejo Moudiongui se volvía caprichoso, ponía morros por cualquier cosa, a veces Kibandi se veía obligado a ir a despertarlo para que fuera a la sabana a recolectar el vino de palma, y, sacando provecho de la dependencia de mi dueño por ese vino, el viejo aumentaba el precio del litro a su antojo, o lo tomaba o lo dejaba, «si no estás de acuerdo, vete tú mismo a extraer el mwengue, caramba, de lo contrario, paga el precio que quiero y sanseacabó», Moudiougui pretendía que el mwengue escaseaba cada vez más, que las palmeras de la región ya no daban ese vino especial, que mi dueño debía contentarse con el vino de palma normal, y un día el viejo trajo mwengue como de costumbre, mi dueño lo probó, le asaltó la duda, se percató de que no era mwengue auténtico, que el viejo le había dado gato por liebre, no dijo nada, más bien me llamó una noche y me dijo «mira, mañana, al rayar el alba, a la hora en que la campiña se blanquea, quiero que sigas a ese capullo de recolector de vino de palma, hay algo que me da mala espina en su comportamiento, lo presiento, ve a ver pues como trabaja», y seguí al tío muy temprano al día siguiente, lo vi desaparecer en el bosque, llegar a un lugar en que las palmeras crecían hasta perderse de vista, lo vi alcanzar la copa de una palmera en lo alto de la cual había colgado sus cantimploras el día anterior, las retiró, estaban llenas, volvió a bajar, se sentó al pie de ese árbol, se sacó una pequeña bolsita del bolsillo, lo sorprendí vertiendo azúcar en el vino de palma que acababa de extraer, y como la tenía tomada con mi dueño, hasta escupió en la cantimplora mascullando palabras feas, más tarde se lo hice saber a Kibandi, y entonces, cuando el recolector de vino de palma compareció ante la cabaña de Kibandi para proponerle ese brebaje matarratas, se encontró frente a un hombre que le escupió la verdad, los oí en plena discusión, el viejo Moudiongui quería a toda costa venderle el vino de palma, mi dueño contestaba que no era mwengue auténtico, y se intercambiaron todas las lindezas habidas y por haber, el viejo Moudiongui insulto a mi dueño, «pobre esqueleto, estás muerto desde hace tiempo, tienes envidia de mi oficio porque no eres más que un pobre carpintero de armar, eres incapaz de trepar ni siquiera a un mango, los tíos como tú son unos caguetas, unos maniongi, unos ngebes, unos ngoubas ya ko pola», Kibandi no respondió a esos insultos en lengua bembe, se contentó con decir al recolector de vino de palma «ya veremos, ya veremos quién es un maniongi, un ngebe, un ngouba ya ko pola», el viejo Moudiongui dijo, antes de irse, «ya veremos qué cosa, eh, no eres más que un pobre desgraciado, ya no cuentes conmigo para beber mwengue en este pueblo, pobre cadáver, tu madre te espera en el cementerio»

dejé a mi dueño con su otro yo, los dos estaban tumbados en la última estera trenzada por la mamá Kibandi, el día comenzaba a nacer, llegué al pie de la misma palmera en que la última vez había sorprendido al recolector de vino de palma mezclando azúcar en la cantimplora y escupiendo dentro, me tomé tiempo para trepar, esconderme en la copa de ese árbol, a unos centímetros de sus cantimploras colgadas muy arriba y que desbordaban de vino de palma, unas abejas ya habían emprendido una fiesta alrededor, vi llegar al viejo Moudiongui, me pareció ansioso porque miraba a diestro y siniestro, no comprendía cómo mi dueño se había enterado de sus pequeños trapicheos, lo vi disponer los cordeles que iba a utilizar para llegar hasta la cima de la palmera, y ahora trepaba, trepaba aún, pero al llegar a la mitad del recorrido barrió con la mirada los alrededores como para asegurarse de que nadie le había seguido la pista, y entonces, aliviado, continuó trepando, ya no estaba muy lejos de sus cantimploras, y cuando levantó la cabeza, por los pinchos de un puercoespín, se cruzó con mis ojos a la vez sombríos y resplandecientes era demasiado tarde para él, dos de mis pinchos ya se habían despegado y lo habían alcanzado en pleno rostro, el anciano resbaló, trató de aferrarse a una rama de framboyán que rozaba la palmera, en balde, lo oí caer, aterrizar como un saco de patatas abajo, con las piernas y los brazos separados, los aldeanos lo encontraron en ese lugar al cabo de un día, con los ojos desmesuradamente abiertos, el rostro petrificado, y la población concluyó que se había hecho demasiado mayor para extraer el vino de palma, que más le habría válido jubilarse tiempo atrás e iniciar a uno de los jóvenes de Sekepembe para que éste tomara el relevo

el problema con Youla es que debía dinero a mi dueño, es sin duda uno de los episodios que más me parte el corazón hasta ahora porque, bien mirado, provocó con creces la desaparición de Kibandi, pero es preciso que te cuente esto con menos precipitación, me sentía incómodo después de haber cumplido esta misión, reveía sin cesar el rostro de la víctima, su inocencia, encontraba que Kibandi había ido demasiado lejos esta vez, acaso tenía derecho a expresarle mis sentimientos, eh, un doble no tiene por qué juzgar ni discutir, aún menos dejarse llevar por los remordimientos hasta el punto de paralizar la evolución de las cosas, y para mi ese acto era uno de los más gratuitos que cometimos, Youla era un padre de familia tranquilo, un pequeño campesino sin educación cuya actividad no marchaba bien, tenía una mujer que lo quería y acababa de tener un hijo con ella, un bebé que apenas abría los ojos, y entonces, un día, y no sé por qué, hubo esa historia de deuda entre él y Kibandi, Youla vino a verle para pedirle dinero prestado, y eso que la suma era ridícula, debía devolvérsela la semana siguiente, quería, al parecer, comprar medicamentos para su hijo y juró que liquidaría la deuda en el momento y la hora convenidas, se rebajó, se puso de rodillas, derramó lágrimas ya que nadie había querido prestarle la suma irrisoria, Kibandi le hizo ese favor, él cuyos ahorros mermaban de año en año desde que había renunciado a la carpintería de armar, además los billetes que entregó a Youla estaban tan sucios y arrugados que parecía haberlos sacado de una papelera, y pasó una semana, Kibandi no vio a nadie delante de su cabaña, pasó otra semana, Youla no compareció, había desaparecido de la circulación, mi dueño pensaba con toda la razón que escurría el bulto, entonces fue a su domicilio a cabo de dos meses, 1e dijo que le devolviera su dinero, si no las cosas iban a acabar mal entre ellos, y como el hombre estaba borracho ese día, se echo a reír burlonamente, insultó a Kibandi, le dijo que se quitara de su vista, que fuera a arrastrar su armadura osea un poco más lejos, lo cual no dejó de hinchar las narices a mi dueño que le hizo la siguiente reflexión, «encuentras dinero para empinar el codo y eres incapaz de liquidar tus deudas», y como Youla se carcajeaba como un loco, Kibandi agregó secamente y en voz alta «cuando no se tiene dinero, no se hacen niños», Youla, con todo el morro, masculló «acaso te debo yo dinero, eh, te equivocas de persona, sal de mi parcela», su esposa tomó partido, conminó a su vez a mi dueño que ahuecara el ala, de lo contrario llamaría a un sabio del consejo del pueblo, y cuando mi dueño regreso a su casa despechado, lo vi hablar a solas, proferir tacos, yo sabía que las cosas iban a acabar mal para Youla, jamás había visto a Kibandi en tal estado, ni siquiera cuando el joven pretencioso Amédée lo había tratado de enfermo, y me llamó volando, era una urgencia, ya no podía esperar, Youla se iba a enterar de como las gastaba mi dueño, y, a medianoche, después de que mi dueño tragara una sobredosis de
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, esta vez sin mezclarlo con el mwengue para edulcorarlo, estuvimos listos, el otro yo de mi dueño nos acompañaba por una vez, aunque no veía yo precisamente cuál sería su papel, llegamos los tres frente a la concesión del campesino, su casa era tan vetusta que hasta un un asno podía penetrar en ella por los agujeros de las fachadas principales, mi dueño se sentó al pie de un framboyán, su otro yo estaba detrás de él y nos daba la espalda como de costumbre cuando estaba en movimiento, di la vuelta a la cabaña, accedí al dormitorio, vi a Youla roncar sobre una estera mientras su mujer estaba en la cama, al otro lado de la pieza, seguro que sucedía esto cada vez que el esposo estaba borracho, y atravesó la habitación, me orienté hacia el cuarto del niño, en cuanto me acerqué al bebé, se me encogió el corazón, quise volver sobre mis pasos, el otro yo de Kibandi estaba detrás de mi, me pregunté por qué mi dueño había decidido atacar a1 chiquillo en vez de atacar al hombre que le debía dinero, o si mucho me apuras, a su esposa que había osado tomar partido durante su disputa, los pinchos se me habían vuelto pesados y perezosos, me decía que no podría proyectar uno solo, no había atacado a un niño hasta ese día, debía encontrar un móvil para fortalecer mi determinación y volver a dar energía a mis armas, pero qué móvil encontrar, no veía ninguno, y entonces, de golpe y porrazo, me dije que mi dueño tenía cuanto menos razón al recordar a ese tío que cuando no se tiene dinero no se hacen hijos, me acordé también de que el viejo puercoespín que nos gobernaba profesaba antaño que los hombres eran malos, sus hijos incluidos, porque «
las crías de tigre no nacen sin sus garras
», así que era preciso atribuir un vicio a ese Youla, era preciso encontrarle un defecto imperdonable, y me repetí que ese tío era un borrachín, encima su pobre chiquillo tendría una existencia de mierda con ese campesino sin educación por padre, me murmuré esos últimos argumentos para barrer la ola de remordimientos, ahuyentar la compasión que me dormía los pinchos, que recobraron de pronto su energía, ahora los sentía rechinar, la ira de mi dueño se había adueñado de mi, era como si Youla me debiera dinero, y ya no reparé en que el ser que había frente a mí sólo era un pobre inocente, me decía al contrario que nuestra acción más bien lo liberaría, lo aliviaría, Youla no merecía ser un padre, él el alcohólico, él que no satisfacía sus compromisos, él que quizá debía dinero a toda la población, y en ese instante de reflexión me contraje, un pincho firme se me despegó del lomo para ir a alcanzar al pobre pituso, el otro yo de mi dueño había desaparecido del cuarto, sin duda estaba allí para incitarme a cumplir con mi obligación, me apresuré a salir de allí para evitar la pena, sobre todo me prohibí mirar a un pequeño inocente desaparecer de este mundo por culpa de la imbecilidad y la desfachatez de su padre, no quería ver esa escena, y aun así no estaba tranquilo, me avergonzaba mi propia imagen cuando se reflejaba en el río, fui a asistir al entierro, un poco con la esperanza de hacerme perdonar, escuché a toda esa gentecilla entonar cantos fúnebres y derramé lágrimas

los días posteriores a este acontecimiento, la imagen del bebé Youla me volvía, me obsesionaba, empecé a temer mi propia silueta en pleno día, a decirme que el fantasma de ese bebé me esperaba en el primer bosquecillo, quizá todo eso pesaba ya en mi conciencia, y cuando me retiré en la sabana, pasé revista, analicé los otros hechos, los menos graves, los más o menos graves, los graves y, sobre todo, los muy graves como la muerte de ese chiquillo, y los rostros de nuestras víctimas desfilaban frente a mi, llevábamos ya noventa y nueve misiones, pero ninguna sospecha pesaba sobre nosotros en ese momento, mi dueño siempre se libraba de ellas gracias a la nuez de palma que se introducía en el recto, y no me explicaba por qué, de todas nuestras víctimas, sólo ese bebé Youla me impedía pensar en otra cosa, todo pasaba como si nos estuviera espiando o nos esperara a la vuelta de la esquina, y al fin y al cabo, me decía, no era más que un minúsculo humano sin fuerza ni poder, me acordaba también de que el viejo puercoespín que nos gobernaba nos ponía en guardia respecto a nuestros enemigos más pequeños, había que temerlos aún más, entonces me daba por pensar que ese bebé me mandaba un mensaje, me empujaba a la revuelta y que bastaba con que me quitara de en medio para detener la cadena de nuestras misiones, que me rebelara contra mi dueño plantándole cara o que desapareciera sin dejar rastro, pero una fuerza me retenía, aunque tuviera el presentimiento de que la centésima misión nos resultaría fatídica, nos costaría la vida a todas luces, quizá no era más que una angustia, y estaba persuadido de que, por su lado, Kibandi no llevaba la contabilidad, se dejaba guiar por los mareos, la embriaguez del
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como las víctimas se acumulaban, ya no le tomaba gusto a obedecer a mi dueño, se veía obligado a llamarme varias veces, pegarme su otro yo al culo, amenazarme de muerte, yo sabía no obstante que no podía poner en ejecución esta última intimidación, firmaría nuestra desaparición, de modo, mi querido Baobab, que nuestra empresa nocturna se fragilizaba

las miradas de la población se posaban sobre mi dueño, que parecía actuar ya sólo por rutina, posteriormente nos costó cumplir con la centésima misión, no daba pata con bola, mis pinchos se volvían menos eficaces, fallaban la meta, como con esa mujer que llaman Ma Mpori, sólo la herí en el tobillo, mis pinchos no le hicieron nada de nada, eso ya habría podido llamar la atención a Kibandi, ahora bien, mi dueño quería que recomenzara la misión, es impensable e incluso intrépido atacar dos veces a la misma persona, sé que esa mujer tenia también un algo, esa mujer no era un ser ordinario, me lo había hecho comprender al preguntarme en varias ocasiones quién me había mandado, quién era mi dueño, solo un iniciado podía plantear este tipo de preguntas, y cuando pienso en la vieja Mpori me digo una vez más que deberíamos haber redoblado la vigilancia, mi dueño no estaría a día de hoy pudriéndose bajo tierra, pero la vieja Mpori, que lo sepas, es otra historia, estoy seguro de que había comido a varias personas en este pueblo, pero bueno, por qué hablo de ella en pasado cuando sigue todavía en vida eh, ya no tiene dientes, deja su puerta abierta la noche entera, muestra su desnudez en señal de maldición cuando los jóvenes le faltan al respeto, y esos jóvenes salen pitando porque ver tal espectáculo te maldice para la eternidad, se aguanta de pie sobre sus piernas raquíticas y con una piel de viejo saurio, no había ningún antecedente entre ella y mi dueño, aun así Kibandi se imaginaba que discernía lo que hacíamos de noche, por lo tanto, nos estorbaba, suponía un peligro, había que hacerla desaparecer, del dicho al hecho había mucho trecho aunque su puerta estuviera abierta el día en que yo debía ejecutar la misión, fue el mes pasado, estaba solo, ni siquiera me acompañaba el otro yo de Kibandi, a menos que se hubiera agazapado por ahí sin saberlo yo, Ma Mpori se encontraba en su chabola, y cuando por fin me introduje en ella, hubo como una noche que me cegaba, no veía nada, adivinaba apenas la silueta de la vieja en un rincón, los pinchos no se me agitaban, aun así tenía que ir a por ella, ejecutar mi misión, fue cuando la oí murmurar «venga, avanza, viejo bicho, te vas a enterar de quién es Ma Mpori, te voy a enseñar mi desnudez», ella me veía, yo no podía distinguirla, y agregó «esos trucos que haces en este pueblo con el que te mandó aquí, a mí no me los vas a pegar, so imbécil, no sabes dónde te has metido», me empezó a entrar miedo, quise volver sobre mis pasos mientras detrás de mí la puerta parecía haberse cerrado, había como una pared, evidentemente era sólo una ilusión, «quién es pues tu dueño, eh, el que te mandó aquí, es ese carpintero de Kibandi, verdad, eh, es él, eh» me gritaba, y como yo no contestaba oí chirriar la cama, Ma Mpori se había puesto de pie, esa vieja piltrafa rebosaba ahora de energía, «dime tú mismo quién es tu dueño, no os habéis comido ya a bastantes personas en este pueblo, eh, el bebé Youla, fuisteis también vosotros, eh», y entonces, por los pinchos de un puercoespín, debía prepararme porque avanzaba hacia mí con determinación, llevaba algo en la mano, un machete, me decía sin estar por ello seguro, logré armar un pincho a toda prisa, lo proyecté en su dirección, la oí gritar, «bicho asqueroso, qué me hiciste en el tobillo, eh, espera que te pille y verás», busqué una salida en esa opacidad cegadora, me abalancé hacia la puerta, me hallé fuera, la vieja salió de su chabola, llevada por sus piernas flacas de repente ágiles, se quedó de pie hablando frente a la entrada de su cabaña, «a vosotros, los malos espíritus de este pueblo, os veo por la noche, vosotros los malvados y los brujos de este pueblo, cuando dejo la puerta abierta como ahora, es para tenderos una trampa, intentad volver, anda, y veréis de muy cerca mi desnudez», yo ya estaba lejos, nunca pasé mayor espanto, el corazón me palpitaba muy fuerte, de haber tenido el valor, habría dicho a mi dueño que habíamos alcanzado el límite de nuestra actividad, que sobre todo no debíamos pasarnos de la raya roja, por desgracia, no dije nada, y para colmo, Kibandi me sermoneó, fue muy malo conmigo, había olvidado mi devoción, los favores que le había hecho hasta aquel día, me dijo que no era bueno para nada, me amenazó de muerte una vez más, ese día comprendí su relación con su otro yo, pues sí, porque mi dueño me señaló con el dedo su otro yo tumbado en la última estera trenzada por la mamá Kibandi antes de concluir «ves muy bien a ese tío tumbado, eh, últimamente tiene cada vez mas hambre, no es el momento de cagarla como lo hiciste, ese tío tiene que comer, si no lo pagaremos caro, ignoras que cada vez que tiene hambre, soy yo el que aguanto mecha», y me recordó que debía subsanar el golpe, que esta vez debía atacar a la familia Moundjoula, una pareja llegada a Sekepembe desde hacía poco con sus dos hijos, unos gemelos que, según pretendía, le faltaban al respeto, mi dueño estaba entonces lejos de saber que acababa de firmar su partida de defunción al confiarme esta misión que seria e1 centésimo logro, perdón, el centésimo primero, puesto que mataríamos dos pájaros de un tiro

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