Mis gloriosos hermanos (37 page)

Read Mis gloriosos hermanos Online

Authors: Howard Fast

-Este terrado es lo único que me compensa del delito en que incurro habitando este palacio. Aquí encuentro un poco de paz. ¿Te parece extraño, Léntulo Silanio?

-¿Extraño? Más extraño me parece ese delito del que hablas.

-¿Por qué? ¿Es justo que un hombre se exalte por encima de los demás y se haga construir un palacio?

-Si es el Macabeo, sí.

Simón sacudió la cabeza.

-Menos aún, si es el Macabeo. Pero dejemos eso. Veo que continúas en Judea; ¿te gusta nuestro país?

-No se trata de que me guste o disguste el país. Tengo que presentar al Senado un informe completo sobre Judea, y no podría hacerlo en un par de días. Además, me pedirán referencias sobre el Macabeo.

-¿Y qué les dirás? -quiso saber Simón, sonriendo.

-No lo sé. Te he visto tan poco. Tengo la impresión de que estas últimas semanas me has estado eludiendo deliberadamente.

-A ti lo mismo que a todo el mundo -dijo Simón-. El pasado me perturbaba; recorrí entonces mis recuerdos y los resumí por escrito, para que me ayudaran a comprender.

-¿Lo conseguiste?

El viejo me miró atentamente; sus ojos claros me atravesaban como cuchillos, incisivos y escrutadores; pero no había en ellos enojo ni resentimiento, sino curiosidad, y una vez más experimenté la extraña e inquietante sensación de ver en ellos esa superioridad implícita y compasiva, entrelazada con humildad, como si yo fuera un perro y él no fuera mi amo, sino alguien de la misma raza que mi amo. Después esa expresión desapareció y el etnarca sacudió la cabeza.

-Tú tienes muchos recuerdos -comenté.

-Demasiados. Pero ése es el precio que se paga por vivir, ¿no es así?

-Si y no -repuse, encogiéndome de hombros-. En Roma no lo consideraríamos de ese modo. El placer es un recuerdo agradable, lo mismo que el amor, y también una obra bien hecha, o una misión cumplida. Y, sobre todo, el poder, la fuerza.

-Por lo que he sabido -dijo Simón, pensativo-, Roma es muy fuerte.

-Es la reina de las naciones y poseedora de medio mundo.

-¿Y pronto será dueña del resto? -preguntó suavemente el etnarca.

-Eso no lo decido yo. Yo soy un legado, un mensajero de las naciones; uno de los tantos hombres que trabajan para la república, silenciosamente, y creo que sin quejas, y que contribuyen en cierta pequeña medida a la expansión de la civilización y la paz.

-Como lo hicieron anteriormente los griegos -ironizó el etnarca.

-Creo que mejor. Pero dime qué has escrito, Simón.

-La historia de mis hermanos.

-Nunca dejaré de lamentar no haber podido conocer a tus hermanos -dije-. Fueron grandes hombres.

-¿Cómo lo sabes? -preguntó Simón.

-¿Se puede vivir un mes en Judea sin saberlo?

Sonrió.

-Ya has aprendido, romano, el giro de las frases a la judía. Pero no creo que se deba perder tiempo lamentando a los muertos. La vida es de los vivos.

-Me extraña que tú lo digas. No conozco a ningún pueblo tan obsesionado por el pasado como vosotros los judíos.

-Porque nuestra alianza es del pasado. Nosotros fuimos esclavos en Egipto. No podemos olvidarlo.

-Creo que no queréis olvidarlo. Pero volviendo a lo que has escrito, Simón, ¿podría leerlo?

-Si sabes leer arameo, si -respondió despreocupadamente.

-¿No le das importancia?

-Ninguna -respondió, encogiéndose de hombros-. No logré lo que me proponía, y cuando terminé de escribir me pareció que aquellas líneas no eran más que la exploración senil de un viejo que busca su juventud muerta y perdida. Sin embargo, si quieres leerlo, está a tu disposición. Lo he escrito para que lo lean otros, más que para mi mismo.

Seguimos hablando de diversas cosas y luego, antes de retirarse, el etnarca me trajo el largo rollo de pergamino en el que había escrito la historia de sus gloriosos hermanos. Aquella noche no dormí; tendido en el lecho, con la humeante lámpara a mi lado, la pasé leyendo lo que había escrito ese judío solitario y dominador.

Agrego el manuscrito al presente informe, porque considero que puede revelar mejor que cualquiera de mis observaciones personales la mentalidad judía y lo que ellos llaman con tanta firmeza el alma judía, o
nishmá
, en su lengua, el espíritu que mora entro de ellos y los une con el resto de lo existente. El que adjunto es el manuscrito original que Simón, el Macabeo, me entregó, diciéndome:

-Si lo quieres, Léntulo Silanio, si crees que puede serle de alguna utilidad a tu Senado, puedes llevártelo. Para mí no tiene ningún valor.

Juzgo, sin embargo, que se equivoca; en mi opinión valdría la pena que los nobles senadores se tomaran la molestia de hacerlo traducir al latín por traductores competentes, para que puedan leerlo detenidamente todos los que tengan algo que ver con Judea y los judíos. No solamente contiene explicaciones detalladas de táctica militar, sino que especifica además esos elementos subjetivos que hacen a este pueblo tan peligroso y pérfido, y que lo convierten en una categórica amenaza para los ideales y la civilización occidentales.

Merece incluso destacarse el estilo rimbombante y sentimental del escrito, porque delata la presencia de numerosas cualidades en este viejo aparentemente frío y duro, al que llaman Simón el de la mano de hierro. Contiene también muchos indicios del ritual religioso de los judíos.

No vi al etnarca al día siguiente, aunque conversé un rato con la esposa, pero al otro día nos encontramos en la comida de la mañana, sencillo refrigerio de frutas, pan y vino que suele tomar en la terraza. Estábamos los dos solos; no habló del manuscrito y me dirigió en cambio una serie de preguntas acerca de Roma, su extensión, su riqueza, la naturaleza y condición de sus ejércitos y sus armadas y, sobre todo, de las tácticas militares que dieron por resultado la caída de los cartagineses de Aníbal. Las preguntas eran sumamente hábiles, agudas, y siempre centradas en el hecho de que Aníbal había mantenido su ejército cartaginés en Italia durante dieciséis años, resistiendo todas las arremetidas romanas.

-Lo que no entiendo -dijo pensativamente- es el estado y la condición en que se encuentra el pueblo de tu país; los italianos.

-¿Por qué? -pregunté-. El pueblo es una chusma de ignorantes esclavos de gleba. ¿Qué les importa quién gobierna, si es Cartago o Roma?

-No sé si les importa o no -manifestó Simón-, porque soy un hombre viejo, y en toda mi vida no me he alejado más de un centenar de millas de las fronteras de Judea. Pero finalmente Cartago cayó.

-Por la fuerza y la firmeza de Roma -respondí con orgullo-. Porque nos habíamos hecho el propósito en la ciudad de que Cartago debía ser destruida; y lo fue.

-Los griegos se habían hecho el propósito de que Judea debía ser destruida, y no lo fue.

-Antioquía no es Roma -dije sonriendo-. Y de todos modos, Simón, tienes una deuda que pagarme. Tu escrito me costó una noche de sueño, pero al fin sólo encontré preguntas sin respuesta. Al llegar a la muerte de Judas suspendiste el relato, como si fuera lo único que importaba; sin embargo, eso fue hace más de veinte años, y hoy Judea es libre, y hasta allá en la lejana Roma se rinde honor al Macabeo.

-No obstante..., eso fue lo único que importaba -suspiró el viejo-. Probablemente todo mi escrito sea insustancial, pero cuando terminé de narrar la muerte de mi hermano, no pude escribir más.

-¿Pero hubo más? ¿Mucho más?

-Sí.

-Yo sé que después de la muerte de Judas tú y tus dos hermanos reunisteis a todos los hombres valerosos y volvisteis a luchar; y que luego fuisteis rechazados hasta el desierto, al otro lado del río Jordán; y sé que allí permanecisteis durante mucho tiempo.

-Así es -asintió el viejo-. Fuimos al desierto porque habíamos perdido toda la esperanza en el porvenir; pero los hijos de Matatías nos habíamos comprometido a luchar, aunque fuéramos los únicos de todo Israel que lo hiciéramos. Hasta las riberas del Jordán nunca nos rendimos, pero al llegar allí sólo quedaron los muertos; cruzamos entonces a nado el Jordán, los tres, y nos internamos en el desierto, como habían hecho nuestros antepasados hace mucho tiempo, que se trasladaron al desierto pero jamás se doblegaron ante nadie. Allí en el desierto, sin techo ni refugio, seguimos viviendo, logramos seguir viviendo; pero cuando enviamos a Juan en misión a Judea, los salvajes beduinos lo asaltaron y lo mataron.

Juan era amable, atento, en toda su vida no había odiado a nadie, ni cometido un acto despiadado ni levantado la voz con ira. Pero porque era hijo de Matatias se apartó de los santos rollos que amaba, de la dulce quietud de la sinagoga y de su hogar, su mujer y sus hijos, y empuñó la espada. Nosotros no somos mercenarios, romano, y para nosotros todo el tejido de la vida está construido por el semblante de Dios y las manifestaciones de Dios, y la vida entera es sagrada. No hay pecado más grave que el derramamiento de sangre, y quitarle la vida a un hombre es un acto de terrible maldad. Tal vez no comprendas, por lo tanto, lo que significaba para Juan, que era tan judío, trocarse en un hombre de guerra y de matanzas. Pero lo hizo. Lo hizo voluntariamente, y nunca, en todos los años que estuvo a mi lado, le oí pronunciar una sola palabra de queja, o de aflicción, o de temor. A diferencia de los Otros cuatro, fue siempre delgado y endeble, pero ardía en su ser un espíritu incomparable.

Nunca protestó, ni se lamentó, ni siquiera cuando estaba seriamente herido y tuvo que permanecer postrado semanas enteras, abrasado por la fiebre. Los salvajes beduinos lo mataron, y murió solo, en el desierto; quedamos solamente Jonatás y yo. Una vez envié con mi hermano Jonatás un mensaje al rabí Ragesh, a quien llamaban en aquel entonces el padre de Israel. Le mandé decir a Ragesh que mientras hubiera dos hombres libres en el suelo de Judea, nuestra tierra no sería esclavizada; y había dos hombres, Jonatás y yo, en el desierto solitario.

Calló, fijando la mirada en la lejanía, más allá de la hondonada, más allá de las azules lomas de Judea. Sus grandes puños se abrían y cerraban y las líneas de su rostro se marcaron más profundamente.

Aquello que decía no me lo estaba contando a mí; lo estaba expulsando de sus entrañas.

-Sí-prosiguió-, había dos hombres libres, pero no fuimos nosotros los que arrancamos a Israel del pozo oscuro de la desesperación y la derrota. Fue el espíritu de Judas, del Macabeo, de aquel a quien nadie igualó ni igualará jamás. Y poco a poco el país se fue levantando. Los hombres que amaban la libertad cruzaban el Jordán e iban a reunirse con nosotros, y nos abrazaban y nos besaban en homenaje a los hijos de Matatías que habían muerto por su pueblo y por la dignidad de todos los hombres. Así creció nuestra fuerza y nuestro número, y un día cruzamos de nuevo el río y regresamos a nuestra patria. Sucedió entonces de nuevo lo que había sucedido antes; en todas partes por donde pasábamos el pueblo se levantaba y se unía a nosotros. Volvimos a enseñar una vez más a los griegos que los judíos sabemos luchar. No lo hicimos de la noche a la mañana. No se compra la libertad como una vaca o un terreno. Año tras año fuimos pagando su precio, pero finalmente ganamos, y ahora no hay amos en Judea, sólo hay un pueblo libre que vive en paz...

-Y así quedan explicados los veinte años -intervine.

-Si lees mi escrito -me recordó el judío-, encontrarás la explicación. Nosotros recogimos lo que Judas había sembrado, porque él nos enseñó lo que antes no sabíamos: que nadie muere inútilmente o fútilmente en la lucha por la libertad del hombre. Eso es lo que nos enseñó, ¿y qué más quieres que te diga? La guerra es una maldad, matar es una maldad, y el que a hierro mata a hierro debe morir. Así dicen nuestras sagradas escrituras. Nosotros luchamos por nuestra libertad y, si Dios quiere, jamás lo haremos por ninguna otra causa. No fuimos elegidos para enseñar normas de guerra, sino normas de paz y de amor. Los muertos que descansen, y si quieres saber, Léntulo Silanio, por qué hemos luchado y cómo hemos luchado, recorre el país y observa la existencia que lleva el pueblo. Yo ya he hurgado suficientemente en mis recuerdos.

-Pero lo has hecho de manera extraña, Simón Macabeo, porque no ves el todo sino una parte. ¿Tú crees realmente que tu minúsculo estado pudo derrotar por sí mismo al imperio sirio?

-Pero lo derrotamos...

Ya no estaba tan seguro.

-¿Vosotros lo derrotasteis? -pregunté-. ¿No fue Roma la que aplastó el poder de Grecia y detuvo el avance de Siria? ¿No fue un legado de Roma el que se plantó en la frontera de Egipto para decirle al ejército sirio que de allí no pasaban? Vosotros no sabíais nada de Roma, pero Roma sabía mucho de Judea. ¿Podríais sobrevivir al mundo entero, Simón? Es un sueño, Simón, un sueño. Dices que luchasteis por la libertad y que nunca la haréis por ninguna otra causa. Esa es una afirmación temeraria, Simón, porque no puedo creer que los judíos sean tan diferentes de todos los demás hombres. Tu patria se encuentra en la encrucijada del mundo, y esta encrucijada debe permanecer abierta, Simón. Lo sepáis o no, Roma luchó de vuestro lado, Simón. ¿De qué lado lo hará mañana? Piénsalo, Simón Macabeo.

El judío me miró fijamente, con sus ojos claros extrañados y tristes. Estaba preocupado, pero su inquietud no la causaba el miedo, sino una intensa incertidumbre. Luego hizo un ademán como para despedirme.

-Una pregunta más -insistí-, si me permite el Macabeo.

-Hazla, Léntulo Silanio.

-¿Qué fue de Jonatás?

-¿Por qué? ¿Qué importa? Todos han muerto, mis gloriosos hermanos, ¿no podemos dejarlos descansar en paz?

Pero enseguida alzó un brazo y me puso la mano en un hombro.

-Perdóname, Léntulo Silanio; tú eres mi huésped, y que se me pudra la lengua si digo una palabra que te ofenda. Sólo que algunas cosas son más fáciles de decir que otras.

-Dejémoslo pasar -le dije.

-No, porque como tú dices, eres un mensajero, y lo que oyes pasa por tus labios. No hay mucho que decir de Jonatás; como creció sin madre, fue nuestro pequeño, nuestro amado, y los primeros años luchó siendo un niño aún. El no conoció nunca lo que conocimos nosotros, los dulces y generosos años de nuestra infancia, que pasamos en Modin; empuñó el arco cuando todavía era un niño y lo único que conoció fue la guerra, y los únicos recuerdos que tuvo fueron recuerdos de guerras, destierros y luchas. Pero sobrevivió a todo, a la terrible matanza en la que pereció Judas, al destierro en el desierto. Lloró junto conmigo a mis hermanos y juntos luchamos, año tras año, por Judea y por Israel; y luego, casi al final, casi cuando ya habíamos triunfado, los griegos lo apresaron...

Other books

A Nanny for Christmas by Sara Craven
Zero by Tom Leveen
Austin & Beth by Clark, Emma
Roses by Mannering, G. R.
Tears Of The Giraffe by Smith, Alexander Mccall
The Sleeping Beauty by Mercedes Lackey
Ruined by Hanna, Rachel
The Scent of Pine by Lara Vapnyar