Mis gloriosos hermanos (30 page)

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Authors: Howard Fast

»No les guardéis rencor, hijos míos. Son ancianos. Han visto demasiadas luchas y demasiados sufrimientos. Quieren la paz.

-¡Paz! –gritó Jonatás-. ¡Que Dios los maldiga por la deshonra!

-Continúa, Moisés -murmuró Judas-. Dime lo que respondió Ragesh.

-Ragesh... ¡Ah, Ragesh!

El mercader meneó la cabeza con gesto fatigado.

-Ragesh resistió más que los otros; si, más, mucho más. Dijo que prefería morir antes que enviar al Macabeo a la muerte. Pero Nicanor lo negó indignado. Demetrio no proyectaba matar al Macabeo. En Antioquía le darían un palacio y sería tratado como un huésped de honor. O si lo prefería podría vivir en Damasco, en un palacio, teniendo a su disposición esclavos y todo lo que se le antojara. Pero con la condición de que abandonara Judea para siempre. ¿Y con qué garantía?, preguntó Ragesh, ¿Qué garantía? Nicanor empeñó entonces su sacrosanta palabra...

-La palabra de un griego -ironicé sonriendo-. La sacrosanta palabra de los
nokrim
.

-Pero la aceptaron -dijo Judas suspirando, súbitamente envejecido y agotado-. Palabra de griego o palabra de
nokri
, lo cierto es que la aceptaron, y compraron la paz a Nicanor. Pagaron bien poco, después de todo. Yo mismo le dije a Nicanor que después de concluida la lucha el Macabeo era igual que todos...

-La lucha no ha concluido, Judas -interrumpí yo.

-Para mí ha concluido, Simón, hermano mío.

Me levanté, ya completamente dominado por la ira, y pegué un puñetazo en la mesa.

-¡No! Por el Dios de Israel, Judas, ¿qué te propones? ¿Entregarte?

Hizo un gesto afirmativo.

-¡Tendrán que pasar por encima de mi cadáver! -grité.

-¡Y del mío! –dijo Jonatás.

-¡Judas! -exclamé, aferrándolo de un brazo-. ¡Escúchame, Judas! ¡Yo te he seguido durante años, te he obedecido, porque eras el Macabeo, porque tenías razón! ¡Ahora te equivocas! ¡Ellos no te han traicionado, no han podido traicionarte, esos viejos asustados! ¡Adones, se hacen llamar! He conocido a un solo adón en Israel, mi padre Matatías, que en paz descanse. ¡Pero no habrá paz para él, Judas, si tú te traicionas a ti mismo, y traicionas a tus hermanos y a tu pueblo! ¿Qué dijo el viejo cuando murió? ¿Lo recuerdas, Judas? En la lucha tú serías el primero. Pero fue a mi a quien transfirió la carga, diciéndome: «Simón, tú eres el guardián de tu hermano, tú y nadie más». ¿Me oyes, Judas?

-Te oigo -respondió, abatido-. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

-Lo que hicimos antes. Irnos al desierto. ¿Te fiarás de la palabra de un griego?

-¿Solos?

-Solos. Tú y yo. Hasta que este asunto se resuelva. ¿Hubo alguna vez un alcalde que se declarara satisfecho? ¿O cuya codicia estuviera satisfecha?

-Yo iré con vosotros -dijo Jonatás.

-No. Tú irás a Jerusalén, Jonatás. Ve y dile a Ragesh que el Macabeo está en Efraín, el Macabeo y su hermano Simón. Dile que hay dos hombres en Efraín y que mientras haya dos hombres libres en el suelo de Judea, proseguirá la lucha. ¡Dile que continuará hasta que todo el mundo sepa que en Judea hay un pueblo que no se arrodilla ni ante los hombres ni ante Dios! Fuimos esclavos en Egipto y no volveremos a ser esclavos de nuevo. ¡Dile eso a Ragesh!

Juan quiso ir con nosotros. Juan, el amable, el erudito, que no tenía ni voluntad para odiar ni fuerzas para golpear, pero cuya lealtad jamás había tambaleado y cuyo valor jamás había vacilado. Un capricho de nacimiento lo había hecho integrar un conjunto de cinco hermanos extraños que estaban unidos como nunca lo estuvieron otros hermanos en Israel; un espíritu indomable le había hecho aprender a luchar, a dirigir, a hacer todo lo que era ajeno a su temperamento; y ahora, cuando nos habíamos quedado solos, cuando éramos nosotros cuatro contra todo el mundo, su corazón también estaba con nosotros. Si hubiésemos dicho una sola palabra, Judas o yo, lo habría abandonado todo, a su mujer, a sus hijos, su hogar, su sinagoga, sus preciosos rollos, para irse con nosotros, a ser un proscrito, un fugitivo, un hombre sin esperanza ni porvenir.

Pero eso, al menos, no lo hicimos. Después de dar las gracias a Moisés ben Daniel, y de besarlo como a un padre, cogimos nuestras armas y todo el pan y la harina que podíamos llevar, y nos fuimos de Modin. Salimos al anochecer, sin despedirnos de nadie, para que no tuvieran que buscar respuestas en su corazón los que no sabían, y partimos con destino a Efraín. Viajamos de noche, evitando las aldeas y atravesando las montañas por los viejos senderos que conocíamos tan bien y que conservábamos en la memoria señalados casi pie por pie con algún atisbo de gloria.

Llegamos a Efraín sin incidentes y nos instalamos en una cueva que en un tiempo había cobijado a muchas familias judías. Jonatás y Juan la conocían y cuando llegase el momento cualquiera de ellos podría encontrarnos. Cuándo o cómo llegaría ese momento, no lo sabíamos; pero hasta entonces permaneceríamos allí, perspectiva que no era, por cierto, como para alegrarnos mucho. Habíamos pasado por muchas vicisitudes, y muchas más nos esperaban, pero ninguna de ellas me marcó en la memoria un recuerdo tan doloroso y terrible como aquel destierro solitario de Efraín. Nunca estuvimos tan postrados de ánimo, jamás nos pareció el porvenir tan yermo y desesperado. Y yo muy a menudo presentía lo que Judas había dicho explícitamente, que aquello era realmente el fin.

Pero nada me hizo sufrir tanto como ver declinar a mi hermano, ver extinguirse esa gloriosa llama de su espíritu, ver ensancharse las franjas grises de su cabello castaño rojizo, ver profundizarse las arrugas de su rostro joven. Yo sabia muy bien que la traición de Ragesh le carcomía las entrañas, y precisamente porque se trataba de Ragesh; de Ragesh, que había estado con él desde el principio; de Ragesh, que conocía tan poco el miedo y daba tan poca importancia a la muerte que casi estaba dispuesto a abrazarla por pura curiosidad intelectual; de Ragesh, cuyo ingenio dominaba siempre a la adversidad, cualquiera que fuese; de Ragesh, considerado como un padre por todos nosotros, no solamente por los hijos de Matatías, sino por millares de judíos. Pero Judas nunca hablaba de eso, y nunca reveló, ni de palabra ni de hecho, el dolor que lo consumía.

¿Cómo podría comprender a mi hermano Judas, y conocer al pueblo que me dio vida y sustento? Los dos son uno, y el espíritu de Judas era como la esencia de la vida, la fragancia y la poderosa fuerza de la vida.

Y él, lo mismo que la vida, perduró; su vigor era mayor, mucho mayor que el mío...

No eran muchas nuestras actividades de aquel destierro. Cazábamos un poco, caza menor, para que durara más nuestra provisión de harina; porque considerábamos preferible no entrar en ninguna aldea, ni siquiera en las pocas que se habían establecido en Efraín. Hablábamos poco. Nos acostábamos temprano y nos levantábamos con el alba. Rezábamos, como rezan los judíos, porque éramos judíos y porque no podíamos abandonar a nuestro Dios como no podíamos abandonar la vida misma; y nos hicimos muy íntimos. ¿Cómo podría expresar esa intimidad, que sólo es otorgada a los que son hermanos? Es como la existencia de una sola alma en varios cuerpos, como la promesa de una época en que todos los hombres, judíos y
nokrim
, se acostarán juntos y se levantarán juntos, como dijo el dulce profeta del destierro.

¿Qué más puedo decir? Una vez hablamos de Ruth y de cómo había sido; sin vehemencia, sin pesar. Pero los muertos descansan tranquilamente, tranquilamente...

Pasaron treinta y dos días antes de que llegara Jonatás; llegó una mañana, temprano, y nos encontró sentados a la entrada de la cueva.

Lo abrazamos y besamos y Judas, tomándolo de ambos brazos y sonriendo por primera vez después de mucho tiempo, lo con templó de arriba abajo; contempló a aquel muchacho delgado y flexible que, como Benjamín, era nuestra juventud y nuestro tesoro.

-¿Qué ha pasado? -preguntó-. Pero come antes, y descansa.

-Han pasado muchas cosas -dijo Jonatás que, por su parte, había pasado a ser todo un hombre-. Vengo de Jerusalén, donde he visto cosas terribles. Ragesh murió, lo mismo que Moisés ben Daniel, Samuel ben Zabulón, el patriarca Enoch de Alejandría, y otros, muchos otros...

Estaba fatigado; no lo habíamos advertido al principio, por la alegría de verlo; pero ahora lo veíamos cabecear y fruncir el rostro con gestos de dolor.

-Muchos otros -repitió con un hilo de voz-. Compramos la paz a bajo precio, muy bajo, pero la vendieron a un precio..., a un precio...

Las lágrimas le corrieron por las mejillas.

-Jonatás! -dijo vivamente Judas-. Jonatás!

-No es nada -replicó el muchacho-. Estando aquí, con el Macabeo, ya me siento bien. Pero en Judea dicen que el Macabeo ha muerto. Yo estoy bien, sólo que tengo hambre y no he dormido.

Judas le dio de comer, y yo le lavé los pies y se los froté con bálsamo.

-Cuéntanoslo todo -insistió Judas.

-No hay mucho que contar. Fui a ver a Ragesh, como tú me dijiste, Simón, y le transmití tu mensaje. ¡Ah, Simón, que Dios me libre de sufrir todo lo que sufrió Ragesh! Luego llegó Nicanor y le dijo:

»-Entrégame a Judas.

»-Judas se ha ido -le contestó Ragesh-. Está en el desierto. Nadie sabe dónde habita el Macabeo.

»Nicanor se enfureció.

»-¡Un judío no se puede ocultar de otro judío! -gritó.

»Llamó al viejo pérfido y malvado y juró por todos sus dioses que si no le entregaban a Judas sufrirían las consecuencias. Ragesh fue luego a yerme y me lo contó.

»-¿Sabes dónde está tu hermano? -me preguntó.

»Le dije que sí.

»-¿Irás a verle? -preguntó Ragesh.

»-Sí -respondí-. Iré cuando llegue el momento.

»-Sé mi mensajero, Jonatás, hijo mío -dijo entonces Ragesh llorando-; ve a buscar a Judas Macabeo, dondequiera que se encuentre, cógele de las manos y bésalas con mis labios, y pídele perdón con mis propias palabras, con las palabras de Ragesh, que son éstas...

Jonatás hizo una pausa.

-Estas son sus palabras, Judas -prosiguió luego-: «Dile que sólo le pido perdón a él, y no a Dios. Estoy maldito y estaré maldito, pero el corazón de Judas Macabeo debe ser bastante grande para ofrecerme algún pequeño sustento». Esas fueron sus palabras, Judas...

-¿Y luego? –murmuró Judas, llorando.

-Luego Ragesh bebió veneno y murió, y cuando Nicanor lo supo se volvió loco de rabia, completamente, furiosamente loco. Dio rienda suelta a la horda salvaje de los mercenarios, que mataron a los ancianos y saquearon la ciudad. Asesinaron a Moisés ben Daniel y violaron a su hija, a la que dejaron luego moribunda en la calle. Fui de noche con dos levitas a recogerla; la llevamos al Templo, que todavía no habían asaltado, y allí murió en mis brazos, creyendo que yo era Eleazar que había vuelto. Luego vine aquí. Nada más, Judas, eso fue todo. Ahora estoy con el Macabeo, y estoy cansado, y quiero dormir...

A la mañana siguiente, con la primera claridad grisácea del alba, salimos los tres de Efraín. Esta vez ya no marchamos por los senderos de las montañas, sino por los caminos. Nos dirigimos primeramente a Leboná, luego a Shiló, luego a Gilgal, Dan, Levín, Horal, Gumad, y así seguimos por el valle, de aldea en aldea, hasta llegar a Modin.

Y ya no viajábamos de noche, sino a plena luz del día, y en todas partes por donde pasábamos enarbolábamos el estandarte de Judas Macabeo.

Y en todas partes los hombres se congregaban, nos salían al encuentro, abrazaban a Judas con los rostros llenos de lágrimas, cogían las lanzas, los arcos y los cuchillos y se incorporaban a nuestras filas. En Shiló y en Gilgal había mercenarios: los matamos con terrible e implacable furia; pero a las demás aldeas llegó la noticia de nuestra marcha antes que nosotros, y los mercenarios huyeron.

Habíamos partido al alba, y a medianoche nos hallábamos en Modín con novecientos hombres; luego fueron llegando más, durante toda la noche, a medida que se difundía por el campo la nueva de que el Macabeo vivía.

Aquella primera noche nadie durmió. Emergiendo de la desesperación en que había estado sumida, primero por la desaparición de Judas, y luego por las terribles noticias que llegaban de Jerusalén, Modin se transformó de pronto en el lugar más salvajemente alegre y más caótico de todo Israel. Todas las casas, todos los graneros, hasta la misma sinagoga, se transformaron en cuarteles; pero eran pocos, y hubo que vivaquear al pie de las colinas y en los terraplenes. Rubén el herrero, agitado, completamente loco de alegría, riendo y llorando alternativamente, instaló una armería en la plaza de la aldea. Todas las piedras de afilar fueron requisadas y durante toda la noche brillaron en la plaza las chispas que arrancaba el metal aguzado a las muelas que giraban. Entretanto, los capitanes de los grupos de ataque buscaban a sus viejos veteranos, llenando el aire de gritos y órdenes, y aumentando la confusión en medio de la cual se iba formando el ejército.

Disponíamos de bastante poco tiempo, porque Jerusalén estaba a un paso, al otro lado de las colinas, y allí estaba Nicanor con sus mercenarios. Sin duda ya tenía noticias del levantamiento, y a menos que fuera completamente idiota, trataría de aplastarlo antes de que tomara cuerpo. Esta suposición nuestra fue acertada; lo que nos salvó, y nos dio las valiosas veinticuatro horas que necesitábamos, fue la poca disposición de Nicanor -prudente, por otra parte, porque Judas ya había comenzado a despachar partidas de arqueros-, a marchar de noche por los desfiladeros de Judea con los mercenarios pesadamente armados.

Instalamos el cuartel general en la vieja casa de Matatías, y allí Judas y yo trabajamos toda la noche a la luz de la lámpara, creando en pocas horas un nuevo ejército. Constantemente nos traían informes. Juan y Jonatás, como también Adán ben Lázaro, que se había unido a nosotros no bien se enteró del movimiento. En un gran pliego de pergamino trazamos el cuadro de dirección y organización. No bien quedaba formado un grupo de veinte y asignado su oficial, entregábamos la lista a Lebel, el maestro, que recorría las casas y los graneros gritando los nombres; luego transfería la unidad organizada a Rubén, que se ocupaba de las armas, los pertrechos y las provisiones. Para complicar más la situación, los niños de Modin, como también los de Gumad, que había quedado prácticamente despoblada, corrían de un lado para otro por el pueblo, imitando las actividades de los mayores, y llenando la noche con sus chillidos espeluznantes...

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