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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (5 page)

En los pocos segundos que estuvo en el jardín de Yalil, los ojos de Mariam captaron una reluciente estructura de cristal con plantas en su interior, las uvas de un emparrado, un estanque de peces construido con bloques grises de piedra, árboles frutales y arbustos de flores vistosas por doquier. Su mirada pasó por encima de todas estas cosas antes de encontrar un rostro al otro lado del jardín, en una de las ventanas de arriba. La cara permaneció allí apenas un instante, como un destello, pero fue suficiente. Suficiente para que Mariam viera sus ojos de espanto y la boca abierta. Luego desapareció. Apareció una mano y tiró de un cordón frenéticamente. Las cortinas cayeron.

Después un par de manos la sujetaron por las axilas y la alzaron del suelo. Mariam pataleó. Se le cayeron los guijarros del bolsillo. Siguió pataleando y llorando mientras la llevaban al coche y la sentaban en el frío cuero del asiento posterior.

•••

El chófer hablaba en tono apagado mientras conducía, tratando de consolarla. Mariam no lo escuchaba. No dejó de llorar, dando botes en el asiento de atrás, durante todo el trayecto. Eran lágrimas de dolor, de ira, de desilusión. Pero, sobre todo, eran lágrimas de una profundísima vergüenza por su estupidez al haberse entregado plenamente a Yalil, al haberse preocupado tanto por el vestido que debía ponerse y por el
hiyab
que no hacía juego, al haber ido a pie hasta su casa y haberse negado luego a marcharse, y por haber dormido en la calle como un perro vagabundo. Y sentía vergüenza de no haber hecho caso del rostro desconsolado de su madre, de sus ojos hinchados. Nana, que se lo había advertido, que siempre había tenido razón.

Mariam tenía grabado a fuego el recuerdo del rostro en la ventana. Había permitido que durmiera en la calle. En la calle. Mariam siguió llorando, tumbada en el asiento. No quería sentarse, no quería que la vieran. Imaginaba que todo Herat conocía ya su vergüenza. Deseó que el ulema Faizulá estuviera allí para apoyar la cabeza en su regazo y dejar que la consolara.

Al cabo de un rato, las sacudidas aumentaron y el morro del coche empezó a inclinarse hacia arriba. Se hallaban en la carretera que subía hasta Gul Daman desde Herat.

¿Qué iba a decirle a Nana?, se preguntó. ¿Cómo se disculparía? ¿Cómo la miraría a la cara?

El coche se detuvo y el chófer la ayudó a salir.

—Te acompañaré —se ofreció.

Mariam lo siguió al otro lado de la carretera y luego enfiló el sendero tras él. Al borde del camino crecían las madreselvas y también los algodoncillos. Las abejas zumbaban alrededor de las flores silvestres. El chófer la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el arroyo. Luego la soltó y comentó que pronto empezarían a soplar los famosos vientos de ciento veinte días en Herat, desde media mañana hasta el anochecer, y que los mosquitos iniciarían su febril actividad, cuando de pronto se detuvo delante de ella, tratando de taparle los ojos y obligándola a retroceder.

—¡Vuelve atrás! —ordenó—. No, no mires. ¡Date la vuelta! ¡Vuelve atrás!

Pero no fue lo bastante rápido. Mariam lo vio. Una ráfaga de viento levantó las ramas caídas del sauce llorón como si fueran una cortina y Mariam vislumbró lo que había bajo el árbol: la silla volcada. La cuerda colgando de una rama alta. Nana balanceándose al final de la cuerda.

6

Enterraron a Nana en un rincón del cementerio de Gul Daman. Mariam permaneció de pie junto a Bibi
yo
y las mujeres, mientras el ulema Faizulá recitaba las oraciones junto a la tumba y los hombres hacían descender el cuerpo amortajado.

Después, Yalil fue con ella al
kolba,
donde, delante de los aldeanos que los acompañaban, se mostró sumamente solícito con su hija. Recogió sus escasas pertenencias y las metió en una maleta. Se sentó junto a su jergón, donde ella estaba tumbada, y le abanicó el rostro. Le acarició la frente y, con expresión acongojada, le pregunto si necesitaba algo, algo; lo dijo así, dos veces.

—Quiero al ulema Faizulá —murmuró Mariam.

—Por supuesto. Está fuera. Iré por él.

Cuando la delgada figura encorvada del ulema apareció en el umbral de la puerta del
kolba,
Mariam se echó a llorar por primera vez ese día.

—Oh, Mariam
yo.

El ulema se sentó a su lado y le tomó la cara entre las manos.

—Llora, Mariam
yo.
Llora. No te avergüences de ello. Pero recuerda, hija mía, lo que dice el Corán: «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» El Corán dice la verdad, hija mía. Dios tiene un motivo para cada prueba y cada desgracia que hace recaer sobre nosotros.

Pero Mariam no encontraba consuelo en las palabras de Dios. Ese día no. En su cabeza, sólo oía las palabras de Nana: «Me moriré si te vas. Me moriré.» Y sólo sabía llorar y llorar y dejar que sus lágrimas cayeran en la piel manchada y fina como el papel de las manos del ulema Faizulá.

Yalil se sentó en el asiento de atrás del coche con Mariam, rodeándola con un brazo durante el trayecto hasta su casa.

—Puedes quedarte conmigo, Mariam
yo
—dijo—. Ya les he pedido que te preparen una habitación. Está arriba. Creo que te gustará. Podrás ver el jardín.

Por primera vez, Mariam oyó a su padre con los oídos de Nana. Oía ahora con toda claridad la falsedad que se escondía siempre tras sus palabras, las promesas vacías, mentirosas. No fue capaz de mirarlo a la cara.

Cuando el coche se detuvo ante la casa de Yalil, el chófer abrió la puerta para que salieran y se ocupó de la maleta de Mariam. Yalil la condujo, las manos sobre sus hombros, a través del mismo portón que, dos días antes, había permanecido cerrado mientras ella dormía en la calle, esperándolo. Dos días antes Mariam no había deseado otra cosa en el mundo que entrar en ese jardín con Yalil; en cambio, en ese momento parecía que todo eso había ocurrido en otra existencia. ¿Cómo podía haber dado su vida un vuelco tan grande en tan poco tiempo?, se preguntó Mariam. Mantuvo la vista clavada en el suelo, en sus pies, que pisaban el sendero de piedras grises. Notó que había otras personas en el jardín, murmurando, apartándose al pasar ella con Yalil. Notó el peso de sus miradas desde las ventanas de arriba.

Dentro de la casa, Mariam también mantuvo la cabeza gacha. Caminó por una alfombra marrón en la que se repetía un motivo octogonal azul y amarillo, vio de reojo los pedestales de mármol de las estatuas, la parte inferior de jarrones, los bordes deshilachados de coloridos tapices que colgaban de las paredes. Las escaleras por las que subió con Yalil eran amplias y con una alfombra similar, clavada a la base de cada escalón. Al llegar a lo alto, Yalil la condujo hacia la izquierda, por otro largo pasillo alfombrado. Se detuvo delante de una puerta, la abrió e hizo pasar a Mariam.

—Tus hermanas Nilufar y Atié juegan aquí a veces —comentó—, pero sobre todo lo usamos como cuarto de invitados. Creo que aquí estarás a gusto. Es bonito, ¿verdad?

La habitación tenía una cama con una manta de flores verdes tejida en nido de abeja. Las cortinas, descorridas para dejar ver el jardín, hacían juego con la manta. Junto a la cama había una cómoda con tres cajones y un jarrón de flores encima. Había estantes en las paredes, y en ellos Mariam vio fotografías enmarcadas de personas a las que no conocía. Reparó en una colección de muñecas de madera idénticas, ordenadas según su tamaño, en uno de los estantes.

—Son muñecas
matrioshka
—comentó Yalil al ver que las miraba—. Las compré en Moscú. Puedes jugar con ellas si quieres. No le molestará a nadie.

Mariam se sentó en la cama.

—¿Quieres algo? —preguntó Yalil.

Ella se tumbó. Cerró los ojos. Al cabo de unos instantes, oyó que Yalil cerraba la puerta con suavidad.

Salvo cuando tenía que usar el cuarto de baño que había al final del pasillo, Mariam no salía de su habitación. La chica del tatuaje, la que le había abierto la puerta, le llevaba la comida en una bandeja: kebab de cordero,
sabzi,
sopa
aush.
Apenas la probaba. Yalil iba a verla varias veces al día, se sentaba en la cama a su lado, le preguntaba si se encontraba bien.

—Podrías comer abajo con nosotros —comentó, aunque sin gran convicción. Se apresuró demasiado a mostrar su comprensión cuando Mariam manifestó que prefería comer sola.

Desde la ventana, Mariam observaba impasible lo que tanta curiosidad había despertado en ella y tanto había deseado ver durante toda su existencia: la vida cotidiana en casa de Yalil. Los criados entraban y salían por la puerta del jardín. Había siempre un jardinero podando los arbustos o regando las plantas del invernadero. Coches con largos y esbeltos capós se detenían en la calle, delante de la casa. De los vehículos emergían hombres trajeados, con
chapans
y gorros de
karakul,
mujeres con
hiyabs
y niños repeinados. Y cuando Mariam vio a Yalil estrechando la mano a todos esos desconocidos, cuando lo vio cruzar las manos sobre el pecho e inclinar la cabeza ante sus mujeres, supo que Nana había dicho la verdad, que aquél no era su lugar.

«Pero ¿cuál es mi lugar? ¿Qué voy a hacer ahora?»

«Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!»

Una indecible negrura recorría su cuerpo en oleadas, como las ráfagas de viento que soplaban entre los sauces alrededor del
kolba.

El segundo día que Mariam estaba en casa de Yalil, una niña entró en la habitación.

—Tengo que coger una cosa —dijo.

Mariam se incorporó en la cama, cruzó las piernas y se tapó con la manta.

La niña cruzó rápidamente la habitación y abrió el armario, de donde sacó una caja cuadrada de color gris.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó la niña, y abrió la caja—. Se llama gramófono.
Gramo. Fono.
Se ponen discos y suena. Ya sabes, música. Es un gramófono.

—Tú eres Nilufar. Tienes ocho años.

La niña sonrió. Tenía la misma sonrisa que Yalil y el mismo hoyuelo en la barbilla.

—¿Cómo lo sabes?

Mariam se encogió de hombros. No le dijo que había llegado a ponerle su nombre a un guijarro.

—¿Quieres oír la canción?

Mariam volvió a encogerse de hombros.

Nilufar enchufó el aparato. Sacó un disco pequeño de un bolsillo que había en el interior de la tapa. Puso el disco e hizo bajar la aguja. Empezó a sonar la música.

Usar
é
un p
é
talo de flor como papel

y te escribir
é
una dulce carta.

Eres el sult
á
n de mi coraz
ó
n,

el sult
á
n de mi coraz
ó
n.

—¿La conoces?

—No.

—Es de una película iraní. La he visto en el cine de mi padre. Oye, ¿quieres que te enseñe una cosa?

Antes de que Mariam atinara a contestar, Nilufar había apoyado las palmas de las manos y la frente en el suelo. Dándose impulso con los pies, levantó las piernas e hizo el pino, con la cabeza apoyada en el suelo.

—¿Sabes hacer esto? —preguntó con voz ahogada.

—No.

Nilufar bajó las piernas, se enderezó y se alisó la blusa.

—Puedo enseñarte —dijo, apartándose el pelo de la enrojecida frente—. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?

—No lo sé.

—Mi madre dice que en realidad no eres mi hermana, como tú dices ser.

—Yo nunca he dicho eso —mintió Mariam.

—Ella dice que sí. Da igual. A mí me da igual que lo digas o no. Me da igual si eres mi hermana o no.

—Estoy cansada —replicó Mariam, tumbándose.

—Mi madre dice que tu madre se ahorcó por culpa de un
yinn.

—Ya puedes pararla —dijo Mariam, volviéndose de costado—. La música, me refiero.

Bibi
yo
también fue a verla ese día. Llovía cuando llegó. Acomodó su corpulenta figura en la silla que había junto a la cama, haciendo una mueca.

—Esta lluvia, Mariam, es terrible para mis caderas. Terrible, en serio. Espero... Oh, ven aquí, hija. Ven con Bibi
yo.
No llores. Vamos, vamos. Pobrecita. Shhh. Pobrecita.

Por la noche, Mariam estuvo mucho rato despierta, desvelada. Contempló el cielo desde la cama y escuchó los pasos en el piso de abajo, las voces amortiguadas y la lluvia que azotaba las ventanas. Cuando por fin se le cerraron los ojos, unos gritos la despertaron. Abajo se oían voces estridentes y airadas. Mariam no entendió lo que decían. Alguien dio un portazo.

A la mañana siguiente fue a visitarla el ulema Faizulá. Cuando vio a su amigo en la puerta, con su barba blanca y su afable sonrisa desdentada, Mariam notó que las lágrimas pugnaban de nuevo por brotar. Se levantó de la cama y corrió hacia el ulema. Le besó la mano, como siempre, y él le dio un beso en la frente. Luego le acercó una silla.

El ulema le mostró el Corán que llevaba consigo y lo abrió.

—He pensado que no teníamos por qué abandonar nuestras clases, ¿no?

—Ya sabes que no necesito más clases, ulema
sahib.
Hace años que me enseñaste todos los suras y
ayats
del Corán.

Él sonrió y levantó las manos en gesto de rendición.

—Lo confieso, entonces. Me has descubierto. Pero se me ocurren excusas peores para visitarte.

—No necesitas ninguna excusa. Tú no.

—Eres muy amable, Mariam
yo.

Le tendió su Corán. Ella besó el libro tres veces —tocándolo con la frente en cada beso—, tal como él le había enseñado, y se lo devolvió.

—¿Cómo estás, hija mía?

—No dejo... —empezó Mariam, pero tuvo que interrumpirse, pues de pronto sintió una piedra en la garganta—. No dejo de pensar en lo que me dijo antes de que me fuera. Ella...

—¡Quia! —El ulema Faizulá puso una mano sobre la rodilla de Mariam—. Tu madre, que Alá la haya perdonado, era una mujer atribulada e infeliz, Mariam
yo.
Cometió un acto terrible. Contra sí misma, contra ti, y también contra Alá. Él la perdonará, pues Él todo lo perdona, pero a Alá le entristece lo que hizo. Él no aprueba que se quite la vida, ni la de los demás, ni la de uno mismo, pues para Él la vida es sagrada. Escucha... —Acercó más la silla y cogió la mano de Mariam entre las suyas—. Yo conocí a tu madre mucho antes de que nacieras, cuando ella era una niña, y puedo decirte que ya entonces era desdichada. Me temo que la semilla de su terrible acto se plantó hace mucho tiempo. Con todo esto quiero decir que no fue culpa tuya. No fue culpa tuya, hija mía.

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