Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Derramamos sangre y terminó esa época que no tiene principio, y comenzó la breve y gloriosa adultez de mis hermanos. Pero es eso precisamente lo que me dispongo a narrar en estas líneas, para ofrecer tanto un relato como una respuesta al enigma de mi pueblo; para que nos comprendan todos, hasta los romanos; a nosotros que somos los únicos, de todos los pueblos del mundo, que vivimos sin murallas que nos resguarden, sin mercenarios que luchen por nosotros, y sin Dios que pueda ser visto por ojos humanos.
Todo el territorio montañoso que va de Modín a Betel y a Jericó estaba al cuidado de un alcaide, que tenía en sus manos trescientas veinte aldeas para desangrar, ordeñar y exprimir. Se llamaba Pericles y tenía algo de griego y mucho de otras cosas. Esos son los peores griegos, los que tienen apenas vestigios, o nada, de griegos, porque los domina la pasión de ser más griegos que los griegos.
Entre otras cosas también tenía algo de judío, y por esa razón, para expurgarse bien a fondo, su mano era más dura de lo que debía ser; y era bastante dura, por cierto.
Todo eso fue antes de que resolvieran que nuestro país y el mundo entero estarían mucho mejor si no hubiese judíos, y la misión de Pendes era solamente la de esquilmamos. Tenía el compromiso de entregar a Antioco Epifanes, el rey de reyes, como le gustaba hacerse llamar, cien talentos de plata por año, obtenidos de las trescientas veinte aldeas. Era mucho dinero para un minúsculo distrito de un minúsculo país, pese a lo cual Pendes estaba decidido a sacar un talento para sí por cada dos que entregara al rey. Para eso hacia falta exprimir bien, y Pendes exprimía bien, y sus cuatrocientos mercenarios mestizos exprimían además cada cual por su cuenta.
Pendes era un hombre voluminoso, grueso, fuerte; de su rostro redondo, bien afeitado, colgaba una papada de carne rosada. Y si no tenía mucho de hombre, tenía en cambio bastante de mujer. Cuando el hijo de Rubén ben Gad, Asher, un niño de cuatro años, fue hallado en un matorral con las vísceras desgarradas, corrió la voz, con o sin fundamento, de que había sido Pendes el culpable.
Sea como fuere, cometió otros actos de los que nosotros nos enteramos, y Jonatás nos contó algo nada agradable de recordar.
Fue también Jonatás a quien oímos gritar, Judas y yo, cuando nos dirigíamos al pequeño valle donde pastaban las cabras.
Echamos a correr, y pocos minutos después llegábamos al extremo del valle. Las cabras pacían tranquilamente y en medio de ellas Jonatás luchaba por librarse de Pendes. Dos mercenarios sirios observaban sonriendo la escena, tendidos en el pasto, las armas tiradas descuidadamente en el suelo.
Lo que sucedió después fue todo muy rápido. Cuando nos vio, Pendes soltó a Jonatás y dio un paso atrás; Judas le saltó inmediatamente encima, cuchillo en mano. El griego llevaba un peto de bronce, pero judas le asestó dos profundas cuchilladas por debajo de la armadura; recuerdo todavía el estupor que sentí cuando vi brotar la sangre roja de las heridas. Los mercenarios parecían moverse con asombrosa lentitud; el primero de ellos aún no se había puesto en pie, cuando le propiné un golpe en la mandíbula con una piedra del tamaño de su cabeza. El otro se levantó tambaleándose, trató de recoger la lanza, tropezó, recobró el equilibrio y echó a correr; en ese momento apareció Eleazar, abarcó la escena de una sola ojeada y se lanzó en pos del fugitivo. Lo alcanzo con unas cuantas zancadas, lo alzó en el aire cogiéndolo con una mano del cuello y con la otra del borde inferior del peto, lo hizo girar y lo arrojó como a una pelota. Eleazar no tenía a la sazón más que dieciséis años, pero ya era más alto y más fuerte que todos los demás hombres de Modín. El sirio cayó al suelo dando un golpe impresionante. Recogiendo del suelo la lanza, Eleazar corrió enseguida a su lado. Pero todo había terminado. La cabeza del otro mercenario estaba aplastada, con los sesos desparramados. Pendes yacía inmóvil en un charco de sangre.
Había tres hombres muertos, y nosotros los habíamos matado; nuestra infancia había concluido.
Encontramos al adón y a mi hermano Juan terraplenando. Así escomo se ha ido desarrollando el país desde tiempo inmemorial.
Levantamos una pared en la ladera de una colina y la cubrimos con cestos de tierra de los terrenos bajos. En un extremo construimos una cisterna y en una parcela de tierra trabajada de ese modo se pueden obtener cinco cosechas por año. El viejo y mi hermano Juan trabajaban al sol, con los largos pantalones de lino manchados de tierra y arremangados hasta la rodilla y las espaldas relucientes de sudor. El adón manejaba su pesado martillo de piedra y con hábiles golpes aquí y allá iba perfilando las rocas de la pared.
Cuando nos vio se incorporó, dejando que el martillo colgara de su brazo musculoso.
Jonatás seguía llorando. Judas estaba pálido como un muerto y Eleazar había vuelto a ser un niño, un niño asustado que había matado por primera vez a un hombre, que había cometido el pecado absoluto e imperdonable de matar. Comuniqué al adón lo que había sucedido.
-¿Estás seguro de que estaban muertos? -dijo serenamente, frotando el martillo con la palma de la mano; la gran barba roja relucía sobre su pecho desnudo.
-Seguro.
-Jonatás ben Matatías -dijo el adón, y Jonatás lo miró-. Sécate los ojos. ¿Eres una niña para apenarte de ese modo? ¿Hay motivo para llorar porque haya muerto un perro? ¿Dónde están los cuerpos?
-Allí donde cayeron -contesté.
-¿Los dejaste allí? ¡Qué tonto, Simón, qué tonto!
-Un
kohan
... -comencé a decir.
Quería referirme a la ley que prohíbe a los
kohanim
tocar a los muertos, pero el adón ya se había puesto en marcha. Lo seguimos hasta el pequeño valle y allí, sin decir una sola palabra, alzó a Pericles y se lo echó al hombro. Nosotros levantamos los otros dos cadáveres y, siguiendo al adón, regresamos al sitio donde habían estado trabajando. Con sus propias manos, el adón despojó al griego y a los mercenarios de sus armas y corazas.
-Vete a cuidar las cabras -dijo a Jonatás-. Y deja de llorar.
Súbitamente lo abrazó, lo oprimió fuertemente contra su pecho, lo meció un instante entre sus brazos, y luego lo besó en la frente. Jonatás comenzó a llorar de nuevo, y el adón le dijo, volviéndose repentinamente áspero:
-No vuelvas a llorar más. Basta. Basta.
Seguíamos sin ser vistos, y sin ser vistos arrimamos los tres cuerpos a la nueva pared, los cubrimos con barro y seguimos luego trabajando todo el día, hasta que el terraplén quedó concluido.
Cuando echamos el último cesto de tierra, dijo el adón:
-Duerman para siempre profundamente. Que Dios perdone a los judíos que derramaron sangre, y a los kohanim que tocaron a los muertos; que les arranque a ellos del corazón la codicia que los trajo a nuestra tierra... y que limpie nuestro país de todos los seres inmundos como ellos. -Y volviéndose hacia nosotros, añadió-: Decid amen.
-Amén -dijimos.
-Amén -repitió el adón.
Nos pusimos las camisas. Jonatás volvió con las cabras y todos juntos nos pusimos en marcha hacia Modín; Judas llevaba las armaduras y las armas, envueltas en hojas y matojos.
Aquella noche, después de la cena, el adón nos habló; estábamos sentados a la mesa con una sola lámpara encendida. Nos habló con una formalidad intensa, anticuada, dirigiéndose a cada uno de nosotros por turno y nombrándonos con cuatro generaciones a cada uno. Nos dijo lo siguiente:
-A vosotros, hijos míos, me dirijo; a ti, Juan ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Simón ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Judas ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Eleazar ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Jonatás ben Matatías ben Juan ben Simón; a vosotros, mis cinco hijos que me habéis sostenido en mi infortunio y mi soledad, que habéis sido el consuelo de mi vejez, que conocéis el peso de mi mano y el latigazo de mi cólera; os hablo como un hombre a otros hombres, porque ya no pueden retroceder los que han violado el mandamiento de Dios. Nosotros, que éramos puros, ya no lo somos. No matarás, dice el mandamiento, y nosotros hemos matado. Hemos fijado el precio de la libertad, que siempre se calcula en sangre; como hizo Moisés, como hizo Josué, y como hizo Gedeón. De hoy en adelante no pediremos perdón, sino solamente fuerza..., fuerza.
Calló, y entonces las profundas arrugas de su rostro denunciaron súbitamente su edad, y la pena que nublaba sus ojos de color gris claro reveló la presencia de un judío anciano que sólo había querido lo que querían los demás judíos: envejecer de forma tranquila y apacible en la tierra donde yacían sus antepasados. Paseó de rostro en rostro una mirada ansiosa, cargada de incertidumbre.
Yo me pregunto qué habrá visto en su recorrido. Ante sus ojos estaba la cara triste, alargada y huesuda de Juan, el mayor; la mía, de rasgos vulgares, casi feos; la de Judas, alto y bello, cuyo límpido cutis moreno se internaba en una rizada barba castaña; el rostro ancho de Eleazar, infantil, bonachón, fuerte como un Sansón y más sencillo aún, que no deseaba otra cosa más que cumplir mis encargos, o los de Judas, o los de Jonatás; y el de Jonatás, tan pequeño en comparación con los demás, pero agudo como el filo de una navaja, acorralado, inquieto, impregnado del deseo infinito de un destino desconocido. Cinco hijos, cinco hermanos...
-¡Poned las manos sobre las mías! -exclamó de pronto el adón, colocando en la mesa sus manos grandes, descarnadas, con las palmas hacia arriba.
Pusimos las nuestras encima, inclinándonos hacia adelante.
Jamás olvidaré aquella escena, en la que las caras de mis hermanos rozaban la mía y el aliento de ellos se mezclaba con mi aliento.
-Haced un pacto conmigo -prosiguió mi padre, en tono casi suplicante-. Desde que Caín mató a Abel hubo siempre odios, envidias y enconos en las relaciones entre hermanos. ¡Sellad conmigo el pacto de que vuestras manos estarán siempre unidas, y de que cada uno de vosotros dará la vida por los demás!
-Amén -murmuramos nosotros-. Así sea.
-Así sea -repitió el adón.
Mi hermano Juan contrajo matrimonio. Lo recuerdo porque fue el último día de gracia, el día anterior a aquel en que Apeles llegó a hacerse cargo de la alcaldía vacante por la muerte de Pericles. Se casó con una muchacha amable y sencilla, Sara, la hija de Melek ben Aarón, el que practicaba circuncisiones y cultivaba los higos más grandes y más dulces de Modín. «Es un fruto del árbol de su padre», decían de Sara, y fue tan grande la satisfacción de la aldea que libertaron a ocho de sus doce esclavos, anticipándose bastante al año sabático en que podían pedir la liberación. Ese día Modin se llenó de parientes nuestros, que habían llegado hasta Jericó. ¿Hay alguien en Judea que no tenga parientes en todo el país? Cuarenta corderos fueron degollados y puestos a cocinar. El
zalaj
llenaba todo el valle con su aroma, y el
mercajá
, esa sabrosa salsa, hervía en las ollas de todos los fogones. Mataron todo un gallinero de pollos, los desplumaron, los rellenaron con pan, carne y tres clases de vino añejo y los pusieron a asar en el horno común. Lo recuerdo ahora porque significó el fin de algo, el fin de toda una vida. Aquello era un cuerno de la abundancia, del que manaban uvas, higos, manzanas, pepinos, melones, repollos, nabos. El pan fresco, redondas hogazas doradas como los discos que lanzan los griegos, fue apilado en columnas, luego partido durante todo el día, empapado en sabroso aceite de oliva y consumido. Cuatro veces en el transcurso del día danzaron los levitas, mientras las jóvenes solteras tocaban el caramillo y cantaban: «Cuándo me cortejará un hermoso galán? ¿Cuándo me seguirá un osado pretendiente?». Luego, en la pradera común, en un extremo de la aldea, se tomaron de las manos y bailaron la danza matrimonial, girando en círculo y riendo alegremente, mientras los hombres marcaban el compás con manos y pies.
Encontré a Ruth después del baile. Yo era dos años más joven que Juan, pero ya había pensado lo que iba a decirle a Ruth. La encontré en el patio de su casa, en los brazos de Judas.
Puede parecer que trato ansiosamente de buscar un defecto a Judas, a quien nadie le encontró nunca ninguno. Pero la falta fue mía, pues la incertidumbre, la confusión, el miedo y el temor los sentía yo, y no ludas. Yo, Simón, de brazos largos, de rostro ancho y feo, que perdía el cabello ya a los veinte años, torpe de movimientos y casi tan torpe de raciocinio; yo, Simón, sólo consideré y admití el hecho de que habíamos sellado un pacto juntando nuestras manos.
Ninguno de ellos lo supo. Pero con todo, y que Dios me perdone, estaba tan lleno de odio que me fui de Modín, me alejé de los que bailaban, bebían y cantaban. Caminé durante horas. Tenía la impresión, y eso seguramente no me será perdonado, de que podía haber matado al que era de mi propia sangre. Por último regresé, cuando ya había pasado la mitad de la noche. Frente a la casa de Matatías se hallaba el viejo, el adón.
-¿Dónde has estado, Simón? -me dijo.
-Caminando.
-Cuando un judío camina solo en una noche como ésta, es porque no reina la paz en su alma.
-En la mía por cierto que no, Matatías -repuse con amargura, llamándolo por su nombre por primera vez en mi vida.
Pero él no reaccionó. El venerable judío continuó en su sitio, iluminado por la luz de la luna más allá de la pasión y del odio. Las negras rayas de su capa, que lo envolvía de pies a cabeza, formaban un dibujo inquietante: caían primero en línea recta desde la cabeza, ceñían después el cuerpo en círculos y terminaban finalmente en el suelo, donde parecían arraigarse en la tierra.
-Ya no eres, pues, un niño, sino un hombre, y te encaras frente a frente con tu padre -dijo.
-No sé si soy un hombre. Tengo mis dudas.
-Yo no tengo dudas, Simón -concluyó él.
Quise pasar por su lado para entrar en la casa, pero me detuvo con un brazo que parecía de hierro.
-No entres lleno de odio -dijo quedamente.
-¿Qué sabes tú de mi odio?
-Yo te conozco, Simón. Te he visto llegar al mundo. Te he visto mamar de los pechos de tu madre. Te conozco a ti, y los conozco a ellos.
-Condenados sean!
Hubo un gran silencio; y luego con una voz que casi temblaba de pena, dijo el adón:
-Ahora pregúntame si eres el guardián de tu hermano.
No pude hablar. Me quedé inmóvil, desamparado, interiormente vacío. Luego el adón me tomó entre sus brazos y me mantuvo un instante abrazado. Finalmente entré en la casa, dejándolo fuera, a la luz de la luna.