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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (9 page)

—Está inscripto en la gira de dos días que sale de Nueva York. Agencia Cook e hijos. Ocupa la habitación III-C-2205. —Me mostró un mapa del lugar y pude ver que eso quería decir espiral tercera, tercer piso, sector quinto, habitación veintidós—. No puede perderse. Si usted quiere puedo acomodarlo en la habitación de al lado, señor Courtenay.

—Gracias, más tarde.

Salí de allí y me abrí paso a codazos a través de una multitud que hablaba una docena de idiomas. Llegué a III-C-2205 y toqué el timbre. No contestaron.

Un joven sonriente se acercó a mí y me dijo:

—Soy Cameron, el director de la gira. ¿Puedo serle útil?

—¿Dónde está el señor Runstead? Tengo que verlo. Cuestión de negocios.

—¡Dios mío! Estamos tratando de olvidar todo eso… Veré en mis libros. Venga conmigo, por favor. —Me llevó hasta su oficina-baño-dormitorio y hojeó rápidamente unos libros—. Ascensión al glaciar Astromejor —me dijo—. Dios mío. Fue solo. Partió a las 07:00. Provisto de un traje eléctrico con una radio de orientación y una ración de comida. Volverá dentro de cinco horas. Tiene reservada ya su habitación, señor…

—No todavía. Antes tengo que ver a Runstead. Es urgente.

Y lo era. Si no le ponía las manos encima inmediatamente, me iba a estallar una arteria.

El menudo y revoloteante director de giras pasó cerca de cinco minutos tratando de convencerme de que me inscribiera en su gira. Él lo arreglaría todo. Si no, me arrastrarían de un lado a otro, tendría que comprar o alquilar el equipo a algún concesionario, y al fin no seria improbable que no me dejasen salir. Me pasaría el resto del tiempo buscando a aquel maldito concesionario, y así terminarían mis vacaciones. Me inscribí en la gira. Cameron me sonrió de oreja a oreja, y me llevó a mi habitación. Muy lujosa… De unos tres metros por cuatro, si no hubiese tenido la forma de una cuña.

Cinco minutos después, Cameron me entregaba el equipo:

—El traje eléctrico. Póngaselo así. Eso es. Es lo único que puede fallar. Si le faltara la corriente, tómese esta pastilla narcótica y no se preocupe. Se quedará helado, pero estaremos con usted antes que se le destruyan los tejidos. Botas. Póngaselas así. Bien. Guantes. Póngaselos. La capa. El capuchón. Los anteojos. El orientador de radio. Dígale al guarda que está en la puerta «Glaciar Astromejor» y le indicará enseguida el camino. Dos sonidos simples indican «ida» y «vuelta». Cuando va hacia el glaciar se oye «bip-bip»: ascenso. Cuando vuelve del glaciar, «bip-bip»: descenso. Recuerde. Es fácil. Al subir al glaciar, sube el tono; al bajar del glaciar baja el tono. Señal de peligro: esta llave roja. Los aeroplanos llegarán hasta usted en pocos minutos. Claro que tendrá que pagar aparte por la búsqueda y el rescate, así que no le aconsejo que mueva esa llave sólo para que lo traigan en aeroplano. Es mejor descansar, beber un sorbo de Mascafé, y seguir adelante. El mapa de la región. Zapatos para la nieve. La brújula, y la ración de comida. Señor Courtenay, está usted equipado. Lo acompañaré hasta la salida.

El equipo no era tan engorroso como me había parecido al principio. En Chicago, y para protegerme de unos simples vientos invernales, había cargado más cosas. Los objetos de mayor peso: las pilas, la radio y la caja de comida, estaban bien distribuidos. Los zapatos para la nieve podían convertirse en un par de varas ganchudas, para ayudarme durante la ascensión, y cabían perfectamente en una especie de carcaj que me eché a la espalda.

La revisión que me hicieron en la puerta fue total. Me auscultaron el corazón, y me examinaron el equipo, principalmente el traje eléctrico. Todo estaba bien. Dirigieron la antena de la radio hacia el glaciar, y me recomendaron que no fuera más lejos.

No hacía frío, por lo menos dentro del traje. Abrí la aleta del capuchón transparente. La cerré enseguida. Cuarenta grados bajo cero, me habían dicho. Un número sin significado hasta que lo sentí en la nariz durante una fracción de segundo. En los alrededores de Pequeña América el terreno era una masa de hielo y me bastaron mis zapatos de suela claveteada. Consulté la brújula y el mapa, y orienté mi camino. De cuando en cuando apretaba en mi manga izquierda el dispositivo conectado con la radio y un tranquilizador «bip-bip, bip-bip, bip-bip» resonaba en el interior de mi capucha.

Me crucé con un grupo de personas que retozaba sobre el hielo y los saludé alegremente. Parecían chinos o hindúes. ¡Qué aventura estaban viviendo! Pero jugaban a la sombra de Pequeña América como nadadores tomados de una balsa. Más lejos, otro grupo estaba practicando un juego desconocido. De unos postes clavados en los extremos de un campo rectangular colgaban unos canastos sin fondo. El objeto del juego era meter una pelota de silicona en los canastos. Más lejos aún, se veían unos cuantos esquiadores dirigidos por unos hombres vestidos de rojo.

Caminé unos minutos, y miré hacia atrás. Ya no veía los trajes rojos y Pequeña América era sólo una sombra grisácea. «Bip-bip» dijo mi radio, y seguí adelante. Runstead iba a tener noticias mías. Muy pronto.

La sensación de soledad era rara, pero no desagradable. Detrás de mí ya no había ni rastros de Pequeña América. No se veía ni aquella mancha gris. Y no me importó. Jack O'Shea había experimentado quizá algo semejante. Y por eso no encontraba palabras bastante expresivas. Los pies se me hundieron en la nieve y me puse las raquetas. Se ajustaron muy bien a mis pies y ensayé algunos pasos trastabillantes. Enseguida comencé a caminar con facilidad, deslizándome suavemente. No era como flotar. Pero no era tampoco como taconear sobre el pavimento… y durante mis treinta años de existencia yo no había pisado sino calles pavimentadas.

Seguí caminando. Elegía algún punto e iba hacia él: un montículo de nieve de forma rara; una sombra azul en medio de una planicie. La radio continuaba tranquilizándome. Me sentí lleno de orgullo de mi fácil dominio de la naturaleza.

A las dos horas tenía un hambre atroz. Me puse en cuclillas, abrí mi bolsa de silicona y me metí dentro. De cuando en cuando sacaba prudentemente la nariz. Pasaron cinco minutos. Inspiré el aire de la bolsa, que estaba ya bastante templado, y devoré rápidamente un poco de levadura recalentada. Luego bebí unos sorbos de té. Traté también de fumarme un cigarrillo, pero a la segunda bocanada la carpa estaba llena de humo y me lloraban increíblemente los ojos. Apagué con pesar el cigarrillo, cerré mi capucha, desarmé la tienda, y me desperecé alegremente.

Consulté unos instantes la brújula y la radio, y eché a caminar. Demonios, me dije a mí mismo. Mis diferencias con Runstead son sólo cuestión de temperamento. Runstead no entiende que a alguien le gusten los espacios abiertos, y yo sí. Lo pensé sin malicia. Para Runstead, Venus es una locura porque no sabe que a ciertas gentes les gusta esa vida… Sólo tengo que explicárselo y…

El argumento, de buena fe, se deshizo instantáneamente. Runstead estaba también en el glaciar. Y era indudable que se sentía atraído por los espacios abiertos, pues de todos los lugares de turismo que pueden visitarse en la Tierra había elegido el glaciar Astromejor. Bueno, dentro de poco me encontraría con él.

Miré a través de mi compás y elegí como mi próxima meta una mancha negra que se alzaba a lo lejos. No podía ver de qué se trataba, pero era fácilmente visible, y no se movía. Eché a correr, pero me faltó la respiración y a pesar de mí mismo tuve que aflojar el paso. Era un hombre.

Cuando me faltaban diez metros, el hombre, impaciente, miró su reloj, y yo empecé a correr otra vez.

—¡Matt! —grité—. ¡Matt Runstead!

—Has acertado, Mitch —me dijo con esa voz desagradable de costumbre—. Hoy estás inteligente.

Lo miré con lentitud, estudiando su rostro, preparando las frases que quería decirle. Los esquíes de Runstead se alzaban ante él, clavados en la nieve.

—¿Qué ha pasado… qué…? —comencé a decir.

—Tengo prisa —dijo Runstead—; pero ya me has hecho perder bastante tiempo. Adiós, Mitch.

Me quedé mirándolo y Runstead recogió sus esquíes, los hizo girar en el aire y los lanzó contra mí. Caí hacia atrás, lleno de dolor, asombro y rabia. Sentí que Runstead me andaba en la ropa, y luego dejé de sentir.

Me desperté pensando que se me habían caído las mantas y que estos primeros días de otoño eran excesivamente fríos. Luego el cielo antártico, helado y azul, me acuchilló los ojos, y sentí la nieve blanda debajo del cuerpo. Era verdad entonces. Me dolía terriblemente la cabeza, y tenía las carnes heladas. Demasiado heladas. Las pilas eléctricas no estaban en su sitio. El traje, los guantes y los zapatos no recibían calor alguno; la radio no podía funcionar. No había forma de pedir auxilio. Traté de incorporarme y el frío se apretó contra mi cuerpo como una ventosa. Sobre la nieve se veían unas huellas que llevaban a alguna parte. ¿Adónde? Eran mis propias huellas. Decidí seguirlas. Di un paso, y luego otro, y luego otro.

Las raciones de comida. Podía romper los sellos y dejar que el calor me llenara el traje durante unos segundos. Y mientras avanzaba, tan lentamente, me decía a mi mismo: ¿me detendré mientras mi cuerpo absorbe el calor de la comida, o seguiré caminando? Ha ocurrido algo increíble; te duele la cabeza. Te sentirás mejor si te sientas un momento, si abres una ración o dos, y sigues después.

No me detuve. Sabía qué podía significar. Arrastré trabajosamente los pies y saqué a tientas una lata de Mascafé, con dedos que apenas me obedecían, y la metí entre las ropas. Este débil pulgar no podrá romper el sello de la lata, me dije; siéntate un momento y recupera tus fuerzas. No, no tienes que acostarte, aunque te parezca agradable… Rompí el sello y el calor titilante me lastimó la piel.

Sentí que se me nublaban los ojos. Abrí otras latas, y después no tuve fuerzas ni para sacarlas del bolsillo. Me dejé caer sobre la nieve y me incorporé en seguida. Y luego volví a dejarme caer, avergonzado, diciéndome a mí mismo que me pondría de pie en menos de un segundo. Lo haría por Kathy, dentro de un segundo; por Kathy, dos segundos más; por Kathy, tres segundos más, sólo tres segundos más.

No me levanté.

7

Me quedé dormido sobre una montaña de fuego. Desperté en un infierno de ruidos y desorden, donde no faltaban las rojas hogueras y unos serviciales demonios de aspecto brutal. Destino apropiado para un redactor de Tauton. Me sorprendió verme ahí.

La sorpresa no duró mucho tiempo. Uno de los demonios me sacudió tomándome del hombro, y me dijo:

—Ayúdame, dormilón. Tengo que guardar mi hamaca.

Se me aclaró la cabeza. Era indudable que el tal demonio era simplemente un consumidor de las clases bajas. ¿Un ayudante de hospital, quizá?

—¿Qué lugar es éste? —le pregunté— ¿Estamos de regreso en Pequeña América?

—Demonios, hablas raro —comentó—. Ayúdame, ¿quieres?

—¡No, ciertamente! Soy un jefe de publicidad.

Me miró con compasión y dijo:

—Dopado.

Y se perdió en esa noche rojiza.

Me incorporé, tambaleante, y me tomé de un hombre que caminaba rápidamente entre las sombras.

—Perdone —le dije—. ¿Qué lugar es éste? ¿Un hospital?

El hombre era otro consumidor, de peor carácter que el primero.

—¡Suéltame! —gritó. Lo solté—. Si te sientes enfermo espera el aterrizaje.

—¿El aterrizaje?

—Sí, el aterrizaje. Oye, ¿qué clase de contrato has firmado?

—¿Contrato? ¿Qué contrato? Pero oiga usted, no me hable en ese tono. Soy jefe de publicidad y…

Su expresión cambió.

—Ajá —dijo con aire interesado—. Enseguida lo arreglo. Un minuto. Volveré con el asunto.

Volvió enseguida. «El asunto» era una capsulita verde.

—Sólo quinientos —murmuró—. La última a bordo. No querrás llegar acalambrado. Esto te calmará hasta que aterricemos.

—¿Aterrizar? ¿Dónde? —grite—. Pero ¿qué pasa aquí? No me interesan sus narcóticos. Dígame dónde estoy, qué puedo haber firmado, y lo demás corre por mi cuenta.

Me miró de cerca y dijo:

—Te tomó fuerte. ¿Un golpe en la cabeza? Bueno. Estamos en la bodega número seis del carguero Thomas H. Malthus. Viento y tiempo desconocidos. Ruta, 273 grados. Velocidad, 450. Destino, Costa Rica. Lleva sujetos despreciables como tú y como yo para las plantaciones Clorela.

Parecía el recitado de un oficial de guardia, o la triste parodia del mismo.

—Está usted… —comencé a decir.

—Terminado —concluyó el hombre amargamente, y se quedó mirando la cápsula verde que tenía en la mano. De pronto se la tragó, y siguió diciendo—: Pero empezaré otra vez. —Una chispa le brilló en los ojos—. Voy a introducir en la plantación métodos nuevos y eficientes. Seré capataz en una semana. Jefe en un mes. Director en un año. Y entonces compraré la Línea Cunard, y le pondré turbinas de oro. Sólo primera clase. Sólo lo mejor para mis pasajeros. El viaje será suave y tranquilo. Y en la mejor de mis naves construiré para ti una cabina de oro. Sólo lo mejor para mi amigo. Si no te gusta el oro, le pondremos platino. Si no gusta…

Siguió así, con su monótona letanía de narcotizado. Me alejé. Por suerte yo no me había acostumbrado a las drogas. Me recosté contra uno de los mamparos. Alguien se sentó a mi lado y dijo con una voz que quería ser agradable:

—Hola, ¿cómo estás?

—Hola —dije—. Dígame, ¿vamos realmente a Costa Rica? ¿Dónde puedo encontrar a un oficial? Todo esto no tiene sentido.

—Oh —dijo el hombre—, ¿para qué preocuparse? Vive y deja vivir. Come, bebe y diviértete: ésa es mi divisa.

—¡Sáqueme esas sucias manos de encima! —le grité.

El hombre comenzó a chillar, insultándome, y yo me levanté y me fui caminando por entre piernas y torsos.

Ocurría que yo no había conocido realmente a ningún consumidor, salvo durante esos cortos períodos en que estaban a mis órdenes. Del mismo modo yo había aceptado a la ligera la base homosexual de los consumidores, y hasta la había aprovechado en mis anuncios, sin conocer realmente su verdadera extensión. Tenía que salir de la bodega número seis. Tenía que volver a Nueva York, poner en claro las artimañas de Runstead, volver a Kathy, y a mi amistad con Jack O'Shea, y a mi empleo en la Sociedad Fowler Schocken. Tenía que hacer algo.

Sobre una de las luces rojas se leía «Salida de Emergencia». Pensé en los centenares de hombres amontonados en la bodega, y los imaginé tratando de salir por ese agujero. Me estremecí.

—Perdóneme, amigo mío —dijo alguien con una voz ronca—. Será mejor que se mueva.

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