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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos

Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean —tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país—, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

Hosseini Khaled

Mil soles esplendidos

ePUB v1.0

Johan
23.06.11

Este libro est
á
dedicado a Haris y Farah,

ambos la
nur
de mis ojos, y a las mujeres afganas.

Agradecimientos

Una pequeña aclaración antes de dar las gracias. La aldea de Gul Daman, hasta donde yo sé, es un lugar ficticio. Quienes conozcan la ciudad de Herat se darán cuenta de que me he tomado ciertas pequeñas libertades en las descripciones. Por último, el título de esta novela procede de un poema compuesto por Saeb-e-Tabrizi, un poeta persa del siglo XVII. Los que hayan leído el poema original en farsi advertirán sin duda que la traducción al inglés del verso que contiene el título de esta novela no es literal. Sin embargo, es la traducción generalmente aceptada, de la doctora Josephine Davis, y yo la encuentro conmovedora. Se lo agradezco.

Querría dar las gracias a Qayum Sarwar, Hekmat Sadat, Elyse Hathaway, Rosemary Stasek, Lawrence Quill y Halima Jazmin Quill por su apoyo y su ayuda.

Gracias muy especialmente a mi padre,
baba,
por leer este manuscrito, por su información y, como siempre, por su amor y su apoyo. Y a mi madre, cuyo espíritu abnegado y benevolente está presente en todo el libro. Tú eres mi razón de ser, madre
yo.
Gracias a mis cuñados por su generosidad y sus muchas bondades. También estoy en deuda con el resto de mi maravillosa familia, todos y cada uno de sus miembros.

Deseo dar las gracias a mi agente, Elaine Koster, por mantener su fe en mí, a Jody Hotchkiss (¡Adelante!), a David Grossman, a Helen Heller y al infatigable Chandler Crawford. Estoy muy agradecido a toda la plantilla de Riverhead Books. Quiero dar las gracias especialmente a Susan Petersen Kennedy y a Geoffrey Kloske por la confianza que han demostrado en esta historia. Mi sincero agradecimiento también a Marilyn Ducksworth, Mih-Ho Cha, Catharine Lynch, Craig D. Burke, Leslie Schwartz, Honi Wernery Wendy Pearl. Gracias especialmente a mi avezado corrector, Tony Davis, al que no se le escapa nada, y finalmente, a mi talentosa editora, Sarah McGrath, por su paciencia, previsión y orientación.

Finalmente, gracias, Roya: por leer esta novela una y otra vez, por capear mis pequeñas crisis de confianza (y un par de las grandes), por no dudar de mí jamás. Este libro no existiría sin ti. Te quiero.

Primera Parte
1

Mariam tenía cinco años la primera vez que oyó la palabra
harami.

Fue un jueves. Tenía que ser un jueves, porque Mariam recordaba que había estado nerviosa y preocupada ese día, como sólo le ocurría los jueves, cuando Yalil la visitaba en el
kolba.
Para pasar el rato hasta que por fin llegara el momento de verlo cruzando el claro de hierba que le llegaba hasta la rodilla y agitando la mano, Mariam se había encaramado a una silla y había bajado el juego de té chino de su madre. El juego de té era la única reliquia que la madre de Mariam, Nana, conservaba de su propia madre, muerta cuando Nana tenía dos años. Nana adoraba cada una de las piezas de porcelana azul y blanca, la grácil curva del pitorro de la tetera, los pinzones y los crisantemos pintados a mano, el dragón del azucarero, que protegía de todo mal.

Fue esta última pieza la que le resbaló de los dedos a Mariam, cayó al suelo de madera del
kolba
y se hizo añicos.

Cuando Nana vio el azucarero, enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el
yinn
volviera a apoderarse del cuerpo de su madre. Pero el
yinn
no apareció esa vez. Nana agarró a Mariam por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le dijo:

—Eres una
harami
torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una
harami
torpe que rompe reliquias.

Mariam no lo entendió entonces. No sabía lo que significaba la palabra
harami,
«bastarda». Tampoco tenía edad suficiente para reconocer la injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la
harami,
no la
harami,
cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una
harami
era algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban por el
kolba
y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a escobazos.

Mariam lo comprendió al crecer, cuando se hizo mayor. Fue la manera de pronunciar la palabra, o más bien de escupirla, lo que más le dolió. Entendió entonces a qué se refería Nana, que una
harami
era algo no deseado, que Mariam era una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros, cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación.

Yalil nunca llamaba a Mariam por este nombre. Para Yalil ella era su pequeña flor. Le gustaba sentarla sobre su regazo y relatarle historias, como el día que le contó que Herat, la ciudad donde Mariam había nacido en 1959, fue en otro tiempo la cuna de la cultura persa, hogar de escritores, pintores y sufíes.

—No podías estirar una pierna sin darle a un poeta un puntapié en el trasero —dijo entre risas.

Yalil le refirió la historia de la reina Gauhar Shad, que en el siglo XV había erigido los famosos minaretes como tierna oda a Herat. Le describió los verdes trigales de la ciudad, los huertos, las vides cargadas de uvas maduras, los atestados bazares amparados bajo los soportales.

—Hay un pistachero —dijo un día Yalil—, y debajo está enterrado nada menos que el gran poeta Jami. —Se inclinó hacia ella y susurró—: Jami vivió hace más de quinientos años. Ya lo creo. Una vez te llevé a ver el árbol. Eras muy pequeña. No lo recordarás.

En efecto: Mariam no lo recordaba. Y aunque viviría los primeros quince años de su vida tan cerca de Herat que podría haber ido andando hasta allí, Mariam jamás vería el árbol de la historia. Jamás vería los famosos minaretes de cerca y jamás recogería la fruta de los huertos de Herat, ni pasearía por sus trigales. No obstante, siempre que Yalil le hablaba así, Mariam lo escuchaba con deleite. Admiraba a Yalil por su vasto conocimiento del mundo. Se estremecía de orgullo por tener un padre que sabía tales cosas.

—¡Menudas mentiras! —espetó Nana cuando Yalil se fue—. Un hombre rico contando grandes mentiras. Nunca te ha llevado a ver ningún árbol. Y no te dejes engatusar. Tu querido padre nos traicionó. Nos echó. Nos expulsó de su casa tan grande y elegante donde tú y yo no pintábamos nada. Y lo hizo sin pestañear.

Mariam la escuchaba obedientemente. Jamás se atrevió a decirle a Nana cuánto le desagradaba esa forma de hablar acerca de Yalil. Lo cierto era que, junto a su padre, Mariam no se sentía en absoluto como una
harami.
Durante un par de horas cada jueves, cuando Yalil la visitaba, entre sonrisas y regalos y palabras cariñosas, Mariam se sentía merecedora de toda la belleza y los obsequios que podía ofrecer la vida. Y por eso Mariam lo quería.

Aunque tuviera que compartirlo.

Yalil tenía tres esposas y nueve hijos, nueve hijos legítimos, a los que Mariam no conocía. Él era uno de los hombres más ricos de Herat. Era dueño de un cine, que Mariam nunca había visto, pero, ante su insistencia, Yalil se lo había descrito, de modo que sabía que la fachada estaba hecha de azulejos azul y marrón claro, que tenía palcos privados y un techo con un enrejado. Una doble puerta batiente conducía a un vestíbulo enlosado, donde los letreros anunciaban películas hindúes en vitrinas de cristal. Los martes, dijo Yalil un día, en el puesto de helados les daban uno gratis a los niños.

Nana sonrió con disimulo al oírlo. Esperó a que Yalil se fuera antes de reírse abiertamente.

—A los hijos de los desconocidos les regala helados —dijo—. ¿Y qué te da a ti, Mariam? Historias sobre helados.

Además del cine, Yalil poseía tierras en Karoj y Fará, tres tiendas de alfombras, una tienda de paños y un Buick Roadmaster negro de 1956. Era uno de los hombres mejor relacionados de Herat, amigo del alcalde y el gobernador provincial. Tenía cocinero, chófer y tres amas de llaves.

Nana había sido una de sus amas de llaves. Hasta que su vientre empezó a abultarse.

Al ocurrir esto, decía Nana, el gemido ahogado de toda la familia de Yalil al unísono dejó Herat sin aire. Sus parientes políticos juraron que correría la sangre. Las esposas exigieron que la echara. El propio padre de Nana, un humilde carnicero de la aldea cercana de Gul Daman, renegó de ella. Deshonrado, recogió sus pertenencias, se subió a un autobús con dirección a Irán y nunca más volvió a saberse de él.

—A veces —dijo Nana una mañana temprano, mientras daba de comer a las gallinas en la puerta del
kolba
—, desearía que mi padre hubiera tenido agallas para coger uno de sus cuchillos y hacer lo que le exigía el honor. Tal vez habría sido mejor para mí. —Arrojó otro puñado de semillas al gallinero, hizo una pausa y miró a Mariam—. Y quizá también para ti. Te habría ahorrado el dolor de saber lo que eres. Pero mi padre era un cobarde. No tenía
dil;
le faltaba valor.

Tampoco Yalil tenía
dil,
añadió Nana, para hacer lo que exigía el honor. Para enfrentarse a su familia, a sus esposas y parientes políticos, y aceptar la responsabilidad de sus actos. A puerta cerrada, se llegó rápidamente a un acuerdo para guardar las apariencias. Al día siguiente, Yalil la había obligado a recoger sus escasas pertenencias de las habitaciones de los criados, donde ella vivía, y la había echado de su casa.

—¿Sabes lo que les dijo a sus esposas para defenderse? Que yo lo había obligado. Que era culpa mía.
Didi
¿Lo entiendes? Eso es lo que significa ser una mujer en este mundo.

Nana dejó el recipiente de grano para las gallinas y levantó el mentón de Mariam con un dedo.

—Mírame, Mariam.

Ella lo hizo a regañadientes.

—Aprende esto ahora y apréndelo bien, hija mía: como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.

2

—Para Yalil y sus esposas, yo era un matojo de hierba carmín, de artemisa. Y tú también. Y eso que ni siquiera habías nacido aún.

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