—No importa —dice ella.
Un semáforo rojo en Sunset, la beso y ella mete la segunda y sale a toda pastilla. En la radio hay una canción que ya he oído cinco veces hoy mismo. Blair enciende un pitillo. Pasamos junto a una pobre con el pelo sucio y despeinado y una bolsa de Bullock que está sentada junto a un montón de periódicos amarillentos. Se ha instalado a la orilla de la autopista, y vuelve la cara hacia el cielo; tiene los ojos semicerrados porque le molesta el sol. Blair se dirige por una calle lateral colina arriba. No nos cruzamos con ningún coche. Blair sube el volumen de la radio. No ve al coyote. Es grande y de pelo pardo y el coche le alcanza de lleno en mitad de la calle y Blair grita y trata de enderezar el coche. El pitillo se le cae de los labios. Pero el coyote ha quedado enganchado bajo las ruedas y aúlla y el coche no puede moverse. Blair detiene el coche y mete la marcha atrás y para el motor. Yo no quiero bajarme del coche, pero Blair llora histéricamente, con la cabeza en el regazo, y me bajo del coche y me dirijo lentamente hacia el coyote. Está tumbado de lado, tratando de mover el rabo. Tiene los ojos abiertos y pinta de asustado y veo que ha empezado a morir allí bajo el sol mientras le sale sangre por la boca. Tiene las patas rotas y su cuerpo se mueve convulsivamente y observo el charco de sangre que se está formando junto a su cabeza. Blair me llama, pero la ignoro mientras miro al coyote. Me quedo allí unos diez minutos. No pasan coches. El coyote se agita y arquea el cuerpo y luego sus ojos quedan en blanco. Acuden moscas y revolotean por encima de la sangre y se posan en los ojos del coyote. Vuelvo al coche y Blair arranca y cuando llegamos a su casa pone la televisión y creo que ha tomado Valium o algo así y nos vamos a la cama mientras empieza «Otro mundo».
Y en la fiesta de Kim, esa noche, mientras todos juegan a Quarters y se emborrachan, Blair y yo nos sentamos en un sofá del cuarto de estar y oímos un viejo álbum de XTC y Blair me dice que podríamos ir a la casa de invitados y nos levantamos y salimos del cuarto de estar y pasamos junto a la piscina y una vez dentro de la casa de invitados nos besamos furiosamente y nunca la había deseado tanto y me coge por la espalda y me aprieta tanto contra ella que pierdo el equilibrio y los dos caemos, lentamente, sobre nuestras rodillas, y mete sus manos por debajo de mi camisa y noto su mano suave y fresca en mi pecho y la beso, le chupo el cuello y luego el pelo, que huele a jazmín, y me aprieto contra ella y nos quitamos los vaqueros el uno al otro y nos metemos mano y froto la mano contra sus bragas y cuando trato de penetrarla con demasiada precipitación, respira con fuerza y trato de ser muy delicado.
Estoy sentado en Trumps con mi padre. Ha comprado un Ferrari nuevo y lleva un sombrero vaquero. Se ha quitado el sombrero al entrar en Trumps, lo que por algún motivo me tranquiliza. Quiere que vea a su astrólogo y me recomienda que compre el Astroscopio Leo del año que empieza.
—Lo compraré.
—Las vibraciones planetarias influyen en el cuerpo de un modo bastante extraño —dice.
—Lo sé.
La ventana junto a la que nos sentamos está abierta y me llevo una copa de champán a los labios y cierro los ojos y luego miro hacia las colinas. Un hombre de negocios se para junto a nuestra mesa. Yo había pedido a mi madre que viniese pero dijo que estaba muy ocupada. Estaba tumbada junto a la piscina leyendo un número de
Glamour
cuando le dije que viniera.
—Sólo a tomar una copa.
—No me apetece ir a Trumps «sólo a tomar una copa».
Suspiré y no dije nada.
—No me apetece ir a ningún sitio.
Una de mis hermanas, que estaba tumbada junto a ella, se encogió de hombros y se puso las gafas de sol.
—Además, quiero ver la televisión por cable —dijo, molesta, cuando se alejó de la piscina.
El hombre de negocios se va. Mi padre no habla mucho. Trato de entablar conversación. Le hablo del coyote que atropelló Blair. Me dice que es una pena. Sigue mirando por la ventana, contemplando su Ferrari rojo metalizado. Mi padre me pregunta si pienso volver a New Hampshire y yo le miro y digo que sí.
Me despertó el sonido de unas voces fuera. El director a cuya fiesta mis padres habían llevado a mi abuela la noche anterior estaba fuera sentado ante una mesa, bajo la sombrilla, tomando el aperitivo. La mujer del director estaba sentada a su lado. Mi abuela tenía buen aspecto bajo la sombra de la sombrilla. El director empezó a hablar de la muerte de un especialista en una de sus películas. Contó que había tropezado. Y que cayó de cabeza al piso de abajo.
—Era un chico estupendo. Sólo tenía dieciocho años.
Mi padre abrió otra cerveza.
Mi abuelo parecía abatido.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó tristemente mi abuelo.
—¿Cómo? —El director le miró.
—¿Que cómo se llamaba? ¿Cuál era el nombre de ese chico?
Hubo un largo silencio y sólo se oyó la brisa del desierto y el sonido del jacuzzi calentándose y de la piscina vaciándose. También se oía a Frank Sinatra cantando «Summer Wind», y recé para que el director se acordara del nombre. Por algún motivo me parecía muy importante. Necesitaba que el director dijera el nombre. El director abrió la boca y dijo:
—Lo he olvidado.
Después de almorzar con mi padre voy a casa de Daniel.
La muchacha abre la puerta y me lleva al jardín, donde la madre de Daniel, a la que he conocido en la fiesta del Día de los Padres de Camden, en New Hampshire, está jugando al tenis en bikini y con el cuerpo embadurnado de aceite solar. Deja de jugar al tenis con la máquina lanzapelotas y se me acerca y me habla de Japón y de Aspen y luego de un sueño muy raro que tuvo la noche pasada en el que raptaban a Daniel. Se sienta en una tumbona junto a la piscina y la muchacha le trae té frío y la madre de Daniel quita el limón y lo chupa mientras mira al joven rubio que está quitando las hojas de la piscina y luego me dice que le duele la cabeza y que lleva días sin ver a Daniel. Entro en la casa y subo la escalera y paso junto al cartel de la nueva película del padre de Daniel y entro en el cuarto de Daniel y me pongo a esperarle. Cuando es evidente que Daniel no va a venir a su casa, cojo mi coche y me dirijo a casa de Kim a recoger mi chaqueta.
Lo primero que oigo cuando entro en la casa son gritos. A la muchacha no parece que le importen y se dirige a la cocina después de abrirme la puerta. La casa todavía no está amueblada y cuando salgo a la piscina paso junto a los tiestos nazis. La que grita es Muriel. Me dirijo hacia donde está tumbada con Kim y Dimitri junto a la piscina y se calla. Dimitri lleva un traje de baño Speedo negro y un sombrero mejicano y tiene una guitarra entre las manos y trata de tocar «L. A. Woman», pero no puede tocar la guitarra porque se ha cortado en el New Garage y cada vez que aprieta las cuerdas su cara se contrae. Muriel vuelve a gritar. Kim fuma un porro y al fin me ve y se levanta y me dice que creía que su madre estaba en Inglaterra pero ha leído recientemente en
Variety
que estaba en Hawai rodando exteriores con el director de su nueva película.
—Deberías llamar antes de venir —dice Kim, pasándole el canuto a Dimitri.
—Traté de hacerlo, pero no contestó nadie —miento, comprendiendo que aunque hubiera llamado nadie habría respondido al teléfono.
Muriel chilla y Kim me mira, distraída, y dice:
—Seguramente llamaste a los números que he desconectado.
—Seguramente —le digo—. Lo siento. Sólo he venido por mi chaqueta.
—Bien…, por esta vez que pase, pero no me gusta que aparezca nadie sin avisar antes. Hay alguien que anda contando a todo el mundo donde vivo. Y eso no me gusta.
—Lo lamento.
—Lo que quiero decir es que antes me gustaba ver gente, pero ahora no lo puedo soportar.
—¿Cuando vuelves a clase? —le pregunto cuando nos dirigimos a su habitación.
—No lo sé —se pone a la defensiva—. Me parece que todavía no han empezado.
Entramos en su habitación. Sólo hay un colchón enorme en el suelo y un equipo estéreo muy caro que ocupa toda una pared y un póster de Peter Gabriel y una pila de ropa en un rincón. También están las fotos que le sacaron en la fiesta de Fin de Año clavadas encima del colchón. Veo una de Muriel, con mi chaqueta puesta, mirándome. Otra en la que estoy en el cuarto de estar sólo con unos vaqueros y una camiseta, tratando de abrir una botella de champán, completamente ido. Otra de Blair encendiendo un pitillo. Una de Spit, desplomado debajo de la bandera. Muriel grita fuera y Dimitri sigue intentando tocar la guitarra.
—¿Qué ha sido de tu vida? —pregunto.
—¿Y de la tuya? —me pregunta ella.
No digo nada.
Me mira desconcertada.
—Venga, Clay, cuenta. —Mira la pila de ropa—. Tienes que haber hecho algo.
—Creo que no.
—Cuéntame lo que has estado haciendo —vuelve a preguntar.
—Cosas, me parece. —Me siento en el colchón.
—¿Qué cosas?
—Y yo qué sé. Cosas. —Pierdo la voz y durante un momento pienso en el coyote y creo que me voy a echar a llorar, pero la cosa pasa y sólo quiero coger mi chaqueta y largarme de allí.
—¿Como por ejemplo?
—¿En qué trabaja tu madre?
—Es la narradora de un documental sobre los espásticos. Dime lo que has estado haciendo.
Alguien, seguramente Spit o Jeff o Dimitri, ha escrito el alfabeto en la pared. Trato de concentrarme en él, pero advierto que la mayoría de las letras no están ordenadas, así que pregunto:
—¿Y qué más hace tu madre?
—Ha ido a Hawai a hacer esa película. ¿Qué cosas has hecho?
—¿Has hablado con ella?
—No me hagas preguntas sobre mi madre.
—¿Y por qué no?
—No digas eso.
—¿Y por qué no? —vuelvo a preguntarle.
Encuentra mi chaqueta.
—Aquí la tienes.
—¿Y por qué no?
—Dime qué cosas has hecho —me pregunta dándome la chaqueta.
—¿Y tú?
—¿Qué cosas has hecho? —pregunta con voz temblorosa—. Y no me hagas más preguntas, Clay, ¿de acuerdo?
—¿Por qué no?
Se sienta en el colchón después de que yo me he levantado. Muriel grita.
—Porque…, no me acuerdo —solloza.
La miro y no siento nada y me marcho con mi chaqueta.
Rip y yo estamos sentados en I.R.S. Records, en La Brea. Uno de los ejecutivos encargados de promoción le compra un poco de coca a Rip. El tipo encargado de la promoción tiene veintidós años y el pelo rubio platino y va vestido completamente de blanco. Rip quiere saber lo que le puede sacar.
—Necesito algo de coca —dice el tipo.
—Muy bien —dice Rip, y busca en el bolsillo de su guerrera de paracaidista.
—Hace un buen día —dice el tipo.
—Sí, muy bueno —dice Rip.
—Estupendo —digo yo.
Rip le pregunta al tipo si le puede conseguir un pase al escenario para el concierto de The Fleshtones.
—Claro. —Le da a Rip dos pequeños sobres.
Rip dice que le llamará más tarde, muy pronto, y le da un sobre.
—Estupendo —dice el tipo.
Rip y yo nos levantamos y Rip le pregunta:
—¿Has visto a Julian?
El tipo está sentado detrás de una enorme mesa de despacho y coge el teléfono y le dice a Rip que espere un minuto. El tipo no dice nada por teléfono. Rip se acerca a la mesa y coge una maqueta de un nuevo grupo inglés que está encima de la gran mesa de cristal. El tipo cuelga el teléfono y Rip me pasa la maqueta. La miro y la vuelvo a dejar en la mesa. El tipo hace una mueca y le dice a Rip que podrían verse para almorzar.
—¿Qué es de Julian? —pregunta Rip.
—No lo sé —dice el encargado de promoción.
—Muchas gracias —dice Rip guiñándole un ojo.
—De nada, chico —dice el tipo, y se arrellana en su butaca.
Trent me llama mientras Blair y Daniel están en mi casa y nos invita a una fiesta en Malibu; dice algo de que a lo mejor los X se dejan caer por allí. Blair y Daniel dicen que les parece una buena idea y aunque yo pienso que en realidad no me apetece ir a una fiesta o ver a Trent en aquel plan, el día está despejado y un paseo en coche hasta Malibu tampoco parece tan mala idea. Daniel quiere ir a ver las casas que derribó la tormenta. Vamos por la Pacific Coast Highway y tengo cuidado de conducir despacio y Blair y Daniel hablan del nuevo álbum de U2, y cuando suena la nueva canción de The Go-Go’s me dicen que suba el volumen y cantan, medio en broma, medio en serio. Refresca a medida que nos acercamos al océano y el cielo se pone púrpura, y pasamos junto a una ambulancia y dos coches de policía aparcados a un lado de la carretera cuando enfilamos hacia la oscuridad de Malibu y Daniel saca la cabeza para fisgar mejor y yo voy más despacio. Blair dice que debe de haber habido un accidente, y los tres nos quedamos callados durante un momento.
Los X no están en la fiesta de Malibu. Tampoco hay mucha gente. Trent abre la puerta llevando unos pantalones cortos y nos dice que él y un amigo utilizan la casa de un tipo mientras éste se encuentra en Aspen. Al parecer Trent suele venir aquí con frecuencia y tiene un montón de amigos, que por lo general también son tipos de pelo rubio, guapos y modelos como Trent, y nos dice que nos sirvamos una copa y algo de comer y él se dirige al jacuzzi y se tumba bajo el cielo que se ha nublado. Por lo general sólo hay chicos en la casa y llenan todas las habitaciones y todos parecen el mismo: delgados, el cuerpo muy moreno, pelo rubio corto, ojos azules de mirada vacía, la misma voz sin entonación, y me pongo a preguntarme si me pareceré a ellos. Trato de olvidarlo y consigo una copa y observo el cuarto de estar. Dos chicos están jugando al Comecocos. Otro chico está tumbado en un supermullido sofá fumando un porro y viendo vídeos musicales. Uno de los chicos que juega al Comecocos grita y le da un golpe muy fuerte a la máquina.
Hay dos perros corriendo por la playa desierta. Uno de los chicos rubios les llama:
—Hanoi, Saigón, venid aquí.
Y los perros, unos dóberman, acuden dando saltos al porche. El chico los acaricia y Trent sonríe y se pone a quejarse de los camareros de Spago. El chico que le dio el golpe al Comecocos se acerca y mira a Trent.
—Necesito las llaves del Ferrari. Voy por más alcohol. ¿Sabes dónde están las tarjetas de crédito?
—Que lo carguen a la cuenta —dice Trent con voz aburrida—. Y trae muchas tónicas, ¿entendido, Chuck?