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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (11 page)

-Nosotros no tenemos nada de eso -reconocí yo.

-No tenemos más que nuestra tierra. Pero debe de haber algún modo; algún modo de luchar sin ser aniquilados, de transformar el país en muros. Debe de haber algún modo...

Una mañana, temprano, me desperté de madrugada, en esa pausa gris que hay entre el día y la noche y que, como dicen los rabies, sirve para recordarnos perpetuamente aquel tiempo en que sólo existía el vacío, un vacío uniforme, unido; ni día ni noche, ni mes ni ano. Nosotros dormíamos, como siempre, en la única y espaciosa habitación de la casa, en jergones colocados en el suelo. Mis hermanos, yo y el adón, cinco solamente desde que se casara Juan.

Me di la vuelta en mi lecho y vi la oscura silueta del adón, en pie frente a la ventana. Tenía en la mano la espada de Pendes, que debió de haber sacado de su escondrijo, formado por las vigas del techo. Mientras lo observaba, casi sin hacer ruido sacó la espada de la vaina y la mantuvo en la mano; pero no como un hombre que observa un objeto curioso. Pasaban los minutos y él seguía allí, en su lugar, empuñando la espada desnuda. Yo no sentí, sin embargo, temor ni aprensión; solamente una profunda curiosidad por saber qué pasaba por su mente, tan vieja, tan íntimamente ligada con la mente de todos los ancianos, de todos los venerables antepasados de la antigua Israel.

Sopesó la espada, como si quisiera calibrar el peso, el tacto y el equilibrio, para recordarlos cuando llegara el momento. Luego, siempre moviéndose silenciosamente, se dirigió hasta un compartimiento donde guardábamos las grandes tinajas de aceite de oliva.

Destapó una de ellas e introdujo la espada dentro del aceite. Luego repuso la tapa. Allí estaría segura y al alcance de la mano.

Me di la vuelta y me dormí.

Fue unas dos semanas más tarde, quizá algo menos o algo más, cuando llegaron a Modin tres mujeres, tambaleantes, semidesnudas, desgreñadas y con los pies sangrando. Una de ellas llevaba a un niño muerto, apretado contra su pecho; la otra era muy joven y la tercera muy vieja. Fueron las primeras de una corriente de refugiados que durante un período de cuatro o cinco días se volcó en Modin y en las aldeas vecinas.

Todos relataron la misma historia, breve y trágica. Eran de Jerusalén; gente de la ciudad. Muchos de ellos habían dejado de considerarse judíos. Estaban preparados para convertirse en griegos cada vez más griegos. Eran gente civilizada. Gente culta. Habían abandonado las barbas, los pantalones de lino y las capas listadas.

Llevaban túnicas y las piernas desnudas. Muchos de ellos se sometieron a dolorosas operaciones para borrar los signos de la circuncisión. Hablaban en griego y pretendían sentirse incómodos con el hebreo o el arameo. Por eso lo que sucedió fue tan terrible para ellos; mucho más que para otros.

Antioco Epífanes, el rey de reyes, que gobernaba todo el país desde Antioquía, había nombrado un nuevo general para Jerusalén.

Se llamaba Apolonio y en mayor proporción era para Jerusalén lo que Apeles para Modin. Llegó a la ciudad con diez mil mercenarios, en lugar de ochenta, y no supo apreciar demasiado la cultura de los nuevos judíos. Al menos, cuando llegó el sábado ordenó a los mercenarios que salieran a la calle a cobrarse la paga por sí mismos, con sus espadas; precisamente el sábado, el día de Dios, en el que ningún judío levantaría la mano para defenderse. Los mercenarios mataron durante todo el día; mataron hasta que ya no pudieron mover los brazos. Cortaban dedos para sacar anillos, brazos para quitar brazaletes. Convirtieron la ciudad en una carnicería y los supervivientes, medio enloquecidos, nos dijeron que las calles se habían anegado en sangre hasta el tobillo. Luego irrumpieron en el Templo y sacrificaron un cerdo en el altar.

-¿Y Menelao, el sumo sacerdote, dónde estaba? -preguntó mi padre a uno de los refugiados.

-Apolonio lo compró.

Mi padre odiaba y siempre había odiado al sumo sacerdote, que llevaba un nombre griego y ropas griegas, pero aquello no lo quiso creer.

-¡Mientes!

-¡Pongo a Dios por testigo! Lo compró por tres talentos; y Menelao rezó sobre la sangre del cerdo.

-Es verdad -confirmaron otros.

Mi padre se fue a su casa. Se inclinó ante la chimenea, tomó un puñado de cenizas y se refregó con ellas la cara y el cabello.

Luego, y mientras le corrían las lágrimas, rezó la oración por los difuntos.

-Báñate y vístete -me dijo Judas-. El adón va al Templo y nosotros iremos con él.

-¿Está loco?

-Pregúntaselo a él. Nunca lo he visto como ahora.

Fui a ver a mi padre dispuesto a decirle: «¿Estás loco? ¿Quieres arriesgar tu vida y las nuestras? ¿Qué ganamos con meter la cabeza en la boca del lobo?». Estas y muchas otras palabras llevaba preparadas; pero cuando vi su expresión, no dije ni una sola.

-Báñate, Simón -me dijo amablemente-, y úntate con aceite y especias, porque vamos al Templo de Dios.

De nuevo, pues, y por última vez, fuimos Matatías y sus cinco hijos al Templo de Jerusalén. Como tantas otras veces anteriores, marchamos en fila; primero el viejo, el adón, luego mi hermano Juan, luego yo, Simón, luego mi hermano Judas, luego mi hermano Eleazar y finalmente Jonatás.

Pero ya éramos hombres, y los viejos tiempos habían quedado atrás. Hasta Jonatás había dejado de ser un niño. Pocas semanas fueron suficientes para que su gracia y su fragilidad se transformaran en algo recio, resistente y elástico. Ya no lloraba. Recordé en aquel momento, mientras los contemplaba a los dos, aquella vez que Jonatás había mentido y Judas lo castigó. Ambos habían cambiado; eran otros ahora. La recatada arrogancia, la humilde arrogancia de Judas (la peor clase de arrogancia, la del tímido que conoce muy bien su belleza y su encanto), comenzaba a transformarse en otra cosa, en la particularidad de un propósito único, de un designio singular, que en aquel momento pude vislumbrar solamente. Si yo había odiado a Judas, si siempre lo había odiado, el odio comenzaba por fin a desvanecerse. Con respecto a él, la edad ya no significaba nada; Judas no tenía edad; ni la tendría nunca, hasta el día de su muerte. Juan y Eleazar eran sencillos, claros, inteligibles, pero Judas ya estaba fuera de mi comprensión, y Jonatás era mutable, cambiante, y seguiría cambiando siempre.

Atravesamos tierras sombrías. Poca alegría había en las aldeas que cruzábamos, y menos aún cuando se enteraban del lugar adonde nos dirigíamos. Los que reconocían a Matatías le preguntaban:

-¿Adónde vas, adón?

Y sacudían la cabeza con inquietud cuando les respondía:

-Al santo Templo.

A medida que nos acercábamos a la ciudad, se veía cada vez mayor número de mercenarios. Los veíamos bebiendo en las tabernas del camino. Los veíamos con sus mujeres -siempre hay mujeres para los mercenarios-, y los veíamos marchando en cohortes.

Llegamos finalmente. El adón se había desgarrado las ropas y había rezado la oración por los muertos; no reveló, por lo tanto, ninguna emoción ni redujo el paso al entrar en la fantástica e increíble ruina en que se había convertido Jerusalén.

Los muros no habían sido simplemente derribados, sino destrozados, furiosa y brutalmente desmenuzados, y coronados luego con una fila al parecer interminable de estacas, cada una de has cuales sostenía la cabeza de un judío. El hedor de la carne en putrefacción llenaba toda la ciudad. Nadie había lavado la sangre seca de las calles. Los muebles habían sido arrojados por las ventanas y balcones, y se veían por todas partes trozos de sillas, mesas, camas y vasijas. Los esqueletos de las casas quemadas daban una fisonomía especial a la ciudad, y de tanto en tanto se veían brazos o piernas, sueltos, putrefactos y cubiertos de moscas, pasados por alto por los destacamentos enterradores. En las calles deambulaban los perros y ocasionalmente alguno que otro grupo de mercenarios que pasaba con gran estrépito; nos miraban con suspicacia pero no trataban de atacarnos. Fuera de eso, la ciudad estaba desierta.

Lo mismo que en aquella lejana ocasión, cuando, niños aún, fuimos por primera vez a la gloriosa ciudad de David, también esta vez marchamos cuesta arriba en dirección al Templo. Seguía en pie, podíamos verlo; y detrás del Templo veíamos también el acra,6 la enorme ciudadela de piedra que los macedonios habían construido para alojar a la guarnición. El acra estaba intacta; aún más, numerosos grupos que trabajaban activamente la estaban reforzando con nuevas murallas y contrafuertes. Pero al Templo lo habían tratado con la misma furia insana que a los muros de la ciudad. Quemaron las fuertes puertas de madera y desgarraron los ricos cortinajes. Las pulidas paredes aparecían cubiertas de obscenidades, símbolos fálicos y desagradables dibujos de hombres y mujeres copulando con animales. Se trataba de nuevos elementos de juicio de que disponíamos para conocer, comprender y apreciar la cultura de la civilización.

Junto a la puerta había, como siempre, levitas apostados; o al menos la ropa que llevaban era de levitas. Cuando entramos avanzaron para detenernos, pero cuando vieron a Matatías, cuando vieron la expresión de su rostro, se hicieron a un lado y nos dejaron pasar.

Entramos en el sanctasanctórum, la casa interna de Dios, donde se encuentran el pan de la proposición y el candelabro. Apestaba como un puesto de carnicero. En el altar, cubierto de sangre seca, había una cabeza de puerco cuyos ojos abiertos nos miraban fijamente. A un lado, una urna con carne de cerdo, y en el suelo diversos despojos.

Al llegar a la puerta, Matatías se detuvo un instante; luego entró, y por primera vez en mi vida pude apreciar toda la talla del viejo, el adór'. El Templo era él, y él era el Templo. Los judíos de Roma,

Alejandría, Atenas o Babilonia, se vuelven hacia el Templo cuando rezan; pero el Templo es para ellos solamente una palabra o una imagen; la mayoría muere sin haberlo visto jamás. ¿Pero cuándo había dejado el adón de verlo, de entrar en él, de rezar en él? Mi padre era
kohan
; hacerle un rasguño al Templo era cortarle a él la carne. ¿De qué modo podría expresar lo que significaba para él ver una cabeza de cerdo en el altar?

Sin embargo no vaciló; se dirigió hacia el altar y se detuvo ante él, en medio de la basura. Nosotros lo seguimos, y Judas alzó al brazo para arrojar al suelo la cabeza.

-Déjala -dijo fríamente el adón.

Juan comenzó a pronunciar, suavemente, la oración por los muertos, pero el adón lo interrumpió bruscamente.

-¡Aquí no! ¿Rezas la oración por los muertos aquí?

Pasaban los minutos y él seguía allí, de espaldas a nosotros. Finalmente se volvió, con mucha lentitud. La impasibilidad de su rostro me llenó de asombro. Echó hacia atrás la capa, y la brillante luz del sol, que entraba por el techo, refulgió en su clara chaqueta de seda. Su barba era completamente blanca, así como sus largos cabellos. Nos miró con serenidad, paseando la vista de un rostro al otro, como si buscara tranquilamente cierta cualidad que estaba seguro de encontrar. Por último fijó la mirada en Judas.

-Hijo mío -dijo suavemente.

-Di, padre -respondió Judas.

-Cuando purifiques este sitio, hazlo bien.

-Sí, padre -murmuró Judas.

-Tres veces con lejía, como dice la ley. Tres veces con ceniza.

Y tres veces con arena fría, limpia del río Jordán.

-Si, padre –dijo Judas, con voz apenas audible, los ojos húmedos de lágrimas.

-Y otras tres veces con agua fría, con amoroso desvelo.

-Sí, padre.

Luego el adón se aproximó a Juan y lo besó en la boca; luego me besó a mi; después a Judas, a Eleazar y a Jonatás.

-No tenemos nada más que hacer aquí -dijo enseguida-. Volvamos a casa.

Salimos del Templo, pero en la puerta el adón se detuvo, aferró del brazo a uno de los levitas y le dijo:

-¿Dónde vivís?

-En el acra -respondió el hombre retrocediendo.

-¿Hay otros judíos allí?

-Sí.

-¿Cuántos?

-Unos dos mil.

-¿Hombres ricos? -prosiguió el adón-. ¿Propietarios? ¿Cultos?

-Sí..., cultos -asintió el levita.

-Una isla de la cultura occidental -dijo el adón suavemente-. Un trozo de Atenas en la tierra de los judíos, ¿no es así?

El levita asintió, sin saber de qué modo interpretar la actitud amable del adón.

-¿Son amigos del rey de reyes?

-Si -dijo el levita-, son amigos del rey de reyes.

-Muy bien. Allí están a salvo, dentro de muros seguros y con diez mil mercenarios para protegerlos de las mal alimentadas iras de su pueblo. Menelao, el gran sacerdote, ¿está con ellos?

-Sí.

-Dile a Menelao que Matatías ben Juan ben Simón vino de Modín a saborear la gloria de la civilización, y que trajo consigo a sus cinco hijos. Dile que algún día volveremos.

Y regresamos a Modín.

Segunda parte

El joven, el Macabeo

¿Cómo podría explicar a los que no son judíos, sino foráneos, extranjeros, o como decimos nosotros,
nokrim
, todo lo que significa para nosotros la expresión «el Macabeo»?

Macabeo
es una palabra antigua, muy antigua; una palabra de un pueblo que profesa una curiosa veneración a las palabras. Nosotros somos el pueblo de la Biblia, del Verbo y de la Ley; y la Ley dice:

«No mantendrás a tu esclavo en la ignorancia». Vivimos en un mundo en el que muy poca gente sabe leer y escribir; pero en nuestro pueblo lee y escribe el más vulgar de los aguadores. Para nosotros las palabras no son algo que se pueda pronunciar disparatadamente o al azar.
Macabeo
es una palabra antigua, muy antigua; una palabra extraña. No obstante, aunque leamos los cinco libros de Moisés y todos los demás escritos de la antigüedad, buscaremos en vano en ellos la palabra
Macabeo
; no figura en ninguna parte.

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