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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (7 page)

—Ahora sois marido y mujer —anunció el ulema—.
Tabrik.
Felicidades.

Rashid esperaba en el autobús multicolor. Mariam no lo veía desde donde estaba ella con Yalil, junto al parachoques trasero; sólo veía el humo de su cigarrillo que salía por la ventanilla abierta. A su alrededor había apretones de manos y despedidas. Se besaban ejemplares del Corán, cambiaban de manos. Unos niños descalzos iban de un viajero a otro, invisibles sus rostros tras las bandejas en las que ofrecían chicles y cigarrillos.

Yalil se afanaba por explicarle que Kabul era precioso, que el emperador mogol Babur había pedido ser enterrado allí. Mariam ya sabía que después continuaría con los jardines de Kabul, sus tiendas, sus árboles y su aire, y poco después, ella subiría al autobús y él se quedaría abajo saludando alegremente con la mano, indemne, libre.

Ella no se resignaba a permitirlo.

—Yo te adoraba —dijo.

Yalil calló a mitad de una frase. Cruzó los brazos y luego los dejó caer. Una joven pareja hindú, ella con un niño en brazos y él arrastrando tras de sí una maleta, pasaron entre ellos. Yalil pareció agradecer la interrupción. La pareja se excusó y él les sonrió cortésmente.

—Los jueves, me pasaba horas esperándote. Me moría de preocupación pensando que no aparecerías.

—Es un viaje largo. Deberías comer algo. —Yalil se ofreció a comprarle pan y queso de cabra.

—Pensaba en ti todo el tiempo. Rezaba para que vivieras hasta los cien años. No lo sabía. No sabía que te avergonzabas de mí.

Su padre bajó la vista y escarbó en la tierra con la punta del zapato, como un niño grande.

—Te avergonzabas de mí.

—Te visitaré —musitó él—. Iré a Kabul a visitarte. Nosotros...

—No, no —replicó ella—. No vengas. No quiero verte. No vengas. No quiero saber nada de ti. Nunca más. Nunca más.

Él la miró con expresión dolida.

—Aquí se acaba todo para ti y para mí. Despídete.

—No te vayas así —dijo él con un hilo de voz.

—Ni siquiera has tenido la decencia de darme tiempo para despedirme del ulema Faizulá.

Mariam dio media vuelta y se dirigió a la parte delantera del autobús. Oyó que Yalil la seguía. Cuando llegó a las puertas hidráulicas, lo oyó a su espalda.

—Mariam
yo.

Ella subió al autobús, y aunque con el rabillo del ojo vio a Yalil caminando junto al vehículo, siguiéndola, no miró por la ventanilla. Recorrió el pasillo central hasta el fondo, donde Rashid se había sentado con la maleta de su flamante esposa entre los pies. Ella no se volvió para mirar cuando Yalil apoyó las manos en el cristal, ni cuando lo golpeó una y otra vez con los nudillos. El autobús inició la marcha con una sacudida, pero Mariam no se asomó para ver a su padre corriendo junto al costado. Y cuando el autobús se alejó, no se acercó al cristal para mirarlo, para verlo desaparecer en medio de la nube de gases y polvo.

Rashid, que ocupaba el asiento de la ventanilla y también el contiguo, puso su pesada mano sobre la de Mariam.

—Vamos, muchacha. Ya, ya —dijo, mirando por la ventanilla con los ojos entrecerrados, como si algo más interesante hubiera captado su atención.

9

Al día siguiente por la tarde llegaron a la casa de Rashid.

—Esto es Dé Mazang —anunció él. Estaban en la acera, frente a la casa. Él llevaba la maleta en una mano y abría el portón de madera con la otra—. En la parte sudoeste de la ciudad. El zoo está cerca y también la universidad.

Mariam asintió. Ya se había dado cuenta de que tenía que prestar mucha atención para entenderle cuando hablaba. No estaba acostumbrada al dialecto farsi de Kabul, ni al acento pastún que Rashid conservaba de su nativo Kandahar. Rashid, por su parte, no parecía tener dificultad alguna en comprender su farsi de Herat.

Mariam echó un rápido vistazo a la estrecha calle sin asfaltar en que estaba situada la casa de Rashid. Los edificios de aquella calle se apiñaban unos contra otros, compartiendo muros, y tenían pequeños jardines rodeados por tapias que los aislaban de la calle. La mayoría de los tejados eran planos, hechos de ladrillos cocidos, otros de barro del mismo color grisáceo que las montañas que rodeaban la ciudad. Por las alcantarillas que separaban la acera de la calzada a ambos lados de la calle fluía agua fangosa. Mariam vio pequeños montones de basura cubiertos de moscas esparcidos por la calle. La casa de Rashid tenía dos plantas. Se notaba que en otro tiempo había sido azul.

Cuando Rashid abrió el portón, Mariam se encontró en un pequeño jardín descuidado, en el que crecían con dificultad pequeñas franjas de hierba amarillenta. También vio un excusado a la derecha, en un lado del jardín, y a la izquierda descubrió un pozo con una bomba de mano junto a una hilera de árboles jóvenes y raquíticos. Cerca del pozo se alzaba un cobertizo de herramientas, una bicicleta apoyada contra la pared.

—Tu padre me dijo que te gusta pescar —comentó Rashid mientras cruzaban el jardín. Mariam vio que la casa no tenía patio trasero—. Hay valles hacia el norte. Con ríos llenos de peces. A lo mejor puedo llevarte algún día.

Abrió la puerta principal e hizo pasar a Mariam.

La casa de Rashid era mucho más pequeña que la de Yalil, pero comparada con el
kolba
de Mariam y Nana era una mansión. En la planta baja estaba el zaguán, la sala de estar y la cocina, donde Rashid le mostró los cacharros, una olla a presión y una
ishtop
de queroseno. En la sala de estar destacaba un sofá de piel verde pistacho. Tenía un desgarrón en el lado, con un tosco remiendo. Las paredes estaban desnudas. Había una mesa, dos sillas con el asiento de mimbre, dos sillas plegables y, en un rincón, una estufa negra de hierro forjado.

Mariam se plantó en el centro de la sala y miró en derredor. En el
kolba
alcanzaba el techo con la punta de los dedos. Podía tumbarse en su jergón y deducir qué hora era por la inclinación del sol que entraba por la ventana. Sabía hasta dónde se abriría la puerta sin que chirriaran los goznes. Conocía todas las rendijas y grietas de cada una de las treinta tablas de madera del suelo. Pero todas esas cosas familiares habían desaparecido. Nana había muerto y ella estaba allí, en una ciudad desconocida, separada de su vida anterior por valles, cadenas de montañas de cumbres nevadas y desiertos. Se encontraba en una casa extraña, con sus diferentes habitaciones y su olor a tabaco, con sus alacenas llenas de utensilios desconocidos, sus gruesas cortinas verde oscuro y un techo demasiado alto. Tanto espacio la ahogaba. Se sintió invadida por la nostalgia de Nana, del ulema Faizulá, de su antigua vida.

Y entonces se echó a llorar.

—¿A qué vienen esos lloros? —preguntó Rashid malhumorado. Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo y se lo puso en la mano. Luego encendió un cigarrillo y se apoyó contra la pared, observando cómo Mariam se enjugaba los ojos—. ¿Ya?

Ella asintió.

—¿Seguro?

—Sí.

Rashid la tomó entonces por el codo y la condujo hasta la ventana de la sala de estar.

—Esta ventana da al norte —dijo, dando golpecitos con la torcida uña del dedo índice—. Esa montaña de enfrente se llama Asmai, ¿la ves?, y a la izquierda está la montaña Alí Abad. La universidad se encuentra al pie de esa montaña. Detrás de nosotros, hacia el este, se encuentra el monte Shir Darwaza, pero desde aquí no se ve. Todos los días, a mediodía, disparan un cañón desde allí. Ahora no llores más. Lo digo en serio.

Mariam se secó los ojos por segunda vez.

—Es algo que no soporto —dijo, frunciendo el entrecejo—, el llanto de una mujer. Lo siento. No tengo paciencia.

—Quiero irme a casa —murmuró Mariam.

Él soltó un suspiro de exasperación. Su aliento con olor a tabaco le dio en el rostro.

—No me lo tomaré como algo personal... Esta vez.

De nuevo la cogió por el codo y la condujo al piso de arriba.

Dos estancias se abrían al pasillo tenuemente iluminado. La puerta de la más espaciosa estaba abierta de par en par. Mariam vio que se hallaba tan escasamente amueblada como el resto de la casa: una cama en el rincón, con un manta marrón y una almohada, un armario y una cómoda. En las paredes sólo colgaba un pequeño espejo. Rashid cerró la puerta.

—Éste es mi dormitorio. —Y añadió que Mariam podía quedarse con la otra habitación—. Espero que no te importe. Estoy acostumbrado a dormir solo.

Ella no le dijo lo aliviada que se sentía, al menos con eso.

La habitación era mucho más pequeña que la que había ocupado en la casa de Yalil. Contaba con una cama, una vieja cómoda marrón grisáceo y un armario pequeño. La ventana daba al patio y, más allá de la tapia, a la calle. Rashid dejó su maleta en un rincón.

Mariam se sentó en la cama.

—No te has dado cuenta —dijo él, parado en el umbral de la puerta, un poco agachado—. Mira el alféizar. ¿Sabes qué son? Los puse ahí antes de ir a Herat.

Sólo entonces Mariam vio un cesto en el alféizar, rebosante de nardos blancos.

—¿Te gustan? ¿Son de tu agrado?

—Sí.

—Pues dame las gracias.

—Gracias. Lo siento.
Tashakor...

—Estás temblando. A lo mejor te asusto. ¿Te asusto? ¿Me tienes miedo?

Mariam no miraba a su marido, pero detectó un tono levemente burlón en sus preguntas, como si tratara de provocarla. Rápidamente negó con la cabeza y reconoció en su respuesta la primera mentira de su matrimonio.

—¿No? Eso está bien. Bien por ti. Bueno, ahora éste es tu hogar. Te gustará vivir aquí, ya lo verás. ¿Te he dicho que tenemos electricidad? Casi todos los días y todas las noches.

Rashid se dispuso a marcharse. Se detuvo en la puerta, dio una larga chupada al cigarrillo y entrecerró los ojos para protegerlos del humo. Mariam creyó que iba a añadir algo, pero no fue así. Él cerró la puerta y la dejó sola con su maleta y sus flores.

10

Los primeros días, Mariam apenas abandonó su habitación. Se despertaba al amanecer con la lejana llamada de
azan
a la oración, y luego volvía a acostarse. Seguía en la cama cuando oía a Rashid lavándose en el cuarto de baño, y también cuando, antes de irse a la tienda, él entraba en su habitación para ver cómo se encontraba. Desde su ventana, Mariam lo veía en el patio, atando el almuerzo al portabultos trasero de su bicicleta y saliendo a pie a la calle tirando de la bicicleta. Lo miraba mientras él se alejaba pedaleando y su figura corpulenta, de anchos hombros, desaparecía al doblar la esquina al final de la calle.

La mayoría de los días se quedaba en la cama, sintiéndose desorientada y perdida. A veces bajaba a la cocina, pasaba la mano por la encimera grasienta, el vinilo, las cortinas de flores que olían a guisos quemados. Observaba el contenido de los cajones, que no ajustaban bien, las cucharas y los cuchillos disparejos, el colador y las espátulas de madera astillada, que iban a ser los instrumentos de su nueva rutina diaria y le recordaban el vuelco que había dado su vida, dejándola desarraigada, desplazada, como una intrusa en la existencia de otra persona.

En el
kolba,
su apetito era predecible. En Kabul, rara vez notaba que el estómago le pidiera comida. A veces llenaba un plato con sobras de arroz blanco y un trozo de pan y se lo comía en la habitación, junto a la ventana. Desde allí veía las azoteas de las casas de la calle, todas de una sola planta. También veía los patios, y a las mujeres que tendían la ropa y alejaban a los niños, y las gallinas picoteando en la tierra, y los azadones y las palas, y las vacas amarradas a los árboles.

Pensaba con nostalgia en las noches estivales, cuando Nana y ella dormían en la azotea del
kolba,
contemplando la luna que resplandecía sobre Gul Daman, en noches tan cálidas que la camisa se les pegaba al pecho como una hoja mojada a una ventana. Echaba de menos las tardes invernales de lectura en el
kolba
con el ulema Faizulá, oyendo el tintineo de los carámbanos de hielo que caían de los árboles sobre la azotea, y los graznidos de los cuervos desde las ramas cubiertas de nieve.

Sola en la casa, Mariam deambulaba sin descanso, de la cocina a la sala de estar, de la planta baja al piso de arriba, y de nuevo abajo. Acababa siempre en su habitación, rezando o sentada en la cama, echando de menos a su madre, sintiéndose mareada y nostálgica.

Pero la ansiedad de Mariam alcanzaba su punto álgido apenas se intuía la puesta de sol. Le castañeteaban los dientes al pensar en la noche, en el momento en que Rashid decidiera hacerle por fin lo que los maridos hacían a sus mujeres. Se tumbaba en la cama hecha un manojo de nervios, mientras él cenaba solo abajo.

Rashid siempre pasaba por su habitación y asomaba la cabeza.

—No puede ser que ya estés durmiendo. Sólo son las siete. ¿Estás despierta? Contéstame. Vamos.

Y seguía insistiendo hasta que Mariam le contestaba desde las sombras:

—Estoy aquí.

Él se sentaba en el umbral. Desde la cama, Mariam veía su cuerpo voluminoso, sus largas piernas, las espirales de humo que se arremolinaban en torno a su perfil de nariz aguileña, la punta ámbar de su cigarrillo encendiéndose y apagándose.

Le hablaba de cómo le había ido el día. Había hecho un par de mocasines a medida para el viceministro de Exteriores, que, según afirmaba, sólo le compraba zapatos a él. Un diplomático polaco y su esposa le habían encargado sandalias. Le hablaba de las supersticiones que tenía la gente con respecto a los zapatos: que colocarlos sobre una cama invitaba a la muerte a entrar en la familia, que se produciría una pelea si uno se ponía primero el zapato izquierdo.

—A menos que se haga inintencionadamente un viernes —puntualizó—. ¿Y sabías que se supone que es de mal agüero atar los zapatos juntos y colgarlos de un clavo?

Él no creía en nada de todo aquello. En su opinión, las supersticiones eran cosas de mujeres.

Transmitía a Mariam noticias que había oído en la calle, como por ejemplo que el presidente americano Richard Nixon había dimitido debido a un escándalo.

Mariam, que nunca había oído hablar de Nixon ni del escándalo que lo había obligado a dimitir, no decía nada. Aguardaba con inquietud a que Rashid terminara de hablar, aplastara el cigarrillo y se despidiera. Sólo cuando le oía andar por el pasillo y abrir y cerrar su puerta, sólo entonces notaba que se aflojaba la mano férrea que le atenazaba el estómago.

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