en cuanto me retiraba al bosque después de una misión, me tomaba tiempo para meditar en una madriguera, a veces en la copa de un árbol o en su hueco, incluso a lo largo del río, lejos del cortejo de los patos y del desfile de los otros animales, recapitulaba acerca de nuestras actividades con mi dueño, éste dormía a pierna suelta, recobraba fuerzas tras una noche agotadora, mi meditación podía prolongarse hasta el día siguiente por la tarde, eso no me agotaba, más bien me alegraba de manejar lo abstracto y, ya en esa época, aprendí enseguida a discernir las cosas, buscar la solución más idónea ante un obstáculo, los hombres hacen mal en alardear al respecto, estoy convencido de que no nacen con su inteligencia, es cierto que se benefician de una aptitud para ello, la inteligencia es una semilla que hay que regar a fin de verla alcanzar su plenitud, hacerse un árbol frutal bien arraigado, dicho sea de paso, algunos permanecerán tan ignorantes y tan incultos como un rebaño de borregos que se arrojan a un barranco porque uno de ellos se lanzó en él, otros seguirán idiotas como ese cretino de astrólogo que se deja caer en un pozo o incluso ese infeliz cuervo que imita el águila que rapta un borrego, otros también persistirán en su imbecilidad a semejanza de un lagarto que se excita y menea la cabeza durante todo el santo día, esos humanos vivirán en las tinieblas, su único consuelo será el ser hombres, el viejo puercoespín que nos gobernaba habría soltado con respecto a ellos «
Son todos unos cretinos, ser hombres es su último argumento en cambio, que la mosca vuele no hace de ella un pájaro
», para que veas que en mis cavilaciones trataba de comprender lo que había detrás de cada idea, cada concepto, ahora sé que el pensamiento es algo esencial, es lo que inspira a los hombres la pena, la compasión, los remordimientos, por no hablar de la maldad o la bondad, y si mi dueño barría estos sentimientos de un manotazo, yo los experimentaba después de cada misión que cumplía, en varias ocasiones sentí que las lágrimas me brotaban de los ojos porque, por los pinchos de un puercoespín, cuando la pena o la compasión se apodera de ti, sientes un nudo a la altura del corazón, los pensamientos se vuelven sombríos, te arrepientes de tus actos, tu mala conducta, pero como no era más que un ejecutante, consagraba mi existencia a mi papel de doble, lograba superar mis ideas negras y después me consolaba murmurándole que había actos más deshonestos en esta tierra, entonces respiraba hondo, roía algunas raíces de mandioca o nueces de palma, intentaba conciliar el sueño, decirme que mañana sería otro día, muy pronto se me confiaba otra misión, debía prepararme, salir de mi escondrijo, venir cerca de la cabaña o del taller de mi dueño, escuchar sus consignas, claro que podía rebelarme, claro que contemplaba la posibilidad de zafarme del ascendiente que mi dueño ejercía sobre mi, pensaba en ello de vez en cuando, la tentación era grande, al menos habría podido evitar ciertos actos, estaba como paralizado y no hacía nada, ni siquiera pude hacer nada anteayer cuando la única solución que tenía era el amilanamiento, la huida al estilo de un doble pacífico, mientras mi dueño exhalaba el último suspiro que iba a conducirlo al otro mundo, y yo asistía, impotente, a su agonía, a esa escena que me quedo grabada en la memoria, disculpa mi emoción, mi voz que tiembla, debo darme un momento de respiro
si bien se mira, ya no debería ser de este mundo, tendría que haber muerto anteayer con Kibandi, fue el pánico, la sorpresa, nos cogieron desprevenidos, nada habíamos previsto para lidiar con los acontecimientos en tales circunstancias, me volví un lamentable puercoespín que salía por patas, de hecho no creí enseguida en mi propia supervivencia, y puesto que un doble muere el mismo día que su dueño, me decía que no era más que un fantasma, y cuando vi a Kibandi soltar un estertor y después entregar el alma, me entro pavor porque, como habría afirmado nuestro viejo gobernador en sus tiempos, «
cuando se cortan las orejas, el cuello debería inquietarse
», y yo ya no sabía qué hacer, adonde ir, no paraba de dar vueltas, el espacio parecía reducirse a mi alrededor, temía que el cielo me cayera encima, tenía la respiración jadeante, todo me asustaba, me dije que era preciso obtener inmediatamente una prueba de que existía, ahora bien, cómo persuadirse de que uno existe, de que no se es una concha vacía, una silueta privada de alma, eh, disponía para ello de varios trucos eficaces que había aprendido de los hombres de esta comarca, bastaba con preguntarme lo que diferenciaba un ser vivo de un fantasma, me dije para empezar que si pensaba, era que existía, no obstante siempre he sostenido que los hombres no tienen el monopolio del pensamiento, además los habitantes de Sekepembe afirman que los fantasmas también reflexionan puesto que regresan para espantar a los vivos, encuentran sin dificultad las sendas que llevan al pueblo, deambulan en los mercados, van a echar un vistazo a su antiguo domicilio, van a anunciar su muerte a los pueblos de los alrededores, se sientan a la mesa en un quiosco de refrescos, piden vino de palma, beben como una esponja, se empeñan en pagar las deudas que contrajeron en vida, y eso que no existen a simple vista, total que ya no estaba seguro de nada, necesitaba otra prueba, o sea que probé un truco viejo como el mundo, esperé que la aparición del sol el sábado, es decir ayer, salí de mi escondrijo, miré a la izquierda, miré a la derecha, me senté en medio de un descampado, meneé las patas delanteras, las crucé, las descrucé y entonces, por los pinchos de un puercoespín, no me lo creía, constaté con satisfacción que mi silueta se movía, seguía el ritmo de mis miembros, seguía con vida, ya no cabía duda, y habría podido plantarme ahí, te lo juro, pero no, no estaba aliviado, no quería hacer tonterías, me obstiné en buscar otra prueba de vida, la que consideraba más eficaz, fui a mirarme en el río, allí también meneé las patas anteriores, las crucé, las descrucé, vi mi silueta operar los mismos movimientos, por tanto no era un fantasma, porque según lo que sé hasta ahora, y otra vez gracias a los humanos do Sekepembe, los fantasmas no tienen silueta, pierden la representación física, se vuelven cosas inmateriales, pero no por ello estaba seguro de mi existencia a pesar de estas pruebas irrefutables que habrían bastado a cualquier aldeano, me hacía falta otra experiencia, una última, esta vez más física, y como erraba ahora a lo largo del río, primero me revolqué en el polvo y, después, tomando carretilla, me arrojé al agua, sentí el frescor de la fuente, me dije, ahora muy seguro, que seguía con vida, lo peor es que me habría ahogado de no haberme apresurado a salir del río, y justo después, me di una vuelta por los alrededores de la cabaña de mi dueño, para ver un poco cómo iban las cosas por allí, estaba escondido detrás del taller, advertí con estupefacción el cuerpo de Kibandi bajo un cobertizo de hojas de palmera, no había ido de veras al otro mundo, pero lo que más me horripilaba era que, de lejos, tenía la impresión de que su cadáver llevaba una cabeza de animal, digamos una cabeza que se parecía a la mía, sin embargo era una cabeza diez veces mayor que la mía, o tal vez era la aprensión de mi propia desaparición lo que me proyectaba estas ilusiones, la muerte estaba realmente allí, estaba frente a mí, palpitaba al ritmo de mi corazón, podía apoderarse de mí en los minutos o las horas siguientes, varias preguntas me vinieron en mente, por ejemplo «
y si un cazador me tomara por su presa, eh
» o también, «
y si una inundación me llevara hacía el el turbulento río Niari, eh
», esas interrogaciones me impedían mantener la serenidad, estaba nervioso, angustiado, el menor ruido me empujaba a replegarme, la cobardía de los dobles pacíficos me invadía, así fue como me fui a ocultar en un antro, ponía las patas dentro por primera vez, mis temores no eran infundados puesto que de pronto me inquietaron los silbidos de un reptil, no tuve tiempo de identificar su especie, salí de allí rodando sobre mi mismo, con miedo en las tripas, me decía que un reptil que silbaba así sólo podía incubar una ponzoña mortal, no quería morir de esa muerte, de un veneno, de una ponzoña mortal, salí pitando del antro, había que atravesar la gran carretera hacía las últimas cabañas del pueblo, allí me aguardaba otro peligro, pues sí, hay camiones de transporte que toman esa arteria una vez a la semana, ya no me acordaba de qué día pasaban por la región esos bólidos, sin frenos, decidí no cortar por la carretera, nunca se sabe, y erré por la vecindad, la imagen del cadáver de mi dueño con mi cabeza se imponía, perdí varios pinchos por el camino, y después me avergoncé de mi mismo, el lado humano triunfaba cada vez más sobre mi naturaleza animal, me traté de ruin, cobarde, pobre egoísta, me dije que no podía zafarme así, y eso que ya no veía qué me quedaba por hacer en el punto en que estaban las cosas, como mucho suscitaría la curiosidad de los perros batekes y el pueblo entero me perseguiría para matarme, no resistí a la vocecilla que me hablaba, me reñía, me pedía que realizara un gesto digno de mí, un gesto que complacería al difunto Kibandi, al cabo de un ratito, regresé hacía la cabaña de mi dueño, corría el peligro de que me localizaran los perros batekes, suerte que esos vigilantes con rabo no estaban en sus puestos, tuve tiempo de divisar lo que pasaba en el patio de mi dueño, de hecho se disponían a llevarlo al cementerio, Kibandi no habría tenido derecho a los funerales que duran al menos cinco o seis días en el pueblo, iban a enterrarlo menos de veinticuatro horas después de su muerte, divisé un grupito de hombres que transportaban el cuerpo hacia el cementerio, reconocí a la familia Moundjoula que había originado la muerte de mi dueño, estaban los dos hijos, los gemelos Koty y Kote, era más una formalidad que un verdadero entierro, nadie lloraba, te lo juro, por los pinchos de un puercoespín, poco le faltaba para que los aldeanos murmuraran «
todo se paga en este bajo mundo, por fin ese malhechor de Kibandi murió, que se vaya al infierno
», y al ver cómo arrastraban el ataúd, anda que no se me partió el corazón ni nada, estoy seguro de que se le rindió un simulacro de último homenaje porque, quieras que no, según las costumbres de los hombres, un muerto se entierra a pesar de su maldad, fue entonces cuando el hechicero entonó una oración fúnebre muy a regañadientes, dos muchachos se encargaron de recubrir rápidamente el hoyo, el cortejo se marcho en silencio mientras yo no apartaba los ojos de la cruz fabricada con la ayuda de dos ramas secas de mango, esa cruz un poco inclinada hacia la izquierda coronaba el montículo de tierra que servía ahora de tumba a mi difunto dueño, distinguí el viejo guardabrisa que los aldeanos habían dejado cerca del sepulcro para que el difunto pueda ver el camino entre las tinieblas cegadoras de la muerte, y sobre todo para que no regrese al pueblo entre los habitantes infiltrándose en el vientre de una embarazada, además, los aldeanos están disuadidos de que los muertos que no tienen guardabrisa cerca de su tumba corren el riesgo de pisar a los demás difuntos a quienes deben respeto porque los precedieron, encontré este acto entrañable por parte de unos individuos conscientes de que Kibandi solo les había causado desgracias, vi al grupo regresar al pueblo en fila india, oí sus cuchicheos, sus elucubraciones sobre las causas de la muerte de mi dueño, me tapé los oídos porque contaban cosas apenas creíbles, de hecho quería acercarme a la última morada de Kibandi, oler la tierra bajo la cual reposaba, no lo hice, me alejé rápidamente sollozando, me sentía avergonzado por haber escogido la huida como un cobarde, me volví para mirar una última vez la tumba, al final abandoné el lugar sin saber muy bien adonde ir, la noche caía sobre el pueblo, las sombras surgían frente a mí, ya no veía nada, encontré por casualidad un sitio donde pasar la noche, estaba confinado entre dos pedruscos, tuve que escarbar la tierra durante un buen rato para hacerme un hueco, sabía que este lugar era una madriguera provisional, que no debía eternizarme allí porque algunos aldeanos afilan allí sus azadas antes de ir a los campos, y, durante la noche, luché contra el sueño porque me dije que la muerte y las tinieblas son amigas desde muy antiguo, y cuando conseguí amodorrarme un poco, olvidando mi condición de condenado a muerte y la imagen de ese cadáver con mi cabeza injertada encima soñé que estaba despeñándome en un hoyo muy profundo, soñé también que me encontraba en medio de llamas que asolaban la sabana entera, sembraban el pánico incluso entre nuestros eternos enemigos los leones, los leopardos, las hienas moteadas, los chacales, los guepardos, los tigres o las panteras, me desperté sobresaltado, me asombraba oír rechinar mis pinchos, me sorprendía distinguir las cosas, «
todavía vivo, todavía vivo, no estoy muerto, por los pinchos de un puercoespín
», me dije, tenía que largarme de allí a toda costa, y fue lo que me apresuré a hacer
hace apenas unas horas, quiero decir al rayar el alba de este domingo en que te hablo, sacudí el polvo que me cubría el vientre y el trasero, al principio no caí en por qué ningún aldeano había pasado cerca de esos dos pedruscos en que me había retirado toda la noche, comprendí luego que este día es un día de descanso, de lo contrario, habría visto a los cazadores, los recolectores de vino de palma y demás campesinos que van a los campos en cuanto despunta la aurora, y entonces, antes de abandonar las dos piedras, me desperecé, bostecé, seguí mi instinto, avanzaba de soslayo, no sé como desemboqué frente a este río por una vez desierto de patos silvestres y demás animales, quería salvarlo en un lugar donde el agua fuera menos profunda, preferí evitarlo por miedo a ahogarme y, al tratar de rodearlo, llegué hasta ti, por esto desde esta mañana, mi querido Baobab, estoy sentado a tu pie, te hablo, te hablo sin parar aunque esté seguro de que no me contestarás, ahora bien, la palabra, me parece, libra a uno del miedo a la muerte, y si pudiera también ayudarme a rechazarla, a escapar de ella, sería entonces el puercoespín más feliz del mundo
en realidad, y me da vergüenza confesártelo, no quiero desaparecer, no estoy seguro de que haya otra vida después de la muerte y si existe otra no quiero saber nada, no quiero soñar con una vida mejor, el viejo puercoespín que nos gobernaba tenia razón cuando nos soltaba uno de sus pensamientos cuyo efecto causado en el grupo apreciaba al instante «
a fuerza de esperar una condición mejor, el sapo se encontró sin cola para toda la eternidad
», digamos que el sapo no sólo se encontró sin cola, para colmo se le asignó una fealdad tal que compadecerse de él sería una ofensa, y así pues, mi querido Baobab, cuando los hombres hablan de la otra vida se hacen ilusiones, los pobres, y esa otra vida la ven bajo un cielo azul, con ángeles por todas partes, cuentan maravillas de ella, se ven en un jardín, en una sabana apacible donde el león ya no tendrá colmillos, ya no tendrá garras y soltará risas en vez de rugidos, la muerte ya no existirá, la envidia, el odio y la codicia desaparecerán y los seres humanos serán iguales, no me importa creer en esas cosas, pero quién me garantiza que al menos podré seguir siendo puercoespín, eh, a lo mejor me reencarno en gusano, mariquita, escorpión, medusa, oruga de las palmeras, babosa o qué sé yo qué otro bicho execrable e indigno de mi rango actual que envidiaría cualquier animal, quizá me reproches que no soy más que un fanfarrón, un charlatán, un débil con pinchos, pero yo no critico a las otras especies animales por el placer de exagerar, a veces la modestia es un
handicap
que te impide existir, por eso pongo de relieve mis propias cualidades desde que comprendí que para aceptarse tal como se es más vale minimizar e1 repertorio de los defectos de uno, prefiero por ejemplo mis bonitos pinchos a la sarna crónica de los perros de este pueblo, y no hablemos de ciertos animales dignos de lástima en este mundo en que habrá siempre uno más desheredado que uno mismo, la lista es larga, me sería más fácil calcular mis decenas de miles de pinchos que enumerar los animales que están resentidos con el creador de este mundo, me refiero a la pobre tortuga y su rugoso caparazón, al elefante y su engorrosa trompa, al desdichado búfalo y sus ridículos cuernos, al mugriento cerdo y su jeta que mete en el fango, a la serpiente desprovista de patas que se desplaza reptando, al chimpancé macho y sus testículos que le bailan como dos cantimploras llenas de vino de palma, ni siquiera menciono al pato y sus patas palmeadas que le imponen una pachorra de gasterópodo, se cuenta así con una multitud de criaturas dignas de lástima en este bajo mundo, nuestra especie nada tiene que envidiar a las demás, y por poco que los humanos sean de buena fe, me darían la razón porque, por los pinchos de un puercoespín, disculpa que suba de tono, ah no, no me contentaba con roer las cortezas a unos metros del lugar en que dormía ni con esconderme en las guaridas como un remolón, no me satisfacía con comer los huesos de animales muertos o de las frutas caídas de un árbol, y, una vez terminada mi misión, que lo sepas, regresaba al bosque, me acurrucaba en mi soledad, una soledad que nunca me peso hasta el viernes pasado y reflexionaba en el sentido que debía dar a mis relaciones con mi dueño, pero no permitiré que imagines que en aquellos momentos no era más que un ser abrumado, afectado, caído en las propias redes de su extraño destino, ah no, yo quiero vivir aquí y ahora, vivir tanto tiempo como tú, y además, entre nosotros, no voy a acabar con mis días so pretexto que ya no tengo derecho a la vida, me comprendes, eh, trato de ver las cosas por el lado bueno, me gustaría troncharme de vez en cuando, mostrar que la risa no siempre fue lo propio del hombre, por los pinchos de un puercoespín