Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (30 page)

Cuando empezó a dirigir, gastándose sus propios dineros ganados como actor —igual que el Orson Welles pos-Hollywood—, nadie —quiero decir, los imbéciles o malvados en el poder— le hizo caso.
Manicomio y La vida sigue
eran, empero, dos joyas raras, que el
stablishement
tiró al cesto de la basura, como hicieron con mi primer largometraje,
Tenemos 18 años
. A él la junta de clasificación lo largó con un «zapatero, a tus zapatos», y a mí me tomaron a chufla. Cuando empezó la proyección, al leer mi nombre como guionista, compositor y director, un gracioso de la junta, dijo divertido:

—¡Mirad, el nuevo Charlot! (Ni siquiera sabía que Charlot era un personaje y Charles Chaplin, su creador).

Y me echaron al mismo cesto. Para más oprobio, a Fernando y a mí nos pusieron la etiqueta de subversivos y peligrosos para la salud nacional, o algo así. El siguió actuando. Pero yo me quedé en la puta calle. Ya temamos en marcha con la misma productora, Auster Films (el logo era una tortuga, lenta pero segura), otro proyecto, pero decidimos, ante el patente rechazo a mi persona, darle la dirección a León Klimonsky y que yo hiciera de productor ejecutivo. Así que hicimos todo como yo lo había planeado: guión, las localizaciones en Navarra, reparto, música… La película quedó bastante bien y se amortizó enseguida, pero los productores, escarmentados, cerraron pronto la tienda. Eran tres hombres: Fernando Vizcaíno Casas, Luis Berlanga y Pepe Alexandre —el más pobre de la saga de joyeros de Madrid—. Esta fue la primera patada en los cojones que yo recibí del franquismo. Otro cualquiera habría vuelto a la ayudantía o hasta a la trompeta. Pero yo sabía que lo que tenía que hacer era no dar mi brazo a torcer y dirigir enseguida otra película, o mi carrera estaría acabada. Con esta amarga perspectiva me fui al café y allí estaba Fernán Gómez. Cenamos juntos en una taberna vecina y él me animó a que tirara para adelante.

—Hay que insistir. Si consigues que se acostumbren a ti, estás salvado. Lo esencial es que no te des por vencido y que sigas erre que erre. Y un día, ellos mismos dirán: a este ya le hemos jodido bastante. Vamos a por otro.

Al día siguiente me fui a por José María Monís, jefe de producción de algunas de las películas que yo había hecho como ayudante. Era joven, emprendedor, tenía un descaro infinito y además estaba loquísimo. O sea, lo que yo necesitaba. Nadie en sus cabales habría emprendido este viaje. Me dijo que podíamos pedir el crédito sindical y que intentaría levantar un dinero para los primeros gastos. Le dejé el guión, que había escrito en una semana,
Labios rojos
. Era mi primera incursión en el cine policíaco, lo que ahora, que somos más internacionales, se llamaría un
thriller
. Era un guión ligero, misterioso y sin problemas de censura. A Monís le gustó y se puso manos a la obra. Me llevó a ver a un señor amigo de su familia que invertía de vez en cuando en negocios. El señor en cuestión era otro loco de atar. Nos recibió en la cama. Tenía el aspecto del Doctor Mabuse —en la primera versión—. Creo que las dos entrevistas que tuvimos con él fueron las más surrealistas de mi existencia. El viejo, con un pijama a rayas, se sentó en la cama, mirándonos con una sonrisita inquietante:

—¿Quiénes sois vosotros?

—Yo soy José María Monís, el sobrino de Marita, él…

—Marita… ¡Ah, Marita, una buena chica!

Monís puntualizó:

—¡Marita tiene más de setenta años!

—¿Sí? ¡Cómo pasa el tiempo! Claro, yo hace mucho que no la veo.

—¡Ella me ha dicho que le vio a usted anteayer!

—¡Ah! ¿Es la misma? ¿Y qué queréis vosotros?

—Creí que Marita se lo habría explicado.

—¿Marita? ¿Cuál de ellas?

—Sólo hay una. Todas las Maritas son la misma.

—¿Y qué queréis?

—Que invierta doscientas cincuenta mil pesetas en la producción. Y si quiere se lo devolvemos cuando el Sindicato nos dé el crédito.

—¡Oh, no me fío!

—¿De mí o de Marita?

—Del Sindicato. Son unos chulos que, como tienen la sartén por el mango, si no quieren, no te pagan.

De pronto, su expresión se endureció.

—Vosotros no sois fascistas, ¿verdad?

El ¡no! fue rotundo y a coro. El viejo prosiguió:

—Yo, con fascistas, nada.

—¿Y con el resto de los humanos? —preguntó Monís. —El asunto me gusta y Marita también. Esta riquísima. Monís no quería discutir más sobre aquella Marita.

—Hágalo por ella, entonces.

El viejo reflexionó unos instantes, antes de decir:

—Dejadme pensarlo. Preparadme una letra a noventa días por esa cantidad y volved el martes.

—¿Por qué el martes?

El sonrió, misterioso.

—El martes es día trece. A mí me trae suerte. Os cobraré pocos intereses.

« Me miró un instante.

—¿Él es de fiar?

Monís, medio en guasa.

—¿El? Su padre tiene una gran fortuna.

—¿Y por qué no se lo pedís a él?

—Tiene esa fortuna porque ni Dios le saca un duro.

—Un tío listo. ¿Cómo se llama?

—Franco.

Se levantó casi de la cama.

—¡No jodáis! Es cierto. Me han dicho que es muy amarreta, el cabrón.

El martes volvimos. Nos recibió en la cama, otra vez.

—¿Quiénes sois vosotros?

Yo quise morirme. Monís había comprado y rellenado la letra. Hasta había encargado un tampón nuevo.

Monís, perdiendo la paciencia.

—Soy el sobrino de Marita. Ella está bien. Pero yo he preparado la letra que me pidió.

La sacó de un sobre y se la entregó al viejo, que la estudió y la remiró varias veces.

Luego sacó un papel de barba escrito a mano de debajo de la almohada.

—Me tienes que firmar este documento.

Monís sacó una estilográfica y firmó. Había una copia, que José María se guardó.

El viejo, molesto:

—¿No vais a leer el documento?

Monís respondió, rápido:

—No, porque si lo leemos, igual no lo firmamos.

El rió. Sacó unos fajos de una caja de zapatos. Se los entregó a Monís.

—Sólo os cobro un cinco, no os quejaréis.

Monís no contestó, fue hacia la puerta y yo le seguí. El viejo nos estrechó la mano. A mí me miró con un punto de extrañeza, como si acabase de darse cuenta de mi presencia. Preguntó interesado:

—¿Tú también eres sobrino de Marita?

Marita o no Marita, el caso es que gracias a los precios que conseguía Monís, a las jornadas de más de diez horas y a un grupo de actores que nos hicieron el favor de trabajar por la mitad de su precio, hicimos la peli. Juan Mariné fue el operador. Hizo un trabajo estupendo, aunque tuvo que marcharse antes de terminarla. Tenía compromisos anteriores, y Monís trajo a uno todoterreno. Yo casi lloré de frustración. Pero nadie, al ver la película, advirtió la diferencia. Dramático. Mariné era mucho más caro y sobre todo, mucho más lento. Cuando lo comenté con Fernando, que conocía a los dos, me dijo: «Sólo hay dos clases de operadores; los lentos y los vagos, también llamados rápidos. Los primeros ponen muchos aparatos, viseras, papelitos. Los vagos, para iluminar el mismo plano, ponen un par de cacharros y dicen: “Listo”». Yo opinaba lo mismo que Fernando, hasta que un día vi iluminar a Raúl Coutard, el operador de casi todos los films de Jean-Luc Godard. Ese no tardaba nada. No se perdía ni un segundo por él.
Alphaville
, por ejemplo, está iluminada a la misma velocidad que el maldito ¡NO-DO!

Labios Rojos
fue menos vapuleada por la crítica y por el Ministerio que
Tenemos 18 años
, y, aunque no fue ningún éxito, no se perdió dinero. A mí me sirvió para cumplir mi propósito de seguir vivo en la profesión, y más aún, para atraer la atención de dos hombres que serían cruciales en mi carrera: Sergio Neuman y Marius Lesoeur. Sergio era un personaje fuera de serie: judío políglota, de nacionalidad paraguaya, afincado en España, hablaba el castellano con fortísimo acento catalán. Enamorado de la serie B, él no pretendía producir
Desierto rojo
o
El gatopardo
, sino lo que hoy se llama «cine de género». Pero eso yo no lo sabía cuando me citó en su oficina. Yo había trabajado con él, como guionista y ayudante, en una extraña y muy interesante película dirigida por Klimonsky,
Miedo
. Era un productor modesto y bastante rácano, pero serio y buen comerciante. Yo acababa de recibir tropecientos premios por mi mediometraje
Baroja
. Sergio me dijo que le gustaba mucho y que tenía buenas referencias de mí como director. Ingenuo de mí, creí que me ofrecería
La busca
, o al menos
Zalacaín
. Nada de eso. Quería contratarme para dirigir dos películas de cuplés, que era la moda en España, con una nueva estrella, Micaela, y en coproducción con Francia. Esto último, sobre todo, me llenó de gozo. Había rodaje en París, y algunos actores cojonudos. Su preocupación mayor era si yo podría defenderme en francés. Esa misma tarde me presentó a su coproductor, Marius Lesoeur. Marius, que ha muerto hace poco, millonario por cierto, era, cuando le conocí, lo que los franceses llaman un
charmeur
, es decir, un hombre con encanto, con tirón, con poder de persuasión, simpatía y palabra fácil. El perfecto liante, vamos. La prueba es que, habiendo comenzado a trabajar con él y con Neuman al mismo tiempo, hice con Neuman tres películas y con Lesoeur más de cincuenta. Héroe de la resistencia, Legión de Honor incluida, Marius era un viejo marxista reciclado que se cuidaba mucho de no hablar de política en España. El era un feriante que hacía un número de circo en bicicleta. Recorría Francia en la cuerda floja, el hombre, con su
roulotte
, su mujer, vocacional ama de casa sedentaria y encantadora, que se pasó gran parte de su vida de aquí para allí, detrás de su marido. No les iba mal, dentro de lo que cabe. Pero hete aquí que Pierre Chenal se cruzó en sus vidas. Chenal era un buen director que en aquellos tiempos, los mejores de la historia del cine francés, no llegó a ser uno de los grandes —la competencia con Carné, Renoir, Clair, Duvivier, etcétera, era difícil de superar—. Chenal estaba rodando en Marsella
La foire aux chimeres
con algunos actores magníficos como Madeleine Sologne, Louis Salou, Erich von Stroheim, y eligió la modesta carpa de Lesoeur para rodar en ella unos días. Rodaban de noche. Y ahí, Marius descubrió su verdadera vocación. Al final del rodaje, vendió su carpa, su bicicleta y todas sus otras pertenencias y se fue a París. Este hombre poco cultivado, pero con una intuición y un ojo para el cine verdaderamente excepcionales, se las arregló para adquirir los derechos d
t Jesús la Caille
una maravillosa novela de Francis Careo, un autor minoritario, hoy reivindicado como uno de los grandes; buscó a unos actores desconocidos, pero que a él le parecieron buenos para los personajes —Jeanne Moreau y Philippe Lemaire— e hizo el film, que tuvo un gran éxito. Decidió seguir por ese camino, pero subiendo el listón en calidad y en
budget
. Flizo
Sourci pour un vivant
de ¡André Maurois!, con Lino Ventura, Anni Cordy, Frank Villard y música del arreglador de Dizzy Gillespie, el escocés Daniel J. White, con quién yo he hecho después tropecientas películas y que ha sido, hasta su muerte reciente, uno de mis mejores amigos y colaboradores. La película se partió los morros, y la siguiente también. No eran buenas películas y creo saber por qué. Pienso que el turbulento rodaje que presenció en su circo, con un histrión amargado como Von Stroheim y mi director pretencioso e intelectual como Chenal, le llevaron a elegir a unos directores que él pudiera dominar —ayudantes de dirección, artesanos menos formados que él, aún—, y ahí su intuición lo llevó a la negra ruina. Creo que levantó cabeza porque tenía un hijo, Daniel, que pronto se convirtió en su brazo derecho y que, seguro, hizo una solemne promesa en plena
rué
Jaucourt, donde vivían, no lejos de La Bastilla: «¡Juro por Dios que nunca volveremos a pasar hambre!». Y los dos se convirtieron en unos implacables productores de «todo a cien». Vendían diez versiones diferentes de la misma película, que iban del porno duro y supercutre a la versión para todos los públicos. España les sirvió de base para su resurgimiento. Compraban a precio de saldo viejas películas españolas cuyos negativos palidecían en olvidados anaqueles, rodaban algunas escenas nuevas con los mismos actores del original y, si no, le plantaban un pelucón negro del almacén más barato de París a una emigrante rumana, recién llegada de Bratislava, y rodaban con ella escenas
sexy
que deberían haber sido patrocinadas por las escuelas pías para despertar vocaciones por el celibato y la contención. (Muchos recibieron «la llamada» contemplando aquellas tristes secuencias). A veces, conseguían contratar, con la intención de autentificar las penosas secuencias extras, a algún actor del film original. Es el caso de Paul Muller, un excelente actor germánico que participó en alguna de esas escenas nuevas. Entonces, el resultado era digno de las mejores películas de los Monty Python. Muller, vestido de oficial de Marina, decidido y galán, salía de cuadro diciendo algo como:

—Yo hablaré con ella.

Y volvía a entrar junto a la pobre chica del pelucón:

—Pero antes, tienes que ser cariñosa conmigo.

El que se acercaba era el mismo actor, pero treinta años más viejo, encorvado, alopécico y con barriguita. Y lo extraordinario es que
les funcionaba
. El viejo film
El último mohicano
, una digna producción española, se convertía en
Caravana de esclavas
, y
Cuatro balas para Joe
en
Las chicas del Golden Saloon
. Ganaron un dineral. Por supuesto, ninguna de estas versiones, más bien subversiones, llegaron a España (los habrían metido en al cárcel). A mí, nunca se atrevieron a proponerme una de estas mierdas. Yo era su director de élite y aunque con bajo presupuesto, las pelis que yo rodé —casi siempre en coproducción— con los Brothers (así los bautizó Daniel White) están entre mis favoritas (o sea que no las odio del todo) y fueron grandes éxitos comerciales, como
La condesa negra
o
El sádico de Notre Dame
, las dos protagonizadas por la mujer que llena mi vida desde hace casi treinta años, Lina Romay. Los Brothers, que no respetaban a nadie, que eyaculaban una lluvia ácida sobre la cabeza de los pobres realizadores a su servicio, a mí me respetaron. Y si alguna vez Marius se atrevía a sugerirme algo en el rodaje, yo le mandaba a hacer puñetas y ya está. Y lo mismo digo del montaje y el resto de la posproducción. Estuve, eso sí, limitado en lo referente a los medios que ponían en mis manos para trabajar, pero eso lo sabía desde el primer momento. No obstante, ellos, el padre sobre todo, me hicieron conocer a algunas personas que han sido esenciales en mi cine y en mi vida. Marius tenía una intuición increíble para los actores. El me presentó a Georges Rollin, a Danielle Godet, a Danik Patisson, a Dora Dolí, y sobre todo a Howard Vernon, que protagonizó
Gritos en la noche y
después hizo cien películas conmigo. Era un hombre notable y cultísimo, ayudante y amigo de Fritz Lang y de Jean-Pierre Melville, y su presencia dignificaba una película. Pero también me presentó a Daniel J. White y a Nicole, mi primera mujer, con la que viví y fui feliz durante muchos años. Luego la vida —el cine—, nos separó. Ella tenía una hija —que se convirtió en mi hija— y conseguimos superar los problemas de su educación sin traumas —su padre nunca creó el menor problema, pero quería ver a su hija y ella a él—. Pero fue, sobre todo, mi vida de balancín y caricato lo que deterioró nuestra relación. Nicole quería tener una casa, no en propiedad, sino eso que se llama un hogar. Y lo tuvimos, en Madrid, hasta que yo, ahogado por las dificultades, cortapisas y zancadillas del puto régimen, decidí marcharme. Tuvimos un apartamento maravilloso en París, y luego en Roma, y regresamos por fin a Madrid. Pasó parte de su vida de mudanza en mudanza, transportando nuestras cosas de acá para allá, y un día no pudo más. Yo estaba trabajando para los americanos, rodando en Río de Janeiro, pero nuestro hogar estaba en Roma. O rodando en Alemania o Portugal cuando ya vivíamos de nuevo en Madrid. Comprendo, y cómo, su frustración. Nos divorciamos. Yo acepté mi culpabilidad ante la Ley francesa y le di cuanto tenía, que sin ella, no me valía para nada. Luego seguimos siendo amigos de verdad. Si esto ocurrió con mi ser más querido, ¿qué decir de los demás? Hasta Fernán Gómez se emparejó y pasó de
Vimprevu y
la cuchufleta al sedentarismo y a su magnífica madurez intelectual. «Dicen que la distancia es el olvido», reza el profético bolero. Pero no sólo la distancia, sino también los giros extravagantes de la vida, de los que ni siquiera el propio Sacher Masoch habría aceptado asumir la responsabilidad. Ese mundo, el de aquel Madrid de la dictadura, nefasto y entrañable, fue agrandándose. Nadie puede detener el progreso, desgraciadamente. Entre las torres de Kio y la taberna de doña María Aroca, yo me quedo con aquella buena señora que preparaba las costillas con sus propias manos, o con la morcilla de «mi pueblo» de Casa Ricardo. Entre un macroconcierto con Sting o Elton John —y cuidado que me gustan— y las notas desgranadas en el viejo piano del Whiskeyjazz por Tete Montoliú, me quedo con éste. Los
feelings
están muriendo asesinados por la globalización. Fernando Fernán Gómez fue nuestro líder, el verdadero, en aquellos tiempos del cuplé. Y lo más paradójico es que su cine, motor de todo lo demás, nunca ha sido reconocido como la obra de un creador total e independiente. Se ha visto devorado, hasta ahora, por la notoriedad y el éxito de sus otras actividades. Quizá por la sencillez de su discurso, quizá por su renuncia a la retórica y, por supuesto, al panfleto; quizá porque sus imágenes no son grandilocuentes o pretenciosas. Su cine no es una trampa, sino la expresión mordaz y sensible de su personalidad. Siendo como es, el más lúcido y profundo cronista de nuestro tiempo puede que su obra forme sólo una película. Yo le he oído decir más de una vez que para que un film o un libro puedan ser considerados importantes deben tener trozos pesados. Tolstoi, Balzac o hasta Joyce son buenos ejemplos de ello. Y en cine, no digamos. El mundo entero reconoció a David Lean como uno de los grandes, no por
Hobson choice
u
Oliver Twist
, sino por peñazos como
Lawrence de Arabia
o
Doctor Zhivago
. El propio Steven Spielberg tuvo que hacer
La lista de Schindler
para cosechar los Oscar que nadie le habría concedido por
Tiburón
o la serie de Indiana Jones. ¿Quién habría soportado los coñazos metafísicos de Eric Rohmer o Antonioni si no es por la vergüenza de ser tildado de ignorante o zafio?

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