Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Nosotros los chicos veíamos únicamente un suntuoso tapiz; sólo más tarde se diversificaron sus partes. Éramos capaces de distinguir uno solo de sus elementos: los mercenarios. A éstos los conocíamos y los interpretábamos. El resto era el desconcertante resultado de lo que había acontecido, en el transcurso de una generación, a los judíos que quisieron ser griegos y transformaron su santa ciudad en una mancebía idólatra.
Finalmente, y siempre subiendo, llegamos hasta el Templo. Allí nos detuvimos, mientras el adón pronunciaba las bendiciones.
Levitas de túnicas blancas, barbados como el adón, lo saludaron y abrieron las pesadas puertas de madera.
-Y amarás al Señor, tu Dios -dijo el adón, con su voz profunda y vibrante-, porque nosotros fuimos esclavos en Egipto, y él nos salvó de la esclavitud para que levantáramos un Templo a su eterna gloria.
No es de la infancia de lo que quiero hablar, penetrando en el pasado, por aquí y por allá, casi al azar, para reunir suficientes elementos de juicio que me permitan llegar finalmente a comprender -y quizá también el lector- por qué los judíos son judíos, benditos o malditos, según se mire, pero judíos; no es de la infancia, que carece eternamente del sentido del tiempo o del paso del tiempo, sino de la breve adultez, tan terriblemente breve, de mis gloriosos hermanos. Pero nosotros decimos que la primera engendra a la segunda. Fui al Templo por primera vez cuando era un niño: volví luego muchas veces más; y finalmente, cuando acudí por última vez, ya era un hombre.
Si hay algo que caracteriza a la adultez, ese algo es el fin de la ilusión. Esa vez la ciudad ya no era un mágico conjunto de piedras blancas, sino un burdel. El Templo ya era solamente un edificio, y no muy bien construido, por cierto. Los levitas de blancas túnicas ya no eran ungidos mensajeros de Dios, sino escoria, infame y cobarde. La adultez tiene su precio; hay que abandonar un mundo, y adquirir otro, y luego apreciar su valor punto por punto, parte por parte.
Ruth fue lo único que quedó intacto. Lo que sentí por ella y hacia ella a los doce años fue lo mismo que sentí a los dieciocho y a los veintiocho. He dicho que habíamos vuelto al Templo una y otra vez, y que luego fuimos una vez más, que fue la última; pero en los intervalos sucedieron varias cosas. Crecimos; cambiamos; adquirimos valor; matamos a un hombre, nosotros, los muchachos.
Y estaba Ruth. Ruth era hija de Moisés ben Aarón ben Simón, un judío menudo, sencillo, trabajador, que vivía en la casa contigua a la nuestra; era vinatero, y tenía diecinueve filas de vides en la ladera de la colina. Pero también era filósofo, un filósofo vulgar, como todos los vinateros. Y en cierto modo nosotros somos una nación de vinateros, somos el pueblo de la sorek, como nos llaman los egipcios con su ignorancia esclavista, envidiosos de todo lo que no tienen. La sorek es una uva negra, grande como una ciruela, carnosa y rebosante de mosto. En primavera nos da el tairesh, en verano el embriagador iaíny durante el invierno el shikar, la mezcla de color rojo oscuro que rejuvenece a los viejos y despabila a los tontos. Los romanos y los griegos los llamarán «vinos»!, pero ¿qué saben ellos del exquisito Kerujim, oro liquido, o Frigia, rojo como la sangre, o del rosado Sharón, o del jain Kushi, claro y dulce como el agua, o del aluntit, o del inomilin, o del roglit? Treinta y dos combinaciones hacia Moisés ben Aarón en nuestra pequeña aldea de
Modín, en sus dos profundas cisternas de piedra, y cuando alguna salía muy buena, enviaba con Ruth una jarra al adón. Ruth se quedaba junto a la mesa, con la boca abierta y los ojos, azules, con una expresión de ansiedad y preocupación, mientras el adón se servia la primera copa.
Nosotros, los cinco, compartíamos la ansiedad de Ruth: permanecíamos quietos y silenciosos, observándolos a ella y al adón. El vino es la otra sangre de Israel, decimos con bastante frecuencia; bebida sagrada, ya sea que la saboreemos en el seder o que nos bañemos en ella, como solía hacer Lebel el tejedor. El adón nunca prescindía de las formalidades, cuando eran indicadas.
-¿Lo envía tu padre, Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch?
Mi padre se enorgullecía de conocer al dedillo por lo menos siete generaciones de cada uno de los habitantes de Modín.
Ruth asentía; más tarde, muchos años más tarde, me confesó todo el temor que le inspiraba el adón.
-¿De la nueva vendimia?
Si por casualidad se trataba de una mezcla, de una mixtura de miel o de una maceración, Ruth retrocedía avergonzada y compungida.
-Para que el adón juzgue y saboree -acostumbraba decir, forzando las palabras una por una y echando miradas furtivas a la puerta; pero estaba hermosa, tan hermosa con su cabello rojo y su maravilloso cutis cobrizo. Me destrozaba el corazón y me hacía imaginar el día en que desafiaría al adón para honrarla y hacer su voluntad.
Luego el adón lavaba la copa de cristal que había sido de su abuelo y de su tatarabuelo. La llenaba; examinaba el contenido al trasluz; pronunciaba la bendición: ... borépri hagofen, y se la bebía.
Luego daba su veredicto.
-Felicito a Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch ben Ley -decía, agregando una generación más cuando el vino le satisfacía mucho-. Es un vino noble, agradable. Puedes decir a tu padre que no los servían mejores en la mesa del bendito rey David ben Isai.
Luego Ruth salía corriendo.
Pero Ruth era nuestra. Lloraba por nuestros dolores; sufría por nuestras penas. Cuando dominaron el temor al adón, ella y su madre nos ayudaron en todo: cocinaban, limpiaban, cosían; como otras mujeres de Modín. Nosotros somos un pueblo que goza de la bendición de la fecundidad; sólo Moisés ben Aarón sufrió la maldición de tener un solo vástago, y niña además. Por eso para la madre de Ruth los cinco hijos de Matatías eran una especie de compensación. Pero para mi no había sido una maldición. Yo la amaba, y nunca amé a ninguna otra mujer.
Vivíamos, pues, en la perpetuidad de nuestra infancia, bajo la mano férrea y la inflexible dignidad del viejo, el adón, nuestro padre.
Hasta que de pronto la infancia concluyó y desapareció. Cuando nos portábamos mal nos castigaban como a ningún otro niño de la aldea. Y el adón sabia castigar. Una vez, cuando Judas tenía nueve años de edad -y ya poseía esa increíble belleza y esa dignidad que lo acompañó toda la vida, y ya era tan distinto a mi, y ya lo adoraban todos cuando pasaba por las calles de la aldea, y le ofrecían las mejores golosinas, los más selectos bocados-, una vez, decía, jugando con la copa de cristal de mi padre, la dejó caer al suelo y la rompió.
Sólo estábamos en la casa él y yo. El adón había ido a arar junto con Juan; Jonatás y Eleazar se hallaban en otra parte, no recuerdo dónde. Y frente al hogar de la chimenea se hallaban los fragmentos de la magnífica pieza antigua, que había sido traída de Babilonia cuando nuestro pueblo regresó del destierro. Jamás olvidaré el terror abismal que vi en el rostro de Judas cuando levantó la cabeza y me miró.
-¡Simón, Simón! -gimió-. ¡Me va a matar! ¡Simón! ¿Qué hago? ¿Qué hago?
-¡No llores!
Pero no pudo dejar de llorar; sollozaba desesperadamente y cuando llegó el adón le dije, con toda calma, que yo la había roto.
El adón me dio un golpe, uno solo, pero que me lanzó contra la pared atravesando toda la habitación; por primera vez pude apreciar la poderosa fuerza que tenía el viejo en el brazo. Judas, que de algún modo tenía que desahogarse, se lo contó a Ruth. Yo estaba tumbado al sol, en el patio posterior de la casa, cuando Ruth vino a yerme, se inclinó sobre mí y me besó.
-Buen Simón Matatías -susurró-. Bueno y dulce Simón...
No sé por qué escribo esto, porque Judas era un niño y yo era un hombre, de acuerdo con nuestro concepto de la hombría, aunque no me separaban muchos años de él. De todas maneras, en nuestra infancia no eran frecuentes ese tipo de cosas, sino que transcurría de una forma más lenta y más dulce.
Nos tumbábamos en las laderas de las colinas, contemplando las cabras y contando las lanudas nubes del cielo; pescábamos en los fríos arroyos; salíamos a caminar, y una vez llegamos hasta el gran camino principal que corre de norte a sur, y nos ocultamos entre las malezas para ver pasar a veinte mil mercenarios macedonios, arrogantes en sus relucientes armaduras, que iban a luchar contra los egipcios; y, protegidos por los sobresalientes riscos, los apedreamos cuando, convencidos por los consejos tranquilizadores de Roma, volvieron prudentemente sobre sus pasos. Otra vez marchamos durante toda una mañana hacia el oeste, los cinco, hasta que llegamos a ver, desde la cima de una alta roca, la infinita y brillante extensión del mar, el Mediterráneo, en el que una sola nave blanca quebraba la clara y apacible superficie azul.
Fue Jonatás el que dijo entonces:
-Algún día iré hacia allí, hacia el oeste...
-¿Cómo?
-En barco -contestó.
-¿Conoces algún barco judío?
-Los fenicios tienen barcos -repuso pensativo Jonatás-; y también los griegos. Podemos utilizarlos.
Los tres restantes reímos; pero Judas no lo hizo. Permaneció mirando fijamente al mar; en su rostro bien cincelado aparecía la primera sombra de una barba rubia, y tenía una expresión en los ojos que nunca había visto hasta entonces.
Jonatás era el más bajo de todos, aunque había alcanzado su máximo desarrollo y era vigoroso y veloz como una gacela. Un día cazó un cerdo silvestre, lo derribó ágilmente y le cortó el pescuezo.
Judas, en un acceso de ira, le asestó un golpe en el brazo que lo paralizó y que hizo que su cuchillo cayera al suelo. Jonatás quiso lanzarse sobre Judas, pero yo los cogí a los dos de un brazo y los separe.
-¡Mata por el placer de matar! –gritó Judas--. Aunque la carne es impura y no le sirve a nadie.
-No se le pega a un hermano -dije yo, lenta y deliberadamente.
Pero estos episodios los extraigo de un pasado que fue como una época dorada. Éramos cinco y siempre estábamos juntos, los cinco hijos de Matatías, el adón; creciendo primero como cachorros, luego, siempre juntos, trabajando, edificando, jugando, riendo, llorando a veces y tostándonos bajo el dorado sol del país.
Y entonces matamos a un hombre, y terminó nuestra infancia; esa larga infancia saturada de sol en la vieja, viejísima tierra de Israel, la tierra de leche y miel, de viñedos e higueras, de trigales y campos de cebada; la tierra donde los arados exhuman continuamente los huesos de algún judío; la tierra de valles cuyo suelo no tiene fondo, y de bancales en las laderas de las colinas que la transforman en un jardín tan maravilloso como nunca lo fueron los famosos jardines colgantes de Babilonia. Terminaron nuestras diversiones, nuestras carreras alocadas e irreflexivas, nuestros juegos en las calles de la aldea, nuestras horas de ocio, tumbados en el pasto, nuestras hoscas clases con Lebel, el maestro, y sus gruñidos de «¿Queréis ser como los gentiles y que el santo verbo de Dios resuene en vuestros oídos, pero que nunca podáis verlo con los ojos?». Concluyeron para nosotros los paseos por los bosques de pinos, las cuevas en la nieve, las trampas para cazar perdices silvestres.
Derramamos sangre y terminó esa época que no tiene principio, y comenzó la breve y gloriosa adultez de mis hermanos. Pero es eso precisamente lo que me dispongo a narrar en estas líneas, para ofrecer tanto un relato como una respuesta al enigma de mi pueblo; para que nos comprendan todos, hasta los romanos; a nosotros que somos los únicos, de todos los pueblos del mundo, que vivimos sin murallas que nos resguarden, sin mercenarios que luchen por nosotros, y sin Dios que pueda ser visto por ojos humanos.
Todo el territorio montañoso que va de Modín a Betel y a Jericó estaba al cuidado de un alcaide, que tenía en sus manos trescientas veinte aldeas para desangrar, ordeñar y exprimir. Se llamaba Pericles y tenía algo de griego y mucho de otras cosas. Esos son los peores griegos, los que tienen apenas vestigios, o nada, de griegos, porque los domina la pasión de ser más griegos que los griegos.
Entre otras cosas también tenía algo de judío, y por esa razón, para expurgarse bien a fondo, su mano era más dura de lo que debía ser; y era bastante dura, por cierto.
Todo eso fue antes de que resolvieran que nuestro país y el mundo entero estarían mucho mejor si no hubiese judíos, y la misión de Pendes era solamente la de esquilmamos. Tenía el compromiso de entregar a Antioco Epifanes, el rey de reyes, como le gustaba hacerse llamar, cien talentos de plata por año, obtenidos de las trescientas veinte aldeas. Era mucho dinero para un minúsculo distrito de un minúsculo país, pese a lo cual Pendes estaba decidido a sacar un talento para sí por cada dos que entregara al rey. Para eso hacia falta exprimir bien, y Pendes exprimía bien, y sus cuatrocientos mercenarios mestizos exprimían además cada cual por su cuenta.
Pendes era un hombre voluminoso, grueso, fuerte; de su rostro redondo, bien afeitado, colgaba una papada de carne rosada. Y si no tenía mucho de hombre, tenía en cambio bastante de mujer. Cuando el hijo de Rubén ben Gad, Asher, un niño de cuatro años, fue hallado en un matorral con las vísceras desgarradas, corrió la voz, con o sin fundamento, de que había sido Pendes el culpable.
Sea como fuere, cometió otros actos de los que nosotros nos enteramos, y Jonatás nos contó algo nada agradable de recordar.
Fue también Jonatás a quien oímos gritar, Judas y yo, cuando nos dirigíamos al pequeño valle donde pastaban las cabras.
Echamos a correr, y pocos minutos después llegábamos al extremo del valle. Las cabras pacían tranquilamente y en medio de ellas Jonatás luchaba por librarse de Pendes. Dos mercenarios sirios observaban sonriendo la escena, tendidos en el pasto, las armas tiradas descuidadamente en el suelo.
Lo que sucedió después fue todo muy rápido. Cuando nos vio, Pendes soltó a Jonatás y dio un paso atrás; Judas le saltó inmediatamente encima, cuchillo en mano. El griego llevaba un peto de bronce, pero judas le asestó dos profundas cuchilladas por debajo de la armadura; recuerdo todavía el estupor que sentí cuando vi brotar la sangre roja de las heridas. Los mercenarios parecían moverse con asombrosa lentitud; el primero de ellos aún no se había puesto en pie, cuando le propiné un golpe en la mandíbula con una piedra del tamaño de su cabeza. El otro se levantó tambaleándose, trató de recoger la lanza, tropezó, recobró el equilibrio y echó a correr; en ese momento apareció Eleazar, abarcó la escena de una sola ojeada y se lanzó en pos del fugitivo. Lo alcanzo con unas cuantas zancadas, lo alzó en el aire cogiéndolo con una mano del cuello y con la otra del borde inferior del peto, lo hizo girar y lo arrojó como a una pelota. Eleazar no tenía a la sazón más que dieciséis años, pero ya era más alto y más fuerte que todos los demás hombres de Modín. El sirio cayó al suelo dando un golpe impresionante. Recogiendo del suelo la lanza, Eleazar corrió enseguida a su lado. Pero todo había terminado. La cabeza del otro mercenario estaba aplastada, con los sesos desparramados. Pendes yacía inmóvil en un charco de sangre.