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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (20 page)

-El adón Matatías ha muerto -dije al pueblo, que aguardaba bajo la lluvia-. Que Dios se apiade de mi padre.

Volví luego a entrar, a llorar con mis hermanos; y por encima del ruido de la lluvia pude oír el llanto del pueblo.

Llevamos el cuerpo a Modin, mis hermanos, yo y el rabí Ragesh, ese hombrecito singular, vehemente, a quien el pueblo del sur amaba casi tanto como el norte había honrado y respetado en un tiempo al adón; o amado, quizá. No lo sé; yo era su hijo, y no es fácil ser el hijo de un hombre bravío y recto. Pero ellos quizá le conocieron mejor, porque siempre que llegábamos a una aldea y corría la voz de que conducíamos el cuerpo del adón Matatías ben Juan, todos los habitantes del pueblo se acercaron al sencillo ataúd de cedro donde yacía, y lo tocaban o lo besaban, para poder algún día contarlo a sus hijos y a sus nietos. Yen todas partes, ya fuera en una aldea semiderruida a la que seguían aferrándose sus pobladores, o en un pequeño valle en el que la gente vivía oculta, nos salían al encuentro ancianos que saludaban al féretro poniéndose las manos en la frente, que es la antiquísima forma con que los judíos saludaban a sus
melekes
, o reyes en los tiempos en que los había, se envolvían en sus capas listadas, cubriéndose la cabeza y los ojos y balanceándose hacia adelante y atrás, decían cantando, no a mi padre, sino al Dios que había adorado: «Alabado y santificado sea tu glorioso nombre por siempre jamás». En otras partes los niños arrancaban las flores silvestres, las brillantes y maravillosas flores silvestres que transformaban todo nuestro país en un jardín, y las esparcían sobre el féretro.

Fuimos conduciendo el cuerpo de dos en dos, hasta que llegamos finalmente a una cumbre en la que nos detuvimos a contemplar los hermosos terraplenes de aquel amable y fértil lugar que había sido Modín, pero en el que entonces sólo se veían unas cuantas paredes y algunas chimeneas cubiertas de cenizas. Llevamos el cuerpo a nuestra cripta, abierta en la ladera, y lo depositamos junto a los restos de su padre y de su abuelo.

-Descansa como todos los hombres deben descansar –dijo Ragesh.

Pero yo me sentía abandonado, asustado y solitario en aquel cementerio de Modin, aquel lugar muerto de recuerdos muertos.

El que a hierro mata a hierro muere; incluido el adón, que en un tiempo había sido para mí la representación de un Dios torvo y justo. Fatigado y desamparado, me senté en una ladera, con Rajes y mis hermanos, partí pan y bebí vino de un odre. Los terraplenes eran una selva de malezas, y los frutos de los árboles, por falta de poda y cuidados, amenazaban con marchitarse y agriarse. Yo había pensado, cuando nos dirigíamos al cementerio, que el espíritu de Ruth se encontraría en aquel sitio y se reuniría conmigo, pero no había ningún espíritu, fuera de la amarga tortura de los recuerdos. Miré a mis hermanos, cara a cara, y vi que también los recuerdos de ellos eran tristes y melancólicos, Judas parecía un hombre desolado; sentí una profunda impresión al recordar su extrema juventud.

En su espesa barba y en sus largos cabellos rojizos se veían pinceladas grises, y en sus bellas facciones había comenzado a marcarse una pena extraña, meditabunda. Ragesh también lo observaba.

Judas, los ojos fijos en el suelo, escarbaba la tierra con un palo. De pronto preguntó a Ragesh:

-¿Por qué somos lo que somos?

Sonriendo, el rabí se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

-Para todos los demás pueblos hay paz, pero para nosotros, que odiamos tanto la guerra y sólo queremos vivir tranquilos, nunca hubo paz. Lo único que se nos ha concedido ha sido regar esa tierra con nuestra sangre durante mil años.

-Es verdad -asintió Ragesh.

-Y yo no puedo gozar de la vida -prosiguió Judas con amargura-, ni yo ni ninguno de los hijos de Matatías, que en paz descanse. Para nosotros no hay paz, ni mujer, ni hogar, ni hijos...

Ragesh volvió a inclinar la cabeza, pero Judas se volvió hacia él

Y le gritó:

-¡Y tú osaste llamarme Macabeo! ¡Estoy maldito, te digo, maldito! Mira mis manos... Llenas de sangre. Y más sangre es lo único que me espera. ¿Es eso lo que yo quería? ¿Eso es lo que pedí? David quiso ser rey, pero yo no quise la sangre. ¿Pero es que yo quise alguna vez algo que me haya sido concedido?

-La libertad -dijo Ragesh suavemente, y Judas se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.

No es éste el recuerdo que ha de perdurar, sino el de los hechos que ocurrieron durante los cinco años siguientes. Pero para mi el recuerdo es el de mis gozosos hermanos; el de la gran carga que condujo Eleazar contra la falange, destrozándola como nadie la había destrozado nunca, salvo los romanos; el de la lucha que sostuvo Judas con el griego Apolonio. Apolonio, el que se jactaba de que había matado con sus propias manos a mil ciento cincuenta y nueve judíos. Apolonio, el que había dirigido el gran derramamiento de sangre en Jerusalén cuando profanaron por primera vez el Templo. Apolonio, el que se hizo llevar una noche a veinte doncellas judías y las violó, para demostrar su propia virilidad y la superioridad de la civilización occidental.

Debo relatar sin embargo la pena y el desaliento que invadieron el país a la muerte del adón Matatías. Regresamos a Efraín y encontramos al pueblo asustado y temeroso, sumido en una frustración bestial, porque vivían verdaderamente como animales, en cuevas o en guaridas abiertas en los matorrales. En nuestro valle y en los estrechos desfiladeros que partían cuesta arriba desde el infecto pantano, cercado de tierra por todos lados y llamado por algunos el pozo de las penas, vivían más de doce mil judíos, que en su mayoría habían llegado cargados solamente con sus pesares y la "ropa que llevaban puesta, sin herramientas, ni armas ni alimentos; aunque siempre con niños, esa incontable y alegre muchedumbre de criaturas que en Judea es más densa que los olivares y que antes había sido más robusta también. Arribaban a un lugar seco y boscoso, pero pestilente por la nauseabunda putrefacción del gran pantano. La primavera fundía la nieve del monte Efraín y de las demás montañas y el agua se escurría por las vertientes hacia el pantano sin salida; y allí quedaba estancada durante los diez meses siguientes, en un profundo limo de podredumbre. Ya he dicho antes que en un tiempo, hace mucho de eso, antes del destierro, aquélla había sido una de las regiones más agradables y fértiles de Palestina; el agua que fluía en primavera era recogida en depósitos de piedra y distribuida cuidadosamente, durante los meses siguientes, en diez mil terraplenes; y la tierra florecía como un jardín. Pero ahora los terraplenes habían desaparecido, lo mismo que los depósitos; y toda la zona era uno de los desiertos más inaccesibles y repulsivos de la parte occidental del Jordán. Allí se mezclaban los aullidos de los chacales con los gritos de las garzas silvestres, y aquélla era la diminuta parte del país en la que los hombres eran libres.

Pero no era una tierra libre y tranquila lo que encontramos a nuestro regreso. Después de la primera oleada de desventura común, los campamentos se dividieron en dos grupos, el de los que poseían algo y el de los que no tenían nada. Había gente que se moría de hambre y otros que acumulaban alimentos. Surgieron las mil pequeñas disputas y rivalidades; fue descubierto y muerto un delator, cuya familia juró vengarse; los intrépidos guardaban un sanguinario encono a los derrotistas, que no faltaban, y éstos a su vez increpaban a los partidarios de la resistencia. Había en Efraín un pequeño partido de jerosolimitanos, que se mantenía apartado de los aldeanos, y éstos a su vez convertían en un verdadero infierno la vida de los pocos habitantes de la ciudad. El derrumbe de la moral trajo consigo decadencia física, suciedad, miseria y privaciones de todas clases. Este cuadro es el que hallamos mis hermanos y yo a nuestro regreso, pero no fui yo quien supo lo que había que hacer ni qué medidas había que tomar, sino Judas, que convocó un consejo de todos los adones y rabies del refugio, pidiéndoles que se reunieran con él en la tienda de Matatías. Concurrieron veintisiete, pero otros nueve desoyeron la invitación. Judas nos encargó a Eleazar y a mí que fuéramos a buscarlos, con un grupo de hombres de Modin y Gumad, hombres que fueron rocas en las que nos apoyamos muy a menudo. La misión no era agradable; no es grato ver pelear a los judíos entre si, aunque haya ocurrido otras veces.

Los condujimos a la tienda y uno de ellos, Samuel ben Zabulón, adón de Gibí, exclamó dirigiéndose a Judas:

-¿Quién eres tú para traerme aquí de ese modo, tú que todavía tienes le leche de tu madre en los labios?

Era un hombre altivo y rencoroso, de más de sesenta años de edad. Judas, que estaba en un extremo de la tienda, no le contestó; lo miró fijamente hasta que el adón tuvo que desviar, iracundo, la mirada.

-Elegid entonces a alguien que os conduzca -dijo Judas fríamente-, y yo le seguiré si lucha. Y si él no lucha, otros lo harán. Y sí todos vosotros os reconciliarais con los griegos, yo y mis hermanos seguiríamos peleando, de modo que la palabra judío no significara para los nokim vergüenza y abominación.

-¿Es ésa la sabiduría de la juventud? -preguntó con sarcasmo Natán ben José, un rabí de Jerusalén.

-Yo no poseo la sabiduría -replicó enojado Judas-, pero sé dos cosas que me enseñó el adón Matatías: amar la libertad y no doblegarme ante los hombres ni ante Dios.

-Paz, Judas, paz -intervino Ragesh.

-Y esas dos cosas que constituyen la sabiduría de Matatías –dijo Samuel ben Zabulón- trajeron la ruina a Judea; el país está desolado y el pueblo llora su agonía. ¡Dios me libre de la sabiduría de Matatías!

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando ya Judas estaba junto a él asiéndolo de la capa con los dos puños apretados.

-¡Di lo que quieras de mi, anciano -le dijo con un murmullo ronco y terrible-, pero no digas ni una sola palabra del adón Matatías, ni buena ni mala, porque tú no vales ni lo que la suela de sus sandalias, ni eres digno de haber sido su más bajo sirviente!

-¡Judas! -gritó el rabí Ragesh.

Esa sola palabra fue suficiente; mi hermano soltó al viejo, bajó la cabeza y salió de la tienda.

Nosotros lo seguimos, Eleazar, Juan, Jonatás y yo. Yo me adelanté, lo rodeé con el brazo y lo sacudí con suavidad.

-Tranquilízate, tranquilízate...

-No puedo seguir, Simón. Tú has visto lo que me ha pasado.

No puedo...

-¿Y quién lo hará entonces? Dímelo.

-Tú.

Moví la cabeza.

-No -dije-. No; hay un solo hombre en todo Israel a quien seguirán como si hubieran seguido al mismo adón, que en paz descanse. ¿Quién lo sabe mejor que yo, Judas? ¿No he odiado toda la vida ese algo que tú tienes y de que yo carezco?

-¿Qué es, Simón? ¿Qué es? -rogó Judas.

-El poder de hacer que la gente te ame más que a la vida misma -respondí.

-Sin embargo -dijo él, triste y desanimado-, lo único que yo quise lo obtuviste tú.

Mis hermanos nos habían alcanzado; nos sentamos al pie de un árbol, y yo dije a Judas:

-Nosotros somos cinco, los cinco hijos de Matatías, y somos hermanos. Tú tenías razón, Judas, porque si los demás se fueran y se humillaran, nosotros haríamos lo que se debe hacer. No sé si será la bendición o la maldición del viejo, el adón, pero está en nosotros, en todos nosotros, aunque seamos diferentes. Pero no se irán, Judas. Nosotros hemos salido de su seno, lo mismo que el adón, y somos como ellos nos hicieron. Y no puede ser de otro modo. ¿Les fue dado acaso alguna vez a los griegos o a los egipcios erigir a un Macabeo?

Eleazar me interrumpió, porque vio al rabí Ragesh que se aproximaba.

-Basta, Simón –dijo Judas, y vi reflejarse en su rostro el tormento que lo consumía.

No había perdón en los ojos de Ragesh cuando dijo a Judas:

-¿Es así como se honra a la vejez en Israel? ¡Y fue a ti a quien llamé Macabeo!

-¿Te lo pedí yo? -preguntó Judas con tono lastimero-. ¿Te lo he pedido acaso?

-¡Pídelo cuando lo merezcas! Y ahora vuelve a la tienda, porque te siguen queriendo a ti.

Nos levantamos y volvimos con Judas.

-Os pido perdón -dijo Judas a los ancianos.

Y ellos respondieron:

-Amén. Así sea.

Judas habló y le escucharon. Aquellos ancianos escucharon la palabra de un muchacho -porque Judas era muy poco más que eso-, sentados en el suelo de la tienda, con las piernas cruzadas y envueltos hasta la cabeza en sus largas capas listadas, como solían sentarse sus antepasados, hace muchísimo tiempo, en sus tiendas de pieles de cabra. ¡Con qué exactitud recuerdo aquel conjunto, que observé detenidamente mientras Judas hablaba! Aquellas caras aguileñas, rugosas, severas e intolerantes; aquellos rostros curtidos, barbados, tan absolutamente judíos de forma tan extraña y definitiva, no por talo cual rasgo sino porque una norma de pensamiento y una forma de vida habían imprimado su huella en ojos, narices, bocas y mejillas. Adones, rabies, patriarcas venerables. Honrarás las canas; ¿pero no veían acaso que Judas, que era la juventud misma en toda su gloria y belleza, también estaba encaneciendo? Estuvieron en contra de él al principio, pero cuando Judas tomó la palabra los aplacó, y yo que lo observaba pensé una vez más en la increíble simplicidad de mi hermano; y en ese algo más que la acompañaba, porque por debajo de ella y de todo latía una imperiosa facultad de dirección. No sé si ellos lo supieron o no en aquel momento, pero Judas dictó allí la ley de hierro de una nación que invertiría tres décadas en una lucha terrible para conseguir la libertad. Y cuando concluyera ese tiempo, ¿cuántos de aquellos ancianos seguirían con vida? Pero en aquel entonces no pensaron en eso; contemplando a aquel muchacho, que era una síntesis de todas las leyendas de Israel, David en la forma y Gedeón en la pureza y la sencillez, Jeremías en la pasión e Isaías en la ira, los ásperos ceños de sus rostros se fueron suavizando y repitieron cada vez con mayor frecuencia, suavemente:

-Amén. Así sea...

Pero con todo Judas se traicionó al depositar toda la carga sobre sus propios hombros y sobre los nuestros, los de sus hermanos. No me corresponde juzgarlo, pero yo no lo hubiera hecho. Más Judas lo hizo, para bien o para mal. El tendría el mando en la lucha y en el entrenamiento de los hombres: ése era su precio. Eleazar y el niño Jonatás estarían a sus órdenes. Los suministros y el abastecimiento quedarían a cargo de Juan, y yo, Simón, juzgaría al pueblo con mano de hierro, como se juzgaba a los hombres en la guerra; ése era su precio.

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