Read Mil Soles Esplendidos Online

Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (25 page)

Entregó las camisas a la chica.

—Ponlas en el
almari,
no en el armario. Le gustan las blancas en el cajón de arriba y el resto en el del medio, con los calcetines.

Ella dejó la taza en el suelo y extendió las manos para recoger las camisas, con las palmas hacia arriba.

—Siento todo esto —dijo con voz ronca.

—Haces bien en sentirlo —replicó Mariam.

32

Laila

Laila recordaba una reunión en su casa, en uno de los días buenos de su madre, hacía unos cuantos años. Las mujeres estaban sentadas en el jardín comiendo moras frescas que Wayma había cogido del moral del patio de su casa. Las bayas eran blancas y rosadas, y algunas del mismo tono violáceo de las diminutas venas de la nariz de Wayma.

—¿Sabéis cómo murió su hijo? —dijo ésta, metiéndose enérgicamente otro puñado de moras en la boca desdentada.

—Se ahogó, ¿no? —intervino Nila, la madre de Giti—. En el lago Garga, ¿no?

—Pero ¿sabíais, sabíais que Rashid...? —Wayma alzó un dedo y asintió y masticó con grandes aspavientos, haciéndose de rogar mientras tragaba—. ¿Sabíais que por entonces Rashid bebía
sharab
y que ese día estaba completamente borracho? Es cierto. Borracho perdido, me dijeron. Y era media mañana. A mediodía, se había quedado inconsciente en una tumbona. Podrían haber disparado un cañón junto a su oreja y ni siquiera habría pestañeado.

Laila recordaba que Wayma se había llevado la mano a la boca para eructar, y que luego se había hurgado en los pocos dientes que le quedaban con la lengua.

—Ya podéis imaginar el resto. El chico se metió en el agua sin que nadie se diera cuenta. Lo encontraron un poco más tarde, flotando boca abajo. La gente corrió en su ayuda, unos para tratar de reanimar al padre y otros al chico. Alguien se inclinó sobre él y le hizo el boca a boca. Fue inútil. Todos lo vieron. El chico estaba muerto.

Laila recordaba que Wayma había levantado un dedo y que su voz temblaba, compasiva.

—Por eso el Sagrado Corán prohíbe el
sharab.
Porque siempre hace pagar a justos por pecadores. Así es.

Esta historia era lo que a Laila le rondaba por la cabeza después de dar la noticia sobre su embarazo a Rashid, que inmediatamente se había montado en su bicicleta y se había ido a una mezquita a rezar para que fuera un varón.

Esa noche, Mariam se pasó toda la cena empujando un trozo de carne por el plato. Laila se encontraba presente cuando Rashid le había comunicado la noticia con voz aguda y teatral, en un acto de crueldad inusitada. Mariam pestañeó y se ruborizó al oírlo. Luego se quedó inmóvil, con expresión adusta y desolada.

Más tarde, cuando Rashid se fue arriba a escuchar la radio, Laila ayudó a Mariam a recoger el
sofr
á
.

—No puedo imaginarme qué serás ahora —dijo Mariam, mientras recogía los granos de arroz y las migas de pan—, si antes eras un Benz.

—¿Un tren? —apuntó Laila, intentando una táctica más desenfadada—. O quizá un gran avión jumbo.

—Espero que no creas que eso va a excusarte de tus quehaceres —añadió Mariam, irguiéndose.

Laila abrió la boca, pero se lo pensó mejor, recordándose a sí misma que Mariam era la única parte inocente en todo aquello. Mariam y el bebé.

Más tarde, en la cama, Laila estalló en sollozos.

Rashid quiso saber qué le pasaba, levantándole el mentón con una mano. ¿Se encontraba mal? ¿Era el bebé, le pasaba algo al niño? ¿No? ¿La había tratado mal Mariam?

—Es eso, ¿verdad?

—No.


Wal
á
o billa,
bajaré y le daré una buena lección. ¿Quién se habrá creído que es esa
harami
para tratarte...?

—¡No!

Pero Rashid ya se estaba levantando, de manera que Laila tuvo que agarrarlo del brazo y tirar de él.

—¡No lo hagas! ¡No! Se ha portado bien conmigo. Necesito un momento, eso es todo. Me encuentro bien.

Rashid se sentó a su lado y le acarició el cuello, musitando. Lentamente su mano bajó por la espalda y luego volvió a subir. Rashid se inclinó y mostró sus torcidos dientes.

—Pues entonces —dijo en un arrullo—, a ver si puedo hacer que te sientas mejor.

Primero, los árboles —los que no habían talado para hacer leña— perdieron las hojas moteadas de amarillo y cobre. Luego llegaron los intensos y fríos vientos que se desataron sobre la ciudad, arrancaron las últimas hojas y dejaron los árboles con un aspecto fantasmagórico, recortándose sobre el apagado fondo pardo de las colinas. La primera nevada de la estación fue ligera, los copos se derretían al tocar el suelo. Luego se helaron las carreteras y la nieve se amontonó en los tejados y tapó las ventanas cubiertas de escarcha. Con la nieve llegaron las cometas, que en otro tiempo dominaban los cielos invernales de Kabul, y eran ahora tímidas intrusas en un territorio gobernado por misiles y aviones de combate.

Rashid llegaba siempre a casa con noticias de la guerra, y Laila escuchaba perpleja mientras él intentaba explicarle las diferentes alianzas. Sayyaf luchaba contra los hazaras, decía, y éstos combatían contra Massud.

—Y también lucha contra Hekmatyar, por supuesto, que cuenta con el apoyo de los pakistaníes. Massud y Hekmatyar son enemigos mortales. Sayyaf apoya a Massud. Y Hekmatyar apoya a los hazaras, al menos de momento.

En cuanto a Dostum, el impredecible comandante uzbeko, Rashid decía que nadie sabía a quién apoyaba. Dostum había luchado contra los soviéticos en los ochenta, del lado de los muyahidines, pero luego los había abandonado para unirse al régimen comunista de Nayibulá, después de la retirada soviética. Había ganado incluso una medalla, que le había impuesto Nayibulá en persona, antes de cambiar de bando para unirse nuevamente a los muyahidines. En esos momentos, explicó Rashid, Dostum apoyaba a Massud.

En Kabul, sobre todo en la zona occidental, ardían varios incendios y las negras columnas de humo se alzaban como setas sobre los edificios cubiertos de nieve. Las embajadas cerraban. Las escuelas se desplomaban. En las salas de espera de los hospitales, contaba Rashid, los heridos morían desangrados. En los quirófanos, se practicaban amputaciones sin anestesia.

—Pero no te preocupes —añadía—. Conmigo estás a salvo, flor mía, mi
gul.
Si alguien intenta hacerte daño, le arrancaré el hígado y se lo haré tragar.

Durante ese invierno, allá donde Laila mirara, sólo veía paredes. Recordaba con añoranza los espacios abiertos de su infancia, la época en que asistía a los torneos de
buzkashi
con
babi
e iba de compras a Mandaii con
mammy,
cuando corría libremente por la calle y hablaba de chicos con Giti y Hasina. Recordaba la época en la que se sentaba con Tariq sobre los tréboles a orillas de algún arroyo, mientras los dos intercambiaban acertijos y caramelos contemplando la puesta de sol.

Pero recordar a Tariq era peligroso porque, sin poder remediarlo, enseguida lo veía tumbado en una cama, lejos de casa, con tubos atravesándole el cuerpo quemado. Una profunda congoja le oprimía entonces el pecho, dejándola paralizada, al tiempo que la bilis le quemaba la garganta. Las piernas le fallaban y tenía que buscar un asidero para no caer.

Laila pasó el invierno de 1992 barriendo la casa, frotando las paredes de color calabaza del dormitorio que compartía con Rashid, y lavando la ropa en el patio en un gran
lagaan
de cobre. A veces se veía a sí misma como suspendida sobre su propio cuerpo, se veía arrodillada sobre el borde del
lagaan,
arremangada hasta los codos, con las manos irritadas y escurriendo una de las camisetas de Rashid. Se sentía perdida entonces, como si fuera la única superviviente de un naufragio y se hallara en el agua sin tierra a la vista, sola ante la inmensidad del mar.

Cuando hacía demasiado frío para salir al patio, Laila deambulaba por la casa. Despeinada y sin haberse aseado siquiera, caminaba por el pasillo rascando la pared con una uña, regresaba sobre sus pasos, bajaba las escaleras y las subía de nuevo. Caminaba hasta que se encontraba con Mariam, quien le lanzaba una fría mirada y seguía cortando el tallo a un pimiento o quitando la grasa a la carne. En la habitación se hacía un silencio doloroso y Laila casi veía la hostilidad muda que emanaba de Mariam como el calor que se elevaba del asfalto en verano. Se retiraba entonces a su habitación, se sentaba en la cama y se limitaba a contemplar cómo caía la nieve.

Rashid la llevó un día a su zapatería.

En la calle, él caminaba a su lado, sujetándola por el codo. Para Laila, salir a la calle se había convertido en un mero ejercicio destinado a evitar daños. Sus ojos aún no se habían adaptado a la limitada visión que le permitía el burka, y sus pies seguían tropezando con el dobladillo. Caminaba con el miedo constante de dar un traspié y caer, de romperse un tobillo al meter el pie en un hueco. Aun así, el anonimato del burka le proporcionaba cierto consuelo. De esta manera, nadie la reconocería aunque se tropezara con algún viejo conocido. No tendría que ver la sorpresa reflejada en sus ojos, ni la compasión, ni la alegría por lo bajo que había caído, por cómo habían sido aplastadas sus grandes aspiraciones.

La tienda de Rashid era más grande y estaba mejor iluminada de lo que Laila había imaginado. Rashid hizo que se sentara detrás de su atestada mesa de trabajo, cubierta de suelas viejas y pedazos de cuero sobrantes. Le mostró sus herramientas y le enseñó cómo funcionaba la pulidora, con voz sonora y orgullosa.

Luego le palpó el vientre, pero no a través de la camisa, sino por debajo, y las yemas de sus dedos tenían un tacto frío y áspero. Laila recordó las manos de Tariq, tan suaves y fuertes, con el dorso cruzado por abultadas y sinuosas venas, que a ella siempre le habían parecido muy atractivas y masculinas.

—Está creciendo muy deprisa —comentó Rashid—. Va a ser un niño muy grande. ¡Mi hijo será un
pahlawan
! Como su padre.

Laila se bajó la camisa. Se asustaba mucho cuando oía a Rashid hablando de esa manera.

—¿Qué tal van las cosas con Mariam?

Ella respondió que bien.

—Excelente.

Laila decidió no contarle que habían tenido su primera pelea de verdad.

Había ocurrido unos cuantos días atrás. Laila había entrado en la cocina y había encontrado a Mariam abriendo cajones de un tirón y cerrándolos otra vez de mala manera. Dijo que buscaba el cucharón de madera que usaba para remover el arroz.

—¿Dónde lo has metido? —preguntó, dando media vuelta para encararse con Laila.

—¿Yo? —respondió Laila—. No lo he cogido. Si apenas entro en la cocina.

—No, si de eso ya me había dado cuenta.

—¿Y me lo echas en cara? Es lo que tú quisiste, ¿recuerdas? Dijiste que tú te ocuparías de guisar. Pero si quieres que cambiemos...

—O sea, que según tú le han salido patas y se ha ido él solo. ¿Es eso lo que ha ocurrido,
dege
?

—Lo que digo... —empezó Laila, tratando de conservar la calma. Por lo general conseguía contenerse cuando era objeto del escarnio y las acusaciones de Mariam. Pero los tobillos se le habían hinchado, le dolía la cabeza y ese día el ardor de estómago era especialmente intenso—. Lo que digo es que a lo mejor tú misma lo cambiaste de sitio.

—¿Que yo lo he cambiado de sitio? —Mariam abrió un cajón. Espátulas y cuchillos tintinearon al entrechocar—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Unos meses? Yo vivo en esta casa desde hace diecinueve años,
dojtar yo.
He guardado ese cucharón en este cajón desde que tú ibas en pañales.

—Aun así —insistió Laila con los dientes apretados, a punto de estallar—, es posible que lo pusieras en otra parte y ya no te acuerdes.

—Y es posible que tú lo pusieras en otra parte para irritarme.

—Eres una mujer amargada y mezquina —espetó Laila.

Mariam dio un respingo, pero se recobró y frunció los labios.

—Y tú eres una puta. Una puta y una
dozd.
¡Una puta ladrona, ni más ni menos!

Después habían llegado los gritos. Habían blandido cacharros, pero sin lanzarlos, y se habían proferido unos insultos tales que Laila se ruborizaba al recordarlos. Desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Laila seguía sorprendida por la facilidad con que había perdido los estribos, pero lo cierto era que en cierto modo le había gustado lo que había sentido al gritar a Mariam, al insultarla y maldecirla, al tener un objetivo sobre el que descargar toda la ira y el dolor que hervían en su interior.

Con súbita perspicacia, Laila se preguntó si Mariam no experimentaría algo parecido.

Después ella había subido corriendo las escaleras y se había arrojado sobre la cama de Rashid. Abajo, Mariam seguía gritando: «¡Sucia desvergonzada! ¡Sucia desvergonzada!» Laila gemía con la cara contra la almohada, y de pronto la asaltó el dolor por la pérdida de sus padres con una intensidad abrumadora que no había sentido desde los terribles días que sucedieron al ataque. Se quedó tumbada, estrujando las sábanas entre los puños, hasta que de pronto se le cortó la respiración. Se sentó y rápidamente se llevó las manos al vientre.

El bebé acababa de dar la primera patada.

33

Mariam

Un día de la primavera de 1993, por la mañana temprano, Mariam se hallaba junto a la ventana de la sala de estar contemplando a Rashid, que salía de casa acompañado de la muchacha. Ella se tambaleaba, doblada por la cintura, con un brazo en torno al abultado vientre, cuya forma se intuía bajo el burka. Nervioso y sumamente protector, Rashid la sujetaba por el codo, guiándola por el patio como un guardia de tráfico. Hizo un gesto a la chica indicándole que esperara y se apresuró hacia el portón, luego le señaló que avanzara, mientras abría el portón despacio, empujándolo con un pie. Cuando la joven llegó a su altura, él la cogió de la mano y la ayudó a traspasar el umbral. A Mariam casi le pareció oírle decir: «Ten cuidado ahora, flor mía, mi
gul.
»

Regresaron al día siguiente por la tarde.

Mariam vio que Rashid entraba en el patio el primero y que soltaba el portón antes de tiempo, por lo que casi le dio a la muchacha en la cara. El hombre cruzó el patio a grandes zancadas. Mariam detectó una sombra en su rostro a la luz cobriza del atardecer. Una vez en casa, su marido se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá.

—Tengo hambre. Sirve la cena —ordenó al pasar junto a ella, rozándola.

Other books

Murder as a Fine Art by John Ballem
Kinetics: In Search of Willow by Arbor Winter Barrow
Paradise Lost (Modern Library Classics) by Milton, John, William Kerrigan, John Rumrich, Stephen M. Fallon
Christmas Kisses by H.M. Ward
The Sixty-Eight Rooms by Marianne Malone
The Third Reich at War by Richard J. Evans
Time Off for Murder by Zelda Popkin