Mis gloriosos hermanos (25 page)

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Authors: Howard Fast

Además, la hez y la escoria de las ciudades costeras, las miserables y agonizantes ciudades del que fuera en un tiempo el altivo y poderoso país de los filisteos, se había vendido a Gorgias, el comandante griego, para integrar sus filas de mercenarios. Gorgias era un ejemplar inconstante e indeciso del mismo tipo mestizo de Apeles, y tenía un solo temor: el de regresar al norte sin haber reducido a Judea y destruido a los judíos. De ahí que aceptara todo lo que contribuía a engrosar sus fuerzas; el ejército, según nos informaron, llegó a tener más de cien mil hombres. Al mismo tiempo perseguía de forma demente a todos los judíos indefensos que seguían habitando en la llanura costera.

Aquella enorme multitud se detuvo en Hazor, instalando en la llanura un campamento de millas de extensión. Nosotros, por nuestra parte, concentrábamos a los seis mil hombres de nuestras fuerzas al pie de las montañas de Mizpá, a unas diez millas de distancia de Hazor.

Eran unos magníficos combatientes esos seis mil hombres. Judas tenía una memoria extraordinaria; jamás olvidaba un nombre o una proeza. Mientras recorríamos los grupos iba estrechando las manos de todos los hombres, uno por uno, elogiando a algunos, recordando las hazañas de otros y deteniéndose de tanto en tanto en abrazar a los que habían estado con nosotros en los primeros tiempos, en las primeras batallas, cuando hacíamos correrías con grupos de diez o veinte. Judas resplandecía de orgullo ante aquellas filas de hombres altos, delgados, recios; hombres capaces de recorrer treinta millas de camino montañoso con sólo un trozo de pan y un puñado de harina, y enseguida entrar en combate; hombres que vivían y peleaban como lobos furiosos. Judas les habló y todos lo rodearon, atentos y con los ojos relucientes.

-Nos espera una empresa ardua –dijo Judas-, una hazaña, que hasta ahora nunca le tocó afrontar a Israel. Esta es la primera vez que viene a nuestra vieja y santa tierra una hueste semejante. Ni David ni Salomón tuvieron que arrostrar nunca una fuerza tan poderosa. Pero Dios es nuestra diestra y los vamos a destrozar, a destruir y a echar de aquí. Su situación no es del todo buena. Están furiosos y hambrientos y ya se han producido peleas entre ellos. Nosotros los hemos hostigado un poco -añadió sonriendo-, y volveremos a hostigarlos.

Los hombres respondieron con un rugido que Judas silenció tendiendo los brazos.

-¿Queréis que nos oigan? -dijo sonriendo-. Están allí, en el valle, con la vista fija en estas colinas, y más tarde o temprano tendrán que reunir valor y penetrar en los desfiladeros. Nosotros lucharemos del siguiente modo; yo comando, y cada uno de mis hermanos tendrá mil hombres a sus órdenes. Si fracasamos, moriremos en la acción, para que no nos agobie luego el recuerdo; pero si vivimos y quedamos separados, nos reuniremos en Modin, donde residía mi padre, el adón Matatías, y allí haremos una asamblea y daremos gracias a Dios.

El amén estremeció el aire y sacudió los árboles.

¿Cómo haré para relatarla, cuando fueron tantas las batallas? Lo más sencillo es decir que Gorgias reunió a cinco mil infantes y mil jinetes y se trasladó a Emaus, al norte, a explorar nuestras colinas.

Cuando dejó el campamento de Emaus para avanzar, nosotros caímos sobre este último y lo quemamos. Fue la primera vez, aunque no la última, que desgajamos una fuerza de su grupo principal, quemándole la base. Fueron tantas las batallas, que ahora es difícil separarlas. Pero Gorgias era inferior a Apolonio. Ya se hallaba en las colinas con seis mil hombres, cuando oyó sonar en todos lados el gorgoteo de nuestros silbatos y el vibrante retumbar de nuestros
shofarirm
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Cuando vio el resplandor de su campamento incendiado iluminando el cielo del anochecer, ya sabía lo que era marchar por un desfiladero en medio de una lluvia de flechas judías. Decidió, al parecer, volverse inmediatamente y marchar durante la noche para reunirse con los ochenta o noventa mil hombres que había dejado atrás. Era un idiota y estaba asustado, y aquella noche supo cabalmente lo que era el miedo, al ordenar lo que jamás se hubiera atrevido a hacer ningún comandante griego: internarse de noche en una garganta de Judea. Las tropas tenían que avanzar en filas estiradas. Los caballos, locos de dolor por los flechazos, derribaban y pisoteaban a los hombres. Las flechas siguieron cayendo durante toda la noche. En los pasos angostos los derrumbamientos de rocas aumentaban la angustia del enemigo y cuando llegó a un punto donde el fondo del valle se estrechaba y se reducía a menos de un metro de ancho, Eleazar y Rubén el herrero, al frente de los africanos y de los hombres de Modin, le cortaron el paso. Los africanos, que adoraban a la esposa y a la hija de Moisés ben Daniel, asesinadas en Damasco, tenían una buena cuenta que saldar. Tres horas seguidas estuvo Gorgias lanzando a sus mercenarios contra el paso; tres horas seguidas los estuvo rechazando el gran martillo de hierro de mi hermano Eleazar. Los montones de muertos llegaban hasta los hombros de los que seguían en pie, y los defensores que cortaban el camino chapoteaban en sangre caliente hasta los tobillos. Hasta que los aterrorizados y aullantes mercenarios se lanzaron a trepar por los riscos, para ser alcanzados por nuestros cuchillos y nuestras saetas. Desde entonces ese paso despide un hedor espantoso, porque lo llenamos con los cadáveres de más de dos mil mercenarios, erigiendo un adecuado monumento a Antioco, el demente rey de reyes.

Algunos escaparon, pero no muchos. Gorgias y un puñado de hombres lograron llegar hasta la llanura costera, pero a los demás los abatimos persiguiéndolos toda la noche y parte de la madrugada, casi hasta las mismas puertas del poderoso campamento...

Durante los ocho meses siguientes el enorme y extenso ejército de los griegos acampó en la llanura filistea; en ese lapso intentaron nueve veces penetrar en las colinas de Judea y otras tantas veces nosotros los hicimos pedazos y los obligamos a retroceder trastabillando hasta la protección de la llanura. El hambre, la desmoralización y las epidemias hicieron presa del campamento; en el transcurso de esos ocho meses los griegos saquearon las ciudades de Gaza y Ascalón, que gozaban teóricamente de su protección, y entregaron las poblaciones íntegras de ambas localidades a los traficantes de esclavos, para saldar la deuda atrasada del rey de reyes.

Pero en el interior del país, y a sólo diez o quince millas de distancia, en Mizpá, Gat y otras aldeas semejantes, los judíos se dedicaban a reconstruir terraplenes y a cultivar pacíficamente la tierra.

Muchas cosas aprendimos durante aquellos ocho meses de batallas casi incesantes. Aprendimos definitivamente que un pueblo montañés no puede ser arrancado de la tierra que lo crió. Aprendimos que los judíos pelean mejor que los mercenarios, porque luchan por Dios y por su tierra mientras que los otros combaten por dinero y por botín. Y aprendimos a usar, cuando era necesario, las armas de los griegos, la espada y la lanza.

Ya no cabían dudas en Judea sobre quién era el conductor del Pueblo, Judas era el Macabeo; desde entonces le quedó ese nombre, que nos dio también a nosotros, sus hermanos. Y el pueblo, que al principio estaba dispuesto a seguirlo porque no había otro que lo condujera, llegó luego a amarlo como nunca en Israel -ni en todo el mundo-, ni antes ni después, fue amado ningún hombre por sus partidarios. Yo seguí siendo lo que era y lo que soy: Simón Matatías, un judío como cualquier otro. Pero mis hermanos conquistaron una gloria jamás conocida hasta entonces: Juan, a quien el pueblo consideraba como un padre; Jonatás, joven, astuto y sagaz, que realizaba correrías con el empuje de un demonio y la fiereza de un lobo; Eleazar, que era el esplendor y el terror de la batalla; y Judas, el Macabeo, mi hermano Judas, a quien odié y amé; Judas, que fue la encarnación del pueblo y el alma del pueblo, que no tenía vida propia y vivía solamente para el pueblo, que era bondadoso en el juicio y terrible en el combate. Judas, a quien no conocí o no pude conocer, y a quien creo que nadie conoció o pudo conocer jamás. Yo amé a una mujer y la perdí, y me volví frío, amargado y abstraído, como mi padre, el adón. Pero ahora que examino el pasado, dudo de que Judas no la haya amado más que yo. ¿Cómo podría equiparar mi exigua y árida capacidad de amar con la llama siempre ardiente de mi hermano, que amó a tantos y fue amado por millares de personas? Jamás, en toda aquella época que estoy describiendo, lo vi cometer una acción mezquina, sórdida o indigna; jamás lo oí levantar la voz contra nadie, salvo contra el enemigo, y aun en este caso la piedad y el pesar suavizaban su tono iracundo. A muchos de nosotros nos endureció la guerra; aprendimos a matar, y lo hicimos mejor que todo lo que habíamos aprendido anteriormente. Pero Judas jamás se endureció; jamás se desdibujaron los contornos suaves y amables de su carácter.

Una vez fueron descubiertos cuatro traidores, a los que iban a dar muerte en el acto; Judas les salvó la vida y los dejó en libertad. Otra vez se declaró una terrible epidemia que aterrorizó a los más esforzados; Judas cuidó personalmente a los enfermos. Cuando escaseaban los alimentos, Judas comía poco o nada.

Las mujeres lo adoraban, pero para él no hubo otra mujer más que aquella que murió llevando en su seno a mi criatura. A veces pienso que, después de todo, Judas fue el hombre más triste y desolado del mundo.

Al cabo de los ocho meses Lisias, regente de Antioco, acudió personalmente a dirigir el ataque, y trajo consigo, del norte, a cuatro mil hombres de caballería. Nuestras fuerzas también habían aumentado; ya éramos más de diez mil hombres, probados y endurecidos. Pero Lisias reunió a veinte mil infantes y casi siete mil jinetes, los condujo por las tierras secas de Idumea y los llevó luego hacia el sur, hasta Hebrón. Es cierto que allí los valles son más anchos, pero de todas maneras tenía que volver a las colinas de Judea, y lo mismo que Gorgias, cometió el trágico error de confiar en la caballería en una zona donde a veces no pueden pasar dos hombres juntos. Sus mismos jinetes fueron sus peores enemigos, pero Lisias siguió aferrado a ellos, aunque las flechas judías los enloquecían de dolor. Nosotros comenzamos a hostigarlos desde el mismo momento en que entraron en las montañas de Judá, y terminamos por bloquearles el camino en Bet Zur. Durante tres días consecutivos trataron de abrirse paso, y durante tres días consecutivos nosotros matamos mercenarios sin cesar, llenando el valle con sus cadáveres. Lisias inició la retirada y la retirada se transformó en derrota; los perseguimos hasta Sefela, seccionando grupo tras grupo, y sin darles pausa ni sosiego, ni dejarlos dormir ni descansar. Sólo cuando llegaron a la llanura, donde Lisias pudo reunir los restos de su falange, suspendimos la matanza; pero los seguimos hasta allí, audazmente, hostigando día y noche con una orgía de arqueros a la masa de escudos. Las flechas de cedro, rectas y delgadas, que recibíamos de Judea en millares de paquetes, llovían como agua sobre el campamento. Cuando Lisias cargaba con la falange, nos evaporábamos, y cuando enviaba contra nosotros lo que le quedaba de la caballería, matábamos los caballos a flechazos.

Un año después de que el gran ejército del rey de reyes se dirigiera a Palestina para destruir a Judea y a los judíos, inició su retirada hacia el norte, de regreso a Siria, dejando en los campos de batalla no menos de treinta mil muertos. Y cuando la monstruosa y pesada masa de mercenarios, tratantes de esclavos, esclavos rufianes y rameras se puso en marcha hacia el norte, nosotros la seguimos; y en todo el trayecto, desde Filistea hasta Galilea, pasando por la llanura de Shadon, llovieron continuamente sobre ellos las saetas judías. Para que no olvidaran el desprecio que nos causaban y la depravación que nos habían traído.

Y el país quedó liberado. Fue en el mes de
marjeshvan
, en el suave y hermoso otoño de Judea, cuando sopla continuamente la fresca brisa del Mediterráneo y los valles se recubren de amapolas, cuando el primer aguijón del invierno hiere las siemprevivas en las cimas de las montañas, cuando se planta la última siembra del otoño, y cuando se pone a punto el
shekar
el fuerte vino encabezado. El país era libre; pero no para siempre. Ninguno de nosotros era tan tonto ni tan optimista para creer que no veríamos más a los griegos, o que aquel desequilibrado de Antioco renunciaría tan fácilmente al rico, hermoso e interminable cofre de tesoros de Judea. Había un millón de mercenarios disponibles y no faltarían ciudades a las que podía desangrar para extraer el oro necesario para pagarles.

Pero de todas maneras pasarían meses, y quizá años, antes de que pudiera recuperarse de los golpes que le habíamos infligido. Y ese lapso seria para nosotros un verdadero respiro.

Fue aquél un otoño magnifico; parecía como si todo el país, desde la roca más grande hasta el último grano de arena, desde la más bella flor hasta la última brizna de hierba, quisieran dar gracias a Dios por el más preciado de los dones, la libertad. Desde el desierto de Judá, al sur, y el desierto de Efraín, al norte, millares de familias comenzaron a trasladarse a sus hogares, a las derruidas granjas y aldeas que habían abandonado. A la caída de la tarde se oían, en los profundos valles y en los senderos de las montañas, los cantos de agradecimiento por la liberación. Y millares de personas convergieron hacia Jerusalén, porque había corrido el rumor de que el Macabeo entraría en la ciudad santa y purificaría el Templo.

Judas, nosotros, sus hermanos, sus capitanes y los principales adones y rabies del país, nos reunimos en consejo y durante dos días enteros deliberamos sobre la acción a seguir con respecto a los últimos residuos del enemigo que quedaban en Judea, los griegos y los judíos ricos que, con sus mercenarios, retenían la ciudadela interior de Jerusalén. Algunos, como Ragesh, propusieron la conciliación; que tratáramos de negociar con ellos con la base de que abandonaran el país. Pero yo me opuse, y mis hermanos me apoyaron.

-Nosotros no negociamos con puercos y traidores -dije.

Judas asintió, añadiendo:

-En el altar había una cabeza de cerdo, y ellos le rindieron culto. Ya decidiremos si deben vivir o morir cuando vengan arrastrándose por el suelo, boca abajo, como vi hacer una vez a un traidor en Shiló.

Otros querían que concentráramos todas nuestras fuerzas y tomáramos la fortaleza por asalto; sobre todo los judíos de Alejandría, quienes contaban con que sus ingenieros vendrían de Egipto trayendo artefactos suficientes para vencer cualquier obstáculo.

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