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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (19 page)

—Ya han oído —dijo el teniente.

El jefe del pelotón hizo una seña, y nuestros guardias prepararon sus armas. El golpe seco de los gatillos resonó en la bóveda sombría, y los pocos curiosos que se asomaban a las puertas desaparecieron como por encanto.

—¿Y bien? ¿Qué están esperando, marmotas? ¿No me han oído?

La patrulla de Burns se alejó rápidamente y avanzamos por Comercial Uno. Los hombres nos seguían acunando sus armas. La sucursal en Ciudad Luna de la Sociedad Fowler Schocken estaba instalada en Comercial Uno 75. Entramos silbando. Los hombres instalaron sus armas en el vestíbulo. El episodio había sido fantástico. Yo nunca había visto nada semejante. Fowler Schocken me explicó el asunto mientras nos internábamos en la agencia.

—Esto sólo ocurre fuera de la Tierra, Mitch. Tendrías que tenerlo en cuenta para el proyecto. El «igualador» lo llaman. La posición de un hombre no tiene aquí una verdadera importancia. Más allá de la estratosfera comienzan a reinar los escuadrones armados. Una vuelta a las cosas elementales de la vida. Aquí, un hombre es sólo un hombre. No importa su número de Seguridad Social.

Pasamos ante una puerta.

—Este es el cuarto de O'Shea —me dijo Fowler—. No ha vuelto todavía, por supuesto. El hombrecito pasa el tiempo recogiendo pimpollos… No le durará mucho. El único hombre que ha vuelto de Venus. Vamos a triunfar, ¿no es cierto, Mitch?

Entramos en un cubículo, y Fowler Schocken bajó la cama con sus propias manos.

—Empieza con esto —me dijo sacando unos papeles de su bolsillo interior—. Son sólo unos apuntes. Repásalos. Te mandaré algo de comer y un poco de Mascafé. Una hora o dos de trabajo, y luego a dormir el sueño de los justos, ¿eh?

—Sí, señor Schocken.

Schocken me sonrió y salió del cuarto, apartando la cortina.

Hojeé rápidamente los apuntes:

«Películas a seis colores: primeros vuelos infructuosos. Citar a Learoyd, 1959; Holden, 1961; McGill, 2002; y los otros pioneros heroicos. Sacrificio supremo, etc., etc. No mencionar cohete 2010 de White-Myer, que estalló visiblemente antes de pasar la órbita lunar. Tratar de sacar de los archivos de los libros de historia el vuelo de W.M. Averiguar precio. Buscar archivos retratos de L. H. y McG. Uno rubio, el otro moreno y el otro pelirrojo. Cohetes en segundo plano. Mujeres hermosas. No interesan pioneros heroicos de mirada brillante.

Libros verdes no se consiguen…».

En el cubículo alguien había puesto estratégicamente papel y lápiz. Comencé a escribir, con cierta dificultad:

«Éramos gente común. Nos gustaba la Tierra. Nos gustaban los placeres terrestres. El gusto mañanero del Mascafé… la primera bocanada de un cigarrillo Astro… la elegancia de un traje a rayas verdadero… la cálida sonrisa de una joven con su brillante vestido de primavera. Pero eso no nos bastaba. Queríamos ver nuevos mundos; conocer cosas nuevas El hombrecito es Learoyd, 1959. Yo soy Holden, 1961; el pelirrojo de hombros cuadrados es McGill, 2002. Sí; estamos muertos; hemos visto mundos lejanos y hemos aprendido cosas nuevas. No nos tengáis compasión. Hemos luchado por vosotros. Los astrónomos melenudos no saben cómo es Venus. Gas venenoso, dicen. Vientos tan calientes que os quemáis el pelo, y tan fuertes que os levantan por el aire. Pero no están seguros. ¿Qué hace uno cuando no está seguro? Va y mira».

Entró un guardián con sándwiches y Mascafé.

Comí y bebí con una mano, y seguí escribiendo con la otra:

«Las naves eran excelentes, ya entonces. Llevaban bastante combustible como para llegar a destino; pero no bastante como para volver. Pero no nos tengáis lástima: queríamos saber. Era posible que los melenudos estuviesen equivocados. Era probable que pudiésemos salir de los cohetes, respirar aire fresco, bañarnos en aguas claras… Y luego fabricar combustible para volver y traer a Tierra la buena nueva. Pero no, no resultó. Los melenudos tenían razón. Learoyd se moría de hambre; abrió la escotilla y respiró metano. Mi nave era más liviana. El viento la partió… conmigo adentro. La nave de McGill era más pesada y llevaba abundantes raciones. Escribió durante una semana y luego… bueno. Dos no habían vuelto. No había sino una salida. McGill había llevado un poco de cianuro… Pero no nos tengáis lástima. Fuimos allí y lo vimos, y de algún modo enviamos nuestras noticias: no podíamos regresar. Ahora sabéis qué hacer, y cómo podéis hacerlo. Sabéis que los melenudos no se equivocan. Venus es una mujer salvaje, y hay que tener coraje y sabiduría para poder domarla. Os tratará bien entonces. Cuando encontréis nuestros cohetes no nos tengáis lástima. Hemos luchado por vosotros. Y sabemos que nos defraudaréis».

Estaba de nuevo en casa.

14

—Por favor, Fowler —le dije—, mañana. Hoy no.

Fowler me miró fijamente.

—Esperaré, Mitch —me dijo—. Nunca he apurado a nadie.

Fowler Schocken mostró esa habilidad característica que lo ha convertido en un jefe. Olvidó en un instante toda su ardiente curiosidad y no me hizo ninguna otra pregunta.

—Excelente trabajo —me dijo golpeando su escritorio con las hojas que yo había escrito la noche anterior—. Habla con O’Shea, ¿quieres? O'Shea puede darte un poco más de vista, sabor, olor, sonidos, sentimiento. Y si él no puede, nadie podrá. Y empaca tus cosas para el viaje de vuelta. Embarcaremos en el Vilfredo Pareto… Me olvidaba, no tienes nada que empacar. Toma, un poco de cambio. Compra algo enseguida. Que alguno de los muchachos te acompañe. El igualador ¿recuerdas? —Me guiñó el ojo.

Encontré a Jack O'Shea en un cubículo al lado del mío, acurrucado como un gato en medio de su cama. El hombrecito se dio vuelta y me miró turbiamente. Parecía deshecho.

—Mitch —me dijo con una voz pastosa—. Otra maldita pesadilla.

—Jack —le dije sacudiéndolo—. Despierte, Jack.

O'Shea se incorporó bruscamente y me miró enojado.

—¿Qué pasa? Ah, hola, Mitch. Ahora recuerdo. Alguien me lo contó esta mañana, al entrar. —Se tomó la cabeza entre las manos—. Me siento morir —dijo débilmente—. Deme algo, ¿quiere? Y oiga mis últimas palabras. No se transforme en un héroe. Es usted demasiado bueno.

El enano volvió a sumergirse en su modorra. Se estremecía de cuando en cuando. Fui a la cocina y preparé un poco de Mascafé, Tiamina y una rodaja de Pam. Volvía ya a la habitación, cuando decidí pasar por el bar y recoger dos dedos de aguardiente.

O'Shea miró la bandeja y hocicó.

—¿Qué demonios es esto? —me dijo débilmente, refiriéndose al Mascafé, la Tiamina y el Pam.

Bebió de un trago el aguardiente y se estremeció de pies a cabeza.

—Cuánto tiempo sin vernos, Jack —le dije.

—Oh —gimió O'Shea— justo lo que necesitaba. ¿Por qué esta costumbre de añadir un poco de alcohol a las borracheras?

O'Shea trató de incorporarse en toda su estatura de ochenta centímetros, y volvió a caer pesadamente. Las piernas le colgaron fuera de la cama.

—Cómo me duele la espalda —dijo—. Creo que tendré que ingresar en un monasterio. Estoy viviendo de acuerdo con mi reputación, y ésta me está matando poco a poco. Oh, esa turista de Nueva Escocia. Estamos en primavera, ¿no es así? ¿Cree que eso explicará algo? Quizá esa mujer tenía sangre esquimal.

—Ya hemos entrado en el otoño.

—Oh, bueno. Probablemente la chica no tenía almanaque… Deme ese Mascafé.

Ningún «por favor» ni ningún «gracias». Unas maneras frías, descuidadas, como si el mundo sólo existiera para servirlo. O'Shea había cambiado.

—¿Podríamos trabajar un poco esta mañana, O'Shea? —le dije, agriamente.

—Yo, sí —dijo Jack con indiferencia—. Al fin y al cabo estamos en casa de Schocken, ¿no es cierto? Eh, Mitch, ¿qué demonios ha estado haciendo?

—Investigando —le dije.

—¿Ha visto a Kathy? —me preguntó—. Tiene usted una mujer magnífica, Mitch.

La sonrisa de O'Shea podía nacer de algún recuerdo. A mí por lo menos no me gustó. No me gustó nada.

—Me alegro —le dije inexpresivamente—. Invítela cuantas veces quiera.

O'Shea se sumergió en su Mascafé y luego dijo bajando lentamente la taza:

—¿A qué trabajo se refería?

Le mostré mis notas. O'Shea devoró su Tiamina y comenzó a leer cada vez más sobrio.

—Está todo mal —dijo al fin con desprecio—. No conozco a Learoyd, Holden y McGill; pero es una tontería presentarlos como exploradores desinteresados. Venus no atrae a nadie. A Venus se va a empujones.

O'Shea se sentó y cruzó las piernas.

—Nosotros suponemos que Venus los atrajo —le dije—. Tratamos, si usted quiere, de que la gente crea eso. Y ahora deseamos que usted nos dé algunas impresiones concretas para desparramarlas por todo el texto. Por ejemplo, ¿cómo reacciona usted ante estas hazañas?

—Con náuseas —me dijo O’Shea aburrido—. ¿Me quiere reservar una ducha, Mitch? Agua fresca, diez minutos, treinta grados. No me importa el precio. Usted también podría ser una celebridad, Mitch. No le falta sino un poco de suerte.

O'Shea balanceó sus cortas piernas y se miró los pies, a quince centímetros del suelo.

—Bueno —suspiró—, seguiré mientras pueda.

—¿Qué hay de mi texto? —le pregunté.

—Consulte mis informes —me contestó—. ¿Qué hay de mi ducha?

—Consulte su valet —le dije, y salí furioso de la habitación.

Ya en mi cubículo comencé a sudar impresiones reales sobre mi texto durante un par de horas, y luego llamé a un escuadrón de guardias para ir de compras. No nos encontramos con los patrulleros. Advertí que en el negocio de Warren Astron había un nuevo cartel:

EL DR. ASTRON LAMENTA QUE

NEGOCIOS URGENTES

LO RECLAMEN EN LA TIERRA

Le pregunté a uno de los muchachos:

—¿Ya salió el Ricardo?

—Hace un par de horas, señor Courtenay. El próximo es el Pareto, mañana.

Ahora ya podía hablar.

Le conté a Fowler Schocken toda la historia.

Y Fowler no me creyó una sola palabra.

Fue bastante amable y trató de no herir mi sensibilidad.

—Nadie te acusa, Mitch —me dijo bondadosamente—. Has pasado un mal momento. Nos a pasa a todos. Es difícil luchar con la realidad. Pero no te sientas abandonado. Nos ocuparemos del asunto. Hay veces en que todos necesitamos ayuda. Mi psicoanalista…

—Temo haberle gritado.

—Vamos, vamos, Mitch —me dijo Fowler, amable y comprensivo—. Aunque sea para pasar el tiempo… Soy un lego y no debía hablar de estas cosas, pero entiendo algo de psicología y creo que podría hacerte una exposición objetiva. Si me permites explicarte…

—¡Explique esto! —aullé metiéndole mi tatuaje de Seguridad Social bajo las narices.

—Si así lo deseas —me dijo Fowler con calma—. Es parte de esas breves… llamémosles «vacaciones de la realidad». Te has emborrachado psicológicamente. Te has alejado de ti mismo. Decidiste asumir una nueva identidad y elegiste la más alejada de tu yo de costumbre, ese yo trabajador inmensamente capaz que en verdad eres. Elegiste la vida fácil y perezosa de un despellejador, amodorrado bajo el sol de los trópicos…

Comprendí al fin quién estaba fuera de la realidad.

—Tus horribles calumnias contra Tauton son claras como el cristal. (Pero, ah, para alguien que conozca el funcionamiento del subconsciente). Me alegra que hayas decidido confesarte conmigo. Eso significa que estás curándote, que vuelves a tu yo verdadero. ¿Cuál es nuestro problema esencial… el problema esencial de Mitchell Courtenay? ¡Vencer a la oposición! ¡Arruinar a la competencia! ¡destruirla! Tus fantasías alrededor de Tauton indican (pero, ah, para una persona bien informada) que estás luchando por volver al Mitchell Courtenay verdadero. Velada por los símbolos, oscurecida por las actitudes ambivalentes, la fantasía Tauton es, sin embargo, clara. Tu imaginario encuentro con esa muchacha «Hedy» es casi un ejemplo de manual.

—¡Maldita sea! —grité—. ¡Mire esta mandíbula! ¿Ve el agujero? ¡Todavía duele!

Fowler sonrió con suficiencia y dijo:

—Alegrémonos de que no te hayas hecho a ti mismo un daño peor, Mitch. El ello, verás…

—¿Y Kathy? —le pregunté con voz ronca—. ¿Cómo lo explica? ¿Qué me dice de todas esas informaciones detalladas que le he dado sobre el conservacionismo? ¿Apretones de manos, saludos, contraseñas, lugares?

—Mitch —me dijo Fowler serenamente—, como te he dicho antes, no debía meterme en esto, pero esos informes no tienen ninguna realidad. La disociación de tu yo en «Groby» y Courtenay ha liberado una hostilidad sexual que terminó por identificar a tu esposa con algo que odias y temes a la vez: el conservacionismo. Y Groby arregló cuidadosamente las cosas como para que tus datos sobre consistas fueran inverificables. Groby trató que tu yo… tu yo real… elaborara unos datos imaginarios, por lo menos hasta que los mismos consistas no te demostraran cuál era la verdad. Groby actuaba en defensa propia. Courtenay estaba de vuelta. Groby lo sabía y sintió que lo echaban. Muy bien. No ha perdido el tiempo. Preparó todo el escenario como para volver en el momento más inesperado.

—¡No estoy loco!

—Mi psicoanalista…

—¡Tiene usted que creerme!

—Estos conflictos subconscientes…

—¡Le digo que Tauton tiene asesinos!

—¿Sabes qué terminó por convencerme, Mitch?

—¿Qué? —le pregunté con amargura.

—Esa fantasía… Una célula conservacionista dentro del cuerpo de una gallina. El simbolismo… —Fowler se sonrojó—… bueno, es evidente.

Me di por vencido, pero decidí conservar alguna defensa:

—¿Se le puede hacer caso a veces a los locos, señor Schocken?

—Tú no estás loco, hijo mío. Necesitas… ayuda. Como tantos otros.

—Seré preciso. ¿Me hará caso en un solo punto?

—Bueno —me dijo Fowler, y me miró con aire de complacencia.

—Cuídese y cuídeme… Tauton tiene asesinos. Sí, sí. Yo o Groby, o algún otro dice que Tauton tiene asesinos. Si me escucha por lo menos en esto, si trata de protegerse y me protege a mí, le prometo no colgarme del cielorraso ni decir más tonterías. Hasta iré a ver a un psicoanalista.

—Muy bien.

Fowler me sonrió. Quería ayudarme.

¡Pobre viejo Fowler! ¿Quién podía acusarlo? Cada una de mis palabras era un ataque a un mundo de ensueño. Toda mi historia era una sola blasfemia contra el dios de las Ventas. Fowler no podía creerla, y no podía creer tampoco que yo —mi yo verdadero— la creyese. Cómo podía Mitchell Courtenay, jefe de publicidad, repetir cosas tan horribles como:

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