Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (37 page)

Durante unos meses permanecí en Madrid, con la secreta esperanza de que entonces fuera posible seguir
La isla del tesoro
. Pero la verdad es que nadie quería hacer la película, nadie había querido hacerla nunca. Había sido un truco del almendruco para sacar pasta, ahora estaba seguro. Para más inri, el niño Mclntosh había pegado el estirón y nadie, ni siquiera Orson, ni siquiera mi amigo Lesoeur podía atreverse a poner juntos los planos de aquel «enano» del pasado y los de este joven espigado con más aspecto de recluta circunspecto que de niño atrevido e insensato. Como, además, esto de la alta producción internacional me había llevado a la ruina más sombría, decidí aceptar la primera película que me ofrecieran, siempre que no hiriera mi sensibilidad, o sea, que no fuera pro franquista ni pro folclore español. Ni el
Cara al sol
ni
Mi jaca, que galopa y corta el viento
. Y enseguida se me presentó esa oportunidad. Como siempre, fuera de España. En general, los franceses o los alemanes son los que me han tendido la mano. En este caso fueron ambos juntos.

Capítulo XIX

Necronomicon

Eddie Constantine había comprado los derechos de una novela de la serie amarilla y me la mandó. Era una buena historia situada por el autor entre Estambul y la frontera de Bulgaria. Había también un productor español dispuesto a poner la «co», de la coproducción. Por primera vez trabajé con un tipo extraordinario, culto y divertido llamado Karl Heinz Manchen, un berlinés residente en Madrid, que añoraba Berlín cuando estaba en España y Madrid cuando estaba en Alemania. Los nazis lo sacaron de su instituto a los dieciséis años y le mandaron a Laponia con un nutrido grupo de adolescentes acojonados, al final de la guerra. Los fueron distribuyendo por aquellas tierras inhóspitas y congeladas. El fue a parar a un iglú con otros cuatro pipiolos, donde, de la noche a la mañana, se convirtieron en radiotelegrafistas. Permanecieron en la soledad de la taiga ártica un tiempo indeterminado, pero eterno. Cuando se les acabaron las provisiones, el hambre les hizo salir al desierto de hielo. Consiguieron sobrevivir y llegar a una zona habitada: era un campo de concentración ¡inglés! La guerra había terminado unas semanas antes, y ellos no tenían ni idea de nada, pero eran prisioneros de los aliados. Y este pobre «nazi peligroso» se pasó dos años arrastrando sus huesos por los más variados campos de concentración hasta que el azar le llevó al sur de Francia, donde la esvástica era más odiada. Se escapó con la colaboración de una chica vasca y pasó a España por una «muga», pero lo pillaron y lo metieron en otro campo de concentración, más duro que ninguno. Hasta la amnistía. No tenía adonde ir, había aprendido algo de español y aquí hacía menos frío. Se quedó, afortunadamente para mí. Colaboró conmigo en unas veinte películas, y en ésta, mi segunda con Eddie Constantine, fue mi mejor interlocutor. El liberarme de la armadura y la gualdrapa, el cambiar del yelmo y el ronzal al bikini, me hizo revivir. Creo que nos quedó una película muy divertida. Me reencontré con actores que me encantaban, Diana Lorys, Lola Gaos, y unos alemanes como Anita Hófer, Otto Stern, guapos y limpios. Gracias a ese film, mi cabeza se quedó limpia para idear nuevas historias. Y así nació
Necronomicon
. La belleza de Estambul, sus infinitas posibilidades para la plástica cinematográfica, me habían dejado atónito. Escribí la historia de un plumazo, pensando en esa ciudad como un lugar irreal, en la mente de una mujer desquiciada. Era una historia erótica y creí poder colársela a la censura española. Ya tenía un productor alemán dispuesto a producir. Rodaríamos el mundo de la realidad en Madrid y el irreal en Estambul. Nos pusimos a buscar el reparto, sobre todo la protagonista.

Y entonces la puta censura prohibió el guión. No tuve tiempo de hundirme en la desesperación. Dos días después vino a verme Manchen, radiante. Me dijo en su castellano de chiste que había hablado con sus alemanes y que estaban de acuerdo en producir al cien por cien. Tendría que hacer algunos cambios en la producción, por ejemplo rodar en Berlín en vez de en Madrid. ¡Vaya disgusto! Ya conocía Berlín —Oeste, claro— y me parecía una maravilla. Manchen me hizo hincapié en que debía reconsiderar el reparto, el equipo técnico, todo, pero, sobre todo, me pidió que me sintiera libre, que me quitara las rémoras del franquismo. Nos fuimos a Berlín, allí conocí al financiero dispuesto a invertir en el proyecto, un joven entre encantador y odioso, niño rico y esnob, pero culto e inteligente, Pier María Caminecci. En su casa oí por vez primera el disco de Gulda que sirvió de base para la música del film, y la narración del
Necronomicon
, el libro de los muertos, en una misteriosa edición de la Universidad de Viena. Tres meses más tarde, casi por casualidad, encontré a la actriz ideal, en Roma, una francesa, ex modelo de Lanvin, que era la perfección. Y tuve la suerte de contar con Jack Taylor, otro desconocido. Me acordaba de mi admirado Robert Siodmak, que me dijo una vez: «Lo importante no es que tus actores sean famosos, sino que respondan a tu idea de los personajes». Y así fue. Acabamos rodando en Berlín y en Lisboa. Carlos Viudes, mi decorador, me llevó allí antes de que lo de Estambul fuera definitivo. Me quedé fascinado por el halo poético que emanaba aquella «Lisboa antigua y señorial que nunca volverá». Conseguí rodar en libertad total, a pesar de que la historia era muy audaz para su tiempo, pero hasta Fritz Lang dijo: «No me gusta el cine llamado erótico, pero si es así, vale». La peli me abrió cantidad de puertas, entre ellas, las del cine inglés y el americano. Todos querían erotismo. Y yo, encantado. Había pasado del terror y el suspense al cine erótico, que al parecer, se me daba bastante bien. Empecé a desarrollar una actividad frenética, con los americanos, sobre todo. Gracias a su organización yo aprendí el
back to back
, o sea, terminar una peli hoy y empezar otra mañana. En ellas colaboraban algunos países europeos más, sobre todo, los alemanes.

Hice películas de gran éxito que se estrenaban en todo el mundo, menos en España y los pudibundos mercados del Este. Adapté a Sade y hasta a Sacher Masoch. En España yo era la comidilla de los viejos iconoclastas que jamás habían visto una película mía, pero que estaban oficialmente escandalizados por mi desvergüenza. Desnudé a las jóvenes promesas del cine mundial, como Romina Power, Marie Lilihedal, María Rohm y a algunas más adultas como Silvia Koscina o Margaret Lee. Mi cine se estrenaba en los grandes circuitos de exhibición, y fantásticos actores como Jack Palance, Herbert Lom, Leo Genn o Klaus Kinski colaboraban con su enorme talento en ellas, sin el menor reparo moral. Hasta el pudibundo Christopher Lee o las oscarizadas Mercedes McCambridge y María Shell, François Brion o Stephane Audran trabajaron bajo mi dirección.

Un día volvía a Madrid, de pasada —me gustaba volver de vez en cuando para poder vivir esa gozada que significa marcharse de Madrid, haciéndole la peseta a la ciudad, en un taxi camino del aeropuerto—. Con sorpresa, vi que pasaban en la Gran Vía, distribuida por Paramount, mi penúltima película
99 mujeres
, que tenía mucho éxito en todas partes. No era para nada un film «porno», ni siquiera erótico, pero sí un film adulto y serio, con una mala leche de espanto, y me encantaba la idea de verlo, en Madrid, estrenado como film americano de los
chuchi
. ¡Qué pronto mueren las ilusiones! La censura había cortado unos veinte minutos, me habían cambiado los diálogos y habían suprimido los demoledores planos finales. Así la película no se entendía, y era una mierda. A la mañana siguiente me fui al Ministerio como John Wayne va a buscar a Tom Tayler en
La diligencia
: dispuesto a matar. Estaba convencido de que habían destrozado el film, conscientemente, con la pérfida intención de cortar de raíz mi posible efímera fama de director rebelde-contestatario. Era la venganza por el éxito de
Necronomicon
en Berlín y el taquillazo en Estados Unidos de estas pobres
99 mujeres
, que aquí no eran más de «cuarenta y tantas». Pedí ser recibido por el secretario de la junta de censura que, ¡oh sorpresa!, ahora era Marcelo Arroita, escritor, periodista y crítico de la nueva hornada. Fue una entrevista insólita. Yo le acusé de destrozar mi película, de hacerme pasar por gilipollas ante el público de mi país. El se mantuvo
cool
y misterioso. Me dijo que ésa era una película pornográfica y que había conseguido que pasara a pesar de todo, cuando la opinión general era prohibirla. Yo repuse que me habrían hecho un favor, prohibiéndola.

—Calla, calla. ¡Sabes muy bien que es pornografía barata!

—¿Ah, sí? ¿Desde cuando María Shell y Mercedes McCambrige hacen pornografía barata en películas de la Paramount?

—No hablo de ellas, sino de Luciana Paluzzi (acababa de hacer un James Bond con Sean Connery, o sea, ni una teta al aire), hablo de Elisa Montes y sobre todo de esa Rosalba Neri, ¡qué vergüenza!

—¿Qué le pasa?

—¡Calla, calla! ¡No me hagas hablar!

—¡Sí, sí! ¡Sí te hago hablar! ¿Qué le pasa?

—Vamos, Jesús. Esa escena en la celda, que ella se estira las medias, echada en la cama… ¡Qué vergüenza! Viendo esa escena, aquí, en el pase de la junta, ¡yo me he corrido!

—¡Bravo, macho! ¡Te felicito! Esto prueba que sois una pandilla de reprimidos, de obsesos.

Le añadí que, profundizando en el asunto, admitiendo que aquella secuencia fuera placenteramente excitante, en nombre de qué justicia privaba al resto de los españoles del mismo placer que él confesaba haber sentido. Lo malo es que, en el fondo, seguían siendo los mismos lobos oscurantistas de siempre, los que odiaban a las mujeres porque les excitaban, las muy putas, los que se avergonzaban de su sexo y se la machacaban con una mano, mientras se daban golpes en el pecho con la otra.

Yo le dije que el amor es bueno,
procrear
en vez de destruir; que la libertad sexual es una parte de la LIBERTAD. Que desde el
Cantar de Cantares
a Picasso, desde Sade a Rodin, el arte siempre había magnificado el amor carnal, el sexo del que todos los mortales nacimos, un día.

Me largué otra vez, pero rompiendo mis lazos con este lindo y funesto país que me vio nacer, mientras el poder estuviera en manos de esos pajilleros asesinos. Viví en Roma el proceso de Burgos y me pagué el lujo de apedrear la Embajada española integrado en aquella masa colérica que ladraba contra el anciano y funesto general. En una especie de delirio libertario, rodé, por fin, a Sade, y como eran producciones americanas, me autorizaron a rodar en algunos de los
sets
más extraordinarios del mundo occidental: desnudé a Romina Power y a Rosalba Neri (esta vez de verdad, en el Tinell y el parque Güell en Barcelona). Allí lo mejor de la juventud contestataria colaboró conmigo, y hasta Pere Portabella y Ricard Bofill interpretaron papeles que había ofrecido a actores españoles. Teresa Gimpera y Serena Vergano, primero, y Montse Prous y Lina Romay, después, hablaron por primera vez en castellano, conmigo, mientras Colita las retrataba. Fue una serie de films en los que yo escupí toda la bilis y la rabia almacenada. Eran, además, producciones importantes con medios y actores de gran calidad, que funcionaron muy bien en el mundo y que —claro— no se estrenaban en España, donde se me ignoraba completamente, si no era para hablar con desprecio de aquel pornógrafo asqueroso. Ahí fue cuando el Vaticano me anatemizó junto a don Luis Buñuel. Nunca había soñado con un palmarás tan definitivo, sobre todo con tal compañero de viaje. Comprendí que yo era un director importante para merecer ese reconocimiento. Se inició una apertura que sería definitiva en el mundo, y mini, con reparos, en España, pero al personal le encandilaba poder verle el culo a la Cantudo o a Rosa Valenty. Me apresuro a contar que las actrices españolas se apuntaron rápidamente a eso que se dio en llamar «el destape». Muy pocas se negaban ya a desnudarse o a rodar escenas eróticas —lésbicas o heterosexuales—. ¡Pobrecitas! Llevaban siglos reprimidas y había muchas que deseaban romper con el pasado. A mí me llegaban mensajes —a través de productores y agentes— de que «si lo pedía el guión» estaban dispuestas a lanzarse a la vorágine. Hasta la otrora pudibunda Carmen Sevilla me mostró su cuerpo suculento para un proyecto que, desgraciadamente, nunca llegó a buen puerto. Lo sentí y lo siento aún, Carmen es una de las pocas grandes estrellas de nuestro cine, casi siempre mal aprovechada. Aún hoy, sigue siendo un monstruo de fotogenia y de encanto. Yo trabajé mucho en el tardofranquismo con algunas criaturas extraordinarias: Diana Lorys, Ada Tauler y, sobre todo, Soledad Miranda. Nuestro malhadado general, a quien la ciencia mantenía semivivo por cojones, palmó definitivamente. ¿Contra quién íbamos a luchar, ahora? Cuando el gran enemigo desaparece deja un gran vacío. Dalí, que además de un gran pintor era un hombre de enorme talento, ya había dicho —yo lo vi en la tele francesa— que: «Sólo bajo la tiranía, el espíritu rebelde del artista desarrolla todo su potencial creativo». Debe de ser algo muy cierto, porque durante unos años el cine español vivió la misma atonía que yo. Habíamos vivido toda nuestra puta vida edificando trampas y subterfugios, a veces como Saura, con gran éxito, aparte de Luis Buñuel, que proseguía impertérrito e incólume su carrera de tránsfuga genial. Yo debo reconocer que la nueva situación me afectó mayormente en plan doméstico. Podía ahora establecerme en España y hacer lo que quisiera. Y eso es lo que hice, sin pérdida de tiempo. Nuestra Administración se acababa de sacar de la manga la calificación S para películas eróticas, pero dentro de unos límites. Esas películas se podrían proyectar en todas las salas, venderse en todas partes, sin perder su derecho a percibir la protección oficial. Fueron unos tiempos magníficos. Hice un montón de películas, entre las que se encuentran algunos de mis films que odio menos:
Los blues de la calle pop, Las chicas del tanga, Camino solitario, El sexo está loco, Sinfonía erótica
, básicamente con mis actores predilectos —Lina, Antonio Mayans, Antonio de Cabo, Muriel Monthosé—. Algunas eran una coproducción con Alemania o Francia, y funcionaron lo suficiente como para que yo pudiera seguir, impasible, mi camino. Y no era yo, sino la profesión entera la que estaba ininterrumpidamente en activo. Se llegaron a hacer 160 películas al año y esto era sano para laboratorios, estudios, compañías de posproducción, técnicos, actores: la industria. Durante el tiempo que esto duró, la producción recibió una ayuda del estado igualitaria sin que el Ministerio —por una vez— quisiera ejercer de juez o crítico: «Café para todos». Pude abordar temas, desarrollar ideas mucho más modernas de lo habitual, hacer un cine más descarado y crítico. Era demasiado bello para que eso durase.

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