Mis rincones oscuros (40 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

Dejé de prestar atención al tema. Stoner me había advertido de que no me aferrase a ninguna teoría o reconstrucción hipotética que se ofreciera.

Pasé cuatro días a solas con los expedientes. Me encerraba y me concentraba en los informes, anotaciones y fotos de los tableros. Stoner tenía duplicados de los Libros Azules de los casos Long y Ellroy. Nos llamábamos tres o cuatro veces al día y discutíamos algún punto en concreto de las indagaciones o la lógica general del caso. Coincidíamos en que Jim Boss Bennett no era el Hombre Moreno. Estaba demasiado pegado a la botella y, claramente, demasiado desquiciado como para seducir a una mujer en el transcurso de una larga velada o de un día entero en las carreras. Jim Boss Bennett era alcohólico. Iba detrás de mujeres alcohólicas. Las encontraba en los locales más baratos. El Desert Inn era un local de categoría, para lo habitual en él. Él frecuentaba tugurios donde servían cerveza barata y vino ordinario con hielo. Stoner dijo que probablemente fuese violador desde hacía mucho tiempo. No había penetrado a Margaret Telsted, pero tal vez sí a otras mujeres, una decena de ellas, quizá. Probablemente hubiese obtenido muy poco de otros intentos de violación debido a impotencia alcohólica o a mala planificación estratégica. A mi madre le gustaban los tipos sin clase. Tenía impulsos igualitarios. Pero Jim Boss Bennett era demasiado vulgar y penoso incluso para ella. A mi madre le encantaba el aroma a macho de clase baja. Pero Jim Boss Bennett andaba escaso en aroma y sobrado de olor a sudor. No era su tipo.

Hablamos de las dos mujeres que habían denunciado a sus maridos. La número uno se llamaba Marian Poirier. Su ex, eterno faldero, se llamaba Albert. Al parecer, el hombre mantenía relaciones con Jean Ellroy y dos mujeres más de Packard-Bell Electronics.

La señora Poirier había admitido que no tenía pruebas. Dijo que su marido conocía a otras dos mujeres asesinadas. Añadió que era «demasiada coincidencia». No dio sus nombres. Jack Lawton le escribió una carta en la que le pedía que los mencionase. La señora Poirier respondió sin hacer referencia a la petición de Lawton. Stoner desechó el testimonio de la mujer. Ésta, según sus palabras, debía de ser una chiflada.

La mujer número dos se llamaba Shirley Ann Miller. Su ex era Will Lenard Miller. Presuntamente, Will había matado a Jean Ellroy. Presuntamente, una noche, mientras dormía, Will había balbuceado: «¡No debería haberla matado!» Presuntamente, Will había repintado su Buick de dos tonos pocos días después del asesinato. Presuntamente, Will prendió fuego a un almacén de muebles en 1968.

Encontré un montón de notas sobre Will Lenard Miller. La mayor parte de ellas estaba fechada en 1970. Vi el nombre de Charlie Guenther media docena de veces.

Guenther era el antiguo compañero de Stoner. Según éste, Guenther vivía cerca de Sacramento. Debíamos tomar un avión e ir a verlo para repasar con él las notas sobre Miller.

Hablamos de Bobbie Long y de mi madre. Especulamos sobre la posibilidad de que en vida se hubiesen conocido.

Las dos trabajaban a pocos kilómetros de distancia. Las dos habían huido después de que su matrimonio fracasase. Las dos eran reservadas y autosuficientes. Las dos eran distantes, aunque superficialmente comunicativas.

Mi madre bebía. Bobbie era jugadora compulsiva. A mi madre el juego la aburría. El sexo dejaba fría a Bobbie.

Nunca se habían conocido. Nuestras conjeturas carecían de fundamento.

Dediqué algún tiempo a Bobbie. Apagué las luces del salón y me tendí en el sofá con fotos de ella y de mi madre. Tenía a mano un interruptor de la luz. Podía pensar a oscuras y encender las luces para contemplar a Bobbie y a Jean.

Me sobraba Bobbie. No quería que me distrajera de mi madre. Cogí la foto de ésta y dejé a un lado la de Bobbie.

Bobbie era una víctima tangencial.

Bobbie se abre paso hasta el principio de la cola del café. Bobbie juega hasta endeudarse y convence a un amigo de jugar a cartas. El juego era una obsesión banal. La verdadera emoción estaba en el riesgo de autoaniquilación y en la apuesta por la trascendencia a través del dinero. La obsesión sexual era un impulso alejadísimo del amor. Ambas aficiones compulsivas resultaban mortificantes, destructoras. El juego siempre tenía que ver con la autoabnegación y el dinero. El sexo era una estúpida disposición glandular y, en ocasiones, el camino para un gran amor pernicioso.

Las dos, Jean y Bobbie, eran tristes y solitarias. Estaban en el mismo nivel. Si uno pasaba por el tamiz todos los fragmentos de datos dispersos de sus expedientes, podía decir que se referían a la misma mujer.

Yo no lo veía así. Bobbie se proponía destacar. Jean buscaba esconderse, salir de sí misma y, quizás, entregarse a algo extraño, nuevo o mejor.

Bobbie Long no era nuestro verdadero foco de atención. Se trataba de la víctima de un asesinato que tenía una relación posible o probable con el que nos interesaba y proporcionaba un dato posible o probable sobre el progresivo deterioro mental del Hombre Moreno. En el caso Long no existían testigos presenciales. En el 59, los amigos de Bobbie eran cincuentones y probablemente ya estuviesen todos muertos. El Hombre Moreno también debía de estar muerto. Probablemente llevara una existencia muy dura y frecuentase los bares. Probablemente fumara y le diese al whisky o a cualquier otra bebida destilada. Probablemente hubiese reventado de cáncer en 1982. Probablemente estuviera conectado a una mascarilla de oxígeno en la pintoresca La Puente.

Sentado en la oscuridad, sostuve en las manos dos retratos robot. Encendí las luces y los contemplé de vez en cuando. Violé la norma de Stoner y reconstruí el Hombre Moreno.

Bill lo imaginaba como un vendedor meloso. Yo lo veía como un ejecutivo de pega que hacía trabajos esporádicos para sacar algún dinero extra. Se desplazaba en un Oldsmobile desvencijado del 55 o del 56. Llevaba una caja de herramientas en el asiento trasero. La caja contenía unos metros de cuerda de persiana.

El hombre tenía treinta y ocho o treinta y nueve años y le gustaban las mujeres mayores que él. Por un lado, sabían cuántas eran cinco; por otro, aún se dejaban engañar con la promesa de un romance. Las odiaba tanto como le gustaban. Nunca se había preguntado a qué se debía aquello.

Conocía mujeres en bares y clubes nocturnos. A lo largo de los años había golpeado a algunas. Decían o hacían cosas que lo ponían furioso. Con otras había sido más duro. Se había mostrado amenazador y las había convencido de que se prestaran a sus requerimientos si no querían que las violase. Era minucioso. Era cauto. Era capaz de mostrarse encantador.

Vivía en el valle de San Gabriel. Le gustaban los locales nocturnos. Le gustaba el ambiente que se había creado con el florecimiento económico de la zona. Se pasaba el día perdido en ensoñaciones. Pensaba en maltratar a las mujeres. Nunca se preguntaba el porqué de sus perversas obsesiones.

Mató a la enfermera en junio del 58. La Rubia mantuvo la boca cerrada. Él vivió asustado durante seis semanas, seis meses o un año. Luego, el miedo se desvaneció. Persiguió mujeres, se folló mujeres y golpeó mujeres de vez en cuando.

Pasaron los años. Su impulso sexual se apagó. Dejó de perseguir, de follar y de golpear mujeres. Pensó en la enfermera que había matado hacía tanto tiempo. No sentía remordimientos. Nunca había matado a otra mujer. No era un psicópata furioso. Las cosas nunca se salían de madre como había sucedido aquella noche con la enfermera.

O:

Recogió a Bobbie Long en Santa Anita. La enfermera llevaba muerta siete meses. Mientras tanto, él había ligado con varias mujeres. No les había hecho daño. Acabó por convencerse de que lo ocurrido con la enfermera había sido un accidente extraño.

Se folló a Bobbie Long. Ella dijo algo o hizo algo. Él la estranguló y se deshizo del cuerpo. Vivió asustado largo tiempo. Tenía miedo de la policía, de la cámara de gas y de sí mismo. El temor no lo abandonó en ningún momento. Se hizo viejo con él. No volvió a matar a otra mujer.

Telefoneé a Stoner y le expuse mis conjeturas. A él le pareció posible la primera y descartó la segunda. Uno no mata a dos mujeres y lo deja allí. Discrepé. Le dije que se dejaba llevar demasiado por el empirismo policial. Añadí que el valle de San Gabriel era una especie de ente que se creaba a sí mismo. La gente que acudía allí lo hacía por razones inconscientes que sobrepasaban la aplicación consciente de la lógica, y que eso hacía posible cualquier cosa. La región definía el delito. La región era el delito. Había dos asesinatos sexuales y había uno o dos asesinos sexuales que escapaban a la conducta habitual de un asesino sexual. La explicación de todo ello estaba en la región. La migración inconsciente al valle de San Gabriel explicaba todos los actos absurdos y homicidas que se producían allí. Nuestro trabajo consistía en localizar e identificar a tres personas entre todos aquellos inmigrantes.

Bill escuchó mis explicaciones y concretó. Dijo que era preciso estudiar a fondo el expediente de mi madre y empezar a buscar viejos testigos. Teníamos que revisar los datos del Departamento de Vehículos a Motor y examinar los antecedentes policiales. Debíamos evaluar la investigación realizada en 1958 y seguir los pasos de mi madre desde la cuna hasta su muerte violenta. En la mayor parte de los casos, las investigaciones de homicidios tomaban rumbos extraños. Teníamos que estar al día en nuestra información y preparados para saltar sobre lo que fuera.

Respondí que por mi parte estaba dispuesto en aquel mismo instante.

Bill me dijo que apagara las luces y volviese al trabajo.

21

Ward Hallinen tenía ochenta y tres años. Lo vi y lo recordé al instante.

Me había dado un caramelo en la comisaría de El Monte. Siempre se sentaba a la izquierda de su compañero. Mi padre admiraba sus trajes.

Sus ojos azules me llevaron de nuevo a aquel tiempo. Eran todo cuanto recordaba de él. Se había convertido en un anciano frágil, con la piel cubierta de marcas rojas y rosáceas. En 1958 debía de tener cuarenta y seis o cuarenta y siete años.

Salió a recibirnos a la puerta de su casa, una especie de falso rancho rodeado de árboles umbríos que crecían en una bonita extensión de terreno. Vi un establo y un par de caballos que pastaban.

Stoner me presentó. Nos dimos la mano y murmuré algo parecido a un «Cómo está, señor Hallinen?». Mi memoria corría a una velocidad vertiginosa. Quería encender su recuerdo. Stoner me había dicho que tal vez estuviera senil y no se acordara del caso Jean Ellroy.

Entramos en la casa, nos condujo hasta la cocina y nos sentamos. Stoner puso nuestro expediente en una silla desocupada. Miré a Hallinen. Él me miró. Mencioné la anécdota del caramelo. Dijo que no se acordaba.

Pidió disculpas por su mala memoria. Stoner hizo una broma acerca de su propia edad, ya avanzada, y el modo en que uno perdía facultades. Hallinen le preguntó qué edad tenía. «Cincuenta y cuatro», respondió Bill. Hallinen soltó una carcajada y se dio unas palmadas en las rodillas.

Stoner mencionó a algunos hombres de la vieja Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Hallinen dijo que Jack Lawton, Harry Andre y Claude Everley habían muerto. Blackie McGowan, también, así como el capitán Etzel y Ray Hopkinson. Ned Lovretovich todavía seguía vivito y coleando. Él se había jubilado años atrás. No estaba seguro de cuántos, pero eran muchos. Había trabajado para algunas agencias privadas de seguridad y luego se dedicó a criar caballos de carreras. Por una vez en la vida le sobraba el tiempo y podía disfrutar del condado de Los Ángeles.

Stoner se echó a reír. Yo, también. La esposa de Hallinen hizo su entrada en aquel instante. Stoner y yo nos pusimos de pie. Frances Traeger Hallinen nos pidió que nos sentáramos.

Se la veía en buena forma física y muy despierta. Era la hija del viejo sheriff Traeger. Tomó asiento y pronunció algunos nombres.

Stoner también lo hizo. Luego fue el turno de Hallinen. Los nombres encendían fugazmente alguna historia. Presencié un breve recorrido nostálgico entre policías.

Reconocí alguno de los nombres. Un centenar de agentes había aportado anotaciones a los expedientes Ellroy y Long. Intenté imaginar a Jim Wahlke y a Blackie McGowan.

Frances Hallinen trajo a colación el caso Finch-Tregoff. Yo dije que de joven lo había seguido. Ward Hallinen apuntó que había sido el más importante de su carrera. Yo mencioné algunos detalles. Él no los recordaba.

Frances Hallinen se excusó y salió de la casa. Bill abrió el expediente. Yo señalé los caballos de la finca y mis pensamientos volaron al hipódromo de Santa Anita y el caso Bobbie Long. Hallinen cerró los ojos. Advertí que se esforzaba por evocar el asunto. Dijo que recordaba haber ido al hipódromo, pero no consiguió revivir un hecho concreto.

Bill le mostró las fotos del instituto Arroyo. Al mismo tiempo, yo me ocupé de realizar una descripción oral de la escena del crimen. Hallinen contempló las fotos y dijo que creía recordar el caso. Según su parecer había tenido un sospechoso perfecto.

Mencioné a Jim Boss Bennett y la rueda de reconocimiento de 1962. Bill sacó un montón de fotos de identificación de Jim Boss Bennett. Hallinen dijo que no se acordaba de la rueda de identificación. Contempló las fotos durante tres minutos al menos.

Contrajo el rostro. Sostuvo las fotos con una mano mientras mantenía la otra cerrada sobre la mesa de la cocina. Afirmó los pies en el suelo. Estaba luchando con todas las fuerzas contra su incapacidad de recordar.

Sonrió y confesó que no acababa de ubicar al tipo. Bill le entregó el Libro Azul del caso Ellroy y le pidió que le echase un vistazo.

Hallinen leyó el informe sobre el cadáver y el de la autopsia. Leyó las transcripciones de las declaraciones de los testigos. Leyó despacio. Dijo que recordaba algunos otros casos en los que había trabajado con Jack Lawton. Agregó que el nombre de la taquígrafa le sonaba, y que recordaba al antiguo jefe de policía de El Monte.

Contempló las fotos de la escena del crimen. Nos aseguró que sabía que había estado allí. Me dirigió una mirada que parecía decir: «Ésa es su madre. ¿Cómo puede mirar esas fotos?»

Bill le preguntó si conservaba sus antiguas libretas de notas sobre los casos. Hallinen respondió que lo lamentaba, pero se había deshecho de ellas hacía unos años. Tenía voluntad de ayudar, pero su mente no se lo permitía.

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