Mis gloriosos hermanos (32 page)

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Authors: Howard Fast

El único que era superior a la derrota e inmune a la desesperación era Judas. Una sola vez lo había atraído y poseído la desesperación; pero no volvería a sucederle. No una, sino muchas veces, me dijo:

-Un pueblo libre, Simón, no puede ser conquistado, no puede ser destruido. Para nosotros debe ser siempre el comienzo, siempre el comienzo.

Luego, en Jerusalén, él fue el Macabeo, amplia y cabalmente.

Él fue quien reunió los cuerpos de los ancianos y les dio sepultura.

Fue él quien purificó de nuevo el Templo y quien, revistiéndose con los blancos e inmaculados ropajes del sumo sacerdote, dirigió las oraciones. Fue él quien confortó a las viudas y transfundió su ilimitado valor a los que preguntaban, pedían o alegaban. Y fue él quien nos convenció de que debíamos luchar cuando, no cicatrizadas todavía nuestras heridas, recibimos la información de que se acercaba a las fronteras de Judea un nuevo ejército de mercenarios.

Nunca se había producido una nueva invasión a tan poco tiempo de la anterior, y entonces ya no contábamos con amigos, como Moisés ben Daniel, que en paz descanse, que vinieran a comunicamos anticipadamente lo que trascendía en la corte del rey de reyes. Antioco, el rey loco, hubiera tardado un año o dos en reponer los nueve mil hombres perdidos; pero ahora recibíamos la noticia de la nueva invasión de labios de los judíos que habían huido ante la proximidad de los mercenarios, cuando todavía nos resonaba en los oídos el terrible estruendo de aquel valle de horrores. La noticia confirió a Demetrio, el nuevo rey de reyes, los contornos de un verdadero demonio. Ninguno de nuestros hombres lo había visto jamás, pero eran numerosas las historias que circulaban sobre él.

¿Obtendría mercenarios del aire, con conjuros mágicos? Éstas y otras cosas se decían, y entonces ¿para qué resistir si las hordas del enemigo serían interminables? En Israel cundió el desaliento.

Y del exterior de Judea, de los judíos establecidos en otros países, sólo llegaba el silencio, como si se hubiesen cansado de la continua agitación que reinaba en Palestina, de esos derramamientos de sangre que sólo traían nuevos episodios sangrientos. Y en cierto modo era comprensible, porque nosotros perseguíamos un espejismo de libertad al que ellos habían renunciado hacía varias generaciones, y habían sobrevivido a pesar de todo. Al principio habían visto una gloria extraña, espléndida, singular, en aquel joven alto, de cabello rojizo, que arrebató las armas al enemigo y transformó en soldados a sencillos y pacíficos labradores. Pero la gloria empalaga.

-Quizá -dije a Judas, cuando supimos que se acercaba un nuevo ejército a las órdenes de un nuevo alcaide llamado Báquides-, quizá seria mejor que aguardáramos, que regresáramos a nuestras casas.

-¿Y Báquides, entretanto, qué hará? -preguntó Judas amablemente, con una ligera sonrisa-. ¿El también esperará a que descansemos y nos curemos las heridas? Nicanor era amigo de Apolonio, y me han dicho que Báquides era amigo de Nicanor. Probablemente irá al valle donde están los cuerpos de Nicanor y sus nueve mil mercenarios, ¿y tú crees que después aumentará el cariño que nos tiene? No, Simón, es preciso que luchemos; sólo luchando podremos sobrevivir; en cuanto les volvamos la espalda habrá terminado todo. No les volveremos la espalda...

Juan, desde su lecho de enfermo, nos envió un mensaje, instándonos a que no saliéramos a combatir a Báquides y a que defendiéramos en cambio el Templo desde las murallas, tratando de arrancarle al griego condiciones favorables que por lo menos nos darían tiempo para reclutar un nuevo ejército y recuperar las fuerzas. Rubén, yo y Adán ben Lázaro estuvimos de acuerdo, y discutimos con Judas larga y acaloradamente. Pero él se mantuvo firme; y hasta se volvió colérico.

-¡No, no! -gritó-. ¡No lo acepto! ¿Qué podemos hacer desde las murallas? ¡Las murallas no son para nosotros! ¡Las murallas son trampas para los tontos que confían en ellas!

-¡Pero no tenemos hombres! -exclamó Adán-. ¿Vamos a levantar a los muertos?

-Podemos levantar a los vivos -dijo Judas.

-¿Qué estás diciendo, Judas? -argumenté-. Báquides está a un día marcha de Jerusalén, y aquí en la ciudad no tenemos más que mil cien hombres. ¿Dónde conseguiremos hombres en un solo día, o en dos días? ¿Adónde iremos a buscarlos, a Modin? Ya no quedan hombres allí. Ni en Gumad, ni en Shiló.

-¡No! –gritó Judas-. ¡No me dejaré atrapar aquí, en esta trampa!

Me dirigiría a la asamblea de dignatarios, como hice otras veces. Pero están todos muertos, porque compraron la libertad a precio vil. Yo no negocio con hombres que pelean por una paga, por oro, por botín; con
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que nos asaltan como lobos. ¡Mientras haya hombres que luchen conmigo, lucharé, lucharé como yo sé hacerlo, a cielo abierto, en las colinas y los desfiladeros, como luchan los judíos!

-Escúchame, judas...

-¡No! ¡Atiéndeme tú, Simón, porque como dijo el viejo, a ti te correspondía en la paz y a mi en la guerra! ¿Qué fue lo que le mandaste decir a Ragesh con Jonatás? ¿Que mientras hubiera dos hombres libres en la tierra de Judea continuaría la lucha? ¿Fueron ésas tus palabras?

-Esas fueron -murmuré.

-Pues si quieres puedes irte, lo mismo que Rubén, lo mismo que Adán ben Lázaro con sus doscientos hombres del sur, y todos los que quieran tasar la libertad con el precio de una victoria regateada. ¡Marchaos si queréis! Jonatás irá conmigo.

Y se volvió a mirar interrogativamente a Jonatás. El muchacho sonrió, con una sonrisa triste y melancólica, y movió afirmativamente la cabeza.

-Hasta el fin, Judas, soy judío.

-Ven, entonces, y dejémoslos deliberar -dijo Judas, y poniéndole un brazo en los hombros salió con Jonatás de la habitación.

Los tres nos miramos en silencio, un silencio largo y desesperado, y luego, uno por uno, asentimos con la cabeza...

Aquella tarde Judas reunió a los hombres en el patio del Templo. Habló como no había hablado nunca. No aumentó ni disminuyó la perspectiva de lo que nos aguardaba; presentó los hechos tal como eran, tal como él los veía. Y yo sólo sé que los veía correcta y acertadamente.

-Debemos volver a luchar -dijo-, y no sé si será la última vez; creo que volverán a invadirnos sin cesar. Pero debemos seguir luchando, y algún día seremos libres. Si hubiera tiempo recorreríamos el país y el pueblo acudiría a nuestras filas, como lo hizo anteriormente; nosotros lo armaríamos y adiestraríamos. Pero no hay tiempo, y no podemos refugiarnos de nuevo en el desierto y dejar el país a merced de los mercenarios. Antes teníamos una deuda menos con el pueblo, pero confiaron en nosotros y regresaron a sus hogares y a sus campos, y no podemos dejar que Báquides irrumpa en el país como un lobo en un rebaño. Aunque seamos pocos debemos combatir, no aquí desde los muros del Templo, sino en nuestras colinas, como hemos combatido siempre.

Se detuvo y aguardó, pero nadie dijo ni una sola palabra. Aquellos hombres eran los viejos, eran el puñado que había quedado de los hombres de Efraín, y los pocos de Modin, Gumad, Hadid y Bet Horón; muchos de ellos habían combatido primero a las órdenes del viejo, el adón, y luego a las órdenes del joven, el Macabeo. Les bastaba mirar a Judas para saber cuál sería la respuesta a su pregunta.

De espaldas al Templo, la figura de Judas se recortaba sobre las altas piedras blancas iluminadas por los últimos rayos del sol, que brillaban también en su cabello y en las hermosas facciones morenas del Macabeo. Y como siempre, Judas les dijo amablemente:

-No quiero a nadie que tenga una deuda impagada, una mujer recién desposada, una casa nueva, un campo nuevo o un hijo recién nacido. Los que estén en esas condiciones pueden retirarse, su renuncia no es deshonrosa.
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Volverán a luchar en otra oportunidad.

Somos todos judíos y no debe haber afrentas en nuestros corazones...

Fueron saliendo hombres, que se alejaban llorando. Los grupos ralearon, pero se comprimieron, y los hombres que quedaban permanecieron firmes y silenciosos; eran ochocientos. Luego Judas recorrió las filas, llamando a cada uno por su nombre, abrazando a unos, besando a otros; ellos lo tocaban y le hablaban con tanto amor como nunca he visto que fuera amado ningún hombre. Él era de ellos, era el Macabeo, y ellos eran de él. El lazo iba a ser sellado y firmado con sangre; pero creo que aunque ellos lo hubiesen sabido anticipadamente, tampoco habrían cambiado de actitud.

Luego, al anochecer, se cubrieron la cabeza con las capas, y Judas, con voz suave pero penetrante, dijo en el antiguo hebreo:

-¿Por qué braman los gentiles, y el pueblo se imagina lo que es vano? Los reyes de la tierra se reunieron, y los gobernantes deliberaron, contra el Señor, y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus lazos, y arrojemos sus ataduras. El que está en los cielos reirá; el Señor los escarnecerá. Luego les hablará con cólera, y los vejará con enconado disgusto.

-Amén, así sea -respondieron las filas apretadas de los hombres.

Aquella misma noche salimos de Jerusalén y nos dirigimos hacia el Oeste, porque sabíamos que el griego venia por el noroeste, y el plan de Judas era el de situarnos en la zaga del enemigo y atacarlo por la retaguardia o en algún punto de su flanco. Nuestra fuerza era demasiado reducida para salirle al encuentro de frente en algún valle, obstruirle el paso y hostigarlo desde los cerros, pero Judas tenía la impresión de que con un poco de buena suerte podríamos segregar un sector del ejército e infligirle un daño tan serio que pudiese detener el avance e incluso transformarlo en retirada.

Marchamos, por lo tanto, rápidamente, hasta bien pasada la medianoche, y recorrimos más de veinte millas de camino; luego, seguros de que estábamos bien por detrás de Báquides, apostamos centinelas y vivaqueamos en una ancha pradera en las inmediaciones de Bet Shemesh. Dormimos como troncos toda la noche, nos despertamos al alba, con nuevos bríos, y proseguimos nuestra marcha hacia el Oeste.

El estado de ánimo de los hombres era excelente. En parte por el magnífico día, el cielo azul, el aire puro del Mediterráneo y el hermoso espectáculo verde de las vertientes terraplenadas; y en parte porque marchaban de nuevo con el Macabeo y tenían la confianza, profundamente arraigada, de que dirigidos por él no podían sufrir ningún mal irreparable. Cuando doblamos hacia el norte, bordeando la llanura costera, para volver luego a las colinas, a la zaga del griego, elevaron de pronto las voces con las estrofas de una vieja canción guerrera de Judea..., y casi enseguida se interrumpieron, tan de improviso como habían comenzado. Porque allí, en el amplio valle de la costa, estaban los mercenarios, millares y millares de mercenarios, formando un ancho frente y un extenso flanco que nos cortaba la retirada a las lomas.

Comprendí que había llegado el fin; y creo que todos debieron de haber comprendido lo mismo. Incluso Judas; no obstante, su voz vibró con tono jubiloso cuando nos gritó que lo siguiéramos y echó a correr hacia el extenso flanco.

Nosotros pasamos de la sorpresa a la indignación. De algún modo, ya fuera con el concurso de traidores o de espías, o de alguna otra manera, Báquides había previsto nuestra táctica, y aquella vez fue el griego el que tendió una trampa a los judíos; pero nosotros le estropeamos el plan. Estábamos desesperados, y con la fuerza de la desesperación quebramos la falange en su punto más débil; lanzando nuestros cuerpos sin corazas contra la masa de escudos, separarnos las filas, abrimos primero una pequeña grieta y luego una abertura más grande a través de la cual nos infiltramos; luchamos cuerpo a cuerpo con los mercenarios y los obligamos a desbandarse gracias a la violencia furiosa y desenfrenada de nuestro ataque. Ya nos parecía haber obtenido una victoria, y con gritos de triunfo perseguimos a los grupos fugitivos cercenándolos y destrozándolos, cuando, por encima del estruendo, oímos la voz de Judas que nos ordenaba detenernos. Suspendimos la persecución y vimos entonces que de los dos extremos del vasto flanco se habían rehecho y avanzaban contra nosotros, y detrás de ellos las apretadas filas del grueso del ejército.

Retrocedimos hasta una zona de grandes peñascos y estrechas cañadas, donde no se podía emplear la falange, pero Judas no quiso ordenar la retirada por temor a que se transformara en derrota, por temor a que nos destrozaran como nosotros habíamos hecho momentos antes. Ya estábamos cercados; nos rodeaban por todos lados. Judas hizo lo único que podía hacer: nos reunió formando un círculo entre rocas y peñascos, y desde allí luchamos.

Jamás olvidaré el rugido salvaje, bestial, que emitieron los mercenarios cuando vieron por fin a un ejército judío acorralado en una posición de la que no podía retirarse, de la que no podía escapar. Para ver eso habían estado aguardando tantos años; para ver eso habían alfombrado de muertos el suelo de Judea; lo habían soñado, lo habían planeado, ¡y por fin lo conseguían!

Pero los hostigamos. No éramos ovejas de redil, sino los mejores combatientes, los más viejos y más recios de toda la tierra de Judea, y no les cedimos la jornada sin retener un poco de gloria. Si, Judas, tú dejaste tu sello; lo dejaste.

Al principio, cuando iniciaron el movimiento envolvente para rodearnos, disparamos las flechas que teníamos, no como acostumbrábamos hacer en los desfiladeros, llenando con ellas el aire para que cayeran como una lluvia, sino pausada y cuidadosamente, tratando de que cada astilla de cedro diera en un blanco; porque sabíamos que cuando disparáramos las dos veintenas de flechas que cada uno de nosotros llevaba consigo, no podríamos reponerlas.

Les erizamos de flechas todos los resquicios de las armaduras; se las clavamos en los ojos, en la frente, en los brazos, y les hicimos pagar caro aquel primer ataque. Ya no gritaban tanto, y avanzaban más lentamente. Pero seguían avanzando.

Hasta mediodía luchamos con las lanzas, y cuando éstas se rompieron, con las espadas, los cuchillos y los martillos; en ese lapso repelimos todas las cargas, una tras otra; no sé cuántas, pero fueron muchas, muchísimas, tantas que su solo recuerdo me agobia con su bagaje de dolor y de fatiga. Después se retiraron a descansar, a reagrupar las fuerzas, y a contar los muertos de su bando, que yacían amontonados alrededor de nosotros formando una muralla.

Ellos pagaban su precio, pero también lo pagábamos nosotros; de nuestros ochocientos hombres quedaban menos de la mitad. Las viejas heridas se habían abierto, y otras nuevas las cauterizaron. Dejé caer la espada pensando que para levantarla de nuevo tendría que hacer un esfuerzo superior a mi humana voluntad.

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