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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (2 page)

—¿Qué es la artemisa? —preguntó Mariam.

—Un hierbajo —explicó Nana—. Algo que se arranca y se tira.

Mariam se enfurruñó. Yalil no la trataba como a una mala hierba. Nunca lo había hecho. Pero le pareció más prudente acallar su protesta.

—Pero, al contrario de lo que se hace con los hierbajos, a mí tenían que volver a plantarme, ¿entiendes? Tenían que darme agua y comida. Por ti. Éste fue el acuerdo al que llegó Yalil con su familia.

Nana dijo que se había negado a vivir en Herat.

—¿Para qué? ¿Para verlo todos los días paseando a sus esposas
kinchini
por la ciudad en el coche?

Dijo que tampoco había querido vivir en la casa vacía de su padre, en Gul Daman, una aldea situada en una empinada colina dos kilómetros al norte de Herat. Y añadió que había decidido instalarse en algún lugar solitario, aislado, donde los vecinos no miraran su vientre, la señalaran, soltaran risitas burlonas, o peor aún, la atacaran con falsa amabilidad.

—Y créeme —prosiguió Nana—, para tu padre fue un alivio no tenerme cerca. Le convenía.

Fue Muhsin, el hijo mayor de Yalil con su primera esposa, Jadiya, quien sugirió que se instalaran en el claro. Se encontraba a las afueras de Gul Daman. Para llegar hasta allí había que ascender por un sendero de tierra con rodadas que surgía de la carretera principal entre Herat y Gul Daman. A ambos lados del sendero crecía la hierba hasta la rodilla, salpicada de flores blancas y amarillas. El camino subía por la colina serpenteante hasta un campo llano, donde había altos álamos y abundantes arbustos silvestres. Desde allí arriba se distinguían los extremos de las herrumbrosas palas del molino de viento de Gul Daman, a la izquierda, y a la derecha se desplegaba todo Herat. El camino conducía a un amplio arroyo bien poblado de truchas que bajaba de las montañas de Safid-kó, las cuales rodeaban Gul Daman. Doscientos metros río arriba, en dirección a las montañas, había un bosquecillo circular de sauces llorones. En el centro, a la sombra de los árboles, se abría el claro.

Yalil fue hasta allí para echar un vistazo. Cuando regresó, dijo Nana, hablaba del claro como un carcelero que alardeara de los limpios muros y los suelos relucientes de su prisión.

—Y así fue como tu padre construyó esta madriguera de ratas para nosotras.

Una vez, cuando Nana tenía quince años, había estado a punto de casarse. El pretendiente era un muchacho de Shindand, un joven vendedor de periquitos. Mariam conocía la historia por la propia Nana, y aunque ésta quitaba importancia al episodio, el brillo melancólico de su mirada proclamaba que a la sazón había sido feliz. Tal vez en aquellos días previos a su boda Nana había sido realmente dichosa por primera y única vez en su vida.

Cuando Nana le contó la historia, Mariam estaba sentada en su regazo y trataba de imaginar a su madre ataviada con el vestido de novia. La imaginaba a caballo, sonriendo tímidamente tras el velo verde, con las palmas pintadas de roja alheña, los cabellos peinados con polvo de plata y las trenzas untadas de savia. Vio a los músicos tocando la flauta
shanai
y golpeando los tambores
dohol,
y a la chiquillería gritando y corriendo tras ella.

Pero una semana antes del día de la ceremonia, un
yinn
se había apoderado del cuerpo de Nana. Mariam no necesitaba que le diera más detalles. Lo había visto demasiadas veces con sus propios ojos: Nana desplomándose de pronto con el cuerpo rígido, los ojos en blanco y sacudiendo las extremidades como si algo la estrangulara desde dentro, mientras las comisuras de los labios se le cubrían de espumarajos blancos, algunos manchados de sangre. Después sobrevenía el sopor, la aterradora desorientación, los murmullos incoherentes.

Cuando la noticia llegó a Shindand, la familia del vendedor de periquitos anuló la boda.

«Tuvieron miedo», en palabras de Nana.

Escondieron el vestido de novia. Después de aquello, ya no hubo más pretendientes.

En el claro, Yalil y dos de sus hijos, Farhad y Muhsin, construyeron el pequeño
kolba
donde Mariam iba a vivir sus primeros quince años. Lo levantaron con ladrillos secados al sol y lo cubrieron de barro y paja. Tenía una ventana y dentro había dos jergones, una mesa de madera, dos sillas de respaldo recto y estanterías clavadas a las paredes, donde Nana colocó sus vasijas de barro y su querido juego de té chino. Yalil le llevó una estufa nueva de hierro forjado para el invierno y apiló leña en la parte trasera del
kolba.
En el exterior instaló un
tandur,
un horno cilíndrico de arcilla para hacer pan sobre carbón, y un gallinero con una cerca alrededor. Junto con Farhad y Muhsin cavó un profundo hoyo a un centenar de metros del círculo de sauces y levantó una caseta que haría de excusado.

Yalil podría haber contratado trabajadores para que construyeran el
kolba,
decía Nana, pero no lo hizo.

—Su idea de la penitencia.

Según el relato de Nana sobre el día en que dio a luz a Mariam, nadie acudió a ayudarla. Ocurrió un día húmedo y nublado de la primavera de 1959, dijo, el vigésimo sexto año del reinado del sha Zahir, que duró cuarenta años y en general no conoció acontecimientos de interés. Nana dijo que Yalil no se había molestado en llamar a un médico, ni a una partera, aunque sabía que el
yinn
podía entrar en su cuerpo y provocar uno de sus ataques durante el parto. Nana yació sola en el suelo del
kolba,
con un cuchillo al lado, empapada en sudor.

—Cuando el dolor se hizo insoportable, mordí una almohada y grité hasta quedarme ronca. Pero nadie acudió a secarme la cara ni darme un trago de agua. Y tú, Mariam
yo,
no tenías prisa. Casi dos días me tuviste tumbada en el frío y duro suelo. No comí ni dormí, sólo empujaba y rezaba para que salieras.

—Lo siento, Nana.

—Corté el cordón que nos unía con mis propias manos. Para eso tenía el cuchillo.

—Lo siento.

En este punto Nana siempre esbozaba una lenta y significativa sonrisa, en la que se intuía la recriminación o un perdón reticente, Mariam no acertaba a determinarlo. A la joven Mariam no se le ocurría que pudiera haber injusticia alguna en tener que pedir perdón por la manera de llegar al mundo.

Cuando finalmente se le ocurrió, más o menos al cumplir los diez años, Mariam dejó de creer en aquella historia sobre su nacimiento. Creía la versión de Yalil, que afirmaba que estaba fuera, pero había dispuesto que llevaran a Nana a un hospital de Herat, donde la había atendido un médico y había estado en una cama limpia en una habitación bien iluminada. Yalil meneó la cabeza con pesar cuando Mariam le habló del cuchillo.

Mariam también acabó dudando que hubiera hecho sufrir a su madre durante dos días enteros.

—Me dijeron que todo terminó en menos de una hora —aseguró Yalil—. Fuiste una buena hija, Mariam
yo.
Incluso al nacer fuiste una buena hija.

—¡Él ni siquiera estaba allí! —espetó Nana—. Estaba en Tajt-e-Safar, montando a caballo con sus queridos amigos.

Cuando le informaron que le había nacido una hija, dijo Nana, Yalil se había encogido de hombros, había seguido cepillando las crines de su caballo, y se había quedado dos semanas más en Tajt-e-Safar.

—La verdad es que ni siquiera te cogió en brazos hasta que tuviste un mes. Y sólo te miró una vez, comentó que tenías la cara alargada y te puso de nuevo en mis brazos.

Mariam también acabó dudando de esta parte de la historia. Sí, admitió Yalil, estaba montando a caballo en Tajt-e-Safar, pero al recibir la noticia no se había encogido de hombros. Había saltado sobre su caballo y regresado a Herat. La había acunado en sus brazos, le había pasado el pulgar por las cejas casi sin pelo, y le había tarareado una nana. Mariam no se imaginaba a Yalil diciendo que tenía la cara alargada, pero era cierto que la tenía así.

Nana afirmaba que ella había elegido el nombre de Mariam porque era el de su madre. Yalil aseguraba que el nombre lo había elegido él, porque Mariam, el nardo, era una flor preciosa.

—¿Tu favorita? —preguntó Mariam.

—Bueno, una de mis favoritas —respondió él, y sonrió.

3

Uno de los primeros recuerdos de Mariam era el chirrido de las ruedas de hierro de una carretilla rodando sobre las piedras. La carretilla llegaba una vez al mes, llena de arroz, harina, té, azúcar, aceite para cocinar, jabón y pasta de dientes. La llevaban dos de los hermanastros de Mariam; por lo general eran Muhsin y Ramin, a veces Ramin y Farhad. Los muchachos se turnaban para empujar la carretilla cuesta arriba por el sendero, sobre piedras y guijarros, evitando baches y arbustos, hasta llegar al arroyo. Allí tenían que vaciarla y cargar los bultos para vadearlo: primero pasaban con la carretilla y luego volvían a cargarla. A continuación debían empujarla doscientos metros más a través de la alta y espesa hierba, rodeando matorrales. Las ranas se apartaban de un salto a su paso. Los hermanos espantaban los mosquitos de sus caras sudorosas a manotazos.

—Tiene criados —decía Mariam—. Podría enviarlos a ellos.

—Su idea de la penitencia —replicaba Nana.

Mariam y Nana salían al oír el sonido de la carretilla. Mariam recordaría siempre a su madre tal como la veía el día del aprovisionamiento: una mujer alta, huesuda y descalza, que se apoyaba en el dintel con sus perezosos ojos convertidos en rendijas y los brazos cruzados en un gesto desafiante y burlón. El sol iluminaba sus cabellos cortos y despeinados, sin cubrir. Llevaba una camisa gris que no le sentaba bien abotonada hasta el cuello, y los bolsillos llenos de piedras del tamaño de castañas.

Los chicos se sentaban junto al arroyo y esperaban a que ellas dos metieran las provisiones en el
kolba.
No osaban acercarse a menos de treinta metros, aunque Nana tenía mala puntería y la mayor parte de las piedras aterrizaban lejos de su objetivo. Nana gritaba a los muchachos mientras acarreaba los sacos de arroz al interior del
kolba
y les llamaba cosas que Mariam no entendía, maldecía a sus madres y les hacía muecas de odio. Los muchachos nunca le devolvían los insultos.

Mariam se compadecía de ellos. Qué cansados debían de tener los brazos y las piernas, pensaba, de tanto empujar aquella pesada carga. Le habría gustado ofrecerles agua. Pero no decía nada, y si ellos la saludaban con la mano, ella no les devolvía el saludo. En una ocasión, para complacer a Nana, Mariam incluso gritó a Muhsin y le dijo que su boca parecía el culo de un lagarto, aunque luego se moría de culpabilidad, vergüenza y miedo de que se lo contaran a Yalil. Pero Nana se rió tanto, mostrando los picados dientes, que Mariam temió que le diera uno de sus ataques. Nana miró a Mariam cuando terminó y dijo:

—Eres una buena hija.

Cuando la carretilla quedaba vacía, los muchachos volvían corriendo y se alejaban empujándola. Mariam esperaba a verlos desaparecer entre la alta hierba y los matojos floridos.

—¿Vienes?

—Sí, Nana.

—Se ríen de ti. En serio. Los oigo.

—Ya voy.

—¿No me crees?

—Aquí estoy.

—Ya sabes que te quiero, Mariam
yo.

Por la mañana, despertaban con lejanos balidos de ovejas y el agudo sonido de una flauta, cuando los pastores llevaban sus rebaños a pastar en la ladera de la colina. Mariam y Nana ordeñaban las cabras, daban de comer a las gallinas y recogían los huevos. Hacían el pan juntas. Nana le enseñaba a amasar, a encender el
tandur
y aplastar la masa de las tortas de pan contra las paredes interiores.

También a coser y a guisar el arroz y todos los demás ingredientes: estofado de
shalqam
con nabos,
sabzi
de espinacas, coliflor con jengibre.

Nana no ocultaba el desagrado que le producían las visitas —y, de hecho, la gente en general—, pero hacía excepciones con unos pocos escogidos. Y así, el
arbab
de la aldea de Gul Daman, Habib Jan, un hombre barbudo de cabeza pequeña y enorme vientre, se presentaba una vez al mes, más o menos, con un criado que portaba un pollo, o a veces una cazuela de arroz
kirichi,
o un cesto de huevos pintados, para Mariam.

También las visitaba una anciana rechoncha a la que Nana llamaba Bibi
yo,
cuyo difunto marido había sido cantero y amigo del padre de Nana. A Bibi
yo
la acompañaban siempre una de sus seis nueras y un par de nietos. Atravesaba el claro cojeando y resoplando, y se frotaba la cadera con grandes aspavientos antes de sentarse, con un suspiro de dolor, en la silla que le ofrecía Nana. Bibi
yo
siempre llevaba algo para Mariam: una caja de dulces
dishlem
é
,
una cesta de membrillos. A Nana, primero le soltaba las quejas sobre sus achaques, y luego los chismorreos de Herat y Gul Daman, en los que se explayaba a gusto, mientras su nuera permanecía sentada detrás de ella, callada y sumisa.

Pero el visitante favorito de Mariam, aparte de Yalil, por supuesto, era el ulema Faizulá, el anciano profesor del Corán en la aldea, el
ajund.
Éste subía una o dos veces por semana desde Gul Daman para enseñar a Mariam las cinco oraciones
namaz
diarias. También le enseñaba a recitar el Corán, tal como había hecho con su madre cuando ésta era una niña. El ulema Faizulá había enseñado a Mariam a leer, mirando pacientemente por encima de su hombro mientras los labios de su alumna formaban las palabras en silencio y su dedo índice se detenía en cada palabra, apretando hasta que la uña blanqueaba, como si de esta manera pudiera exprimir el significado de los símbolos. El ulema Faizulá le había sostenido la mano, guiando el lápiz en la elevación de cada
alif,
en la curva de cada
b
á
,
y los tres puntos de cada
z
á
.

Era un anciano delgado, adusto y encorvado con una sonrisa desdentada y una barba blanca que le llegaba hasta el ombligo. Por lo general iba solo al
kolba,
aunque a veces lo acompañaba su hijo de cabello rojizo, Hamza, unos años mayor que Mariam. Cuando el ulema Faizulá se presentaba en el
kolba,
Mariam le besaba la mano —y parecía que besaba un grupo de ramitas secas cubiertas por una fina capa de piel—, y él le daba un beso en la frente, antes de sentarse para empezar la clase. Después, los dos salían a sentarse a la puerta del
kolba
para comer piñones y beber té verde, mientras observaban los
bulbul,
los ruiseñores que volaban velozmente de un árbol a otro. Algunas veces paseaban entre los alisos y la hojarasca color bronce, siguiendo el arroyo en dirección a las montañas. El ulema Faizulá pasaba las cuentas de su rosario
tasb
é
mientras caminaban y con su voz temblorosa contaba a Mariam historias de todas las cosas que había visto en su juventud, como la serpiente de dos cabezas que había encontrado en Irán, en el Puente de los Treinta y Tres Arcos de Isfahán, o la sandía que había partido a las puertas de la mezquita Azul de Mazar, para descubrir que las pepitas formaban la palabra «Alá» en una mitad y «Akbar» en la otra.

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