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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (5 page)

—Oiga, señor, ¿qué quiere decir «ma… maquiavélico»?

—«No se meta donde no lo llaman», en español —le contesté bruscamente.

Ya en el tren subterráneo, pensé con amargura que para gozar de un poco de soledad tendría que ser inmensamente rico.

A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, no me sentía mucho mejor. Hester desplegó toda su diplomacia para que no le arrancara la cabeza en los primeros minutos, y fue una suerte que no hubiese reunión de directorio. Despaché mi correspondencia y los acumulados informes internos, y Hester desapareció inteligentemente. Al rato volvió con una taza de café; café auténtico, de planta.

—La encargada de los baños lo hace a escondidas —explicó—. Comúnmente no quiere que lo saquemos, pues tiene miedo al equipo de Mascafé. Pero ahora es usted uno de los astros de la casa y…

Le di las gracias y le entregué la cinta donde estaba grabada la conversación con O'Shea para que la oyesen en algunas oficinas. Después me puse a trabajar.

Traté de resolver, ante todo, el problema del área de prueba, y en seguida tuve un disgusto con Matt Runstead. Matt está a cargo de la sección Investigaciones de Mercado. Tuve que pedir su colaboración. Pero no mostró ningún interés en ayudarme. Puse un mapa del Sur de California en el proyector, mientras Matt y dos de sus inexpresivos ayudantes me llenaban el piso de cenizas.

Señalé las áreas de prueba y de control.

—San Diego, a través de Tijuana; la mitad de las comunidades que rodean a Los Angeles, y la parte baja de Monterrey. Estos serán los centros de control. El resto de California-México, lo utilizaremos como prueba. Usted tendría que trasladarse allí, Matt, me parece. El puesto de comando podría ser nuestras oficinas de San Diego. El jefe es Turner, un hombre muy competente.

Runstead gruñó:

—No cae jamás un copo de nieve. No podríamos vender ahí un solo abrigo, ni siquiera con una esclava de regalo. Pero hombre, por Dios, ¿por qué no deja que investigue el mercado algún hombre enterado del asunto? ¿No comprende que el clima estropea su sigma?

El más joven de los prefabricados ayudantes comenzó a apoyar a su jefe, pero le cerré en seguida la boca. Tenía que consultar a Runstead a propósito de las áreas de prueba; pero Venus era mi proyecto, y yo iba a dirigirlo. Y añadí con un tono bastante antipático:

—Ingresos, edad, densidad de población, salud, conflictos psíquicos, distribución de grupos, causas de mortalidad, y monto de los presupuestos; todo señala a California-México como la perfecta área de prueba. Es un diminuto universo de menos de cien millones de habitantes, imagen de todos los sectores de Norteamérica. No alteraré mi proyecto.

—No dará resultado —dijo Matt—. La temperatura es el factor más importante. Cualquiera puede darse cuenta.

—Yo no soy cualquiera, Matt. Soy el encargado de la sección.

—Hablemos con Fowler —me dijo, y salió de la oficina.

Tuve que seguirlo. No podía hacer otra cosa. Mientras, oí que el más viejo de sus ayudantes se comunicaba con la secretaria de Fowler Schocken y le avisaba que íbamos a verlo. Los hombres de Matt Runstead estaban muy bien organizados. Pensé un momento que me gustaría tener una oficina como ésa, y comencé a preparar unas palabras para Fowler.

Pero Fowler Schocken tiene una habilidad insuperable para aplacar los conflictos internos. Lo demostró en seguida. Cuando entramos en la oficina nos dijo alegremente:

—¡Ahí están! ¡Los dos a quienes quería ver! Matt, ¿no puede apagarme un incendio? La gente del I. A. G. sostiene que nuestra campaña en apoyo del Nopren está reduciendo sus entradas. Insinúan que se pasaran a Tauton si no renunciamos a Nopren. Un pajarito me ha dicho que el mismo Tauton les metió la idea en la cabeza.

Siguió explicándonos las dificultades de nuestras relaciones con el Instituto Americano de Ginecología. Lo escuché sin mucho entusiasmo. Nuestra campaña «Bebés sin porqués», sobre el proyecto de determinación del sexo, aumentó en un 20 por ciento, por lo menos, el coeficiente de natalidad. El Instituto no podía dudar de nosotros. Runstead opinó.

—No tienen motivos para pleitear, Fowler. Vendemos al mismo tiempo licores alcohólicos y remedios contra las borracheras. No tienen por qué protestar por nuestras otras campañas. Pero, bueno, ¿qué tiene que ver esto con Investigaciones del Mercado?

Fowler se rió entre dientes.

—¡Eso es! —graznó—. Les pondremos una trampa. Esperan los argumentos habituales de los jefes de la campaña… y en cambio se encargará usted del asunto. Bombardéelos con un fuego graneado de diagramas y estadísticas que probarán que Nopren no impide que una pareja tenga hijos; permite solamente posponerlos hasta que consigan un empleo conveniente. En otras palabras: suben los beneficios de las ventas sin que varíe su volumen. Y eso le dará en un ojo a Tauton. Y los abogados no podrán defender intereses opuestos. Les saldría muy caro. Cualquier otra tentativa similar será cortada de raíz. Es indispensable. ¿Cree que podrá arreglar el asunto, Matt?

—Oh, sí, seguro —refunfuñó Runstead—. ¿Y que hago con Venus?

Fowler me guiñó un ojo.

—¿Qué dices, Mitch? ¿Puedes prescindir de Matt por un tiempito?

—Definitivamente —le dije—. En realidad, para eso he venido a verlo. A Matt no le gusta el sur de California.

Matt tiró al suelo su cigarrillo. La alfombra de nylon de Fowler comenzó a echar humo.

—Qué demonios… —comenzó Matt con tono de pelea.

—Tranquilo —le dijo Fowler—. Oigamos la historia, Matt.

Runstead me miró resplandeciente.

—Sólo dije que el área de California no era la más adecuada. ¿Qué distingue sobre todo a Venus de la Tierra? ¡El calor! Necesitamos un área de prueba con un clima templado, fresco. Un hombre de la Nueva Inglaterra puede sentirse atraído por Venus; uno de Tijuana, nunca. Ya hace bastante calor en California —México.

—Hum —dijo Fowler Schocken—. Escúcheme, Matt. Esta campaña no puede detenerse, y usted va a estar ocupado con el asunto del I. A. G. Elija un buen vice, alguien que pueda sustituirlo en la sección Venus mientras usted no está, y llévelo a la reunión de mañana a la tarde. Mientras… —Fowler lanzó una mirada al reloj de su escritorio—. El senador Danton me espera desde hace siete minutos. ¿Todo arreglado?

Indudablemente, no todo estaba arreglado para Matt, y yo me sentí feliz para el resto del día. Las cosas marchaban bastante bien. La sección Desarrollo redactó un informe sobre la grabación de O'Shea y los otros materiales a mano. El informe incluía algunos proyectos de artículos. Recuerdos de Venus: globos fabricados con materiales orgánicos que flotaban en lo que llamábamos, riéndonos, el «aire» de Venus. Otros más ambiciosos: un análisis químico que señalaba la presencia de hierro puro… no con un noventa y nueve por ciento de pureza, sino hierro absolutamente puro, un hierro que nadie podía encontrar o fabricar en un planeta oxigenado como la Tierra. Los laboratorios lo pagarían muy bien. Y además, la sección Desarrollo había descubierto —no desarrollado— un notable aparato llamado válvula Hilsch de alta velocidad. El dispositivo, sin consumo de energía, podía refrigerar las viviendas de los colonizadores usando los cálidos vientos de Venus. El aparatito estaba olvidado desde 1943. Nadie, desde entonces, le había encontrado utilidad porque nadie se había encontrado, desde entonces, con esa clase de vientos.

Tracy Collier, el hombre de enlace con la sección Venus, trató de explicarme la posibilidad de usar algunos catalizadores que fijaran el oxígeno. Yo asentía de vez en cuando. Según Tracy, un poco de platino esparcido sobre Venus provocaría, en contacto con esas continuas y terribles tormentas eléctricas, una «nevada» de nitratos y una «lluvia» de hidrocarburos, purgando la atmósfera de formaldehido y amoníaco.

—¿No será un poco caro? —le pregunté cautelosamente.

—Según —me contestó—. El platino apenas se gasta, como usted sabe. Si empleamos un gramo, la operación nos llevará un millón de años. Más platino, menos tiempo.

No entendí nada, de veras; pero indudablemente eran buenas noticias. Le di unos golpecitos en el hombro y lo mandé a trabajar.

La sección Antropología Industrial me expuso algunos inconvenientes.

—Nunca podremos convencer a la gente de que quiera vivir en una lata de sardinas recalentada. Todas nuestras costumbres se oponen a eso —se quejó Ben Winston—. ¿Quién va a viajar millones de kilómetros para tener la oportunidad de pasarse el resto de su vida metido en una cabaña de latón, cuando puede quedarse aquí en la Tierra, donde hay pasillos, ascensores, calles, terrazas, todo el espacio que un hombre puede desear? ¡Es contrario a la naturaleza humana, Mitch!

Discutí con él. No tuve mucho éxito. Empezó a hablarme de la vida norteamericana. Desde uno de los ventanales me mostró los centenares de kilómetros cuadrados de terrazas donde hombres y mujeres podían pasearse al aire libre con sólo meterse en la nariz los extractores de hollín, en vez de encerrar la cabeza en una pesada escafandra de oxigeno.

Al fin me enojé.

—Alguien quiere ir a Venus —le dije—. ¿Por qué compran entonces el libro de O'Shea? ¿Por qué los electores no protestan por ese presupuesto de un billón otorgado al proyecto Venus? Dios sabe que no quiero llevarte de la nariz, pero ¿por qué no te fijas en esa gente que compra los libros, en esos que asisten fielmente a todos los programas de televisión de O'Shea, y que llegan temprano, y que se quedan conversando en el vestíbulo? O'Shea es casi un empleado nuestro. Sácale lo que puedas. Estudia la colonia lunar, averigua qué clase de individuos vive allí. Y entonces sabremos qué programa tendremos que ofrecerles. ¿Algo más?

Winston no contestó.

Mi secretaria se había portado a las mil maravillas. Me entrevisté con algún miembro de cada una de las secciones, y mi trabajo adelantó notablemente. Pero Hester no podía leer todos los informes, y al fin del día los papeles se habían amontonado sobre mi escritorio. Hester quiso quedarse a trabajar conmigo, pero realmente no había trabajo para ella. Dejé que me trajera unos sándwiches y una taza de café, y luego la mandé a su casa.

Pasaban las once de la noche cuando terminé mi trabajo. Me detuve en el restaurante nocturno del piso quince. Era un lugar cuadrado y sin ventanas donde servían café de levadura y jamón de harina de soja. Pero esos contratiempos no fueron nada, realmente.

Llegué a mi casa y abrí descuidadamente la puerta. En ese mismo momento oí un silbido, y en seguida una explosión. Algo golpeó en el marco de la puerta, junto a mi cabeza. Me eché hacia adelante y grité. A través de la ventana se veía una figura que tomada de una escalera de cuerdas se alejaba con un arma en la mano.

Fui tan estúpido como para correr a la ventana y quedarme mirando la figura del hombre y el helicóptero. Yo hubiera sido un blanco perfecto si la máquina no estuviera moviéndose a gran velocidad.

Sorprendido ante mi propia calma, llamé a la Compañía Protectora Metropolitana.

—¿Es usted socio, señor? —me preguntó una voz.

—Claro que sí, demonios. Desde hace seis años. ¡Manden un hombre enseguida! ¡Manden un pelotón!

—Un momento, señor Courtenay… ¿Mitchell Courtenay? ¿Jefe de publicidad?

—No —dije amargamente—. Mi profesión es blanco de tiro. ¿Quiere mandar un hombre, por favor, antes de que vuelva ese asesino?

—Perdóneme, señor Courtenay —dijo la dulce e imperturbable voz—. ¿Dijo que no era jefe de publicidad?

Me rechinaron los dientes.

—Lo soy —admití.

—Gracias, señor. Aquí está su ficha. Lo siento mucho, señor, pero su cuenta está atrasada. Para la protección de los jefes de publicidad no rige la tarifa común. Los pleitos comerciales aumentan enormemente el riesgo.

La voz de la mujer citó una cifra que me puso los pelos de punta.

No me enojé. La mujer era sólo un instrumento.

—Gracias —le dije con cansancio, y colgué.

Introduje en la máquina lectora la hoja de la guía titulada Pleitos y Persecuciones y me comuniqué con algunas agencias protectoras. Fui rechazado varias veces, pero al fin un detective aparentemente soñoliento consintió en venir a verme.

Apareció a la hora y media. Le pagué. Sólo logró molestarme haciéndome preguntas incomprensibles, y buscando huellas digitales inexistentes. Después de un rato se fue diciendo que investigaría el caso.

Me fui a acostar y me quedé dormido pensando y pensando: ¿quién tendrá interés en matar a un simple e inofensivo jefe de publicidad?

4

Me armé de coraje y atravesé decididamente el vestíbulo que llevaba a la oficina de Schocken. Necesitaba una respuesta, y él podría dármela.

Indudablemente, no era el momento más adecuado para entrevistar a Fowler. Su puerta se abrió violentamente y Tildy Mathis salió de estampía. Tenía el rostro alterado. Me miró sin verme. Juraría que no me reconoció.

—«Rehágala» —dijo casi histéricamente—. Me mato trabajando para esa vieja rata canosa, y qué me ofrece en pago. «Rehágala. Rehaga esa página; está bien, pero usted puede darme algo mejor». «Rehaga esta página», me dice. «Quiero calor» «Quiero energía y belleza y humildad, y simpatía, y entusiasmo y toda la ternura y emoción que caben en un dulce corazón de mujer», me dice, «y en no más de quince palabras», me dice. Le daré quince palabras. —Tildy sollozó y siguió caminando por el vestíbulo—. Ya va a ver ese niñito santurrón, ese papá melifluo, ese hiperbólico dios de los nombramientos, ese insaciable Moloch de una vieja…

El portazo cortó en seco la última invectiva de Tildy. Lo lamenté. Me hubiese gustado oírla.

Me aclaré la garganta, llamé y entré en la oficina de Fowler. Me lanzó una sonrisa en la que no se advertía que hubiese estado discutiendo con Tildy. Al contrario: su cara rosada, sus ojos claros, desmentían mis sospechas…

Pero alguien había tratado de matarme.

—Sólo un minuto, Fowler —le dije—. Quiero saber sí está usted peleando con Tauton.

Me guiñó un ojo.

—Siempre peleo, Mitch. Duro pero limpio.

—Me refería a una pelea sucia, muy sucia. ¿Ha tratado, por ejemplo, de matar a alguno de sus hombres?

—¡Mitch! ¡Realmente!

—Es una pregunta —continué imperturbable—. Anoche, cuando entraba en casa un hombre encaramado en un helicóptero, disparó contra mí. Pensé que era una represalia.

—Borra a Tauton.

Respiré hondo.

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