Mis gloriosos hermanos (18 page)

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Authors: Howard Fast

Fuimos a buscar a mis hermanos, a Ragesh, a Rubén el herrero, a Moisés ben Aarón y a unos cuantos más que podían sacudirse dolor para seguir al adón. Nos armamos de arcos y cuchillos, y espadas aquellos que deseaban experimentar esa arma extraña, nos presentamos ante el adón. No nos recibió muy bien.

-Veinte solamente, cuando deberíais ser por lo menos -dijo.

Después guardó silencio durante horas enteras mientras su figura enjuta, fatigada e iracunda, nos conducía con paso rápido hacia el sur.

Llegamos hasta Shiló, una pequeña y agradable aldea situada junto a un no, que nos laceró el corazón por su gran semejanza con Modin. Famosa, antes y ahora, por su vino de pasas, de color ambarino, y su queso de miel, era una parada en el camino de Jerusalén y tenía una posada. Cuando entramos a grandes zancadas en el pueblo, con aspecto torvo y polvoriento, la gente nos miró con sorpresa y temor. Las capas nos cubrían totalmente, ocultando las armas, pero ¿quién no conocía en Judea, aunque fuera de oídas, la elevada figura del adón Matatías? ¿Y quién ignoraba que él y sus hijos eran proscritos, maldecidos por los macedonios tanto como por el sumo sacerdote Menelao?

La sorpresa se justificaba, pero no el temor, aun cuando aquélla era una localidad en la que Apeles había tenido buen éxito, a pesar de que en la plaza había un altar de Zeus festoneado de frutas y manchado de sangre fresca. Ni aun así debió existir ese temor que reveló la expresión de sus rostros, aunque la cobardía no es rara en épocas como aquélla, y rendirse es más fácil que perder la casa, verla reducida a cenizas, y tener que vivir en cavernas, en los montes de Efraín o en el desierto de Bethaven.

Y entonces vimos a los mercenarios delante de la posada, sentados cómodamente en la hierba, ante hogazas de pan, copas de vino y pollos cocidos que se embutían en la boca mientras la grasa les corría por las sucias mandíbulas. Eran doce, tributo al dulce encanto de arrodillarse ante los demás, y tenían dos esclavos que les llevaban las lanzas y los escudos. Para mayor comodidad se habían despojado de las pesadas corazas pectorales, desatado los justillos de cuero, y alzado las faldas, exponiendo la virilidad, al mismo tiempo que la suciedad. Los mercenarios, esos seres sin tierra, sin nación, sin ciudad, que nacen, se crían y se alquilan únicamente para matar, constituyen, ahora como antes, un perpetuo misterio para los judíos. Como aquéllos trabajaban para los griegos, tenían que cumplir con la obligación de afeitarse, pero llevaban las mejillas sombreadas por una barba de varios días. Para ellos el agua era algo abominable, tanto para la boca como para la piel; preferían el olor que los envolvía y la roña que los cubría como una costra, ambos dignos compañeros de su increíble ignorancia.

Había en Shiló una muchacha de pocas luces que, como averiguamos más tarde, se llamaba Miriam; era una huérfana abandonada de Jerusalén, que había encontrado un techo en la aldea; pero nada más que un techo, al parecer, porque cuando nosotros nos acercábamos por la calle los mercenarios se hallaban jugando con ella, pasándosela de uno a otro, en un exhibicionismo infantil, pervertido y miserable, mientras reían y gritaban en la tosca y vulgar jerga aramea que es el lenguaje corriente de los asalariados macedonios. Así siguieron hasta que llegamos al mesón y nos detuvimos; veinte judíos altos, ceñudos, cubiertos del polvo del camino, envueltos en capas de pies a cabeza, y conducidos por un anciano delgado, de barba blanca y cara de halcón; un anciano sereno, pero con un toque siniestro que subyacía bajo esa calma aparente, algo que los mercenarios no podían menos que advertir, como debieron haber advertido la extensión de esa quietud a la aldea, sumida repentinamente en el silencio y casi desierta.

-Vete, viejo cuervo -dijo uno de ellos.

Los demás rieron, pero la risa era forzada. La muchacha se hizo un ovillo en el suelo y comenzó a llorar. El posadero salió de la posada corriendo y gesticulando. Era un hombre grueso y sin barba, pero se notaba que era judío por su manera de hablar.

-¿Qué pasa? -exclamó-. ¡No quiero tumultos aquí, ni mendigos de los caminos!

-¿Acaso parecemos mendigos? -dijo suavemente el adón-. ¿Quién eres tú, posadero, para llamarnos mendigos? ¿No hay vino para nosotros, que venimos de tierras áridas y tenemos sed?

En aquel momento salió de la posada el jefe de los mercenarios, con una copa en la mano, y se quedó en la puerta, sorbiendo el vino, claramente dispuesto a disfrutar de la escaramuza entre el posadero y los recién llegados.

-Mi establecimiento está lleno -dijo el posadero, pero con menos convicción, mirándonos con atención y claramente molesto.

-¿Es eso lo que dijo Abraham, bendito sea, cuando los tres extranjeros llegaron a su tienda? -prosiguió el adón, con mayor suavidad aún-. ¿O les salió, al encuentro llevando agua perfumada para lavarles los pies? ¿Y su esposa, Sara, no cocinó con sus propias manos para que pudieran comer? Cierras las puertas de tu casa a los de tu pueblo, si es que aún tienes pueblo, pero las abres para esa inmundicia, para esos seres que matan por una paga.

Los mercenarios y el jefe entendieron sólo parte de lo que había dicho, porque mi padre no había hablado en arameo, sino en el antiguo hebreo. Pero el mesonero palideció, y temblando visiblemente, consiguió decir:

-¿Quién eres, anciano?

-¡El adón Matatías! -gritó la muchacha.

Mi padre se quitó la capa, y lo mismo hicimos nosotros, echando mano a las espadas. Todos menos Jonatás, que tenia el arco tendido, y que cuando el capitán de los mercenarios saltó hacia delante gritando, se agachó y disparó. La flecha le atravesó la garganta convirtiendo los gritos en un terrible aullido ahogado por la sangre.

El posadero huyó hacia el interior de la casa. Los mercenarios no se movieron de su lugar, medio borrachos como estaban y paralizados por la repentina y abrumadora aparición de veinte hombres armados, encabezados por un viejo patriarca, bravío e iracundo.

Los matamos allí mismo, sin piedad ni misericordia. Fue una acción terrible, una acción cruel; pero no eran hombres a los que se pudiera hacer prisioneros, a quienes se pudiera hablar, suplicar, conmover, cambiar; eran mercenarios.

Cuando terminamos, y quedaron sólo los dos esclavos, apretados uno contra el otro y gritando de terror, la muchacha se arrastró hacia dónde estaba mi padre y le abrazó las piernas. El adón quedó un momento inmóvil, con la espada ensangrentada en la mano; luego dejó la espada, alzó a la joven y la besó en los labios.

-¿Cómo te llamas, hija mía? -pregunto.

-Miriam.

-¿Quiénes eran tus padres?

-No lo sé -sollozó la muchacha.

-¡Cuántos hay como tú! -suspiró el viejo-. ¿Sabes dónde está el desierto de Efraín?

La joven asintió con la cabeza.

-Pues lávate y vete a Efraín, y cuando encuentres a un judío pídele que te lleve junto a Matatías. Y si te pregunta quién es tu padre, le dirás que tu padre es Matatías.

-Tengo miedo..., tengo miedo.

-¡Ve! -dijo el adón con firmeza-. ¡Vete y no mires atrás!

Volviéndose hacia nosotros, añadió:

-¡Traedme al posadero!

Se había reunido la gente; primero los niños; luego los mayores; hasta que se formó en el patio de la posada un semicírculo de judíos, silenciosos y asustados, que miraban con sobresalto el sangriento montón de muertos. Eleazar y Rubén penetraron en la casa; se oyeron resonar sus pisadas y luego volvieron a salir arrastrando al posadero, que lloraba y gemía, trastabillando de miedo. Lo arrojaron a los pies del adón, y el hombre comenzó a arrastrarse boca abajo, poco a poco, hasta que pudo besarle a mi padre las tiras de las sandalias.

-¡Basta! -rugió mi padre-. ¿Qué eres tú, judío, griego o animal, para arrastrarte de ese modo? ¡Levántate!

El mesonero continuó arrodillado en el suelo, sin responder nada, gimiendo y meciendo su abultado cuerpo de un lado para otro. Mi padre lo empujó con la punta del pie y se alejó, volviéndose hacia los aldeanos.

-Escuchadme vosotros ahora. Podría matarlo con mis propias manos, pero que viva y recuerde que se arrastró por el suelo, y que lo sepa todo el mundo, para que su vida sea un infierno y no pueda mirar a nadie de frente. Nuestro pueblo ha sido asesinado y torturado y en todo el país resuenan sus lamentos, pero él aprecia tanto su miserable vida que es capaz de restregar la cara en la basura para salvarla. Es un hombre valiente cuando lo respalda el conquistador... ¡Como todos vosotros, despreciables infelices! ¡Que caiga sobre vosotros la maldición de Dios!

Las mujeres comenzaron a sollozar. Se oyeron algunos «¡no..., no!» aislados. Los hombres se cubrieron los rostros con las manos.

-¿No queréis mirarme? -gritó el adón-. ¿Soy peor que los mercenarios?

Un anciano se abrió paso acercándose a mi padre.

-¡Retira tu maldición, Matatías ben Juan ben Simón! ¿Qué hemos hecho para merecerla?

-Os habéis arrodillado -dijo mi padre fríamente.

-¿No me recuerdas, Matatías? -preguntó el viejo-. Soy Jacob ben Gersón. ¿No me recuerdas?

-Te recuerdo -contestó mi padre.

-Yo no me he arrodillado ante nadie, Matatías. Mataron aquí en Shiló a diecinueve personas, de las cuales cuatro eran recién nacidos circuncidados, para que siguiéramos las normas griegas y dejáramos de practicar la circuncisión. Y entonces hicimos la paz con ellos. Retira tu maldición.

-¿Qué te retiene aquí, anciano? ¿Es tan grata la vida? Yo ya he pasado de los sesenta años, lo mismo que tú. ¿Qué te retiene aquí?

-¿Adónde podemos ir?

-¡Id a Efraín! -exhortó mi padre, con voz áspera y firme-. ¡Id al desierto, donde acampamos en tiendas, como nuestros antepasados, y donde nos hacemos fuertes! Pero no os dobleguéis ante ningún hombre, ni siquiera ante Dios, porque él no lo pide.

Luego, abriéndose paso entre la concurrencia, avanzó hasta el altar, lo derribó y prosiguió su marcha con paso firme. Nosotros lo seguimos sin decir una sola palabra, excepto el breve diálogo que sostuve con Judas cuando susurró en mi oído:

-Está lleno de fuego. Si él fuera joven, Simón, si fuera joven...

-Es joven -repuse con brusquedad-. Es joven, y no hace falta que lo llamen Macabeo.

-¿Qué quieres decir?

-¿Tú no sabes lo que quiero decir, Judas? -murmuré. Me aferró de la capa y exclamó, con acento dolorido:

-¿Tú también, Simón? En nombre de Dios, ¿qué te he hecho para que me odies tanto?

-Nada.

-¿Y me odias por nada?

-Nada -repetí-. Nada... Y ven, que el viejo no espera.

Salimos del camino, cruzamos el valle y subimos la colina. Bien arriba, donde podíamos ver hasta varias millas a la redonda, montamos nuestro campamento, comimos pan, bebimos vino y nos tumbamos, con las capas puestas, en torno a un fuego de ramojos, que ardía lentamente. Llegó la noche, pero yo no podía dormir; no se me borraban de la mente los acontecimientos del día, la breve y salvaje matanza de la posada y la terrible imagen del viejo, mi padre. Acudían también a mi memoria recuerdos de otros tiempos; de nuestra grata y placentera infancia en Modín; de Ruth y del amor que me profesó, y del que yo le profesé a ella; recuerdos de lo que ya ni recuerdos eran: tan breve, extraña y misteriosa es la vida. Como suele suceder cuando no existe el consuelo del sueño en ese lapso que separa la noche del día, la vida se transformó en un ensueño, en un instante, en algo que debe ser asido y explorado. Y yo lo exploré, como ya había hecho y seguiría haciendo siempre, con ese amor que conocí en aquel breve momento en Modín; ese momento, inundado de sol, en el que no había ayer ni mañana, sino solamente ahora. Los recuerdos, el temor y la soledad fueron demasiado para mi; me levanté y me acerqué al moribundo fuego, entibiado por la melancólica frescura de la madrugada. Alguien me tocó del brazo; me volví rápidamente y vi a mi lado a mi padre, que me miraba como un viejo halcón. ¿No había dormido?

-Llama a tu hermano, Simón, y ven conmigo -dijo el adón.

Desperté a Judas y seguimos al adón cuesta arriba hasta llegar a una cima rocosa, donde se detuvo.

-Mirad -dijo, señalando el valle más allá de Shiló, hacia Jerusalén.

Siguiendo la dirección de su brazo, vimos en medio de las tinieblas unas débiles lucecitas, como unas chispas que se alzaban en el aire y desaparecían.

-¿Qué os parece que es? -preguntó mi padre.

-Lo que me parece es que debías haber matado a ese cerdo de posadero -replicó iracundo Judas-, porque ése es un campamento de mercenarios. No han perdido tiempo en traerlos.

-Y sin embargo estuviste bastante callado en la posada -murmuró el viejo.

-Lo estuve.

-Y ahora, Judas, a quien Ragesh llama el Macabeo -dijo irónicamente el adón-, ¿qué hacemos?

Silencioso e impávido, Judas fijó la vista en el valle.

-¿Qué hacemos ahora, Judas Macabeo? -repitió desdeñosamente mi padre-. Están allí, en el valle, y cuando amanezca irán a Shiló y la reducirán a cenizas. Si hubiese matado al mesonero, Judas Macabeo, lo habría hecho con mis propias manos y mi propia espada. Pero, tú que hablabas tan bien de la guerra, ¿cuántos niños morirán mañana en Shiló?

Sin contestar, Judas se dirigió al campamento. Yo me volví furioso hacia mi padre.

-¿Quieres destrozar todas las cosas vivientes que te rodean, viejo?

La mano que me aferró el hombro era como un garfio de hierro, y durante varios días quedaron allí sus huellas. Con ese tono suave y terrible que lo caracterizaba, me dijo el viejo, el adón:

-Hónrame, Simón, porque tú saliste de mis entrañas, y aún eres menos que un hombre. ¡Y por todo lo que es sagrado, mis hijos me han de hablar con dulzura! ¡Lo que es fuerte no se destroza!

Y se fue.

Cuando llegué al campamento todos estaban en pie, e instantes después nos pusimos en marcha siguiendo a Judas. Sin que mediara palabras el adón cedió la delantera y Judas la tomó. La noche llegaba a su fin y en el este se veía el primer halo gris del crepúsculo; había suficiente claridad para ver y distinguir el camino, Judas nos condujo hacia el sur, cuesta arriba, hasta el borde pedregoso de la loma, por donde seguimos avanzando. Nos conducía rápidamente, sin detenerse a tomar aliento, con creciente celeridad, casi precipitadamente, hasta que al cabo de no mucho nos encontramos en una cornisa situada justo encima del campamento donde dormían a pierna suelta los mercenarios. De forma rectangular, el campamento estaba a unos seiscientos pies de distancia, en el camino, donde éste se junta con las dos laderas del valle.

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