Mis gloriosos hermanos (34 page)

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Authors: Howard Fast

-¿Qué tiene que ver?

El viejo suspiró.

-Un falso equilibrio -dijo- es una abominación para el Señor, pero un peso justo lo deleita.

-¿Yeso qué tiene que ver? -pregunté.

-Todo o nada, como tú quieras -respondió con cierta tristeza.

Y de ahí no pasó. Podía haberlo matado o despedido, pero ninguna de las dos medidas hubiera favorecido mi propósito, que era el de ir a Judea a entrar en negociaciones con el Macabeo. Me tragué la indignación y me refugié en el silencio; es lo que uno se ve obligado a hacer con esa gente. Otra vez le hice una pregunta acerca del Macabeo, el primer Macabeo, el que se llamaba Judas hijo de Matatías y que fue muerto al comienzo de las recientes guerras con los griegos.

-¿Qué clase de hombre era? -pregunté.

Y aquel miserable y desventurado camellero me miró compasivamente, y respondió:

-Tú no lo entenderías, aunque te lo explicara con los menores detalles.

-Haz la prueba, al menos.

-La vida es corta y la muerte eterna -repuso riendo-. ¿Qué objetivo tiene intentar lo que es inútil?

Fue entonces cuando utilicé por primera vez una expresión que tarde o temprano, de una forma u otra, acude a los labios de todos los que entran en contacto con esa gente:

-¡Judío roñoso!

La reacción fue muy distinta de lo que había esperado. El viejo se irguió; sus ojos relampaguearon de odio e ira.

-El Señor Dios es uno, romano -dijo con mucha suavidad-, y yo soy un hombre viejo, pero comandé a una veintena de hombres a las órdenes del Macabeo; yo tengo mi cuchillo y tú tienes tu espada, y si no puedo decirte qué clase de hombre era el Macabeo, puedo hacerte ver qué clase de hombre es uno de sus combatientes.

Resolví la controversia sin tener que matarlo, porque no vi en qué podía favorecer a la causa de Roma la muerte de un viejo y endeble camellero. Pero fue una lección para mí; aprendí a conocer a esa gente y a saber de qué manera debe ser abordada. Lo diferente está incrustado en el alma misma de los judíos; lo que para nosotros es sagrado para ellos es profano, y lo que para nosotros es digno, para ellos es despreciable. Lo que nosotros consideramos deseable ellos lo encuentran aborrecible, y toda la tolerancia que nosotros tenemos para las costumbres y los dioses de los demás, ellos la convierten en una furiosa intolerancia. Vituperan nuestros placeres, y blasfeman contra nuestros dioses y contra los dioses de todos los pueblos. Carecen de moralidad y no tienen Dios, porque adoran lo inexistente, y en las sinagogas y en el santo Templo de Jerusalén no hay imágenes de ningún tipo. Su dios, si es que es un dios lo que adoran, no se encuentra en ninguna parte, y hasta su nombre, aunque está escrito, les está prohibido pronunciarlo. Ese nombre es «Jehová», pero ni siquiera lo susurran; en cambio se dirigen a ese misterioso personaje diciéndole
Adonái
, que significa «mi señor», o
Melek Haolom
, que significa «rey de todos los países», o veinte otras expresiones semejantes.

Todo ello tiene su base en lo que ellos llaman la
brith
, que puede traducirse libremente como «alianza o convenio entre ellos y su Jehová». En cierto modo es más a la alianza a la que rinden culto que al mismo Dios, y para cumplirla poseen un código de setenta y siete reglas que llaman «la Ley», aunque no es una ley judicial como las que nosotros conocemos, sino más bien el fundamento de la tal
brith
. Muchas de ellas son sumamente horrendas y repugnantes, como por ejemplo la ley que impone la circuncisión de todos los niños varones; otras son insensatas, como la ley que los obliga a descansar el séptimo día de la semana, a dejar la tierra en barbecho cada séptimo año, y a libertar a todos los esclavos después de siete años de servidumbre. Otras leyes convierten la limpieza en un fetichismo, tanto que viven lavándose eternamente; y como la ley prohíbe afeitarse, todos los hombres del país llevan el cabello largo y espesas barbas.

Todo eso no lo supe inmediatamente, como tampoco los demás puntos similares a que me referiré en este informe, pero creo más conveniente exponerlos aquí, donde hablo del camellero, porque, como ya he señalado anteriormente, las acciones de este hombre pueden ser consideradas como una representación esquemática exagerada del pueblo que fui a conocer. Podría decir también que la ropa que llevaba es la vestimenta de todos los hombres de Judea: sandalias, pantalón blanco, de lino, chaqueta corta, faja, y encima la larga y pesada capa de lana que se suben hasta cubrirse la cabeza cuando entran en una sinagoga o en el Templo. Los judíos abominan la desnudez, aunque son bastante bien formados, los hombres de gran fuerza física y las mujeres de sorprendente encanto y atracción. Estas últimas intervienen en la vida de la comunidad de una forma completamente extraña a nuestras costumbres; no parecen prestar respeto u obediencia especial a los hombres, sino que participan con ellos, y en mayor grado aún, de la misma objetable arrogancia judía. El vestido de las mujeres consiste en una simple bata larga, de mangas cortas, que les llega casi hasta los tobillos y que se ajustan en la cintura con una faja de brillantes colores.

Se cubren frecuentemente, como los hombres, con una larga capa de lana, pero sin rayas, y llevan habitualmente el cabello recogido en dos gruesas trenzas.

Doy tantos detalles sobre este y otros puntos por dos razones: primero, porque considero que, siendo éste el primer informe oficial que se presenta al Senado acerca de los judíos, le corresponde asumir la responsabilidad especial de ser tanto general como especifico; segundo, porque veo en los judíos un problema grave que Roma deberá indudablemente encarar. Por la misma razón trataré de ser todo lo objetivo que pueda y de dominar la profunda aversión a esa gente que poco a poco me fue posesionando.

Hice el viaje de Tiro a Judea sin incidentes, porque en todo el camino de la costa impera la mano de hierro del etnarca Simón, que no tolera el bandolerismo ni las incursiones extrañas. En la llanura de Sharón, frente a Apolonia, vi a la primera patrulla militar judía; diez hombres de a pie, que es la manera habitual de viajar de esa gente, porque el país es pequeño y montañoso. Esa patrulla puede servir como ejemplo para conocer los armamentos y las prácticas judías de guerra. Los soldados, que a diferencia de lo que ocurre en todos los pueblos civilizados no son profesionales ni mercenarios, sino campesinos voluntarios, no llevan armadura. Para esto, como para muchas otras cosas, los judíos tienen dos explicaciones: en primer lugar, sería inferir un ultraje a Jehová depositar la confianza en el metal, en lugar de confiar en lo que ellos llaman, con su invariable estilo contradictorio, su terrible bondad; en segundo lugar, la armadura les estorbaría en las montañas, anulando cualquier beneficio que pudiera reportarles.

En lugar de espada llevan un cuchillo de hoja larga y pesada y ligeramente curva, que utilizan con terrible eficacia en los combates cuerpo a cuerpo; los oficiales, sin embargo, suelen llevar espadas griegas, como signo de la victoria sobre los invasores y para imitar al primer Macabeo, Judas ben Matatías, que desde el primer momento usó la espada como única arma. Pero el arma principal de los soldados es el arco judío, un instrumento corto, mortal, hecho de cuerno de carnero laminado. Los judíos poseen un proceso secreto para ablandar el cuerno; luego lo cortan en tiras delgadas que unen y encolan, dándole al conjunto la forma deseada. Las flechas, que tienen dos pies de largo, son de cedro, delgadas y con punta de hierro; son pródigos con estas flechas, que disparan una tras otra en tan rápida sucesión que llenan el aire y caen como una lluvia. En los estrechos desfiladeros de las montañas de Judea es imposible, al parecer, protegerse de un ataque de esa clase.

El ejército está organizado en grupos de diez, veinte, cien o mil hombres, pero no parece haber diferencias perceptibles en la dirección, porque los capitanes de todos los grupos, de cualquier número de hombres, son todos llamados
shalish
. No hay tampoco disciplina militar, tal como se entiende en Roma. Todas las acciones se discuten con todos los hombres, y no se hace ningún movimiento, ni ofensivo ni defensivo, si no se cuenta con el consentimiento unánime de todas las tropas; el que no está de acuerdo con algún procedimiento táctico, puede abandonar las filas y volver a su casa, con lo que no incurre, al parecer, en ninguna responsabilidad especial.

En esas condiciones, parece increíble que se pueda llevar a cabo ninguna clase de acción militar; es, sin embargo, un hecho documentado que los judíos han librado hasta hace muy poco tiempo una guerra enconada y continua que se ha prolongado durante veintisiete años.

El hecho de que sus métodos parezcan tan poco bélicos y de que sean un pueblo que rinde literalmente culto a la paz, no debe inducir al Senado a desestimar su importancia; porque, como se verá en el presente informe, no hay en todo el mundo un pueblo tan peligroso y tan pérfido como el de los judíos.

La patrulla nos detuvo y nos interrogó. No había ninguna hostilidad en ese acto, pero mi guía, Aarón ben Ley, lo consideró como una ofensa personal. Cuando nos preguntaron a dónde nos dirigíamos, replicó:

-Yo no soy ningún esclavo; puedo ir a donde quiera.

-¿Con un
nokri
?-repuso el de la patrulla.

Nokri
es el vocablo que usan para designar a todos los que no son judíos.

-Aunque fueran diez, joven mentecato, que todavía mamabas cuando yo ya luchaba con el Macabeo.

Y así prosiguieron, con esa insolencia peculiar que los judíos no pueden contener ni aun entre ellos mismos. Finalmente quedó todo arreglado, y la patrulla nos escoltó hasta la frontera de Judea.

Durante todo el trayecto los soldados me acosaron sin cesar haciéndome preguntas sobre Roma, todas ellas sutilmente mordaces y formuladas de manera que pusiera de relieve su propia superioridad.

De Judea, del país en si, son pocos todos los elogios que pueda hacer. Llegar a Judea desde las tierras bajas de Fenicia es como salir de un desierto y entrar en un jardín. En las colinas se van elevando los terraplenes, como visiones encantadas de fantásticos países colgantes. Hasta en el norte, que es la parte menos cultivada del país, la campiña tiene el aspecto de un jardín esmeradamente cuidado. En toda Judea no hay más que una sola ciudad, la de Jerusalén. La masa de la población vive en pequeñas aldeas, agrupadas en las tierras bajas o adosadas en las colinas, y el número de habitantes de cada aldea varía de veinte a cien familias. Las casas, que forman generalmente dos filas a cada lado de una calle única, están hechas de ladrillos de barro secados al sol, y revocados con cal. En este clima benigno y templado los ladrillos duran generaciones. Muy a menudo se ve en las aldeas un edificio de piedra, una especie de local de reuniones, que se llama «sinagoga», y sirve al mismo tiempo de escuela y lugar de oración. Este pueblo estima en gran medida, casi más que cualquier otra cosa, la instrucción; no he conocido a un solo judío que no supiera leer y escribir. Es muy probable que esta peculiaridad sirva para acrecentar su arrogancia, y sin duda alguna nutre su desdén hacia los países extranjeros, donde hay tan poca gente instruida.

Abundan los olivares, y en las montañas hay bosques de cedros y abetos cuidadosamente conservados. Los terraplenes, que fueron construidos en un lapso de mil años, son rellenados con barro traído en canastas desde los ricos terrenos bajos, donde el humus tiene treinta y cuarenta pies de profundidad. En las colinas hay cisternas distribuidas por doquier, con techados de piedra para recoger la lluvia. Sorprende continuamente comprobar la prodigiosa labor humana que ha sido invertida en la formación de este país; y más aún si se recuerda que es el que tiene menos esclavos de todos los países del mundo. Nosotros, en nuestro último censo, contamos veintitrés esclavos por cada ciudadano libre; en cambio aquí, en Judea, es al revés; debe de haber un esclavo por cada veinte o treinta ciudadanos. Esto es en si mismo un peligro que no debe ser descuidado, porque esta gente liberta por ley a los esclavos al cabo de un período determinado, y para ellos es un crimen golpear a un esclavo o mantenerlo en la ignorancia. Y si se considera que la libertad de poseer esclavos es la base misma de la civilización occidental, la sólida roca en la que descansa la seguridad de la república romana, se verá que el de los judíos no es un simple problema local.

Penetramos en el interior del país por un camino infame (ningún camino de Judea es comparable con los nuestros), que discurría paralelo a un agradable riachuelo que serpenteaba por las colinas, y llegamos finalmente a la población de Modin. Yo tenía un interés especial en conocer esa aldea, porque es el hogar ancestral de los Macabeos; en todo el transcurso de la rebelión fue utilizada como punto de concentración de fuerzas. Los judíos le dispensan una veneración especial. Mi guía me habló de Modín con reverente emoción; todos los antiguos combatientes que nacieron en Modin, de los que quedan pocos, tienen derecho a recibir honores de adón, titulo con que distinguen a los personajes locales merecedores de dignidad y respeto. Cuando llegamos a Modín, mi guía fue a orar en la sinagoga y yo recorrí la aldea solo, durante más de una hora. Aparte de ser un poblado excepcionalmente hermoso y bien cuidado, idealmente situado al pie de onduladas laderas, no vi nada que lo diferenciara de las restantes e innumerables aldeas de Judea. Los aldeanos eran de aspecto sano, bien formados y muy atentos. Todo Judea es un país vinícola, pero Modin está ubicada en el centro de los mejores viñedos, y continuamente me ofrecían sus habitantes jarras de vino de la producción local, de la que están muy orgullosos. Aunque esta gente bebe vino como agua. no he visto un solo caso de borrachera en todo el tiempo que he permanecido en Judea. Poseen una infinita variedad de vinos, blancos y rojos, y son todos muy versados en una peculiar ciencia de las uvas. El acto de beber vino lo rodean, como muchas otras cosas, de interminables ceremonias y oraciones, y cuando yo elogiaba sus productos se mostraban muy complacidos.

De Modin seguimos por el camino a Jerusalén, atravesando el corazón, densamente poblado, del país. En el trayecto de Modin a Jerusalén, que cubrimos en un día de viaje, conté veintiuna aldeas.

Todo el país estaba terraplenado y cultivado hasta el último centímetro. Los graneros rebosaban; en los campos segados pacían ovejas y cabras; en todas las puertas de las casas había quesos colgando, y abundaban las cisternas llenas de aceite de oliva. El pan se cuece en común, y en muchas aldeas nos salía al encuentro el fragante olor de grandes pilas de hogazas recién horneadas. En todas partes se veían pollos, alimento básico y plato de carne corriente en el país; correteaban en los campos y en los caminos, y entraban y salían tranquilamente de las casas, porque esta gente raramente cierra las puertas; el robo, esa maldición que padece Roma, aquí prácticamente no existe. Los niños, que parecen ser innumerables en Judea, son mofletudos y alegres. Aunque he viajado por tres continentes y he visto por lo menos cien grandes ciudades, en ninguna parte encontré la misma expresión de vida fecunda que se advierte en este país gobernado por el etnarca Simón, ni la misma impresión de salud, riqueza y satisfacción que ofrece en su aspecto global.

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