Memorías de puercoespín (7 page)

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Authors: Alain Mabanckou

Tags: #Humor

el grupo abandonó Lekana, los cuatro testigos ametrallaban a la tía Etaleli con preguntas, ella se quedó más muda que un pez, y puesto que seguía pareciendo resentida con el papá Kihandi, que exhibía una gran sonrisa de satisfacción, éste se marchó en la dirección contraria, anduvo durante dos horas, no se volvió ni un solo instante, hasta mucho más tarde no exteriorizó su alegría, cantó unas cancioncillas, lo habría tomado por un loco, regresaba de lejos, de muy lejos, y, era inevitable pensar en esa escena de la prueba de la pulsera de plata que acababa de lavarlo, se echó a reír, masculló algo, un poco como si diera las gracias a alguien, penetró en el bosque, miró a su alrededor, no había nadie, ni siquiera un pájaro, fue cuando se arremangó el largo bubú hasta la altura de los riñones, se acuclilló como si fuera a hacer sus necesidades, expiró profundamente, contuvo la respiración, empujó y empujó, hubo un ruido de pedo, una nuez de palma se le escapó del ano, la cogió, la inspeccionó, se la acercó a la nariz, sonrió diciéndose «mi querido Tembe-Essouka, eres verdaderamente ciego», el papá Kibandi tenía buenas razones para burlarse de ese hechicero reputado, acababa de convertirse en el primer hombre que burlaba la vigilancia de un brujo tan temido como Tembe-Essouka, hacia mal en echar las campanas al vuelo tan deprisa

decir que el brujo Tembe-Essouka se había despistado, mi querido Baobab, era conocerlo mal, puesto que apareció al cabo de dos meses en Mossaka, para gran estupefacción de la población, el miedo invadió las cabañas, los animales domésticos se ponían a cubierto al ver ese personaje, el brujo tenía una noticia que anunciar, las especulaciones se multiplicaron, muchos preguntaban sobre todo cómo ese ciego había podido orientarse solo en la sabana, luego decían que en realidad su ceguera era un bulo, puesto que podía verlo todo, lo acogió el jefe del pueblo como a alguien verdaderamente notable, él confeso que por primera vez su ciencia de las tinieblas le había abandonado, demostró que el papá Kibandi era una amenaza para el pueblo entero, fue cuando reveló las practicas del viejo, le atribuyó la mayoría de los decesos de Mossaka, certificó que el papá Kibandi había comido hasta la fecha a noventa y nueve personas, «vine por ustedes, vine para librarles de esta desgracia porque ese hombre es el hombre más peligroso de la región, no va a comer a la centésima persona», dijo, y para acreditar sus acusación, citó de, memoria, por orden alfabético, el nombre de las noventa y nueve víctimas entre las cuales una sola vivía fuera de Mossaka, la joven Niangui-Boussina, Tembe-Essouka explicó su muerte, era un intercambio entre el papá Kibandi y un iniciado del pueblo de Siaki que no era otro que el esposo de la tía Etaleli, en realidad, el papá Kibandi lo había organizado todo, fue él quien se había comido a su propia sobrina, «vine a librarles de ese diablo del papá Kibandi, es la primera vez que abandono mi cabaña y dejo mis máscaras solas, está claro que no me corresponde a mí acabar con los días del hombre ese, Tembe-Essouka nunca mata, libera, deben encargarse ustedes, les basta con atrapar su doble nocivo que está ahora escondido en el bosque porque presiente que se le acerca la hora, lo inmovilicé gracias a mis poderes, si echan mano a ese animal harán entonces lo que quieran con su dueño, no tendrán en la conciencia la muerte de ese individuo puesto que habrán atacado a un animal», indico con precisión donde se ocultaba la vieja rata, le dieron las gracias, le ofrecieron un asno blanco, un gallo rojo y un saco de cauris, el brujo se negó a pasar la noche en el pueblo, regresaría a Lekana en plena noche, el jefe del pueblo trató de retenerlo «quédese a dormir aquí, Venerable Tembe-Essouka, es de noche, le apreciamos y apreciamos su sabiduría», el hechicero respondió «Honorable Jefe, estas palabras me van directas al corazón, pero sepa que para nosotros los ciegos, la claridad del día no significa nada, debo volver a mi cabaña ahora mismo, mis máscaras me esperan, no se preocupen por mí, gracias por estos obsequios», agarró el gallo rojo por las patas, ató su saco de cauris al lomo de su asno y retomó el camino hacia su comarca

al día siguiente, el primer ciudadano de Mossaka convocó una asamblea extraordinaria de ancianos, se tomó una decisión de emergencia, había que capturar al papá Kibandi por sorpresa, confiaron pues a dos valientes la misión de ir a acorralar a la vieja rata en el bosque, éstos se armaron con escopetas del calibre 12 mm y azagayas envenenadas, cercaron la zona de la sabana indicada por Tembe-Essouka, neutralizaron las ratas de las inmediaciones, descubrieron al pie de un framboyán la entrada a una ratonera disimulada con hojas muertas, cavaron y cavaron durante media hora hasta que arrinconaron el animal senil que se movía con dificultad, quizá supiera que había llegado su hora, que ya no podría salir del apuro esta vez, levantó el morro, mostró los incisivos en señal de amenaza, ya no asustó a nadie, inspiraba más bien lástima, un líquido ambarino le goteaba del hocico, fue cuando uno de los muchachos armó su azagaya, la proyectó hacia el animal que chilló mientras chorreaba de él un fluido tan blancuzco como el vino de palma, una segunda azagaya le hizo volar en añicos los sesos y, como si eso no bastara, los doce muchachos vaciaron el cargador de sus escopetas sobre el animal aunque ya estuviera muerto desde hacía rato

cuando éstos regresaron al pueblo, oyeron con sorpresa la proclamación de la muerte del papá Kibandi, nadie acudió a casa del difunto, el cadáver del viejo yacía en el salón, con los ojos desorbitados, en blanco, y la lengua, de un color azul índigo, le pendía hasta la oreja derecha, el cuerpo ya se estaba pudriendo, un olor pestilente flotaba en los alrededores, y hacia el final del día, cuando empezaban a caer las tinieblas, la mamá Kibandi y mi joven dueño enrollaron el cadáver en hojas de palmera, lo llevaron lejos en el bosque, lo enterraron en un platanar, regresaron al pueblo con toda discreción, prepararon varios bártulos y salieron pitando al apuntar el alba sin dejar rastro, siguieron el horizonte, vinieron a parar aquí, a Sekepembe, donde yo ya me encontraba, los había precedido en cuanto vi errar al otro yo de mi joven dueño para anunciarme la marcha inminente de ese pueblo del Norte, supe así que había que tirar millas hacia el sur, hacia un pueblo llamado Sekepembe, así fue como nos convertimos muy a nuestro pesar en habitantes de este pueblo, un pueblo de acogida en que habríamos podido vivir perfectamente una vida normal

CÓMO LA MAMÁ KIBANDI SE REUNIÓ CON EL PAPÁ KIBANDI EN EL OTRO MUNDO

se me hacía extraño ver a mi joven dueño roer raíces con sus incisivos, más cortantes que los de un ser humano corriente, hasta me preguntaba si iba a dedicar la adolescencia a alimentarse sólo de bulbos, acabó aceptando la muerte de su padre, vivir en Sekepembe con la mamá Kibandi les abría otros horizontes, estar lejos del Norte también les permitió olvidar ese pasado, la imagen de un papá Kibandi neutralizado por la gente de Mossaka con la ayuda del hechicero Tembe-Essouka, estaba claro que la mama Kibandi y mi dueño deseaban a partir de entonces vivir otra existencia, revivo todavía ese periodo en que vinieron a instalarse aquí, los habitantes les acogieron como habrían acogido a cualquier forastero, les abrieron las puertas de Sekepembe, se alojaban en una cabaña en tablas de ocumo que remataba una techumbre de paja, digamos que si vivían en las últimas viviendas del pueblo era porque ya no había terrenos disponibles en el corazón de Sekepembe, y había que encontrar una ocupación, mi dueño se hizo aprendiz de carpintero de armar, con un viejo al que la mamá Kibandi pagó una módica suma de dinero, ese viejo carpintero se volvió casi como un padre para Kibandi, éste lo llamaba «papá», jamás se atrevió a pronunciar su verdadero nombre, Mationgo, ese hombre le recordaba a su propio padre, sin duda debido a su estatura, su silueta cargada de espaldas, sus andares de camaleón, el «papá» Mationgo vio en mi dueño a un ser inteligente, curioso, Kibandi dominaba deprisa las sutilezas de la carpintería de obra, el viejo no tenía que repetirle diez veces lo mismo, sin embargo, acababa abrigando ciertas dudas en cuanto a ese aprendiz que, si bien seguía al pie de la letra sus instrucciones, lo asombraba cada día, el joven revisaba los métodos chapados a la antigua del «papá» Mationgo, trepaba sobre los tejados con una habilidad singular, el viejo se quedó de lo mas impresionado cuando un día, enfermo, dejó a mi dueño el encargo de realizar la armadura de madera para una granja, el joven Kibandi logró fabricar limas hoyas, enlistonados, nudillos de cumbrera, hileras, láminas, pares de lima tesa, de cuchilla, de media cuchilla, algo que no era fácil para un aprendiz cualquiera, e incluso fue mi dueño el que enseñó al viejo cómo erigir una armadura metálica, el «papá» Mationgo hasta entonces sólo había tratado con armaduras de madera, de hecho todo iba de maravilla entre los dos humanos, fui más bien yo el que vino a levantar sospechas al «papá» Mationgo, y sé que el viejo murió con la certeza de que su aprendiz tenía un
algo
, pues sí, me permití un día vagabundear detrás del taller, mi dueño estaba ocupado serrando una tabla, oí al «papá» Mationgo llegar a un paso vacilante, se desabrochó los pantalones, se puso a orinar contra la pared del taller, y al volverse nos cruzamos la mirada, cogió entonces un pedrusco que rondaba a sus pies y estuvo a punto de darme de pleno, el pedrusco aterrizó apenas a unos centímetros de mí, al viejo se le había ido la juventud y la puntería, salí por patas hacia el río y, al cabo de unos instantes, confió a mi dueño que los puercoespines de Sekepembe ya no tenían miedo al género humano, que había demasiados, que los cazadores deberían encargarse de ellos, que uno de estos días él mismo acabaría matando alguno y se lo comería acompañado de plátanos verdes, juró entonces que fabricaría una trampa para ello, Kibandi dejó de serrar repentinamente la tabla y le contestó con voz calmada «papá Mationgo, no es un puercoespín de Sekepembe lo que viste, créeme», y el anciano, de pronto dubitativo, lo miró de arriba abajo, sacudió la cabeza, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y prosiguió con un aire resignado «ya entiendo, ya entiendo, hijo mío Kibandi, ya entiendo, algo me figuraba, la verdad, pero no diré nada a nadie, y de todos modos, ya no soy más que un andrajo, un desecho, no quiero problemas con la gente antes de irme de este mundo puesto que voy a morir cualquiera de estos días»

al cabo de unos años, antes de irse de este mundo por muerte natural, el «papá» Mationgo dejó a mi dueño sus instrumentos de trabajo, Kibandi tuvo la sensación de que su propio padre acaba de morir por segunda vez, en aquellos tiempos tenia diecisiete años y, pese a su juventud, los tejados ya no tenían secretes para él, se había vuelto el artesano más destacado de la zona, además a él se le deben la mayoría de las armaduras de las nuevas cabañas de Sekepembe, y cuando era preciso, generalmente el día de Todos los Santos, se dirigía al cementerio para recogerse ante la tumba del «papá» Mationgo, lo veía entonces sollozar corno si se tratara de su propio progenitor, yo estaba a un centenar de metros del cementerio, también sabia que el ruido que me venía de detrás lo causaba el otro yo de mi dueño, no me volvía por miedo a fijar la mirada en esa criatura sin boca, el otro yo se alteraba cada vez más, dormía en el taller, lloriqueaba a lo largo del río, trepaba a los árboles, alguna vez me había preguntado cómo se lo montaba para comer puesto que no tenía boca, y, al no haberlo sorprendido nunca echándose algo al estómago, acabé deduciendo que mi dueño comía por él, o ese otro yo recurría para comer a otro orificio, y te dejo adivinar cuál, mi querido Baobab

la pobre mamá Kibandi estuvo durante doce años confeccionando esteras que vendía a la población, una actividad que iba sobre ruedas, y los días de mercado en los pueblos vecinos como Louboulou, Kimandou, Kinkosso o Batalebe, madre e hijo iban a ofrecer su mercancía, Kibandi pasaba las vacaciones en esos rincones perdidos con las amigas de la mamá Kibandi, comerciantes como ella, él me dejaba solo con su otro yo, yo no apreciaba demasiado esas ausencias que podían poner en peligro nuestra armonía, no salía de mi escondrijo, me contentaba con vivir de los víveres que el otro yo de mi dueño me traía, los días y las noches transcurrían así, mis pensamientos se volvían hacía Kibandi, de hecho nada tenía que temer, estaba a1 corriente de sus andanzas durante esas ausencias de varias semanas, el otro yo no me ocultaba nada, supe, por ejemplo, que en Kinkosso mi dueño realizó su primer acto sexual con la famosa Biscouri, una mujer que tenía el doble de su edad, una viuda de abundantes curvas, voluminoso trasero y con una inmoderada propensión hacia los jovencitos, en cuanto se cruzaba con uno, se le echaba encima y ya no lo soltaba, era conocida en Kinkosso por ello, rondaba entonces al doncel, lo agasajaba, le preparaba comidas, le ofrecía su hospitalidad, incluso ciertos padres alentaban a la viuda Biscouri en su maniobra de seducción, pero no le hacía mucha gracia que le impusieran a uno en concreto, prefería elegir a su semental, poco importaba si éste era flaco como mi dueño, tenía una técnica muy suya para capturar a esos inocentones, fingía de entrada una conversación del tipo «tu madre es una mujer muy buena, es una de mis amigas», y estrechaba al joven, y con un gesto repentino metía la mano entre las piernas del doncel, le atrapaba las partes íntimas y exclamaba «dios mío, tú sí que estás bien armado, te digo yo que con eso la vida te va a sonreír», y se echaba a reír, acto seguido rectificaba el tiro, «bueno, estaba bromeando, pequeño, anda, ven, voy a prepararte el mejor plato de Kinkosso, el
ngul’ mu maco
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», no obstante se estimaba que Biscouri era la solución menos catastrófica para inculcar a un niñato las primeras actitudes sexuales, aun así, a mi dueño le defraudó esta experiencia, juzgó que Biscouri lo había paralizado con su exceso de ardor hasta el punto de que se había quedado pasivo, como si lo estuvieran violando, tomó después la costumbre de frecuentar a las prostitutas de esa zona, imaginándose a partir de entonces que la mujer sólo cumplía el acto sexual con dulzura si la pagaban, y cuando se iba de vacaciones a esos pueblos, mi dueño rompía la hucha de carpintero, erraba por los peores barrios, cambiaba de pareja cada noche, se emborrachaba con esas meretrices y regresaba a Sekepembe con los bolsillos vacios, ahora bien, la mamá Kibandi no se chupaba el dedo, bien se figuraba que ahora mi dueño frecuentaba a las mujeres, por tanto se esperaba ver un buen día a su hijo presentarle una futura nuera o gente venir a llamar a la puerta con una hija embarazada

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