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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

Mis rincones oscuros (34 page)

Sólo estaba ganando tiempo. El expediente marrón me asustaba. Y sabía que Stoner estaba incitándome a abrirlo.

Charlamos. Intercambiamos historias policíacas de Los Ángeles. Él tenía una percepción aguda y lúcida, carente de la ideología policial típica de tantos de sus compañeros. Catalogaba al DPLA de institución racista y confería una intensa carga dramática a sus relatos. Decía «jodido» con la misma frecuencia y tranquilidad que yo y utilizaba un lenguaje procaz para aumentar el efecto de sus palabras. Describió el caso Beckett y me condujo de cabeza al terror de Tracy Stewart.

Tras dos horas de charla guardamos silencio, casi como si nos hubieran indicado que lo hiciéramos.

Stoner abandonó la estancia. Yo me dejé de evasivas.

Dentro del expediente había sobres, hojas de teletipo y notas sueltas garabateadas en recortes de papel, así como un «Libro Azul» de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El libro en cuestión, de cincuenta páginas, contenía informes mecanografiados en orden cronológico.

El informe del cuerpo encontrado. El informe del forense. Informes sobre sospechosos exonerados. Tres entrevistas literales.

El Libro Azul era frágil y estaba enmohecido. En la tapa aparecían dos nombres mecanografiados. No los reconocí. Sargentos John G. Lawton y Ward E. Hallinen.

Eran los hombres que me habían preguntado con quién follaba mi madre. Uno de ellos me había comprado un dulce, hacía un millón de años.

El expediente estaba mal conservado y rebosaba de papeles y notas sueltas metidas de cualquier manera y luego olvidadas. El aspecto descuidado resultaba tan ofensivo para mí como simbólico. Me hallaba ante el alma perdida de mi madre.

Puse orden en todo aquello. Formé una hilera de pilas de papeles, bien ordenados. Aparté a un lado el sobre con el rótulo «Fotos Escena del Crimen». Estudié por encima el primer montón de informes del Libro Azul y aprecié detalles extraños.

Mi dirección en El Monte era Maple, 756. Dos testigos vieron a mi madre sentada a la barra del Desert Inn. El nombre me dejó aturdido. Los periódicos decían que mi madre acudía a una coctelería de la localidad. Nunca concretaban más.

Hojeé algunos informes. Un testigo del Desert Inn aseguraba que el acompañante masculino de mi madre era mexicano. El hecho me sorprendió. Jean Ellroy era derechista y estaba obsesionada con las apariencias. No me la imaginaba en un lugar público con un cholo.

Eché un vistazo a la última sección y vi dos cartas manuscritas. Un par de mujeres delataban a sus ex maridos. Escribían a John Lawton y daban razones detalladas de sus sospechas.

La mujer número uno escribía en 1968. Decía que su ex trabajaba con Jean en la planta de Packard-Bell. Había estado liado con Jean y con otras dos mujeres de la empresa. Después de la muerte su comportamiento había sido sospechoso. La mujer le había preguntado dónde estaba esa noche y él, tras golpearla, le había exigido que cerrara el pico.

La mujer número dos había escrito en 1970. Según ella, su ex tenía una cuenta pendiente con Jean Ellroy, que se había negado a tramitar una reclamación por lesiones que él había presentado. Aquello «lo había sacado de quicio». La mujer número dos añadía en una posdata que su ex había prendido fuego a una tienda de muebles. Habían tenido que devolver una mesa de cocina que él había comprado, lo cual «lo había sacado de quicio» una vez más.

Las dos cartas sonaban a venganza. John Lawton había añadido una nota a la número dos; en ella dejaba constancia de que ambas pistas habían sido investigadas y desechadas por inválidas.

Eché un vistazo al libro. Capté leves destellos de datos.

Harvey Glatman fue interrogado y descartado como sospechoso. Recordé el día en que lo llevaron a la cámara de gas. Un testigo del Desert Inn discutía el detalle del mexicano. Decía que el tipo que estaba con la rubia y la pelirroja era «un hombre blanco, moreno». Mi madre trabajaba en Airtek Dynamics desde septiembre del 56. Yo creía que por entonces aún estaba en Packard-Bell. El informe de la autopsia señalaba la presencia de semen en la vagina de mi madre. No había ninguna mención a lesiones internas o abrasiones vaginales. No había indicio alguno de violación; nada hacía pensar que el encuentro sexual no hubiese sido de mutuo acuerdo. Mi madre estaba con el período. El cirujano forense le encontró un tampón en la vagina.

Los hechos me golpearon como una andanada. Sabía que debía contener la ráfaga. Saqué pluma y libreta de notas y pasé a las declaraciones transcritas. La primera fue toda una revelación.

Lavonne Chambers atendía los coches del restaurante Stan's Drive-In, a cinco manzanas del Desert Inn. Había atendido a mi madre y a su acompañante masculino dos veces, el sábado por la noche y el domingo de madrugada.

Según ella, el tipo era griego o italiano. Conducía un Oldsmobile del 55 o del 56, de dos tonos. Había llegado con mi madre hacia las 22.20. Cenaron en el coche. Hablaron. Se marcharon y volvieron hacia las 2.15.

El hombre estaba callado y tenía aire hosco. Mi madre estaba «muy animada». «Charlaba por los codos.» Tenía mal colocado el escote y uno de los pechos quedaba medio a la vista. Se la veía «algo desaliñada». El hombre «parecía aburrido con ella».

Todo aquello era información nueva y caliente. Y mandaba al cuerno mi vieja teoría.

Yo creía que mi madre había dejado el bar con el Hombre Moreno y la Rubia. Que habían intentado forzarla a un
menage à trois
, que ella se había resistido y el asunto había terminado mal.

Él estaba «aburrido». Ella, «desaliñada». Lo más probable era que ya hubiesen follado y él quisiera desembarazarse de ella. Mi madre quería más de su tiempo.

Yo solía frecuentar el Stan's Drive-In, que quedaba al otro lado de Hollywood High. Las camareras que atendían los coches llevaban uniforme rojo y blanco. El Krazy Dog era estupendo. Las hamburguesas y las patatas fritas, famosas.

Leí la declaración tres veces. Anoté los datos clave. Me preparé y abrí el primer sobre.

Contenía tres instantáneas. Vi a Ed y a Leoda Wagner, hacia el año 50. Vi a mi padre a los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Las fotos llevaban sendas leyendas: «Herrn. de la víct. y su mar.» y «Ex mar. de la víct.». Mi padre aparecía guapo y en forma.

La tercera foto lleva esta leyenda: «Víct., agosto del 57.»

La mujer de la foto llevaba un sarong blanco. Me acordaba de él. Sostenía una copa y un cigarrillo. Tenía los cabellos recogidos, corno los llevaba siempre. Detrás de ella había gente de juerga. Parecía un picnic o algo así.

Su aspecto era deplorable, con la cara hinchada y ojerosa. Parecía mayor de los cuarenta y dos años y cuatro meses que tenía. Semejaba una borracha que intentase simular, sin éxito, que no lo era. La imagen se contraponía radicalmente con la que yo conservaba en mi recuerdo.

Esa foto reflejaba deseos satisfechos. Congelé en mi mente su imagen a unos lascivos cuarenta. Las arrugas de su rostro no eran huellas de vida disoluta, sino de fuerza, de energía. La foto era todo ansia soterrada. Sucumbí a la imagen y le hice el amor unas pocas veces, todas ellas preciosas y fantásticas.

Abrí el segundo sobre. Vi dos retratos robot del Hombre Moreno. El retrato número uno mostraba a un enjuto soplapollas. El retrato número dos mostraba a un sádico de rasgos similares.

Abrí el tercer sobre. Contenía treinta y dos fotos para las fichas de otros tantos hombres, todos ellos catalogados de delincuentes sexuales. Unos eran blancos y otros hispanos. Todos los rostros se parecían a los retratos robot.

Los treinta y dos habían sido interrogados y dejados en libertad. Todos tenían ese aspecto de viles pervertidos que produce el fogonazo del flash. Llevaban al cuello el rótulo de identificación de anteriores detenciones por asuntos de carácter sexual. Los rótulos recogían las fechas de detención y diversos números de artículos del código penal. Las fechas iban desde el 39 hasta el 57. Los números cubrían desde violaciones y escándalos sexuales hasta media docena de delitos pasivos. Casi todos los tipos ofrecían un aspecto desaseado. Unos cuantos aparecían encogidos, como si acabaran de golpearlos con un listín telefónico. El efecto que producían en conjunto era repulsivo. Tenían el aire de una mancha venérea o de una salpicadura de semen en la pared de un cagadero.

Abrí el último sobre. Vi a mi madre muerta cerca del instituto Arroyo.

Tenía las mejillas hinchadas y las facciones abotargadas. Parecía una mujer enferma pillada en pleno sueño.

Vi el cordel y la media en torno a su cuello. Vi las picaduras de insectos en los brazos. Vi el vestido que llevaba puesto. Me acordaba de él. Contemplé las fotos en blanco y negro y recordé que el vestido era celeste y azul marino. Le llegaba por debajo de las rodillas, pero alguien se lo había levantado hasta las caderas. Vi su vello pubiano. Aparté rápidamente la mirada y convertí la imagen en algo borroso.

La última foto correspondía a la autopsia. Mi madre estaba boca arriba en una mesa del depósito de cadáveres, con la cabeza apoyada en un bloque de caucho negro.

Vi su pezón deformado y la sangre seca que cubría sus caderas. Vi una incisión abdominal suturada. Era muy probable que la hubiesen abierto en la escena misma del crimen, para hacer un estudio del hígado antes de que sobreviniera el rigor mortis.

Examiné todas las fotos tomadas en el lugar donde la hallaron. Grabé cada detalle en la memoria. Me sentía en perfecta calma. Volví a colocarlo todo en el expediente y le entregué éste a Stoner.

Me acompañó hasta el coche. Nos estrechamos la mano y nos despedimos. Stoner estaba algo alicaído. Sabía que mi mente se hallaba muy lejos de allí.

Esa noche me acosté pronto. Cuando desperté aún no había amanecido. Vi las fotos incluso antes de abrir los ojos.

Noté que un pequeño engranaje encajaba en su lugar con un chasquido. Era como decir, «¡Oh!», al reconocer una gran revelación.

Ahora lo sabes.

Creíste que lo sabías, pero te equivocabas. Ahora sabes de verdad. Ahora vas a donde ella te lleva.

Ella y el Hombre Moreno regresaron al Stan's Drive-In. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Acababan de follar y él estaba aburrido, quería deshacerse de aquella mujer desesperada y continuar con su vida. La combustión se había producido porque ella quería más. Más sexo o más atenciones masculinas. La promesa de una siguiente vez con flores y un trato más lujoso.

Confié en mi nueva teoría. Hacía que sintiese una poderosa oleada de amor hacia mi madre.

Yo era hijo suyo. Estaba tan enganchado como ella a aquel «querer más». La diferencia de sexo y la época me favorecían. Yo me había dedicado a beber y a follar con una aprobación general que ella nunca habría soñado tener. La suerte y la cautela del cobarde me salvaron.

Vi la cuesta abajo que ella había recorrido. Me había imbuido a la fuerza de un instinto de supervivencia que ella nunca había desarrollado. Su dolor era mayor que el mío. Definía el vacío que había entre nosotros.

Regresé a Connecticut y escribí mi artículo para
GQ
. No era nada catártico. No desconectó ese pequeño mecanismo. Ella siempre estaba allí, conmigo.

Fue un abrazo torpe y una reunión. Fue un paso temerario. Fue una cita a ciegas a la que me habían empujado Helen y Bill Stoner.

Ahora vas a donde ella te conduce.

La idea me confundió. Entregué mi devoción con fe ciega.

16

Ella me señaló el camino que conducía a sus secretos. Su guía fue una provocación y un reto. Me desafiaba a descubrir cómo había vivido y cómo había muerto.

Decidí ampliar mi artículo para
GQ
, hacerlo cincuenta veces más largo y convertirlo en libro. A mi editor la idea le pareció bien. Bill Stoner se jubiló en abril. Me puse en contacto con él y le hice una oferta. Le dije que quería que investigase el homicidio de mi madre. Le pagaría un porcentaje del anticipo del libro y cubriría todos los gastos. Formaríamos equipo e intentaríamos encontrar al Hombre Moreno, vivo o muerto. Sabía que nuestras probabilidades eran mínimas, pero no me importaba. La pelirroja constituía mi principal objetivo.

Stoner aceptó.

El artículo de
GQ
se publicó en agosto. Se centraba en las figuras de mi madre y mía y en él se subrayaba nuestra ansia común de «tener más». Entregué la novela y alquilé un apartamento en Newport Beach, California. Stoner dijo que nuestro trabajo podía llevar un año, o más.

Volé allí el Día del Trabajo. En el avión, la gente hablaba de O.J. Simpson sin parar.

El caso ya tenía tres meses. Se había convertido en el asunto relacionado con el asesinato de una mujer más ventilado de todos los tiempos. El de la Dalia Negra había sido un caso importante —y angelino hasta la médula—, pero el de Simpson lo había eclipsado rápidamente. Era enorme, una escenificación épica, un circo multimedia representado sin disimulo y basado en la poco sostenible defensa de un robo con escalo frustrado por la víctima. Todo el mundo sabía que había sido O.J., pero los corifeos desafiaban el consenso y se volvían locos buscando la verdad oculta y algún precedente empírico. Los lacayos de los medios de comunicación atacaban la verdad con fuerza cada vez mayor. Consideraban el asunto O.J. como un tosco microcosmos. Era cosa de cocaína y sexo. Era narcisismo de club de salud y mutuas ataduras a pagos de pensiones mensuales de cinco cifras. Fue el público de bajo nivel económico quien definió el delito. Ese público ambicionaba el ostentoso estilo de vida de O.J. y no podía tenerlo. Por eso, se conformó con la representación teatral, de moralidad pestilente, que les decía que aquel estilo de vida era venal.

O.J. y el hombre Moreno. Nicole y Geneva.

Mi madre era una mujer muy reservada. Yo era dado a los faroles y un oportunista redomado. Siempre deseaba llamar la atención e intuía que ella nunca lo había hecho. Yo quería entregarla al mundo. Podría llamárseme secuestrador de recuerdos y señalar mis anteriores hazañas para demostrarlo.

Quizá fuera así, o quizá fuese un error. En vista de mi pasión recientemente desatada, me declararía culpable de tal delito.

Pero ella estaba muerta. Insensible. Preguntarse si lo entendería o no era ridículo. Yo tenía una faceta chismosa, descarada. Ella era el centro de mi relato.

El tema me preocupaba. Respetaba su intimidad y a la vez me disponía a destruirla. Sólo veía una salida.

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